—Quizá sea que me guste llevarte en brazos —dijo él, impaciente—. ¿Alguna vez has considerado esa posibilidad?
Paula lo miró a la cara. Lo que vio fue el enfado que reflejaba su ceño fruncido. Pensó que seguramente no había querido decir eso. Lo que sentía por ella era pena. Pero el problema era que cuando la tomaba en brazos ella se sentía apreciada y ridículamente femenina. Él la acercó aún más hacia sí e hizo que el calor se apoderara de ella, la cual se rindió ante lo inevitable. Apoyó su cabeza en el cuerpo de él mientras la llevaba a la planta de arriba. Cerró los ojos y trató de recopilar la memoria de aquel momento, para así poder saborearla cuando estuviera sola de nuevo. Cuando él cerró una puerta tras ellos, ella volvió a abrir los ojos y vió que estaban en su habitación. Pedro se acercó a la cama y la depositó sobre ella.
—La colcha —protestó ella, tratando de levantarse para no manchar la colcha de seda.
—Olvídate de la colcha —dijo él, dándole un leve empujoncito a Paula para que se tumbara—. ¿Qué demonios pensabas que estabas haciendo, Paula? ¿O ni siquiera pensaste? ¿No te importa poder hacerte daño? Puedes tener una recaída que haga que todo el trabajo de los cirujanos no sirva de nada.
Ella fue a contestar, pero no pudo. Estaba paralizada ante este nuevo Pedro Alfonso. Se había estado preguntando qué sería lo que escondía él bajo su máscara de control. Y en ese momento se le concedió el deseo. Pedro la miró hecho una furia. Tenía el cuello rígido por la tensión. Ella lo deseaba. No la asustaba. Sabía que nunca le haría daño. No era de esa clase de hombres. Al verlo luchando contra aquellas emociones tan fuertes se desató en ella una espiral de excitación. Se dijo a sí misma que era una depravada. ¿Cómo era posible que se excitara ante el enfado de él? Agitó la cabeza, tratando de encontrar un poco de cordura.
—Estoy bien. Simplemente nadé demasiado deprisa y...
—¡Y nada! Menos mal que llegué a casa cuando lo hice porque si no te podía haber encontrado flotando boca abajo en el agua.
—Oh, no seas ridículo —dijo ella bruscamente.
—¿Que no sea ridículo? —Pedro se acercó a ella—. Y supongo que tú no estabas siendo ridícula cuando te negaste a salir de la piscina, ¿Verdad?
—Puedo tomar mis propias decisiones —dijo ella, incorporándose—. Por si se te ha olvidado, recuerda que soy una mujer adulta.
Pedro se rió amargamente ante aquello.
—No me he olvidado de eso, Paula. Créeme —apartó la mirada de su cara para mirarle el cuerpo.
Inmediatamente, el deseo se apoderó de Paula. Se le endurecieron los pezones.
—Y supongo que pensaste que tenía sentido quedarte en el agua antes que dejarme ver esto, ¿No es así?
Pedro acercó su mano al muslo izquierdo de ella y le acarició las cicatrices. Ella se estremeció y aguantó la respiración.
—¡No hagas eso!
—¿Por qué no? —preguntó él, mirándola a los ojos—. En algún momento tendrás que afrontarlo, Paula. Ahora forma parte de tí y tienes que aprender a vivir con ello.
Lágrimas de furia empañaron la mirada de Paula, que parpadeó para apartarlas.
—¡Arrogante malnacido! ¿No crees que ya lo sé? He vivido con ese dolor durante meses. ¿Cómo me voy a olvidar de ello si lo veo cada vez que me ducho? Cada vez que me visto. Siento la debilidad y recuerdo...
Se le hizo un nudo en la garganta ante los recuerdos que se agolparon en su mente. Y aquel hombre, que no sabía nada sobre lo que se siente al perder a alguien tan trágicamente como ella perdió a su padre, o al estar desfigurada, tenía el descaro de darle un sermón porque ella quería preservar la poca dignidad que le quedaba. Lo miró, sin saber qué pesaba más... la necesidad de tenerlo o de no volver a verlo.
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