martes, 27 de febrero de 2018

Desafío: Capítulo 5

—Tu hermano perderá el tiempo. No tengo intención de ser su entretenimiento de fin de semana. Pero gracias por avisarme.

—No me gustaría que resultaras herida.

—Tranquilo, no pienso relacionarme con él.

—Estoy  seguro  de  que  eso  mismo  dijeron  la  mayoría  de  sus  conquistas  —contrapuso él con una mueca.

 Paula se detuvo y lo miró.

—Por favor, no te preocupes por mí; estaré bien. He conocido a hombres como tu  hermano  y  soy  inmune  a  ellos  —dijo.

 Era  casi  verdad.  Pedro sin  embargo,  era  harina de otro costal y la había tomado por sorpresa. Pero no volvería a ocurrir. Nick escrutó su rostro; lo que vió en él lo convenció de que podía relajarse. Tal vez sí fuera inmune. Tenía unas defensas muy sólidas.

—Entonces, no diré más —aceptó.

Más tarde, en su dormitorio, Paula abrió las ventanas de par en par, pero el calor atrapado  en  la  habitación  era  casi  insoportable.  Se  quitó  los  zapatos,  retiró  las  horquillas  que  sujetaban  su  moño  y  una  cascada  de  cabello  rubio  cayó  hasta  sus  hombros.  Le  gustaba  sentirlo  suelto,  pero  al  día  siguiente  volvería  a  recogerlo  para  mantener la imagen que llevaba años cultivando. En  el  espejo  vio  que  el  cabello  ondulado  suavizaba  sus  rasgos  y  le  daba  un  aspecto  joven  y  atractivo,  casi  despreocupado.  Pero  ella  ya  no  era  así  y  no  se  permitiría volver a serlo. Era parte de la penitencia que se había impuesto. Fue al cuarto de baño a darse una ducha fresca. Sintiéndose algo mejor, se secó y se puso un camisón de seda que le llegaba hasta el muslo. Apagó la luz y se tumbó sobre  la  cama.  Sin  embargo,  le  resultó  imposible  dormirse,  y  no  sólo  por  el  calor.  A  solas  en  la  húmeda  oscuridad,  rememoró  el  momento  en  el  que  había  visto  a  Pedro  por primera vez.   Podía   visualizar   su   poder   y   magnetismo. Sólo  pensarlo  le  provocaba un cosquilleo.

—¡Maldición!  —exclamó  exasperada,  sentándose—.  ¡Para,  Paula!  —ordenó.  Sin  embargo, su cerebro se negó a obedecer.

 Recordó sus miradas y sintió una intensa e incontrolable oleada de calor. Bajó de la cama y fue a la ventana a respirar aire fresco. Pero los recuerdos eran demasiado  poderosos  e  impactantes.  Bajó  los  párpados  y  casi  sintió  la  caricia  de  los  ojos azules en sus labios mientras ella se los mojaba con la lengua.

—¡Por  Dios  santo,  Paula,  contrólate!  —masculló—.  Da  igual  que  el  hombre  exude  atractivo  sexual.  No  puedes  permitir  que  te  atraiga  hacia  su  llama.  Es  un  conquistador. Sólo desea un cuerpo en su cama, ¡Y no va a ser el tuyo!

Paula se  pasó  una  mano  por  el  cabello  húmedo  y  suspiró.  Hacía  un  calor  horrible. Deseó sentir algo fresco en la piel. Se puso una bata de seda sobre el camisón y bajó las escaleras descalza. Su destino era la enorme y moderna cocina; la alivió  descubrir  que  no  había  nadie  allí.  Entró  y  cerró  la  puerta.  No  le  hizo  falta  encender la luz, la luna daba a la habitación un resplandor plateado. Tardó  unos  minutos  en  encontrar  lo  que  buscaba,  una  servilleta,  que  llevó  a  la  encimera, junto al frigorífico. Sintió un frío delicioso al abrir la puerta del congelador. Sacó  un  puñado  de  cubitos  y  los  envolvió  con  la  servilleta,  después  cerró  el  congelador  y  se  sentó  ante  la  mesa,  suspirando  de  placer  mientras  se  pasaba  la  servilleta por la piel. Se preguntó cómo no se le había ocurrido  la  idea  antes.  Colocó  las  piernas  en  otra silla y tarareó una melodía mientras se refrescaba. Estaba a miles de kilómetros de distancia cuando unos súbitos golpecitos en la ventana la sobresaltaron. Volvió la cabeza  y,  para  su  sorpresa,  vió  a  Pedro ante la puerta de la cocina que daba al exterior.

—¡Oh, Dios mío! —gimió, imaginándose la  imagen  que  debía  presentar,  tirada  entre dos sillas y sin apenas ropa.

Su reacción instintiva fue escapar, pero él señalaba la puerta; era obvio que quería entrar. No tuvo más remedio que dejar la servilleta en la mesa e ir a abrir, sujetándose la bata con una mano.

—Gracias —dijo él en cuanto entró, volvió a echar el cerrojo—. Pensé que iba a tener que dormir en el jardín —añadió.

 Se  volvió  hacia  ella  y,  a  la  luz  de  la  luna,  captó  por  primera  vez  su  escasez  de  ropa.

—¡Eso  es  algo  que  no  veo  todos  los  días!  —murmuró  seductor.  Paula se  ató  el  cinturón de la bata y cruzó los brazos mientras los ojos azules recorrían su cuerpo. La avergonzaba  que  la  viese  así.  Cuando  volvió  a  mirar  su  rostro,  sus  ojos  chispeaban  malévolos  y  una  sonrisa  sensual  curvaba  sus  labios—.  ¿Me  estabas  esperando?  Eso  espero, sin duda has captado mi atención —ronroneó como un gato contento.

 —¡Típico que pienses algo así! —replicó ella de inmediato. Se sentía incómoda y nerviosa—. Hacía tanto calor que bajé por hielo. No esperaba encontrarme con nadie a estas horas de la noche. ¿Qué hacías afuera?

 Jonas se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Ella tuvo que contener un gemido al comprobar cuánto la atraía.

—Igual  que  tú,  intentaba  refrescarme  tras  una  velada  más  calurosa  de  lo  esperado  —contestó  él  con  deje  irónico—.  Bajé  a  la  piscina  cuando  se fueron de  paseo y me quedé dormido. Estaba probando puertas y ventanas para entrar cuando te vi sobre esas dos sillas, semidesnuda.

—Deberías  agradecerme  que  estuviera  aquí;  en  otro  caso  habrías  pasado  la  noche  fuera  —dijo  ella  con  firmeza—.  Y  lo  que  llevo  puesto  es  perfectamente  respetable —añadió, provocando una carcajada de Pedro.

—Oh,  te  lo  agradezco,  no  lo  dudes,  y  lo  que  llevas  no  tiene  nada  de  malo.  Te  sienta muy bien, ése es el problema. ¿Cómo diablos voy a poder dormir ahora? —se quejó con un brillo seductor y sardónico en los ojos.

—No deberías decirle esas cosas a una empleada de la familia. No es apropiado —le reprochó ella, aunque había pensado exactamente lo mismo que él.

—Deja  caer  los  brazos,  Paula—pidió  él,  arqueando  una  ceja  con  ironía—,  y  hablaremos de comportamiento apropiado.

Paula enrojeció,  segura  de  que  había  visto  la  reacción  de  sus  pezones  antes  de  ocultarlos. Muda, lo contempló ir hacia la mesa y abrir la servilleta de hielo. Agarró un cubito y se lo pasó por la nuca, volviéndose para mirarla.

—¡Lo que has dicho es una grosería!  —exclamó  ella,   intentando  sonar  indignada. Él se rió.

—Seguro que mi hermano te ha convencido de que soy un sinvergüenza.

—¡No ha hecho nada de eso! —Paula defendió a Federico.

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