—Dímelo tú. No sé lo que te pasa por la cabeza.
—No tengo miedo —contestó ella, levantando la barbilla y mirándolo a los ojos, para que él no pudiera intuir que era mentira. Sintió cómo se ruborizaba, pero se negó a apartar la vista.
—Si no tienes miedo, ¿Por qué te das por vencida tan pronto?
—No va a funcionar. Nunca creí que lo fuera hacer, pero estaba lo suficientemente desesperada como para pensar que podríamos conseguir que Wakefield cambiara de idea.
—¿Y ahora ya no estás desesperada?
—Ese no es el tema —contestó—. No puedo conseguir que Wakefield devuelva lo que ha robado simplemente porque crea que soy tu...
—«Amante» es la palabra que estás buscando.
Paula observó la forma en que los labios de él se movieron al decir aquella palabra. No podía pensar en otra cosa que no fuera en cómo se había sentido al besarlo, al sentir la calidez de su lengua...
—Quizá tú no puedas conseguir que Wakefield les devuelva la empresa. Pero yo sí que puedo hacerlo —aquello hubiese sonado simplista si lo hubiese dicho otra persona que no fuera él.
Paula pensó que Wakefield no debía haberse metido con Pedro; no imaginaba a nadie enfrentándose a él cuando estaba de aquel humor.
—Sé lo que estoy haciendo, Paula. Y tengo la intención de ganar.
Ella lo creía, por lo menos en lo que se refería a Wakefield. Pero ella formaba parte de algo más amplio que no entendía. Y además había algo sobre su pasado que no cuadraba.
—Serías muy poco sensata si ahora te echaras para atrás.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabes que yo no sé? —Paula se echó hacia delante y observó la satisfacción que reflejaban los ojos de Pedro.
—¿No te diste cuenta de la manera como te miraba?
—Me puso la carne de gallina, si eso es a lo que te refieres. Pero eso no prueba nada.
—Definitivamente a él le interesas. Ha caído en la trampa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Digamos que lo dejó claro cuando tú no estabas delante.
Paula se percató del rechazo que denotaba la voz de Pedro y no quiso saber lo que había dicho Wakefleid.
—Así que está interesado. ¿Y qué? Hay muchas mujeres en Sidney.
—Pero la diferencia es la conexión que tú tienes conmigo. Le dejé claro que eres especial. Establecí unas señales de «prohibido el paso» que ni él ha podido ignorar.
A pesar de su resolución, Paula estaba intrigada. Más que intrigada. Estaba encantada. Una parte estúpida de su mente quería fingir que Pedro había dicho eso de verdad. Era patético.
—¿Has hecho eso?
—Lo hice. ¿Por qué crees si no que le dije que te ibas a mudar a mi casa?
—Eso es lo que me he estado preguntando.
—Wakefield sabe que nunca he invitado a una mujer a vivir en mi casa.
Paula tomó su vaso y se bebió todo su contenido para tratar de evitar que él se percatara de la gran sonrisa que amenazaba con esbozarse en sus labios. Pedro estaba representando una farsa. Realmente no quería que ella viviese en su casa, pero ilógicamente le agradó que ninguna de sus anteriores amantes hubiese vivido con él.
—Se ha tragado el anzuelo —continuó Pedro—. Con sólo mirarte una vez perdió la cabeza y cuando le amenacé...
—¿Que has hecho qué?
—Le advertí que no se acercara a mi territorio —contestó Pedro, encogiéndose de hombros—. Cuando se dio cuenta de que iba en serio contigo, apenas podía contener su excitación. Está convencido de que tú eres mi punto débil y no puede esperar a conquistarte. Especialmente ahora que tiene una carta a su favor.
—¿Perdóname?
—Tu negocio, Paula. Lo usará como ficha de cambio.
Paula se sintió atrapada. No podía echarse atrás. Estaban Gonzalo, Mariana y el bebé.
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