—Buenos días, Paula. Tienes un aspecto de lo más refrescante —la saludó.
—Te aseguro que no siento ningún frescor —rió ella.
Alzó las manos para colocarle el cuello del polo, que llevaba torcido.
—Pues yo me siento más fresco sólo con mirarte —dijo él con encanto.
Paula suspiró y movió la cabeza.
—Fede, Fede, ¡Eres casi tan malo como tu hermano! Deben haber ido a la misma escuela de seducción —declaró sonriente.
—Buenos días, Fede—saludó Pedro de repente. Paula dió un bote de sorpresa y él se asomó por encima del hombro de Fede y la escrutó con una sonrisa provocadora—. Me gusta la falda, Paula, pero me gustaba más lo que llevabas anoche —comentó, risueño, antes de seguir su camino.
Ella se sonrojó y dió un paso atrás. El aparentemente inocente comentario le había recordado la escena de la cocina.
—¿A qué ha venido eso? —le gritó a su hermano, con el ceño fruncido.
—Tendrás que preguntárselo a Paula—contestó Pedro por encima del hombro, sin dejar de andar.
—¿Qué ha querido decir? —Federico la miró intrigado—. Anoche no llevabas nada especial. ¿Me he perdido algo?
—Tu hermano se refería a más tarde —dijo ella, suponiendo lo que estaba imaginando—. Se quedó afuera y yo estaba en la cocina cuando él forzaba puertas y ventanas, intentando entrar. Eso es todo —al ver su expresión escéptica, suspiró—. Estaba en camisón y bata.
—Paula, te advertí que tuvieras cuidado —rezongó Federico con exasperación—. Es mi hermano y lo quiero, pero cuando se trata de mujeres...
—Lo sé, concédeme algo de crédito —le apretó el brazo con suavidad—. No dejaré que me engatuse con su encanto. He venido a trabajar —lo tranquilizó—. Lo de anoche fue un error que no se repetirá.
—Perdona, sé que soy demasiado protector. Trabajas para mí y te considero mi responsabilidad. No quiero que Pedro practique sus juegos contigo.
—No te preocupes —le dijo Paula enternecida—. Vamos a desayunar. Después tienes que enseñarme la biblioteca.
Bajaron juntos a la sala de desayunos, que estaba vacía. Clara Astin, el ama de llaves, llegaba con café reciente y cruasanes calientes.
—¡Buenos días! —los saludó con una sonrisa—. Hoy todo el mundo desayuna fuera. Sirvanse lo que quieran y avisenme si necesitan algo.
—Gracias, Clara. ¿Qué te apetece, Pau? —preguntó Federico, agarrando un plato.
—Los deliciosos cruasanes de Clara y algo de café me parecen la opción perfecta —dijo, sonriéndole a la otra mujer, que volvía a la cocina.
—Yo los sacaré. Ve a buscar un sitio a la sombra —ordenó Federico.
Paula salió y se arrepintió de inmediato porque la única persona en la mesa era Pedro. Si él no hubiera alzado la vista, habría vuelto dentro.
—¿Estás decidiendo si es seguro unirte a mí o no? —la retó, sardónico.
Paula se sintió obligada a avanzar.
—En absoluto —negó, sonriendo como si la escena de la noche anterior no hubiera tenido lugar—. Estaba disfrutando de la vista.
—Yo también —respondió él, recorriendo su cuerpo de arriba abajo con la mirada.
A ella le dió un vuelco el corazón y sus nervios se tensaron.
—Pierdes el tiempo —le dijo, irritada por su reacción a él, que no podía controlar—. No morderé el anzuelo, por atractivo que sea el cebo —añadió en voz baja, por si Federico salía.
—¿Cuántas veces tuviste que repetirte eso anoche? —ironizó él, arqueando una ceja.
—Bastó con una. No eres tan irresistible —le devolvió ella.
Pedro se rió.
—Se supone que hay que cruzar los dedos al decir esas mentiras —le advirtió, sin dejar de mirarla.
Ella era tan consciente de sus ojos que le costaba respirar. Llegó a la mesa y se sentó frente a él.
—En contra de lo que supones, no suelo mentir —lo corrigió, simulando una serenidad que no sentía en absoluto.
Estaba tensa e inquieta.
—¿En serio? Yo habría dicho que las mujeres nacen siendo mentirosas.
—Eso es una generalización ridícula. Supongo que tus prejuicios se deben a una mala experiencia —dijo Paula con ironía.
—El mundo es una jungla —le devolvió él con una sonrisa traviesa.
Paula supo que no podría olvidar esa sonrisa en toda su vida.
—¿Y los hombres no mienten? —lo retó. Ella podía nombrar a más de doce mentirosos—. ¡Sería más fácil creer que la luna está hecha de queso!
—Eso sí que suena a la voz de la experiencia —Pedro se recostó en la silla y cruzó las piernas por los tobillos—. ¿Por eso te vistes así?
—Me visto para mí, no para un hombre —señaló Paula.
El comentario de Pedro había sido tan descarado que estuvo a punto de reírse.
—¿En serio? —la miró pensativo—. ¿Intentas decirme que nadie ve la exótica lencería que usas? ¡Eso sería un desperdicio increíble!
—Mi ropa no es asunto tuyo. No habría bajado a la cocina si hubiera sabido que estabas allí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario