—Precioso —dijo Pedro con su profunda voz, que era como seda acariciándole la piel.
Paula miró para arriba y vió que él la estaba mirando penetrantemente. Se le revolvió el estómago cuando la excitación que sintió hizo que se le acelerara el pulso. «Es un juego, Paula. Recuérdalo, es un juego», se dijo a sí misma. Pero a pesar de saberlo, a pesar de los últimos vestigios de sentido común, respondió. Se acercó más a él, olvidándose de su promesa de ser fuerte. Se oía una melodía en la distancia. Se oían risas. Pero en aquel lugar sólo estaban presentes los latidos de sus corazones. A ella se le hizo un nudo en la garganta. Se preguntó qué ocurriría si Pedro Alfonso, con lo viril y atractivo que era, la mirara con verdadero deseo y no como una estratagema para convencer a Wakefield.
—¿Está mirándonos? —preguntó ella, esperando que Pedro confundiera su dificultad para respirar con un susurro.
Pero él no le contestó, simplemente la abrazó con su otro brazo y la acercó aún más cerca de sí, para que el calor que desprendía su cuerpo la envolviera. El aroma masculino de éste invadió todos sus sentidos. Algo se despertó dentro de ella, algo excitante. Mirándolo a los ojos, se planteó cómo se había metido en todo aquello. Estaba representando un papel, pero no le era nada fácil hacerlo. Se dió cuenta de que Pedro Alfonso era mucho más peligroso que Wakefield. Pedro estaba a otro nivel que ella. La hacía sentirse como nunca antes se había sentido. Como una mujer, vibrante y apasionada. Fue a decir algo, para romper el hechizo de aquel entorno seductor y de sus propias fantasías. Para romper el hechizo de la pasión que Pedro proyectaba. Pero era demasiado tarde. Unos brazos tan inflexibles como el acero la acercaron a un cuerpo que era puro músculo y que desprendía calor. Ronan bajó la cabeza para besarla, apretando los labios contra los suyos.
Paula se derritió en aquel abrazo, prometiéndose a sí misma que aquello sólo ocurriría aquella vez; sólo una vez para convencer a Wakefield. Tras ello se apartaría. La boca de Pedro era sorprendentemente suave, persuadiéndola a besarlo. Tenía un sabor delicioso, como el de un vino espumoso, un sabor puro, de hombre embriagador. Como si todos los pecados de tentación se agolparan. Y a ella nada le parecía demasiado. Quería acurrucarse aún más en su calidez, en la delicadeza de su boca... Las sensaciones que la invadían eran como fuegos artificiales, se expandían por todo su cuerpo, alcanzando cada nervio con una necesidad a la que ella trataba desesperadamente de resistirse. Pero el deseo que él despertaba en ella era demasiado imperioso. Levantó las manos para acariciar el calor de su pecho. Notó cómo le latía el corazón, de una manera fuerte, y le dio vueltas la cabeza ante tanta intimidad. Pero no era suficiente para ella. De manera involuntaria se echó sobre él; ya había perdido el sentido común. Se dejó llevar por el instinto primitivo que se agolpaba en sus venas, abrazándolo por debajo de la cha9ueta. Lo abrazó con fuerza, como si fuera suyo.
Él, por su parte, la abrazó estrechamente por la cintura y le acarició los labios con la lengua. Ella respondió y abrió su boca para él. Sintió la deliciosa sensación de que sus lenguas se acariciaran. Aquel erotismo hizo que perdiera la razón. Necesitaba más. Se abrazó aún más a él; lo tenía más cerca que nunca. Pedro estaba presionando sus pechos, sus caderas, reclamando su boca exhaustivamente... Le acarició el trasero, apretándola contra él. Fue un movimiento tan explícito, que ella dio un grito ahogado al darse cuenta de que quería más. Quería todo lo que había soñado que un amante le daría. Todo el calor y la pasión. Todo el amor. Todo lo que nunca había tenido. Y quería que se lo diera Pedro. Durante un momento, la ilusión perduró. Pero entonces él se apartó de su boca. Se enderezó, haciendo que ella también lo hiciera.
Paula se ruborizó. Sólo la fuerza de las manos de Pedro la mantenían erguida. Le temblaban las piernas por una debilidad que no tenía nada que ver con sus heridas. El no dijo nada, pero ella vio cómo le palpitaba el pecho... Cerró los ojos con fuerza; sabía que no podía haber sido más vergonzosamente transparente ni aunque se lo hubiese propuesto. Ni siquiera le había importado saber que para él ella era sólo una compañera de negocios temporal.
—Paula —el ronco susurro de Pedro volvió a despertar el deseo en el estómago de ella, que abrió los ojos y lo miró a la camisa, ya que no estaba preparada para hacerlo a la cara.
Aquel hombre, con sólo tocarla, había logrado derribar todas sus defensas.
—Paula —dijo Pedro de nuevo—. Tenemos compañía.
Ella se dió la vuelta para mirar a la pareja que se aproximaba. Reconoció a uno de ellos; Carlos Wakefield. Esperaba que el pánico se apoderara de ella, pero no fue así. Estaba demasiado pendiente de tratar de descubrir lo que sentía Pedro. Pero éste no mostraba nada.
—Bueno... parece que la montaña viene a Mahoma. Sabía que la curiosidad sería superior a él —le dijo Pedro al oído.
Ella tuvo que poner todo su empeño para no estremecerse de placer.
—¿Estás preparada, Paula?
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