—¿Señora Chaves? Tiene una llamada.
Paula levantó la mirada de su desayuno.
—Es el señor Wakefield —dijo la señora Sinclair.
Aunque Ronan le había asegurado que Wakefield ya no le podía hacer daño, Paula se estremeció.
—Gracias —dijo, acercándose a tomar el teléfono—. Paula Chaves—dijo por fin.
—Ya era hora —dijo Wakefield—. Tengo unos documentos para tí. Tenemos que vemos.
—Lo siento, señor Wakefield, no tenemos nada que discutir.
—En eso estás equivocada, cielo. Este es tu negocio. Tuyo y de tu hermano. Tengo los documentos para transferir tu compañía aquí conmigo.
Paula se quedó helada. No podía ser cierto. ¿O sí? Sabía que los planes de Pedro marchaban bien, pero si estaban tan cerca de la victoria se lo habría dicho.
—¿Me has oído? —preguntó de mala gana Wakefield.
—Sí.
—Bien. Haz que me abran las puertas de seguridad. Estoy a un par de manzanas de la casa. Llegaré en un par de minutos.
¿Dejarle entrar? La idea le horrorizaba y además le había dicho a Pedro que no volvería a verlo a solas. ¿Pero podía negarse? Si Wakefield estaba dispuesto a devolver la compañía... ¿podía correr el riesgo de hacer que se marchara?
—¿O ya no estás interesada? —dijo él en un tono de voz detestable.
—Haré que te abran las puertas —dijo, disfrutando de finalizar la llamada antes que él.
No quería volver a verlo. Se le puso la carne de gallina sólo de pensarlo. Diez minutos después, cuando se sentaron en el salón, se dió cuenta de que no parecía que Wakefield hubiese perdido nada. Era el epítome del éxito, aunque algo había cambiado en él desde la última vez que lo había visto. Estaba más envejecido.
—Tu amigo Pedro ha estado ocupado. Le felicito —dijo con sarcasmo—. Es obvio que tenía un incentivo —la desnudó con la mirada.
—¿Qué quieres? —exigió saber ella, ignorando el hecho de que se había ruborizado.
—Ya te lo he dicho. Tengo los documentos que quieres. Todavía los quieres, ¿No, Paula?
Ella asintió con la cabeza. Despacio, sin dejar de mirarla, Wakefield abrió su cartera y sacó muchos documentos.
—Los documentos de transferencia de mi propiedad sobre tu compañía. ¿Qué valor tienen para tí? ¿El suficiente como para darme lo que quiero? ¿Para que me des lo que le has estado dando a Alfonso durante las últimas semanas?
A ella le dieron náuseas. Aquel hombre no se daba por vencido.
—Ya te contesté a eso —dijo, levantándose—. Estamos aquí para hablar de mi negocio... ¡No de mi cuerpo!
—Eso es lo que yo pensaba —Wakefield le sonrió, echándose para atrás en su silla—. Realmente lo crees, ¿Verdad?
—¿Creer el qué? —dijo bruscamente ella.
—Tanta inocencia —se burló él—. Vaya desperdicio. Obviamente te has enamorado de Alfonso, lo que significa que no te darás cuenta de lo superior que soy a él en muchos sentidos. Sobre todo en la cama.
Paula sintió cómo la cólera se apoderaba de ella.
—¡Márchate de aquí, ahora mismo!
—Vaya desperdicio —volvió a murmurar él.
Paula se dispuso a salir del salón.
—Si te marchas, no te daré los documentos que te he traído. Ya están firmados.
Ella se detuvo. Si estaban firmados, todo había acabado. Se dioóla vuelta para mirarlo.
—Ahí tienes —dijo él, dejando los documentos sobre la mesa—. Firmados y entregados.
Entonces se volvió a echar para atrás en la silla.
Paula frunció el ceño. Aquello tenía que ser una trampa. Se acercó y tomó los documentos, sentándose en el sillón para leerlos.
—No son los documentos de mi compañía —dijo tras examinarlos—. Es una copia de los documentos de la venta de mi casa —lo miró extrañada y él se encogió de hombros.
Paula leyó el siguiente documento. Eran de una compañía llamada Australis. Le sonaba aquel nombre. Rápidamente miró el contrato de venta. Su casa había sido vendida a la compañía Australis. Pensó que sería una fundación familiar. Y entonces, mientras miraba todos los documentos, encontró lo que Wakefield quería que viera. Se quedó paralizada.
—Nuestro amigo Alfonso no podía esperar para que fueras a él, ¿No es así? Compró rápidamente tu casa a través de una de sus compañías. Y te dejó sin casa y vulnerable.
Paula lo ignoró, revisando desesperada los documentos en sus temblorosas manos. Pero era verdad. Pedro había comprado su casa y había pretendido no saber nada al respecto. No sabía qué ganaba él haciendo todo aquello. Cuando llegó al último documento, se quedó petrificada; Carlos Wakefield había transferido la propiedad de su compañía hacía dos días. Pero el apellido Chaves no aparecía en el documento. En vez de eso, el nuevo dueño era Pedro Alfonso.
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