martes, 20 de febrero de 2018

Eres Mía: Capítulo 42

—¿Que me amas? —tanteó.

—¿No es obvio? —le apretó la mano.

—De acuerdo, tal vez he sido espesa —reconoció ella—. ¿Me perdonas?

—Claro  que  te perdono si  buscas  ser  perdonada.  Oh,  y  no olvides  que  creí  en  nuestro bebé sin solicitar pruebas científicas —esbozó una leve sonrisa.

Paula también sonrió.

—Decididamente eso  fue un acto de  amor  —Pedro siempre  había  requerido  pruebas  científicas  para creer en  algo—.  Debí  darme cuenta  —entonces  su  cuerpo  se  sacudió— ¡Ay!

—¿Estás bien? —de inmediato se puso de pie.

—Sí, y también el bebé —le tomó la mano y la apoyó sobre su vientre—. El bebé se movió. Siéntelo.

—Eh,  aún no  es tu momento  —reprendió  Pedro—.  Deja  de  patalear  y  dale  un  respiro a tu madre... necesita descansar.

Y a Paula empezaron a cerrársele los ojos.Cuando despertó, Pedro se hallaba dormido en el sillón junto a la cama.

—¿Cómo te encuentras, cariño?

—Lista para irme a casa —le sonrió.

—El médico vino antes y te van a dar el alta. Tu tensión ha vuelto a la normalidad. Todo parece bien... igual que el bebé —añadió.

—Entonces, ¿Por qué sigues con cara de preocupación?

—No tiene nada que ver con el bebé, pero en las últimas horas han pasado muchas cosas.

—¿Mi padre? —Pedro asintió—. Cuéntame... necesito saberlo.

—Anoche  Fernando se  entregó  al  FBI.  Tenía  la  idea  descabellada  de  que  podrían  concederle  inmunidad  si  delataba  a  tu  padre.  Cuando  las  autoridades  llegaron  a  su  ático, se había ido.

—Bromeas —susurró Paula, cubriéndose la boca con la mano.

—No.  Al  parecer, la  casa  parecía  haber  sido  registrada  de arriba  abajo.  Faltaban  piezas... pequeñas pero muy valiosas, según lo que Fernando le contó a los federales... y los lienzos  habían  sido  sacados  de  los  marcos.   La  caja   fuerte  estaba   abierta   y   no   encontraron  por  ninguna  parte  el  pasaporte de  tu  padre.  Ha  escapado.  Después  de  verlo anoche,  él  sabía  que  irías  a  la  policía.  Finalmente  se  le  agotó  el  tiempo.  Probablemente empezó  a  idear   un   plan   de  escape   desde   el   momento   en   que   regresaste a casa.

Pedro continuó.

—Eso no es todo. Fernando le contó a las autoridades que tu padre organizó la muerte de un taxista de Bagdad y de la pobre Anita y luego hizo que quemaran los cuerpos en mi  coche  de alquiler  para  escenificar  mi  muerte.  De  modo  que  los  cargos  van  aumentando.  Desde  luego,  el  FBI  cree  que  Fernando desempeñó  un  papel  mucho  más  activo que él que él reconoce.

—No puedo  creerlo  —Paula movió  la  cabeza—.  Mi  mejor  amigo  y  mi  padre.  ¿Cómo  voy a poder volver a confiar en mi propia capacidad de juicio?

—Te casaste conmigo —señaló Pedro—. Ahí no te equivocaste.

—Tú eres diferente... tienes integridad. Hasta mi padre lo reconoció.

Pedro se sentó en el borde de la cama.

—Reconozco  que  siento  cierta  ambivalencia.  Tu  padre  es  lo  bastante  inteligente  como para ir a un país que no tenga tratado de extradición con los Estados Unidos. Y así  como  creo  que  debería  ser  encarcelado  por  lo  que  me  hizo  y  por  el  saqueo  de  inestimables piezas de museo, no puedo olvidar que siempre será tu padre.

Paula le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.

—Gracias.

Él inclinó la cabeza para besarla.

Una  semana  más  tarde,  Paula se  detuvo  en  el  umbral  de  su  nuevo  y  más  espacioso  despacho. Había sido nombrada conservadora en funciones del museo después de que Ariel Daley hubiera dimitido. Pedro estaba sentado en el sillón detrás del escritorio.

—¿Qué haces aquí?

—Esperarte.  Iba  a llevarte  a  cenar  a  Fives  para  celebrarlo,  pero  ya  no  quedaban  mesas  libres  —empujó  el  sillón  y  se  incorporó,  poniéndose  la  chaqueta—.  ¿Tienes  hambre?

—Me  muero de hambre  —reconoció—.   Después de todo, somos dos para alimentar.

—Entonces, vayamos a buscar algo para que coman los dos —la tomó de la mano.

Se  decantaron  por  unos  perritos  calientes  en  un  puesto  en  una  esquina  cerca  de  Central Park.

—Demos un paseo por el parque —dijo Pedro.

Comieron mientras caminaban y al terminar se tomaron de la mano.No les sorprendió terminar en el roble donde Pedro se había declarado.

—Te amo, Pau. ¿Quieres casarte conmigo?

Con el corazón derretido, lo miró fijamente.

—Ya estamos casados.

—Pensé que tal vez podríamos renovar nuestros votos. ¿Qué dices?

—Sí —respondió sin titubear.

Pedro buscó en el bolsillo de la chaqueta antes de inclinarse para besarla. Luego se irguió.

—Dame tu mano.

Le  había  comprado  otro  anillo.  El metal  se  deslizó  por  su  dedo,  encajando  a  la  perfección. Bajó la vista y se quedó de piedra.Tres alianzas entrelazadas de oro brillaban en su dedo.

—¡Pedro!

—Fui a comprobarlo con la seguridad del museo...—... ellos no lo tenían. Lo sé porque fue el primer lugar al que me dirigí. ¿Dónde lo encontraste?

—Una  mujer  japonesa  lo entregó  en  la  comisaría  más  próxima  al  museo  —le sonrió—. Menos mal que se me ocurrió preguntarlo.

—Estaré  siempre  en  deuda  con  ella  —se  pasó  una  mano  por  el  estómago—.  Es  de  nuestra familia.

—Nuestra  familia  —convino  él,  apoyando  los  brazos  sobre  los  hombros  de  Paula—. Tú, el bebé y yo.



FIN

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