Paula hizo el giro al borde de la piscina. Un par de largos más y lo dejaría. Pedro no estaría en casa hasta dentro de unas horas, pero siempre se aseguraba de terminar de nadar mucho antes de que él llegara. Para su consternación, había descubierto que la debilidad que sentía por él se hacía más fuerte cada día. Gracias a Dios no habían interpretado la farsa muy frecuentemente. Pero cada vez que lo habían hecho, él había sido el perfecto amante. Cuando fue a salir de la piscina, una fuerte mano apareció delante de ella. Miró hacia arriba y vió la cara de Pedro. Contuvo la respiración ante la intensa mirada de éste.
—Vamos —dijo él con su profunda voz—. Ya es hora de que salgas de ahí.
Ignorando la mano que le tendía, se apartó del borde de la piscina.
—No he terminado —jadeó. ¡Lo que fuera para que él se marchara!
—Sí. Ya has terminado. La señora Sinclair me ha dicho que llevas aquí cuarenta minutos.
—¿Has hecho que tu ama de llaves me espíe?
—No seas absurda, simplemente se dió cuenta de cuándo saliste y está preocupada por si sufres una recaída. Sabe que estás en proceso de recuperación.
—Saldré en un minuto —dijo Paula—. Te veré dentro.
—Vas a salir ahora —le ordenó él—. Fíjate cómo respiras. Necesitas parar ahora mismo.
Era cierto que tenía la respiración agitada, pero tenía tanto que ver con el efecto que él tenía sobre ella como con haber estado practicando ejercicio.
—Ya te he dicho que voy a salir pronto —lo haría cuando él se hubiese ido.
Ya tenía suficiente con las miradas de los extraños en la piscina local. No quería que él la mirara también de aquella manera.
—Paula, toma mi mano y deja que te ayude a salir. O me meteré a por tí.
Cuando Pedro se desabrochó la camisa ella se dió cuenta de que no estaba de broma.
—Está bien —gritó, sintiéndose ridícula—. Voy a salir.
En vez de tomar la mano que le tendía él, nadó hasta la escalerilla, manteniendo su parte izquierda oculta. Se dió cuenta enfadada de que él tenía razón; había nadado durante demasiado tiempo y le temblaban las piernas. Pero tenía que llegar a la toalla. Pero él llegó antes y le acercó la toalla. Se puso tensa cuando él la miró un momento pero exhaustivamente y se ruborizó cuando observó que él lo había visto. A duras penas se resistió a taparse las feas cicatrices que estropeaban su muslo izquierdo. Pero era demasiado tarde. Lo miró a la cara, pero no pudo vislumbrar ni desagrado ni lástima. Lo que sí pudo ver fue que sus ojos parecían más oscuros de lo normal, casi con el tormento reflejado en ellos.
Pedro no hizo ningún comentario sobre el horrible legado de su accidente de coche y ella era demasiado orgullosa como para referirse a ello. Sólo el orgullo la mantenía en pie en aquel momento. Se había quedado sin energías. Se acercó para tomar la toalla, pero una pierna le falló, aunque se recuperó apoyándose en su otro pie. Pero no lo hizo lo suficientemente rápido. En un abrir y cerrar de ojos, Pedro la tomó en brazos.
—No me tienes que llevar en brazos. Me puedo mantener en pie.
—Sí que lo tengo que hacer —rebatió él, acercándola hacia su cuerpo y dirigiéndose hacia la casa.
Aunque la excitación le recorría todo el cuerpo, Paula deseó estar en cualquier otra parte que no fuera en sus brazos.
—Pedro —dijo una vez dentro de la casa, tan calmada como pudo—. Tenías razón. Debería haber salido antes de la piscina. Pero no tienes que hacer esto. Puedo andar.
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