—Todavía no lo sé —respondió con tono lóbrego, aunque tenía sus sospechas—. Pero lo averiguaré.
Paula le había tomado la mano y la sostenía como si no fuera a soltársela jamás.
—Los investigadores incluso tenían una foto de los restos del accidente en tu historial... hacía que muriera un poco por dentro cada vez que la miraba.
—Estoy aquí —la consoló.
—¿Fue totalmente falso? ¿O un hombre y una mujer murieron en el desierto?
Eso lo sorprendió.
—¿Un hombre y una mujer?
—Supuestamente, Candela y tú. ¿Has estado en contacto con ella desde tu regreso?
Pedro percibió su tensión mientras esperaba la respuesta.
—No. Quizá es hora de que hable con tus investigadores. ¿Cómo los encontraste?
—Mi padre. Los conocía por Fernando, quien había recurrido a ellos para su negocio de importación-exportación —abrió mucho los ojos—. ¿No creerás que Candela haya podido...? —la pregunta permaneció inconclusa.
—No lo sé —pero no pudo contener la furia que surgió ante la participación de Hall-Lewis. Otra vez—. Después de que haya hablado con esos investigadores, sospecho que tendré que ausentarme durante unos días para realizar algunas comprobaciones.
—¿Vas a volver a Bagdad? —en sus ojos había un temor descamado.
—Puede que no haga falta —le besó la parte superior de la cabeza, luego liberó una mano y la apoyó en su estómago—. Tú necesitas velar por júnior. Como mucho, estaré fuera una semana... me aseguraré de regresar para el festival del museo. Y en esta ocasión te prometo que el anillo no abandonará mi mano.
El Festival se hallaba en pleno apogeo cuando Paula recibió la llamada de Pedro para comunicarle que ya había vuelto. Eran pasadas las doce y ella había empezado a pensar que no lo conseguiría. Su corazón experimentó un inmenso regocijo. Por toda la Quinta Avenida reinaba un aire festivo. Con la calle bloqueada y las orquestas tocando en la calle, a Paula la atmósfera le resultó contagiosa. De modo que cuando vió a Pedro bajar de un taxi y observar la cola larga que aún aguardaba para entrar en el museo, se apresuró a ir a su encuentro. Con su elegante traje italiano y su impecable afeitado, se lo veía atractivo y cosmopolita.
—Ya has pasado por casa.
—Para quitarme el polvo del viaje —la alzó en brazos y dió una vuelta con ella antes de plantarle un beso en los labios—. Te he echado de menos —comentó pasado un largo rato.
Cuando la dejó en el suelo, lo estudió.
—¿Estás bien?
Él asintió.
—Estoy listo para hablar. Pero primero quiero ver lo que has hecho en el museo.
Paula se mostró entusiasmada.
—¡Ha sido un día fantástico! —tomándolo de la mano, lo llevó más allá de una fila de gente que esperaba y subieron a la primera planta, a la espaciosa galería del ala oeste.
Se había formado una multitud.
—Ven, quiero que veas algo.
Lo condujo hasta el expositor principal, y entonces se hizo visible la gloriosa máscara de mármol que contenía.
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