—¿Que me amas? —tanteó.
—¿No es obvio? —le apretó la mano.
—De acuerdo, tal vez he sido espesa —reconoció ella—. ¿Me perdonas?
—Claro que te perdono si buscas ser perdonada. Oh, y no olvides que creí en nuestro bebé sin solicitar pruebas científicas —esbozó una leve sonrisa.
Paula también sonrió.
—Decididamente eso fue un acto de amor —Pedro siempre había requerido pruebas científicas para creer en algo—. Debí darme cuenta —entonces su cuerpo se sacudió— ¡Ay!
—¿Estás bien? —de inmediato se puso de pie.
—Sí, y también el bebé —le tomó la mano y la apoyó sobre su vientre—. El bebé se movió. Siéntelo.
—Eh, aún no es tu momento —reprendió Pedro—. Deja de patalear y dale un respiro a tu madre... necesita descansar.
Y a Paula empezaron a cerrársele los ojos.Cuando despertó, Pedro se hallaba dormido en el sillón junto a la cama.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
—Lista para irme a casa —le sonrió.
—El médico vino antes y te van a dar el alta. Tu tensión ha vuelto a la normalidad. Todo parece bien... igual que el bebé —añadió.
—Entonces, ¿Por qué sigues con cara de preocupación?
—No tiene nada que ver con el bebé, pero en las últimas horas han pasado muchas cosas.
—¿Mi padre? —Pedro asintió—. Cuéntame... necesito saberlo.
—Anoche Fernando se entregó al FBI. Tenía la idea descabellada de que podrían concederle inmunidad si delataba a tu padre. Cuando las autoridades llegaron a su ático, se había ido.
—Bromeas —susurró Paula, cubriéndose la boca con la mano.
—No. Al parecer, la casa parecía haber sido registrada de arriba abajo. Faltaban piezas... pequeñas pero muy valiosas, según lo que Fernando le contó a los federales... y los lienzos habían sido sacados de los marcos. La caja fuerte estaba abierta y no encontraron por ninguna parte el pasaporte de tu padre. Ha escapado. Después de verlo anoche, él sabía que irías a la policía. Finalmente se le agotó el tiempo. Probablemente empezó a idear un plan de escape desde el momento en que regresaste a casa.
Pedro continuó.
—Eso no es todo. Fernando le contó a las autoridades que tu padre organizó la muerte de un taxista de Bagdad y de la pobre Anita y luego hizo que quemaran los cuerpos en mi coche de alquiler para escenificar mi muerte. De modo que los cargos van aumentando. Desde luego, el FBI cree que Fernando desempeñó un papel mucho más activo que él que él reconoce.
—No puedo creerlo —Paula movió la cabeza—. Mi mejor amigo y mi padre. ¿Cómo voy a poder volver a confiar en mi propia capacidad de juicio?
—Te casaste conmigo —señaló Pedro—. Ahí no te equivocaste.
—Tú eres diferente... tienes integridad. Hasta mi padre lo reconoció.
Pedro se sentó en el borde de la cama.
—Reconozco que siento cierta ambivalencia. Tu padre es lo bastante inteligente como para ir a un país que no tenga tratado de extradición con los Estados Unidos. Y así como creo que debería ser encarcelado por lo que me hizo y por el saqueo de inestimables piezas de museo, no puedo olvidar que siempre será tu padre.
Paula le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
—Gracias.
Él inclinó la cabeza para besarla.
Una semana más tarde, Paula se detuvo en el umbral de su nuevo y más espacioso despacho. Había sido nombrada conservadora en funciones del museo después de que Ariel Daley hubiera dimitido. Pedro estaba sentado en el sillón detrás del escritorio.
—¿Qué haces aquí?
—Esperarte. Iba a llevarte a cenar a Fives para celebrarlo, pero ya no quedaban mesas libres —empujó el sillón y se incorporó, poniéndose la chaqueta—. ¿Tienes hambre?
—Me muero de hambre —reconoció—. Después de todo, somos dos para alimentar.
—Entonces, vayamos a buscar algo para que coman los dos —la tomó de la mano.
Se decantaron por unos perritos calientes en un puesto en una esquina cerca de Central Park.
—Demos un paseo por el parque —dijo Pedro.
Comieron mientras caminaban y al terminar se tomaron de la mano.No les sorprendió terminar en el roble donde Pedro se había declarado.
—Te amo, Pau. ¿Quieres casarte conmigo?
Con el corazón derretido, lo miró fijamente.
—Ya estamos casados.
—Pensé que tal vez podríamos renovar nuestros votos. ¿Qué dices?
—Sí —respondió sin titubear.
Pedro buscó en el bolsillo de la chaqueta antes de inclinarse para besarla. Luego se irguió.
—Dame tu mano.
Le había comprado otro anillo. El metal se deslizó por su dedo, encajando a la perfección. Bajó la vista y se quedó de piedra.Tres alianzas entrelazadas de oro brillaban en su dedo.
—¡Pedro!
—Fui a comprobarlo con la seguridad del museo...—... ellos no lo tenían. Lo sé porque fue el primer lugar al que me dirigí. ¿Dónde lo encontraste?
—Una mujer japonesa lo entregó en la comisaría más próxima al museo —le sonrió—. Menos mal que se me ocurrió preguntarlo.
—Estaré siempre en deuda con ella —se pasó una mano por el estómago—. Es de nuestra familia.
—Nuestra familia —convino él, apoyando los brazos sobre los hombros de Paula—. Tú, el bebé y yo.
FIN
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