martes, 27 de febrero de 2018

Desafío: Capítulo 7

Reconfortada  por  ese  pensamiento,  salió  de  la  ducha  y  se  secó.  No  le  costó  elegir  qué  ponerse;  sólo  había  llevado  lo  esencial.  Dos  faldas  y  algunas  blusas.  También un bañador, por sugerencia de Federico, pero no esperaba utilizarlo. Se puso la falda  recta  color  crema,  una  camisa  de  seda  de  manga  corta,  azul  pálido,  y  unos  zapatos cómodos. Se recogió el pelo de la forma  habitual  y  se  examinó  en  el  espejo.  Parecía discretea, eficaz y distante, justo lo que deseaba. Un momento después, Federico llamó a la puerta.

—Buenos días, Paula. Tienes un aspecto de lo más refrescante —la saludó.

—Te  aseguro  que  no  siento  ningún  frescor  —rió  ella. 

Alzó  las  manos  para  colocarle el cuello del polo, que llevaba torcido.

—Pues  yo  me  siento  más  fresco  sólo  con  mirarte  —dijo  él  con  encanto. 

Paula suspiró y movió la cabeza.

—Fede, Fede, ¡Eres casi tan malo como tu hermano! Deben haber ido a la misma escuela de seducción —declaró sonriente.

—Buenos días, Fede—saludó Pedro de repente. Paula dió un bote de sorpresa y él   se   asomó por encima del hombro de Fede y  la escrutó   con   una   sonrisa   provocadora—. Me gusta la falda, Paula, pero me gustaba más lo que llevabas anoche —comentó, risueño, antes de seguir su camino.

Ella  se  sonrojó  y  dió  un  paso  atrás.  El  aparentemente  inocente  comentario  le  había recordado la escena de la cocina.

—¿A qué ha venido eso? —le gritó a su hermano, con el ceño fruncido.

—Tendrás  que  preguntárselo  a  Paula—contestó  Pedro por  encima  del  hombro,  sin dejar de andar.

—¿Qué ha querido decir? —Federico la miró intrigado—. Anoche no llevabas nada especial. ¿Me he perdido algo?

—Tu  hermano  se  refería  a  más  tarde  —dijo  ella,  suponiendo  lo  que  estaba  imaginando—. Se quedó afuera y yo estaba en la cocina cuando él forzaba puertas y ventanas,  intentando  entrar.  Eso  es  todo  —al  ver  su  expresión  escéptica,  suspiró—.  Estaba en camisón y bata.

—Paula, te advertí que tuvieras cuidado —rezongó Federico con exasperación—. Es mi hermano y lo quiero, pero cuando se trata de mujeres...

—Lo  sé,  concédeme  algo  de  crédito  —le  apretó  el  brazo  con  suavidad—.  No  dejaré  que  me  engatuse  con  su  encanto.  He  venido  a  trabajar  —lo  tranquilizó—.  Lo  de anoche fue un error que no se repetirá.

 —Perdona, sé que soy demasiado protector. Trabajas para mí y te considero mi responsabilidad. No quiero que Pedro practique sus juegos contigo.

—No  te  preocupes  —le  dijo  Paula enternecida—.  Vamos  a  desayunar.  Después  tienes que enseñarme la biblioteca.

Bajaron juntos a la sala de desayunos, que estaba vacía. Clara Astin, el ama de llaves, llegaba con café reciente y cruasanes calientes.

—¡Buenos  días!  —los  saludó  con  una  sonrisa—.  Hoy  todo  el  mundo  desayuna  fuera. Sirvanse  lo que quieran y avisenme  si necesitan algo.

—Gracias, Clara. ¿Qué te apetece, Pau? —preguntó Federico, agarrando un plato.

—Los  deliciosos  cruasanes  de  Clara y  algo  de  café  me  parecen  la  opción  perfecta —dijo, sonriéndole a la otra mujer, que volvía a la cocina.

 —Yo los sacaré. Ve a buscar un sitio a la sombra —ordenó Federico.

Paula salió y se arrepintió de inmediato porque la única persona en la mesa era Pedro. Si él no hubiera alzado la vista, habría vuelto dentro.

—¿Estás decidiendo si es seguro unirte a mí o no? —la retó, sardónico.

Paula se sintió obligada a avanzar.

—En  absoluto  —negó,  sonriendo  como  si  la  escena  de  la  noche  anterior  no  hubiera tenido lugar—. Estaba disfrutando de la vista.

 —Yo  también  —respondió  él,  recorriendo  su  cuerpo  de  arriba  abajo  con  la  mirada.

 A ella le dió un vuelco el corazón y sus nervios se tensaron.

—Pierdes  el  tiempo  —le  dijo,  irritada  por  su  reacción  a  él,  que  no  podía  controlar—.  No  morderé  el  anzuelo,  por  atractivo  que  sea  el  cebo  —añadió  en  voz  baja, por si Federico salía.

—¿Cuántas veces tuviste que repetirte eso anoche? —ironizó él, arqueando una ceja.

—Bastó con una. No eres tan irresistible —le devolvió ella.

Pedro se rió.

—Se supone que hay que cruzar los dedos al decir esas mentiras  —le  advirtió,  sin dejar de mirarla.

Ella era tan consciente de sus ojos que le costaba respirar. Llegó a la mesa y se sentó frente a él.

—En  contra de  lo  que  supones,  no  suelo  mentir  —lo  corrigió,  simulando  una  serenidad que no sentía en absoluto.

Estaba tensa e inquieta.

—¿En serio? Yo habría dicho que las mujeres nacen siendo mentirosas.

 —Eso es una generalización ridícula. Supongo que tus prejuicios se deben a una mala experiencia —dijo Paula con ironía.

 —El mundo es una jungla —le devolvió él con una sonrisa traviesa.

Paula supo que no podría olvidar esa sonrisa en toda su vida.

—¿Y  los hombres  no  mienten?  —lo  retó. Ella  podía  nombrar  a  más  de  doce  mentirosos—. ¡Sería más fácil creer que la luna está hecha de queso!

—Eso  sí  que  suena  a  la  voz  de  la  experiencia  —Pedro se  recostó  en  la  silla  y  cruzó las piernas por los tobillos—. ¿Por eso te vistes así?

—Me visto para mí, no para un hombre —señaló Paula.

El comentario de Pedro había sido tan descarado que estuvo a punto de reírse.

—¿En  serio?  —la  miró  pensativo—.  ¿Intentas  decirme  que  nadie  ve  la  exótica  lencería que usas? ¡Eso sería un desperdicio increíble!

—Mi ropa no es asunto tuyo. No habría bajado a la cocina si hubiera sabido que estabas allí.

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