jueves, 15 de febrero de 2018

Eres Mía: Capítulo 36

—Entonces, ¿Quién te quería muerto?

—Todavía no lo sé  —respondió  con  tono  lóbrego,  aunque  tenía  sus  sospechas—. Pero lo averiguaré.

Paula le había tomado la mano y la sostenía como si no fuera a soltársela jamás.

—Los  investigadores  incluso  tenían  una foto de  los  restos  del  accidente  en  tu  historial... hacía que muriera un poco por dentro cada vez que la miraba.

—Estoy aquí —la consoló.

—¿Fue totalmente falso? ¿O un hombre y una mujer murieron en el desierto?

Eso lo sorprendió.

—¿Un hombre y una mujer?

—Supuestamente, Candela y tú. ¿Has estado en contacto con ella desde tu regreso?

Pedro percibió su tensión mientras esperaba la respuesta.

—No. Quizá es hora de que hable con tus investigadores. ¿Cómo los encontraste?

—Mi padre. Los conocía por Fernando, quien había recurrido a ellos para su negocio de importación-exportación —abrió  mucho los ojos—.   ¿No  creerás que Candela haya   podido...? —la pregunta permaneció inconclusa.

—No lo sé —pero no pudo contener la furia que surgió ante la participación de Hall-Lewis.  Otra  vez—.  Después de que haya hablado  con  esos  investigadores, sospecho  que tendré que ausentarme durante unos días para realizar algunas comprobaciones.

—¿Vas a volver a Bagdad? —en sus ojos había un temor descamado.

—Puede que no haga falta —le besó la parte superior de la cabeza, luego liberó una mano y la apoyó en su estómago—. Tú necesitas velar por júnior. Como mucho, estaré fuera  una  semana...  me  aseguraré  de  regresar  para  el  festival del  museo.  Y  en  esta  ocasión te prometo que el anillo no abandonará mi mano.


El Festival se hallaba en pleno apogeo cuando Paula recibió la llamada de Pedro para comunicarle  que  ya  había  vuelto.  Eran  pasadas  las  doce  y  ella  había  empezado  a  pensar que no lo conseguiría. Su corazón experimentó un inmenso regocijo. Por  toda  la  Quinta  Avenida  reinaba  un  aire  festivo.  Con  la  calle  bloqueada  y  las  orquestas tocando en la calle, a Paula la atmósfera le resultó contagiosa.  De modo que cuando  vió  a  Pedro bajar  de  un  taxi  y  observar la cola  larga  que aún  aguardaba  para  entrar en el museo, se apresuró a ir a su encuentro. Con  su elegante  traje  italiano  y  su  impecable  afeitado,  se lo  veía  atractivo  y  cosmopolita.

—Ya has pasado por casa.

—Para quitarme el polvo del viaje —la alzó en brazos y dió una vuelta con ella antes de  plantarle un beso  en  los  labios—.  Te he echado de menos  —comentó  pasado  un  largo rato.

Cuando la dejó en el suelo, lo estudió.

—¿Estás bien?

Él asintió.

—Estoy listo para hablar. Pero primero quiero ver lo que has hecho en el museo.

Paula se mostró entusiasmada.

—¡Ha sido un día fantástico! —tomándolo de la mano, lo llevó más allá de una fila de  gente  que  esperaba  y  subieron  a  la  primera  planta,  a  la  espaciosa  galería  del  ala  oeste.

Se había formado una multitud.

—Ven, quiero que veas algo.

Lo  condujo  hasta  el  expositor  principal,  y  entonces  se  hizo  visible  la  gloriosa  máscara de mármol que contenía.

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