A veces el mundo podía cambiar en un instante. Todo iba como uno lo había planeado y, de pronto, se convertía en un lugar casi irreconocible. Eso fue lo que le ocurrió a Paula Chaves aquella calurosa tarde de verano, por segunda vez en su vida. Justo antes de que se produjera ese segundo cataclismo, estaba sentada a la mesa en el comedor de Horacio y Ana Alfonso, disfrutando de la conversación. A su lado estaba el hijo de ambos, Federico, un hombre cálido y amable y reputado cirujano, como su padre y su abuelo. Enfrente estaban la hermana de Federico, Luciana, y su esposo, Santiago Carmichael.
Seis meses antes Federico había contratado a Paula para que organizase su caótica vida. Además de operar, daba conferencias, aparecía como invitado en todo tipo de eventos mediáticos y había empezado a recopilar la historia de su familia. Ella trabajaba en el despacho de casa de Federico, pero no vivía allí. Nunca permitía que su trabajo y su vida privada se mezclaran. Apenas salía, por elección. Su vida había cambiado dramáticamente nueve años antes y había dejado atrás el torbellino social de aquella época. El remordimiento había conferido sobriedad a la adolescente rebelde, que se había jurado convertirse en una persona de quien pudiera sentirse orgullosa. Se había entregado por completo a estudiar Historia en la universidad. Al no conseguir un trabajo relacionado con su especialidad, se había convertido en secretaria ejecutiva y trabajaba para una agencia de empleo temporal desde entonces. Trabajar para Federico le había permitido utilizar su base histórica para ayudarlo en su investigación. Por fin había encontrado un nicho profesional que la satisfacía. Si sus antiguos amigos la hubieran visto, no la habrían reconocido. Ya no utilizaba maquillaje, llevaba la melena rubia recogida en la nuca y prefería los trajes ejecutivos y la ropa casual a los últimos gritos de la moda. En la universidad incluso había utilizado gafas, que no necesitaba, para mantener a los chicos a distancia. Estaba allí para estudiar. Sus tiempos de juego habían llegado a su fin tras una tragedia que nunca olvidaría. Quería ser invisible y que la dejaran en paz. Le resultaba extraño recordar cuánto había flirteado con el sexo opuesto en otros tiempos. Había heredado la belleza de su madre, Alejandra Schulz, actriz, y no tenía problemas para atraer a los hombres. Había disfrutado con su compañía, pero nunca había tenido una relación seria. Su vida se centraba en pasarlo bien, pero después de lo ocurrido en Austria, eso había terminado. Desde entonces se había esforzado por demostrar su valía. Su vida era tal y como la quería. Estaba allí en su función de ayudante de Federico, pero sus padres la habían recibido en la casa de campo como a una amiga. El plan era que examinara los libros y documentos de la biblioteca en busca de material para el libro que pretendía escribir él. Pero toda la familia de Federico iba a reunirse para celebrar una barbacoa al día siguiente y él había insistido en que se uniera a la fiesta. Sentada a la mesa, escuchando las conversaciones, se alegraba de haber ido. Así se relacionaba la gente normal, y a Paula le sirvió para despreciar aún más la época en la que había creído que ir de compras y a fiestas glamorosas en las que el alcohol fluía como agua y todo eran risas y música, era la única forma de vivir.
Esa Paula se habría aburrido mortalmente allí; la Paula del presente lamentaba no haber madurado antes. Pero lo había hecho tarde y no había vuelta atrás. Justo antes de que su mundo volviera a tambalearse sobre su eje, todos reían por algo que había dicho Luciana. A Paula se le saltaban las lágrimas de la risa. Estaba secándose los ojos con la servilleta cuando sonó el timbre.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Ana, mirando a la congregación.
—¿Esperas a alguien, mamá? —preguntó Luciana.
Su madre negó con la cabeza. Un momento después oyeron pasos y todos alzaron la vista, expectantes. La puerta se abrió y entró un hombre moreno y sonriente.
—¡Espero que me hayan dejado algo, tragones! —exclamó risueño.
Se oyeron grititos deleitados.
—¡Pedro!
Toda la familia se puso en pie. Paula giró en el asiento para ver al recién llegado. Por supuesto, había oído hablar de Pedro Alfonso, el primogénito, un empresario de éxito que vivía como la jet-set, viajando por todo el mundo. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos, a veces por sus negocios, pero más a menudo por su última conquista femenina. Nadie había esperado que pudiera asistir a la reunión familiar; de ahí el entusiasmo generalizado. Ella se sorprendió por su inesperada reacción al verlo. En cuanto puso los ojos en él, algo se removió en su interior. Todos sus sentidos se pusieron en alerta, como si reconocieran y respondieran a algo que había en él. Su risa mientras saludaba a todos le provocó escalofríos y el brillo de sus ojos azules la dejó sin aire. A pesar de su alocada juventud, Paula no había sentido una reacción física tan desmedida en sus veintisiete años de vida. Notó la sangre fluir desbocada por sus venas y su sonrisa se apagó. Fue entonces cuando Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Captó el momento en que él se quedó paralizado. Algo elemental surcó el aire entre ellos, deteniéndose cuando su hermana reclamó su atención, pero no antes de que Aimi viera el brillo depredador de sus ojos. Atónita e incrédula, ella se dió la vuelta, apretándose el estómago con una mano. Ella se preguntó qué había ocurrido, aunque lo sabía muy bien. Acababa de experimentar la dentellada de una intensa atracción sexual y todo su cuerpo se estremecía en consecuencia. Era lo último que había esperado, porque se había esforzado mucho para controlar la parte extrovertida y atractiva de su naturaleza y convertirse en la antítesis de lo que había sido. Había eliminado las relaciones románticas de su vida; ningún hombre había roto su control.
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