—Y yo habría tenido que pasar la noche junto a la piscina, y me habría perdido ese impresionante despliegue de seda y encaje. Sigue grabado en mi mente, aun ahora —Pedro alzó una pierna y la cruzó sobre la otra—. Me da la impresión de que sé algo de tí que los demás hombres desconocen. Bajo ese aspecto almidonado te gusta llevar satén y seda. ¿Qué otros secretos ocultas?
—¡Ninguno que vaya a desvelarte a tí! —le devolvió Paula, seca.
Pedro se limitó a sonreír.
—Anoche, en la cocina, no llevabas el pelo recogido, ¿Por qué?
—No duermo con el pelo recogido —explicó ella con voz serena. La sonrisa de él se amplió.
—¿Sabes lo que opino, Paula Chaves?
—¡Tu opinión no podría interesarme menos!
—Creo que practicas la decepción.
—Como he dicho, tu opinión no me interesa —replicó ella, lo que había dicho él se acercaba demasiado a la verdad—. ¡Tú no me interesas!
—En cambio, tú me interesas mucho —contraatacó Pedro—. Pienso en tí todo el tiempo.
—¡Debe resultarte muy aburrido!
Él dejó escapar una risa suave y sensual que hizo que ella se estremeciera de arriba abajo.
—Tengo la sensación de que no me aburrirás nunca, mi querida Pau.
—No soy tu querida Pau—protestó ella, afectada por el término cariñoso.
—Aún no, estoy de acuerdo —concedió él.
—¡Nunca! —exclamó ella, ya de mal humor.
—Nunca se debe decir nunca —la miró a los ojos—. Yo mismo lo descubrí anoche. Habría apostado mucho dinero a que nunca me costaría dormir en mi vieja cama, pero comprobé lo contrario. Estuve inquieto toda la noche —aclaró, con sonrisa maliciosa y ojos chispeantes.
—No puedes culparme a mí de eso —discutió Paula, con los nervios a flor de piel. Era como si sus defensas se hubieran desvanecido por completo, dejándolo abierta a todo lo que él decía o hacía. No entendía por qué la habían abandonado cuando más las necesitaba.
—¿No puedo? —sus labios se curvaron—. Fuiste tú quien elevó mi tensión sanguínea —arguyo, antes de tomar un sorbo de café.
De alguna manera, Paula consiguió mantener una expresión serena.
—A mí no me hizo falta que me bajara la tensión. Me fui a la cama y dormí a pierna suelta —le dijo, cruzando los dedos mentalmente.
—Hum —murmuró dubitativo, acariciándose la barbilla—. No eres lo que aparentas a primera vista. ¿Sabías que debía pasar ese fin de semana en América? Por suerte cancelaron la reunión en el último momento.
—Para el deleite de todos —comentó ella con voz seca.
—Bien dicho, Pau—Pedro se rió—. Tienes mucho tacto. No me extraña que Fede hable tan bien de tí.
—Hago cuanto puedo —contestó ella sin inmutarse y agradeciendo su rapidez mental.
—Ah, llega la caballería —declaró Pedro, Paula volvió la cabeza y vió a Federico con una bandeja—. Justo a tiempo, ¿Eh?
—Justo a tiempo, ¿Qué? —preguntó Federico, que había oído el comentario.
Puso un plato y una taza ante Paula.
—Tu llegada con la comida —contestó su hermano sonriente—. Pau estaba a punto de comerse la mesa.
—Siento haber tardado —se disculpó Federico.
—No has tardado. Pedro te toma el pelo.
—Es uno de sus hábitos —confirmó Federico.
—Lo cierto es que estaba flirteando con Paula y ella me lo estaba poniendo difícil —Jonas se enderezó en el asiento.
—¡Bien por tí, Pau! —aprobó Federico, guiñándole un ojo—. Demasiadas mujeres caen en sus brazos cuando chasquea los dedos —se sentó junto a ella y empezó a devorar su desayuno.
Paula lo imitó.
—¿Cuándo descenderán las hordas sobre nosotros? —preguntó Pedro tras unos minutos de silencio.
—A partir del mediodía. Luego seguirá lo de siempre. ¡Papá achicharrará las salchichas y hamburguesas, como es habitual!
—¿Has estado en alguna de nuestras barbacoas? —le preguntó Pedro a Paula.
—No, ésta es la primera —admitió ella, divertida.
Estaba un poco nerviosa por conocer a toda la familia. En otros tiempos había sido frecuente estar rodeada de extraños y unirse a la fiesta con entusiasmo. Pero desde aquel horrible día,disfrutar y reírse le había parecido mal. No podía comportarse como si nada hubiera ocurrido, siendo ella la culpable. Se habría odiado por ello, así que había evitado las fiestas, distanciándose de sus amigos de entonces. En el presente prefería cenas íntimas con gente a la que conocía bien.
—Entonces te espera toda una experiencia —le dijo Pedro con humor.
—Eh, ¿Recuerdas la vez que...? —Federico chasqueó los dedos.
Paula dejó de escuchar a los hermanos, que iniciaron un divertido recuento de recuerdos. Se recostó en la silla y, mordisqueando el último cruasán, los contempló con atención. Se parecían mucho. Ambos eran hombres guapos, pero Federico tenía las facciones más suaves. Su cabello era castaño oscuro, el de Pedro negro. Federico exudaba calidez y amabilidad; sin embargo eran los rasgos duros de Pedro los que atraían su atención.
Inesperadamente, Paula deseó extender la mano y trazar los perfiles de su rostro para grabarlos en su memoria. Un deseo estúpido, desde luego. No quería recordarlo. Cuanto antes dejaran de verse, mejor. Sin embargo, al pensar eso, un pedazo de ella se sintió perdido. Miró su taza de café, confusa. No entendía qué había en él que la atrajese tanto. Él sólo buscaba sexo pero, aun así, tenía algo especial. Unas sonoras carcajadas llamaron su atención. Federico estaba doblado de risa y Jonas sonreía de oreja a oreja. Ella sonrió y sintió un leve pinchazo en el corazón. Un estruendoso silbido interrumpió las risas. Los tres se volvieron. Horacio estaba en el otro extremo de la terraza, llamándolos.
—¡Venga, ustedes dos! Necesito músculos para preparar las mesas. ¡En marcha!
Los hermanos se miraron con resignación y se pusieron en pie.
—A papá le gusta dirigir a sus tropas —comentó Federico con cariño.
Paula sonrió al ver su expresión.
—¡Diviértete! —le deseó, mientras él se alejaba. Pedro, retrasándose, atrapó su mirada. Tensa, alzó una ceja interrogante—, ¿Querías algo?
—Sólo esto —contestó él.
Rodeó la mesa y se inclinó para darle un beso en la mejilla.
—¡Eh! —exclamó, con el pulso desbocado.
Sentir el roce de sus labios en la piel la había dejado sin aire, era una sensación increíble.
—Tengo que divertirme un poco —dijo Pedro sin asomo de arrepentimiento—. ¡Considéralo un adelanto! —después siguió a su hermano, dejando a Paula sin habla.
Ella contempló su marcha. El maldito hombre era perfecto. De espalda ancha, caderas estrechas y piernas largas y fuertes. No tenía sentido negarlo, pocos hombres podrían competir con él. De inmediato, se recriminó por haberlo pensado. Iba a tener que esforzarse más. Mucho más. Ya era malo que estuviera ocupando sus pensamientos; no permitiría que la tentara para romper su solemne promesa. Tenía que resistir.
martes, 27 de febrero de 2018
Desafío: Capítulo 7
Reconfortada por ese pensamiento, salió de la ducha y se secó. No le costó elegir qué ponerse; sólo había llevado lo esencial. Dos faldas y algunas blusas. También un bañador, por sugerencia de Federico, pero no esperaba utilizarlo. Se puso la falda recta color crema, una camisa de seda de manga corta, azul pálido, y unos zapatos cómodos. Se recogió el pelo de la forma habitual y se examinó en el espejo. Parecía discretea, eficaz y distante, justo lo que deseaba. Un momento después, Federico llamó a la puerta.
—Buenos días, Paula. Tienes un aspecto de lo más refrescante —la saludó.
—Te aseguro que no siento ningún frescor —rió ella.
Alzó las manos para colocarle el cuello del polo, que llevaba torcido.
—Pues yo me siento más fresco sólo con mirarte —dijo él con encanto.
Paula suspiró y movió la cabeza.
—Fede, Fede, ¡Eres casi tan malo como tu hermano! Deben haber ido a la misma escuela de seducción —declaró sonriente.
—Buenos días, Fede—saludó Pedro de repente. Paula dió un bote de sorpresa y él se asomó por encima del hombro de Fede y la escrutó con una sonrisa provocadora—. Me gusta la falda, Paula, pero me gustaba más lo que llevabas anoche —comentó, risueño, antes de seguir su camino.
Ella se sonrojó y dió un paso atrás. El aparentemente inocente comentario le había recordado la escena de la cocina.
—¿A qué ha venido eso? —le gritó a su hermano, con el ceño fruncido.
—Tendrás que preguntárselo a Paula—contestó Pedro por encima del hombro, sin dejar de andar.
—¿Qué ha querido decir? —Federico la miró intrigado—. Anoche no llevabas nada especial. ¿Me he perdido algo?
—Tu hermano se refería a más tarde —dijo ella, suponiendo lo que estaba imaginando—. Se quedó afuera y yo estaba en la cocina cuando él forzaba puertas y ventanas, intentando entrar. Eso es todo —al ver su expresión escéptica, suspiró—. Estaba en camisón y bata.
—Paula, te advertí que tuvieras cuidado —rezongó Federico con exasperación—. Es mi hermano y lo quiero, pero cuando se trata de mujeres...
—Lo sé, concédeme algo de crédito —le apretó el brazo con suavidad—. No dejaré que me engatuse con su encanto. He venido a trabajar —lo tranquilizó—. Lo de anoche fue un error que no se repetirá.
—Perdona, sé que soy demasiado protector. Trabajas para mí y te considero mi responsabilidad. No quiero que Pedro practique sus juegos contigo.
—No te preocupes —le dijo Paula enternecida—. Vamos a desayunar. Después tienes que enseñarme la biblioteca.
Bajaron juntos a la sala de desayunos, que estaba vacía. Clara Astin, el ama de llaves, llegaba con café reciente y cruasanes calientes.
—¡Buenos días! —los saludó con una sonrisa—. Hoy todo el mundo desayuna fuera. Sirvanse lo que quieran y avisenme si necesitan algo.
—Gracias, Clara. ¿Qué te apetece, Pau? —preguntó Federico, agarrando un plato.
—Los deliciosos cruasanes de Clara y algo de café me parecen la opción perfecta —dijo, sonriéndole a la otra mujer, que volvía a la cocina.
—Yo los sacaré. Ve a buscar un sitio a la sombra —ordenó Federico.
Paula salió y se arrepintió de inmediato porque la única persona en la mesa era Pedro. Si él no hubiera alzado la vista, habría vuelto dentro.
—¿Estás decidiendo si es seguro unirte a mí o no? —la retó, sardónico.
Paula se sintió obligada a avanzar.
—En absoluto —negó, sonriendo como si la escena de la noche anterior no hubiera tenido lugar—. Estaba disfrutando de la vista.
—Yo también —respondió él, recorriendo su cuerpo de arriba abajo con la mirada.
A ella le dió un vuelco el corazón y sus nervios se tensaron.
—Pierdes el tiempo —le dijo, irritada por su reacción a él, que no podía controlar—. No morderé el anzuelo, por atractivo que sea el cebo —añadió en voz baja, por si Federico salía.
—¿Cuántas veces tuviste que repetirte eso anoche? —ironizó él, arqueando una ceja.
—Bastó con una. No eres tan irresistible —le devolvió ella.
Pedro se rió.
—Se supone que hay que cruzar los dedos al decir esas mentiras —le advirtió, sin dejar de mirarla.
Ella era tan consciente de sus ojos que le costaba respirar. Llegó a la mesa y se sentó frente a él.
—En contra de lo que supones, no suelo mentir —lo corrigió, simulando una serenidad que no sentía en absoluto.
Estaba tensa e inquieta.
—¿En serio? Yo habría dicho que las mujeres nacen siendo mentirosas.
—Eso es una generalización ridícula. Supongo que tus prejuicios se deben a una mala experiencia —dijo Paula con ironía.
—El mundo es una jungla —le devolvió él con una sonrisa traviesa.
Paula supo que no podría olvidar esa sonrisa en toda su vida.
—¿Y los hombres no mienten? —lo retó. Ella podía nombrar a más de doce mentirosos—. ¡Sería más fácil creer que la luna está hecha de queso!
—Eso sí que suena a la voz de la experiencia —Pedro se recostó en la silla y cruzó las piernas por los tobillos—. ¿Por eso te vistes así?
—Me visto para mí, no para un hombre —señaló Paula.
El comentario de Pedro había sido tan descarado que estuvo a punto de reírse.
—¿En serio? —la miró pensativo—. ¿Intentas decirme que nadie ve la exótica lencería que usas? ¡Eso sería un desperdicio increíble!
—Mi ropa no es asunto tuyo. No habría bajado a la cocina si hubiera sabido que estabas allí.
—Buenos días, Paula. Tienes un aspecto de lo más refrescante —la saludó.
—Te aseguro que no siento ningún frescor —rió ella.
Alzó las manos para colocarle el cuello del polo, que llevaba torcido.
—Pues yo me siento más fresco sólo con mirarte —dijo él con encanto.
Paula suspiró y movió la cabeza.
—Fede, Fede, ¡Eres casi tan malo como tu hermano! Deben haber ido a la misma escuela de seducción —declaró sonriente.
—Buenos días, Fede—saludó Pedro de repente. Paula dió un bote de sorpresa y él se asomó por encima del hombro de Fede y la escrutó con una sonrisa provocadora—. Me gusta la falda, Paula, pero me gustaba más lo que llevabas anoche —comentó, risueño, antes de seguir su camino.
Ella se sonrojó y dió un paso atrás. El aparentemente inocente comentario le había recordado la escena de la cocina.
—¿A qué ha venido eso? —le gritó a su hermano, con el ceño fruncido.
—Tendrás que preguntárselo a Paula—contestó Pedro por encima del hombro, sin dejar de andar.
—¿Qué ha querido decir? —Federico la miró intrigado—. Anoche no llevabas nada especial. ¿Me he perdido algo?
—Tu hermano se refería a más tarde —dijo ella, suponiendo lo que estaba imaginando—. Se quedó afuera y yo estaba en la cocina cuando él forzaba puertas y ventanas, intentando entrar. Eso es todo —al ver su expresión escéptica, suspiró—. Estaba en camisón y bata.
—Paula, te advertí que tuvieras cuidado —rezongó Federico con exasperación—. Es mi hermano y lo quiero, pero cuando se trata de mujeres...
—Lo sé, concédeme algo de crédito —le apretó el brazo con suavidad—. No dejaré que me engatuse con su encanto. He venido a trabajar —lo tranquilizó—. Lo de anoche fue un error que no se repetirá.
—Perdona, sé que soy demasiado protector. Trabajas para mí y te considero mi responsabilidad. No quiero que Pedro practique sus juegos contigo.
—No te preocupes —le dijo Paula enternecida—. Vamos a desayunar. Después tienes que enseñarme la biblioteca.
Bajaron juntos a la sala de desayunos, que estaba vacía. Clara Astin, el ama de llaves, llegaba con café reciente y cruasanes calientes.
—¡Buenos días! —los saludó con una sonrisa—. Hoy todo el mundo desayuna fuera. Sirvanse lo que quieran y avisenme si necesitan algo.
—Gracias, Clara. ¿Qué te apetece, Pau? —preguntó Federico, agarrando un plato.
—Los deliciosos cruasanes de Clara y algo de café me parecen la opción perfecta —dijo, sonriéndole a la otra mujer, que volvía a la cocina.
—Yo los sacaré. Ve a buscar un sitio a la sombra —ordenó Federico.
Paula salió y se arrepintió de inmediato porque la única persona en la mesa era Pedro. Si él no hubiera alzado la vista, habría vuelto dentro.
—¿Estás decidiendo si es seguro unirte a mí o no? —la retó, sardónico.
Paula se sintió obligada a avanzar.
—En absoluto —negó, sonriendo como si la escena de la noche anterior no hubiera tenido lugar—. Estaba disfrutando de la vista.
—Yo también —respondió él, recorriendo su cuerpo de arriba abajo con la mirada.
A ella le dió un vuelco el corazón y sus nervios se tensaron.
—Pierdes el tiempo —le dijo, irritada por su reacción a él, que no podía controlar—. No morderé el anzuelo, por atractivo que sea el cebo —añadió en voz baja, por si Federico salía.
—¿Cuántas veces tuviste que repetirte eso anoche? —ironizó él, arqueando una ceja.
—Bastó con una. No eres tan irresistible —le devolvió ella.
Pedro se rió.
—Se supone que hay que cruzar los dedos al decir esas mentiras —le advirtió, sin dejar de mirarla.
Ella era tan consciente de sus ojos que le costaba respirar. Llegó a la mesa y se sentó frente a él.
—En contra de lo que supones, no suelo mentir —lo corrigió, simulando una serenidad que no sentía en absoluto.
Estaba tensa e inquieta.
—¿En serio? Yo habría dicho que las mujeres nacen siendo mentirosas.
—Eso es una generalización ridícula. Supongo que tus prejuicios se deben a una mala experiencia —dijo Paula con ironía.
—El mundo es una jungla —le devolvió él con una sonrisa traviesa.
Paula supo que no podría olvidar esa sonrisa en toda su vida.
—¿Y los hombres no mienten? —lo retó. Ella podía nombrar a más de doce mentirosos—. ¡Sería más fácil creer que la luna está hecha de queso!
—Eso sí que suena a la voz de la experiencia —Pedro se recostó en la silla y cruzó las piernas por los tobillos—. ¿Por eso te vistes así?
—Me visto para mí, no para un hombre —señaló Paula.
El comentario de Pedro había sido tan descarado que estuvo a punto de reírse.
—¿En serio? —la miró pensativo—. ¿Intentas decirme que nadie ve la exótica lencería que usas? ¡Eso sería un desperdicio increíble!
—Mi ropa no es asunto tuyo. No habría bajado a la cocina si hubiera sabido que estabas allí.
Desafío: Capítulo 6
—¿En serio? —Pedro la miró con incredulidad—. Recuérdame que le dé las gracias la próxima vez que lo vea —volvió a mirarla de arriba abajo. Se apoyó en la mesa, cruzó los tobillos y sonrió, provocador—. Ese trocito de nada que llevas puesto deja lo justo a la imaginación.
Puala tomó aire, consciente de que era capaz de manejar la situación, por más que le estuviera costando mantenerse distante. Federico le había advertido con razón. El atractivo de Pedro era muy potente y lo mejor que podía hacer era irse de allí.
—Esta conversación no tiene sentido. Creo que deberíamos irnos a la cama.
—¡Eso sí que es ir al grano! —sus ojos destellaron con malicia.
—No lo decía en ese sentido —corrigió ella, lamentando su elección de palabras.
—¿A pesar de que sea una idea tentadora? —murmuró él.
Sus palabras resonaron como truenos en el silencio, recorriéndola de arriba abajo.
—¡Eres un caradura! —protestó débilmente. Jonas soltó una risita seductora.
—Creo que tú deberías irte a la cama, Paula, antes de que tu necesidad de saber mine tu determinación —aconsejó él.
—¿Qué determinación? —preguntó ella.
Decir que estaba afectada sería quedarse muy corta.
—Lo sabes bien —Pedro movió la cabeza y suspiró—. Hablo de tu determinación de no tener nada que ver conmigo. Ésa fue la conclusión a la que llegaste durante el paseo, ¿No?
—Dios, ¡Qué arrogancia! Mi determinación de no tener nada que ver con hombres como tú se remonta muchos años atrás, no a esta tarde —declaró ella con desdén.
—¿Hombres como yo? —preguntó él con expresión divertida.
Los ojos de ella se estrecharon mientras lo miraba de arriba abajo, con expresión de ser muy consciente de sus carencias.
—Hombres que creen que pueden conseguir lo que quieren y a quien quieren, sólo con decirlo. Sólo me inspiras desdén —dijo.
No era del todo cierto, pero tenía que defenderse.
—En ese caso, ¿Por qué tu cuerpo reacciona al verme? —preguntó él con voz suave.
—No reacciona —protestó Paula.
—Podría demostrarte lo contrario, pero es tarde y estamos cansados. Sugiero que subas a tu habitación. Seguiremos con esta fascinante conversación mañana.
—¡No haremos nada similar! —replicó Paula.
—Por cierto, me encanta tu pelo así. Deberías llevarlo suelto más a menudo. Resulta muy femenino y sensual —declaró Pedro.
Para Paula, que la hubiera visto con el pelo suelto era como una invasión de su intimidad. Sintiéndose más vulnerable que en muchos años, decidió que estaba harta y se imponía una retirada digna. Sin embargo, cuando iba hacia la puerta, resbaló en una baldosa húmeda. Agitó los brazos, buscando algo a lo que agarrarse y, de repente, las fuertes manos de Pedro la equilibraron, atrayéndola contra su pecho.
—Tranquila, te tengo —murmuró él contra su cabello.
Ella apenas lo oyó, sus sentidos estaban siendo bombardeados por su aroma masculino, unido a la solidez de su poderoso pecho. Una sobrecarga sensorial que la llevó a inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo, atónita.
—Creo que lo que estás pensando ahora mismo es muy inapropiado para una empleada de la familia —comentó él con ironía. Sus ojos la quemaron con su intensidad.
Ella comprendió que se había traicionado por completo. Deseaba escapar de esos ojos tan perspicaces, pero ladeó la barbilla, beligerante.
—Quítame las manos de encima —le ordenó.
Se liberó de él y fue hacia la puerta sin mirar atrás. Ya en el vestíbulo, con la respiración acelerada, se dijo que acababa de ponerse en ridículo. Una cosa era experimentar una indeseada atracción por un hombre, y otra muy distinta permitir que él la notara. Jonas conseguía traspasar sus defensas y eso no le gustaba nada. Ni un poco. Paula se criticó duramente mientras subía al dormitorio. Antes de dormirse, se prometió mantenerse alejada de Pedro el resto del fin de semana. No sería difícil, estaba allí para seguir con su investigación. Dudaba que él fuera de los que pasaban horas en la biblioteca. En un harén quizá, pero no rodeado de libros polvorientos. Una cosa era segura, pensara él lo que pensara, ella no iba a convertirse en la siguiente muesca en el poste de su cama. Le había costado mucho esfuerzo alcanzar la paz consigo misma, y no iba a renunciar a ella. El día amaneció tan cálido y húmedo como el anterior. Aunque ella había conseguido dormir, no se sentía nada descansada; Pedro había invadido sus sueños, tentándola. Por lo visto, dormida o despierta, sus sentidos se adentraban en aguas peligrosas y la corriente era fuerte. Era un hombre demasiado atractivo y derrumbaba sus defensas con increíble facilidad. Mientras se duchaba consideró la situación con lógica. En realidad no había ocurrido nada. Se sentía atraída por un hombre y él por ella. ¡Eso no implicaba que fuera a caer en sus brazos! Había conocido a muchos hombres atractivos y había sido capaz de resistirse a todos. Desde aquel horrible día no había mirado a ningún hombre con interés; había cerrado la puerta a esa clase de sentimientos y emociones. Pedro fracasaría. Ella había ido allí a trabajar, nada más.
Puala tomó aire, consciente de que era capaz de manejar la situación, por más que le estuviera costando mantenerse distante. Federico le había advertido con razón. El atractivo de Pedro era muy potente y lo mejor que podía hacer era irse de allí.
—Esta conversación no tiene sentido. Creo que deberíamos irnos a la cama.
—¡Eso sí que es ir al grano! —sus ojos destellaron con malicia.
—No lo decía en ese sentido —corrigió ella, lamentando su elección de palabras.
—¿A pesar de que sea una idea tentadora? —murmuró él.
Sus palabras resonaron como truenos en el silencio, recorriéndola de arriba abajo.
—¡Eres un caradura! —protestó débilmente. Jonas soltó una risita seductora.
—Creo que tú deberías irte a la cama, Paula, antes de que tu necesidad de saber mine tu determinación —aconsejó él.
—¿Qué determinación? —preguntó ella.
Decir que estaba afectada sería quedarse muy corta.
—Lo sabes bien —Pedro movió la cabeza y suspiró—. Hablo de tu determinación de no tener nada que ver conmigo. Ésa fue la conclusión a la que llegaste durante el paseo, ¿No?
—Dios, ¡Qué arrogancia! Mi determinación de no tener nada que ver con hombres como tú se remonta muchos años atrás, no a esta tarde —declaró ella con desdén.
—¿Hombres como yo? —preguntó él con expresión divertida.
Los ojos de ella se estrecharon mientras lo miraba de arriba abajo, con expresión de ser muy consciente de sus carencias.
—Hombres que creen que pueden conseguir lo que quieren y a quien quieren, sólo con decirlo. Sólo me inspiras desdén —dijo.
No era del todo cierto, pero tenía que defenderse.
—En ese caso, ¿Por qué tu cuerpo reacciona al verme? —preguntó él con voz suave.
—No reacciona —protestó Paula.
—Podría demostrarte lo contrario, pero es tarde y estamos cansados. Sugiero que subas a tu habitación. Seguiremos con esta fascinante conversación mañana.
—¡No haremos nada similar! —replicó Paula.
—Por cierto, me encanta tu pelo así. Deberías llevarlo suelto más a menudo. Resulta muy femenino y sensual —declaró Pedro.
Para Paula, que la hubiera visto con el pelo suelto era como una invasión de su intimidad. Sintiéndose más vulnerable que en muchos años, decidió que estaba harta y se imponía una retirada digna. Sin embargo, cuando iba hacia la puerta, resbaló en una baldosa húmeda. Agitó los brazos, buscando algo a lo que agarrarse y, de repente, las fuertes manos de Pedro la equilibraron, atrayéndola contra su pecho.
—Tranquila, te tengo —murmuró él contra su cabello.
Ella apenas lo oyó, sus sentidos estaban siendo bombardeados por su aroma masculino, unido a la solidez de su poderoso pecho. Una sobrecarga sensorial que la llevó a inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo, atónita.
—Creo que lo que estás pensando ahora mismo es muy inapropiado para una empleada de la familia —comentó él con ironía. Sus ojos la quemaron con su intensidad.
Ella comprendió que se había traicionado por completo. Deseaba escapar de esos ojos tan perspicaces, pero ladeó la barbilla, beligerante.
—Quítame las manos de encima —le ordenó.
Se liberó de él y fue hacia la puerta sin mirar atrás. Ya en el vestíbulo, con la respiración acelerada, se dijo que acababa de ponerse en ridículo. Una cosa era experimentar una indeseada atracción por un hombre, y otra muy distinta permitir que él la notara. Jonas conseguía traspasar sus defensas y eso no le gustaba nada. Ni un poco. Paula se criticó duramente mientras subía al dormitorio. Antes de dormirse, se prometió mantenerse alejada de Pedro el resto del fin de semana. No sería difícil, estaba allí para seguir con su investigación. Dudaba que él fuera de los que pasaban horas en la biblioteca. En un harén quizá, pero no rodeado de libros polvorientos. Una cosa era segura, pensara él lo que pensara, ella no iba a convertirse en la siguiente muesca en el poste de su cama. Le había costado mucho esfuerzo alcanzar la paz consigo misma, y no iba a renunciar a ella. El día amaneció tan cálido y húmedo como el anterior. Aunque ella había conseguido dormir, no se sentía nada descansada; Pedro había invadido sus sueños, tentándola. Por lo visto, dormida o despierta, sus sentidos se adentraban en aguas peligrosas y la corriente era fuerte. Era un hombre demasiado atractivo y derrumbaba sus defensas con increíble facilidad. Mientras se duchaba consideró la situación con lógica. En realidad no había ocurrido nada. Se sentía atraída por un hombre y él por ella. ¡Eso no implicaba que fuera a caer en sus brazos! Había conocido a muchos hombres atractivos y había sido capaz de resistirse a todos. Desde aquel horrible día no había mirado a ningún hombre con interés; había cerrado la puerta a esa clase de sentimientos y emociones. Pedro fracasaría. Ella había ido allí a trabajar, nada más.
Desafío: Capítulo 5
—Tu hermano perderá el tiempo. No tengo intención de ser su entretenimiento de fin de semana. Pero gracias por avisarme.
—No me gustaría que resultaras herida.
—Tranquilo, no pienso relacionarme con él.
—Estoy seguro de que eso mismo dijeron la mayoría de sus conquistas —contrapuso él con una mueca.
Paula se detuvo y lo miró.
—Por favor, no te preocupes por mí; estaré bien. He conocido a hombres como tu hermano y soy inmune a ellos —dijo.
Era casi verdad. Pedro sin embargo, era harina de otro costal y la había tomado por sorpresa. Pero no volvería a ocurrir. Nick escrutó su rostro; lo que vió en él lo convenció de que podía relajarse. Tal vez sí fuera inmune. Tenía unas defensas muy sólidas.
—Entonces, no diré más —aceptó.
Más tarde, en su dormitorio, Paula abrió las ventanas de par en par, pero el calor atrapado en la habitación era casi insoportable. Se quitó los zapatos, retiró las horquillas que sujetaban su moño y una cascada de cabello rubio cayó hasta sus hombros. Le gustaba sentirlo suelto, pero al día siguiente volvería a recogerlo para mantener la imagen que llevaba años cultivando. En el espejo vio que el cabello ondulado suavizaba sus rasgos y le daba un aspecto joven y atractivo, casi despreocupado. Pero ella ya no era así y no se permitiría volver a serlo. Era parte de la penitencia que se había impuesto. Fue al cuarto de baño a darse una ducha fresca. Sintiéndose algo mejor, se secó y se puso un camisón de seda que le llegaba hasta el muslo. Apagó la luz y se tumbó sobre la cama. Sin embargo, le resultó imposible dormirse, y no sólo por el calor. A solas en la húmeda oscuridad, rememoró el momento en el que había visto a Pedro por primera vez. Podía visualizar su poder y magnetismo. Sólo pensarlo le provocaba un cosquilleo.
—¡Maldición! —exclamó exasperada, sentándose—. ¡Para, Paula! —ordenó. Sin embargo, su cerebro se negó a obedecer.
Recordó sus miradas y sintió una intensa e incontrolable oleada de calor. Bajó de la cama y fue a la ventana a respirar aire fresco. Pero los recuerdos eran demasiado poderosos e impactantes. Bajó los párpados y casi sintió la caricia de los ojos azules en sus labios mientras ella se los mojaba con la lengua.
—¡Por Dios santo, Paula, contrólate! —masculló—. Da igual que el hombre exude atractivo sexual. No puedes permitir que te atraiga hacia su llama. Es un conquistador. Sólo desea un cuerpo en su cama, ¡Y no va a ser el tuyo!
Paula se pasó una mano por el cabello húmedo y suspiró. Hacía un calor horrible. Deseó sentir algo fresco en la piel. Se puso una bata de seda sobre el camisón y bajó las escaleras descalza. Su destino era la enorme y moderna cocina; la alivió descubrir que no había nadie allí. Entró y cerró la puerta. No le hizo falta encender la luz, la luna daba a la habitación un resplandor plateado. Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba, una servilleta, que llevó a la encimera, junto al frigorífico. Sintió un frío delicioso al abrir la puerta del congelador. Sacó un puñado de cubitos y los envolvió con la servilleta, después cerró el congelador y se sentó ante la mesa, suspirando de placer mientras se pasaba la servilleta por la piel. Se preguntó cómo no se le había ocurrido la idea antes. Colocó las piernas en otra silla y tarareó una melodía mientras se refrescaba. Estaba a miles de kilómetros de distancia cuando unos súbitos golpecitos en la ventana la sobresaltaron. Volvió la cabeza y, para su sorpresa, vió a Pedro ante la puerta de la cocina que daba al exterior.
—¡Oh, Dios mío! —gimió, imaginándose la imagen que debía presentar, tirada entre dos sillas y sin apenas ropa.
Su reacción instintiva fue escapar, pero él señalaba la puerta; era obvio que quería entrar. No tuvo más remedio que dejar la servilleta en la mesa e ir a abrir, sujetándose la bata con una mano.
—Gracias —dijo él en cuanto entró, volvió a echar el cerrojo—. Pensé que iba a tener que dormir en el jardín —añadió.
Se volvió hacia ella y, a la luz de la luna, captó por primera vez su escasez de ropa.
—¡Eso es algo que no veo todos los días! —murmuró seductor. Paula se ató el cinturón de la bata y cruzó los brazos mientras los ojos azules recorrían su cuerpo. La avergonzaba que la viese así. Cuando volvió a mirar su rostro, sus ojos chispeaban malévolos y una sonrisa sensual curvaba sus labios—. ¿Me estabas esperando? Eso espero, sin duda has captado mi atención —ronroneó como un gato contento.
—¡Típico que pienses algo así! —replicó ella de inmediato. Se sentía incómoda y nerviosa—. Hacía tanto calor que bajé por hielo. No esperaba encontrarme con nadie a estas horas de la noche. ¿Qué hacías afuera?
Jonas se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Ella tuvo que contener un gemido al comprobar cuánto la atraía.
—Igual que tú, intentaba refrescarme tras una velada más calurosa de lo esperado —contestó él con deje irónico—. Bajé a la piscina cuando se fueron de paseo y me quedé dormido. Estaba probando puertas y ventanas para entrar cuando te vi sobre esas dos sillas, semidesnuda.
—Deberías agradecerme que estuviera aquí; en otro caso habrías pasado la noche fuera —dijo ella con firmeza—. Y lo que llevo puesto es perfectamente respetable —añadió, provocando una carcajada de Pedro.
—Oh, te lo agradezco, no lo dudes, y lo que llevas no tiene nada de malo. Te sienta muy bien, ése es el problema. ¿Cómo diablos voy a poder dormir ahora? —se quejó con un brillo seductor y sardónico en los ojos.
—No deberías decirle esas cosas a una empleada de la familia. No es apropiado —le reprochó ella, aunque había pensado exactamente lo mismo que él.
—Deja caer los brazos, Paula—pidió él, arqueando una ceja con ironía—, y hablaremos de comportamiento apropiado.
Paula enrojeció, segura de que había visto la reacción de sus pezones antes de ocultarlos. Muda, lo contempló ir hacia la mesa y abrir la servilleta de hielo. Agarró un cubito y se lo pasó por la nuca, volviéndose para mirarla.
—¡Lo que has dicho es una grosería! —exclamó ella, intentando sonar indignada. Él se rió.
—Seguro que mi hermano te ha convencido de que soy un sinvergüenza.
—¡No ha hecho nada de eso! —Paula defendió a Federico.
—No me gustaría que resultaras herida.
—Tranquilo, no pienso relacionarme con él.
—Estoy seguro de que eso mismo dijeron la mayoría de sus conquistas —contrapuso él con una mueca.
Paula se detuvo y lo miró.
—Por favor, no te preocupes por mí; estaré bien. He conocido a hombres como tu hermano y soy inmune a ellos —dijo.
Era casi verdad. Pedro sin embargo, era harina de otro costal y la había tomado por sorpresa. Pero no volvería a ocurrir. Nick escrutó su rostro; lo que vió en él lo convenció de que podía relajarse. Tal vez sí fuera inmune. Tenía unas defensas muy sólidas.
—Entonces, no diré más —aceptó.
Más tarde, en su dormitorio, Paula abrió las ventanas de par en par, pero el calor atrapado en la habitación era casi insoportable. Se quitó los zapatos, retiró las horquillas que sujetaban su moño y una cascada de cabello rubio cayó hasta sus hombros. Le gustaba sentirlo suelto, pero al día siguiente volvería a recogerlo para mantener la imagen que llevaba años cultivando. En el espejo vio que el cabello ondulado suavizaba sus rasgos y le daba un aspecto joven y atractivo, casi despreocupado. Pero ella ya no era así y no se permitiría volver a serlo. Era parte de la penitencia que se había impuesto. Fue al cuarto de baño a darse una ducha fresca. Sintiéndose algo mejor, se secó y se puso un camisón de seda que le llegaba hasta el muslo. Apagó la luz y se tumbó sobre la cama. Sin embargo, le resultó imposible dormirse, y no sólo por el calor. A solas en la húmeda oscuridad, rememoró el momento en el que había visto a Pedro por primera vez. Podía visualizar su poder y magnetismo. Sólo pensarlo le provocaba un cosquilleo.
—¡Maldición! —exclamó exasperada, sentándose—. ¡Para, Paula! —ordenó. Sin embargo, su cerebro se negó a obedecer.
Recordó sus miradas y sintió una intensa e incontrolable oleada de calor. Bajó de la cama y fue a la ventana a respirar aire fresco. Pero los recuerdos eran demasiado poderosos e impactantes. Bajó los párpados y casi sintió la caricia de los ojos azules en sus labios mientras ella se los mojaba con la lengua.
—¡Por Dios santo, Paula, contrólate! —masculló—. Da igual que el hombre exude atractivo sexual. No puedes permitir que te atraiga hacia su llama. Es un conquistador. Sólo desea un cuerpo en su cama, ¡Y no va a ser el tuyo!
Paula se pasó una mano por el cabello húmedo y suspiró. Hacía un calor horrible. Deseó sentir algo fresco en la piel. Se puso una bata de seda sobre el camisón y bajó las escaleras descalza. Su destino era la enorme y moderna cocina; la alivió descubrir que no había nadie allí. Entró y cerró la puerta. No le hizo falta encender la luz, la luna daba a la habitación un resplandor plateado. Tardó unos minutos en encontrar lo que buscaba, una servilleta, que llevó a la encimera, junto al frigorífico. Sintió un frío delicioso al abrir la puerta del congelador. Sacó un puñado de cubitos y los envolvió con la servilleta, después cerró el congelador y se sentó ante la mesa, suspirando de placer mientras se pasaba la servilleta por la piel. Se preguntó cómo no se le había ocurrido la idea antes. Colocó las piernas en otra silla y tarareó una melodía mientras se refrescaba. Estaba a miles de kilómetros de distancia cuando unos súbitos golpecitos en la ventana la sobresaltaron. Volvió la cabeza y, para su sorpresa, vió a Pedro ante la puerta de la cocina que daba al exterior.
—¡Oh, Dios mío! —gimió, imaginándose la imagen que debía presentar, tirada entre dos sillas y sin apenas ropa.
Su reacción instintiva fue escapar, pero él señalaba la puerta; era obvio que quería entrar. No tuvo más remedio que dejar la servilleta en la mesa e ir a abrir, sujetándose la bata con una mano.
—Gracias —dijo él en cuanto entró, volvió a echar el cerrojo—. Pensé que iba a tener que dormir en el jardín —añadió.
Se volvió hacia ella y, a la luz de la luna, captó por primera vez su escasez de ropa.
—¡Eso es algo que no veo todos los días! —murmuró seductor. Paula se ató el cinturón de la bata y cruzó los brazos mientras los ojos azules recorrían su cuerpo. La avergonzaba que la viese así. Cuando volvió a mirar su rostro, sus ojos chispeaban malévolos y una sonrisa sensual curvaba sus labios—. ¿Me estabas esperando? Eso espero, sin duda has captado mi atención —ronroneó como un gato contento.
—¡Típico que pienses algo así! —replicó ella de inmediato. Se sentía incómoda y nerviosa—. Hacía tanto calor que bajé por hielo. No esperaba encontrarme con nadie a estas horas de la noche. ¿Qué hacías afuera?
Jonas se pasó la mano por el cabello, alborotándoselo. Ella tuvo que contener un gemido al comprobar cuánto la atraía.
—Igual que tú, intentaba refrescarme tras una velada más calurosa de lo esperado —contestó él con deje irónico—. Bajé a la piscina cuando se fueron de paseo y me quedé dormido. Estaba probando puertas y ventanas para entrar cuando te vi sobre esas dos sillas, semidesnuda.
—Deberías agradecerme que estuviera aquí; en otro caso habrías pasado la noche fuera —dijo ella con firmeza—. Y lo que llevo puesto es perfectamente respetable —añadió, provocando una carcajada de Pedro.
—Oh, te lo agradezco, no lo dudes, y lo que llevas no tiene nada de malo. Te sienta muy bien, ése es el problema. ¿Cómo diablos voy a poder dormir ahora? —se quejó con un brillo seductor y sardónico en los ojos.
—No deberías decirle esas cosas a una empleada de la familia. No es apropiado —le reprochó ella, aunque había pensado exactamente lo mismo que él.
—Deja caer los brazos, Paula—pidió él, arqueando una ceja con ironía—, y hablaremos de comportamiento apropiado.
Paula enrojeció, segura de que había visto la reacción de sus pezones antes de ocultarlos. Muda, lo contempló ir hacia la mesa y abrir la servilleta de hielo. Agarró un cubito y se lo pasó por la nuca, volviéndose para mirarla.
—¡Lo que has dicho es una grosería! —exclamó ella, intentando sonar indignada. Él se rió.
—Seguro que mi hermano te ha convencido de que soy un sinvergüenza.
—¡No ha hecho nada de eso! —Paula defendió a Federico.
jueves, 22 de febrero de 2018
Desafío: Capítulo 4
—¿Y si no lo consigues?
Pedro esbozó una sonrisa que iluminó su rostro y dejó a Paula sin aliento.
—Entonces las divido en partes susceptibles de ser vendidas a otras empresas.
—Obteniendo grandes beneficios, claro —añadió Federico—. Ya te dije que era asquerosamente rico.
—Hacer dinero es una cosa pero, ¿Y la gente? —inquirió Paula, viendo el fallo—. ¿Los empleados? ¿Qué pasa con ellos si el saneamiento fracasa?
Pedro no pareció molestarse porque le pidiera que justificase sus acciones.
—Continúan en la empresa siempre que es posible. El objetivo es darle la vuelta a la empresa, convertir la mala gestión en buena. Si va bien, todo el mundo gana. Si es necesario dividir, hacemos lo posible por buscar empleo a todo el personal dentro de nuestro grupo. ¿Eso merece tu aprobación, Paula? —preguntó con sorna.
—Por supuesto —Paula asintió con una mueca—. Si he sonado crítica es porque, en tu línea de trabajo, muchos no tienen conciencia —añadió con calma—. Te pido disculpas si he sido grosera.
—No hace falta —curvó los labios y sus ojos chispearon—. Te has limitado a decir lo que muchos otros piensan. Sin embargo, me alegra saber que hay algo de mí que te parece atractivo.
Eso la llevó a mirarlo y entreabrir los labios con sorpresa. Ese reto tan directo, ante toda su familia, la desequilibró; al igual que la diversión que brillaba en sus ojos azules. Paula no solía acobardarse. Tomó aire y se humedeció los labios. Notó que sus ojos seguían el movimiento de su lengua, ya no irónicos, sino ardientes. En cuanto él se dio cuenta de que lo había visto, sonrió, y ella supo que estaba jugando con ella.
—¿Andas a la busca de cumplidos, Pedro? —lo pinchó, burlona.
Se oyeron risas a su alrededor.
—Yo diría que sí —intervino Santiago Carmichael—. ¡Siempre tiene que haber una primera vez!
Todo el mundo empezó a burlarse de él, que se lo tomó con filosofía, una actitud que a ella sí le pareció muy atractiva. Siempre le habían gustado los hombres con sentido del humor y capaces de reírse de sí mismos. Pero eso no cambiaba nada, no estaba interesada en sus juegos. Se recostó en el asiento, distanciándose de las bromas, que siguieron hasta que Pedro cambió de tema.
—¿Cuánta gente vendrá a la barbacoa? —le preguntó a su madre.
No oyó la respuesta, pero aprovechó para reorganizar sus pensamientos. Paula se daba cuenta de que estaba peligrosamente cerca de enredarse en el maremagno del deseo sexual y eso la inquietaba. Desde que había decidido cambiar de vida ningún hombre había hecho mella en su radar. Al principio había estado demasiado afectada por lo ocurrido para sentir, pero después había apagado ese radar a propósito. No quería sentirse atraída por nadie ni encontrar la felicidad en una relación amorosa, porque eso incrementaría su culpabilidad por estar viva. Lo había hecho tan bien que había llegado a creer que sus defensas eran impermeables a todo, hasta momentos después de conocer a Pedro. Él la había llamado en silencio y todo su ser había respondido. La atracción era tan fuerte que tenía el vello erizado. No quería sentir eso, ser tan consciente de él, pero su cuerpo estaba desobedeciendo sus normas. Sólo podía intentar bloquear la reacción en la medida en que pudiera. Una vez concluyera el fin de semana, la atracción se acabaría. Volvió a concentrarse en la conversación a tiempo de oír a Paula anunciar que su marido y ella iban a dar una vuelta alrededor del lago y preguntar si alguien quería acompañarlos.
—Me vendría bien un paseo —dijo ella, aprovechando la oportunidad—. ¿Vienes? —le preguntó a Federico.
—Luciana me dará la lata si no voy —gruñó él, poniéndose en pie.
Su hermana le sacó la lengua. Paula se preparó para oír a Pedro declarar que él también se unía y suspiró con alivio cuando no lo hizo. Sintió que la miraba mientras se alejaban. Hacía más fresco junto al agua. Federico y ella pasearon lado a lado, siguiendo a la otra pareja. En un momento dado, Luciana y su marido desaparecieron tras una curva, dejándolos a solas momentáneamente.
—Aquí se está mucho mejor —afirmó Paula, agradeciendo un respiro del calor y del escrutinio de los intrigantes ojos azules de Pedro.
—Pedro y yo solíamos jugar en el lago de niños. Construimos una balsa y simulábamos ser náufragos. Por supuesto no nos permitieron botarla hasta que supimos nadar, y para entonces él tenía otros intereses —concluyó con retintín.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.
Federico puso los ojos en blanco.
—Para entonces él había descubierto a las chicas. Altas, bajas, rubias y morenas. Todas guapas y locas por ese guapo diablo. No ha tenido que luchar por una mujer en toda su vida. ¡Lo miran y caen en sus brazos! Es demasiado fácil. Nunca se asentará. ¿Por qué iba a hacerlo cuando puede tener a cualquier mujer que desee?
Paula no dudaba que Pedro debía de tener mucho éxito con las mujeres. Se estremeció.
—¡No me extraña que lo llames donjuán!
—No trata mal a las mujeres —rió Federico—. Al contrario, es muy generoso. Pero nunca se entrega personalmente. Es mi hermano y no le deseo ningún mal, pero le vendría bien enamorarse de alguien, para aprender una lección.
—No todo el mundo desea asentarse —aventuró ella, sabiendo que era su caso.
Una vez se había imaginado casada y con hijos, pero ese sueño se había esfumado hacía mucho. Nick se detuvo y se volvió hacia ella.
—Ya lo sé —dijo con frustración—. No se trata de eso. Pedro nació con buena estrella. Todo ha sido fácil para él. Necesita un golpe de realidad; saber que es humano, como el resto de nosotros.
—Quieres decir que necesita sufrir —propuso ella con una leve sonrisa.
Federico hizo una mueca que acentuó su parecido con Pedro.
—Suena horrible, ¿Verdad? Te aseguro que hará falta alguien muy especial para que ocurra.
—Creo que no deberías estar contándome esto —suspiró Paula, incómoda.
Federico movió la cabeza.
—Al contrario, tú eres quien más necesita saberlo —declaró.
Ella lo miró atónita.
—No entiendo por qué —protestó.
—Claro que lo entiendes —Federico chasqueó la lengua, paternal—. Recuerda lo que te he dicho cuando él empiece a presionarte.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, curiosa.
—Paula, eres una belleza rubia de ojos verdes y Pedro no es ciego. Ten cuidado.
Paula se sintió alarmada porque hubiera captado las intenciones de su hermano y agradecida por la advertencia, aunque fuera innecesaria.
Pedro esbozó una sonrisa que iluminó su rostro y dejó a Paula sin aliento.
—Entonces las divido en partes susceptibles de ser vendidas a otras empresas.
—Obteniendo grandes beneficios, claro —añadió Federico—. Ya te dije que era asquerosamente rico.
—Hacer dinero es una cosa pero, ¿Y la gente? —inquirió Paula, viendo el fallo—. ¿Los empleados? ¿Qué pasa con ellos si el saneamiento fracasa?
Pedro no pareció molestarse porque le pidiera que justificase sus acciones.
—Continúan en la empresa siempre que es posible. El objetivo es darle la vuelta a la empresa, convertir la mala gestión en buena. Si va bien, todo el mundo gana. Si es necesario dividir, hacemos lo posible por buscar empleo a todo el personal dentro de nuestro grupo. ¿Eso merece tu aprobación, Paula? —preguntó con sorna.
—Por supuesto —Paula asintió con una mueca—. Si he sonado crítica es porque, en tu línea de trabajo, muchos no tienen conciencia —añadió con calma—. Te pido disculpas si he sido grosera.
—No hace falta —curvó los labios y sus ojos chispearon—. Te has limitado a decir lo que muchos otros piensan. Sin embargo, me alegra saber que hay algo de mí que te parece atractivo.
Eso la llevó a mirarlo y entreabrir los labios con sorpresa. Ese reto tan directo, ante toda su familia, la desequilibró; al igual que la diversión que brillaba en sus ojos azules. Paula no solía acobardarse. Tomó aire y se humedeció los labios. Notó que sus ojos seguían el movimiento de su lengua, ya no irónicos, sino ardientes. En cuanto él se dio cuenta de que lo había visto, sonrió, y ella supo que estaba jugando con ella.
—¿Andas a la busca de cumplidos, Pedro? —lo pinchó, burlona.
Se oyeron risas a su alrededor.
—Yo diría que sí —intervino Santiago Carmichael—. ¡Siempre tiene que haber una primera vez!
Todo el mundo empezó a burlarse de él, que se lo tomó con filosofía, una actitud que a ella sí le pareció muy atractiva. Siempre le habían gustado los hombres con sentido del humor y capaces de reírse de sí mismos. Pero eso no cambiaba nada, no estaba interesada en sus juegos. Se recostó en el asiento, distanciándose de las bromas, que siguieron hasta que Pedro cambió de tema.
—¿Cuánta gente vendrá a la barbacoa? —le preguntó a su madre.
No oyó la respuesta, pero aprovechó para reorganizar sus pensamientos. Paula se daba cuenta de que estaba peligrosamente cerca de enredarse en el maremagno del deseo sexual y eso la inquietaba. Desde que había decidido cambiar de vida ningún hombre había hecho mella en su radar. Al principio había estado demasiado afectada por lo ocurrido para sentir, pero después había apagado ese radar a propósito. No quería sentirse atraída por nadie ni encontrar la felicidad en una relación amorosa, porque eso incrementaría su culpabilidad por estar viva. Lo había hecho tan bien que había llegado a creer que sus defensas eran impermeables a todo, hasta momentos después de conocer a Pedro. Él la había llamado en silencio y todo su ser había respondido. La atracción era tan fuerte que tenía el vello erizado. No quería sentir eso, ser tan consciente de él, pero su cuerpo estaba desobedeciendo sus normas. Sólo podía intentar bloquear la reacción en la medida en que pudiera. Una vez concluyera el fin de semana, la atracción se acabaría. Volvió a concentrarse en la conversación a tiempo de oír a Paula anunciar que su marido y ella iban a dar una vuelta alrededor del lago y preguntar si alguien quería acompañarlos.
—Me vendría bien un paseo —dijo ella, aprovechando la oportunidad—. ¿Vienes? —le preguntó a Federico.
—Luciana me dará la lata si no voy —gruñó él, poniéndose en pie.
Su hermana le sacó la lengua. Paula se preparó para oír a Pedro declarar que él también se unía y suspiró con alivio cuando no lo hizo. Sintió que la miraba mientras se alejaban. Hacía más fresco junto al agua. Federico y ella pasearon lado a lado, siguiendo a la otra pareja. En un momento dado, Luciana y su marido desaparecieron tras una curva, dejándolos a solas momentáneamente.
—Aquí se está mucho mejor —afirmó Paula, agradeciendo un respiro del calor y del escrutinio de los intrigantes ojos azules de Pedro.
—Pedro y yo solíamos jugar en el lago de niños. Construimos una balsa y simulábamos ser náufragos. Por supuesto no nos permitieron botarla hasta que supimos nadar, y para entonces él tenía otros intereses —concluyó con retintín.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula.
Federico puso los ojos en blanco.
—Para entonces él había descubierto a las chicas. Altas, bajas, rubias y morenas. Todas guapas y locas por ese guapo diablo. No ha tenido que luchar por una mujer en toda su vida. ¡Lo miran y caen en sus brazos! Es demasiado fácil. Nunca se asentará. ¿Por qué iba a hacerlo cuando puede tener a cualquier mujer que desee?
Paula no dudaba que Pedro debía de tener mucho éxito con las mujeres. Se estremeció.
—¡No me extraña que lo llames donjuán!
—No trata mal a las mujeres —rió Federico—. Al contrario, es muy generoso. Pero nunca se entrega personalmente. Es mi hermano y no le deseo ningún mal, pero le vendría bien enamorarse de alguien, para aprender una lección.
—No todo el mundo desea asentarse —aventuró ella, sabiendo que era su caso.
Una vez se había imaginado casada y con hijos, pero ese sueño se había esfumado hacía mucho. Nick se detuvo y se volvió hacia ella.
—Ya lo sé —dijo con frustración—. No se trata de eso. Pedro nació con buena estrella. Todo ha sido fácil para él. Necesita un golpe de realidad; saber que es humano, como el resto de nosotros.
—Quieres decir que necesita sufrir —propuso ella con una leve sonrisa.
Federico hizo una mueca que acentuó su parecido con Pedro.
—Suena horrible, ¿Verdad? Te aseguro que hará falta alguien muy especial para que ocurra.
—Creo que no deberías estar contándome esto —suspiró Paula, incómoda.
Federico movió la cabeza.
—Al contrario, tú eres quien más necesita saberlo —declaró.
Ella lo miró atónita.
—No entiendo por qué —protestó.
—Claro que lo entiendes —Federico chasqueó la lengua, paternal—. Recuerda lo que te he dicho cuando él empiece a presionarte.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, curiosa.
—Paula, eres una belleza rubia de ojos verdes y Pedro no es ciego. Ten cuidado.
Paula se sintió alarmada porque hubiera captado las intenciones de su hermano y agradecida por la advertencia, aunque fuera innecesaria.
Desafío: Capítulo 3
Poco después, había un cubierto y un plato de comida listos para él. Aimi descubrió, para su disgusto, que Jonas estaba frente a ella. Era imposible no verlo cuando alzaba la cabeza. Incluso sin levantarla, lo percibía. Su presencia en la habitación era como una corriente de energía. Era imposible ignorarlo. Por suerte, él charlaba con su madre y pudo estudiarlo con libertad. Tenía el pelo negro y la mandíbula fuerte, pero sus labios sugerían sensualidad. Se preguntó cómo sería sentirlos y sintió un delicioso escalofrío. Cerró los ojos e inspiró profundamente. Tenía que controlarse, lo antes posible. Se enorgullecía de su templanza y la necesitaba. No podía permitir que Pedro notase cuánto la afectaba. Por lo que acababa de oír y ver, era obvio que el hombre no necesitaba que lo animasen a la hora de atraer polillas a su luz. Pero iba a descubrir que cierta polilla era invulnerable. Aunque tuviera reputación de derretir a las mujeres, no lo conseguiría con ella. Paula no estaba disponible. Abrió los ojos tras recuperar su fuerza. No era una mujer débil, a merced de sus sentidos, era fuerte. Estaba concentrada en la deliciosa comida de su plato cuando se le erizó el cabello de la nuca. Alzó la vista y comprobó que Pedro la observaba con mirada provocativa. Sus ojos se encontraron un momento, antes de que él sonriera y desviase la mirada. Pero fue suficiente para que a ella se le acelerase el pulso. Se dijo que era por irritación, aunque una vocecita le decía lo contrario. Ese hombre no era ningún tonto y había percibido su reacción inicial al verlo. Aimi no permitiría que volviera a ocurrir. Alzó la cabeza y volvió a interesarse en la conversación general, como antes de la llegada de Jonas. Lo miró una o dos veces y captó una mirada divertida en sus ojos, pero alertada, no reaccionó. Por fin, tras la hora más extraña que Aimi recordaba haber pasado ante una mesa, la cena concluyó.
—Tomemos el café en la terraza —sugirió Ana—. Puede que sople algo de aire fresco. Hace un calor agobiante.
Estaban sufriendo una ola de calor que no parecía dispuesta a terminar. Todos salieron. Simplemente ver el jardín y el lago ornamental resultaba refrescante.
—Debes alegrarte de no estar en la ciudad este fin de semana, Paula—comentó Horacio Alfonso, repartiendo los cafés que servía su esposa.
—¡Oh, sí! —Paula aceptó su taza—. Mi piso tiene aire acondicionado, pero en noches como ésta no sirve de nada. Y trabajar en su despacho será mejor que hacerlo en un archivo polvoriento.
—Pensé que eras la ayudante de mi hermano. ¿Estás pluriempleada como archivista?
La pregunta era de Pedro y Paula tomó aire antes de volverse hacia él. Había cambiado de apariencia desde la cena. Sin chaqueta y corbata, y con la camisa arremangada, tenía un aspecto muy distinto. Daba una impresión mucho más viril y sexy. No la sorprendió sentir que se le secaba la boca. Por suerte, había tomado un sorbo de café para mojarse los labios antes de contestar.
—No estoy pluriempleada. Ayudo a Fede con la investigación para su libro sobre la familia.
—¿Fede? No parece un trato muy profesional —la pinchó Pedro.
Paula sonrió.
—Puede que usted sea un jefe que insiste en el trato formal, señor Alfonso, pero su hermano prefiere un trato más amigable —le contestó con desparpajo.
—Llámame Pedro. Aquí nunca insisto en las formalidades —declaró él. Paula comprendió que no se había hecho ningún favor. Tendría que tutearlo o quedaría como una tonta—. Así que también eres investigadora.
—Y se le da muy bien —alabó Federico—. Lógico, considerando que se licenció en Historia con matrícula de honor.
Pedro inclinó la cabeza hacia Paula, con un gesto que demostró que estaba impresionado.
—Una mujer de muchos talentos. No me extraña que Fede te contratara. Si la historia es tu gran amor, ¿Por qué no trabajas en uno de los museos o instituciones relacionados con eso?
—Por desgracia, esos trabajos no son fáciles de encontrar y, como estoy acostumbrada a comer tres veces al día, tuve que buscar alternativas —contestó ella.
—Una gran pérdida para la historia y una gran suerte para mi hermano —replicó Pedro—. Y para nosotros, por supuesto. O no habríamos contado con el placer de tu compañía este fin de semana.
—Me temo que no me verán mucho. Estoy aquí para trabajar —apuntó Paula, risueña.
—Fede no puede pretender que trabajes mientras los demás nos divertimos —se sorprendió Pedro.
Miró a su hermano con desaprobación.
—Claro que no. Paula sabe perfectamente que espero que ella también se relaje —replicó Federico rápidamente.
Ella contuvo un suspiro exasperado.
—Me ocuparé de que lo haga —los ojos de Pedro chispearon.
—No te molestes —rechazó ella con cortesía.
Le costó mantener la expresión de serenidad.
—No será ninguna molestia. Será un placer.
Ella supo que no podía protestar más, pero se aseguraría de evitarlo en la medida de lo posible. Captó su mirada divertida y se sintió en la obligación de decir algo.
—¿A qué te dedicas, Pedro? —preguntó—. ¿O ya has ganado tanto dinero que no necesitas trabajar? —añadió, refiriéndose al comentario de Federico al presentarlos.
—Compro empresas con problemas e intento sanearlas —contestó él, divertido.
—Tomemos el café en la terraza —sugirió Ana—. Puede que sople algo de aire fresco. Hace un calor agobiante.
Estaban sufriendo una ola de calor que no parecía dispuesta a terminar. Todos salieron. Simplemente ver el jardín y el lago ornamental resultaba refrescante.
—Debes alegrarte de no estar en la ciudad este fin de semana, Paula—comentó Horacio Alfonso, repartiendo los cafés que servía su esposa.
—¡Oh, sí! —Paula aceptó su taza—. Mi piso tiene aire acondicionado, pero en noches como ésta no sirve de nada. Y trabajar en su despacho será mejor que hacerlo en un archivo polvoriento.
—Pensé que eras la ayudante de mi hermano. ¿Estás pluriempleada como archivista?
La pregunta era de Pedro y Paula tomó aire antes de volverse hacia él. Había cambiado de apariencia desde la cena. Sin chaqueta y corbata, y con la camisa arremangada, tenía un aspecto muy distinto. Daba una impresión mucho más viril y sexy. No la sorprendió sentir que se le secaba la boca. Por suerte, había tomado un sorbo de café para mojarse los labios antes de contestar.
—No estoy pluriempleada. Ayudo a Fede con la investigación para su libro sobre la familia.
—¿Fede? No parece un trato muy profesional —la pinchó Pedro.
Paula sonrió.
—Puede que usted sea un jefe que insiste en el trato formal, señor Alfonso, pero su hermano prefiere un trato más amigable —le contestó con desparpajo.
—Llámame Pedro. Aquí nunca insisto en las formalidades —declaró él. Paula comprendió que no se había hecho ningún favor. Tendría que tutearlo o quedaría como una tonta—. Así que también eres investigadora.
—Y se le da muy bien —alabó Federico—. Lógico, considerando que se licenció en Historia con matrícula de honor.
Pedro inclinó la cabeza hacia Paula, con un gesto que demostró que estaba impresionado.
—Una mujer de muchos talentos. No me extraña que Fede te contratara. Si la historia es tu gran amor, ¿Por qué no trabajas en uno de los museos o instituciones relacionados con eso?
—Por desgracia, esos trabajos no son fáciles de encontrar y, como estoy acostumbrada a comer tres veces al día, tuve que buscar alternativas —contestó ella.
—Una gran pérdida para la historia y una gran suerte para mi hermano —replicó Pedro—. Y para nosotros, por supuesto. O no habríamos contado con el placer de tu compañía este fin de semana.
—Me temo que no me verán mucho. Estoy aquí para trabajar —apuntó Paula, risueña.
—Fede no puede pretender que trabajes mientras los demás nos divertimos —se sorprendió Pedro.
Miró a su hermano con desaprobación.
—Claro que no. Paula sabe perfectamente que espero que ella también se relaje —replicó Federico rápidamente.
Ella contuvo un suspiro exasperado.
—Me ocuparé de que lo haga —los ojos de Pedro chispearon.
—No te molestes —rechazó ella con cortesía.
Le costó mantener la expresión de serenidad.
—No será ninguna molestia. Será un placer.
Ella supo que no podía protestar más, pero se aseguraría de evitarlo en la medida de lo posible. Captó su mirada divertida y se sintió en la obligación de decir algo.
—¿A qué te dedicas, Pedro? —preguntó—. ¿O ya has ganado tanto dinero que no necesitas trabajar? —añadió, refiriéndose al comentario de Federico al presentarlos.
—Compro empresas con problemas e intento sanearlas —contestó él, divertido.
Desafío: Capítulo 2
Hasta ese momento. Sin una palabra, él había atravesado sus defensas, haciéndole sentir cosas que no deseaba. No sabía por qué había ocurrido, sólo que debía reparar rápidamente el daño. Se ordenó serenidad y respiró lentamente hasta recuperar el control y poder aparentar calma externa. Sintió una mano en el brazo y dió un bote. Era Federico.
—Ven a saludar a mi hermano, estoy deseando que te conozca —la invitó.
El corazón de Paula se aceleró al pensar en mirar esos asombrosos ojos de nuevo. Pero quería comprobar que no había imaginado lo ocurrido, así que sonrió y se puso en pie. Mientras iba hacia Pedro Alfonso, rodeado por su familia, tuvo la sensación de que iniciaba un camino predestinado. La voz de la cautela le murmuró «No vayas», pero siguió adelante. Alzó los ojos hacia los de él y, de nuevo, el aire pareció cargarse y espesarse.
—Paula, este impresionante tipo es mi hermano Pedro—dijo Federico, sin notar la extraña corriente—. Alto, guapo y asquerosamente rico, también es un poco donjuán, te lo advierto. Esta joven es mi indispensable ayudante, Paula.
—Hola, indispensable Paula de Fede—la sonrisa directa de Pedro mostró sus relucientes dientes blancos mientras le ofrecía la mano—. Encantado de conocerte —dijo con voz de timbre bajo y seductor.
Paula gimió para sí, nerviosa al saber que seguía afectándola la fuerza del carisma de ese hombre, a pesar de haber vuelto a alzar sus defensas. Rezumaba seguridad masculina y atractivo sexual. Titubeó un segundo antes de aceptar su mano y, cuando sintió sus dedos, supo por qué. El contacto creó una oleada de escalofríos que recorrieron su sistema, erizándole el vello.
—Yo también estoy encantada de conocerte —contestó con cortesía, alegrándose de que su voz sonara normal. Liberó su mano y apretó los dedos contra la palma—. Federico habla de tí a menudo —dijo.
Era cierto, aunque nunca había mencionado lo carismático que era su hermano. Probablemente porque él no lo veía así. Serían las mujeres las que captaban eso en él. ¡Algo que ella habría preferido no percibir! Aunque podía admirar el físico de un hombre, intentaba que nunca la afectase. Sin embargo ese día algo iba mal y no le gustaba nada.
—Ah, por eso me han pitado tanto los oídos últimamente —bromeó Pedro con una sonrisa traviesa— ¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Fede? —preguntó, mirando su falda gris y recta, y la blusa blanca que lucía, a pesar del calor.
—Seis meses, más o menos —dijo Federico, sonriendo a Paula—. ¡Todo el mundo debería tener una ayudante tan maravillosa como ella!
—¿Ah, sí? —su hermano miró de uno a otro—. ¿Detecto algo más que una relación de trabajo? —preguntó.
Paula intuyó que quería saber hasta qué punto estaba Federico interesado por ella.
—¡Cielos, no! —Federico se rió y sacudió la cabeza—. ¡Nada de eso! Ella ha puesto orden en el caos de mi vida. ¿Verdad, Paula?
—Hago lo que puedo —aceptó Paula, incómoda, preguntándose si Federico era consciente de que acababa de decirle a su hermano que no estaba vedada.
Por la ironía que veía en los ojos de Pedro, él sí se había percatado, y sabía que Pualatambién.
—¿A qué se debe que te hayas decidido a venir este fin de semana? ¿Te ha dejado alguna mujer? —preguntó Federico con precisión de cirujano.
Paula tuvo que contener una sonrisa.
—Tan delicado como siempre, Fede—Pedro sonrió a Paula—. Sí, inesperadamente, me encontré con un fin de semana libre. ¡Pero creo que no será tan decepcionante como había pensado!
Consciente de lo que estaba sugiriendo, Paula alzó las cejas. Aunque ya no jugara, no había olvidado las reglas del juego.
—¡Seguro que sí lo será! —afirmó ella.
—¿Eso crees? —él ladeó la cabeza—. Suelo encontrar algo con lo que divertirme.
—¡Típico de Pepe! —rezongó Federico— ¿No crees que ya es hora de madurar? Tienes treinta y cuatro años. Deberías de estar pensando en asentarte y formar una familia.
—Eso te lo dejo a tí. Yo soy feliz con mi vida.
—Yo por lo menos busco a alguien. Tú sólo vas con bellezas de cabeza hueca. ¿Qué diablos ves en ellas? ¡Ni siquiera pueden entablar una conversación inteligente! —insistió Federico.
—¡Avergüénzate, Fede! —interrumpió su hermana—. Pepe puede salir con el tipo de mujer que prefiera. El que quiera probar a toda la población femenina no implica que no vaya a asentarse eventualmente. Lo hará cuando esté listo.
—Gracias por hacerme quedar como un donjuán sin corazón, Luciana—Pedro suspiró ante la crítica de la persona que le era más querida y cercana.
—Claro que tienes corazón, pero eres un donjuán —Luciana besó su mejilla—. Te quiero, Pepe, pero debes admitir que tu actitud hacia las mujeres es deplorable. ¡Necesitarías enamorarte de una mujer que no te quiera, para variar!
—¡Esa es mi chica! —exclamó Pedro, seco—. No esperaría menos de quien intervino en una pelea para rescatar a su hermanito pequeño.
—¡Oh, sí, me rescató! —dijo Federico con pesar—. ¡Y después me pegó por meterme en la pelea!
Todos se rieron con eso. Paula se alegró de haber dejado de ser el centro de atención.
—Vamos. Sentémonos antes de que se enfríe la cena —ordenó Ana—. Pepe, siéntate junto a Luciana. Quiero saber qué has hecho últimamente.
—Ven a saludar a mi hermano, estoy deseando que te conozca —la invitó.
El corazón de Paula se aceleró al pensar en mirar esos asombrosos ojos de nuevo. Pero quería comprobar que no había imaginado lo ocurrido, así que sonrió y se puso en pie. Mientras iba hacia Pedro Alfonso, rodeado por su familia, tuvo la sensación de que iniciaba un camino predestinado. La voz de la cautela le murmuró «No vayas», pero siguió adelante. Alzó los ojos hacia los de él y, de nuevo, el aire pareció cargarse y espesarse.
—Paula, este impresionante tipo es mi hermano Pedro—dijo Federico, sin notar la extraña corriente—. Alto, guapo y asquerosamente rico, también es un poco donjuán, te lo advierto. Esta joven es mi indispensable ayudante, Paula.
—Hola, indispensable Paula de Fede—la sonrisa directa de Pedro mostró sus relucientes dientes blancos mientras le ofrecía la mano—. Encantado de conocerte —dijo con voz de timbre bajo y seductor.
Paula gimió para sí, nerviosa al saber que seguía afectándola la fuerza del carisma de ese hombre, a pesar de haber vuelto a alzar sus defensas. Rezumaba seguridad masculina y atractivo sexual. Titubeó un segundo antes de aceptar su mano y, cuando sintió sus dedos, supo por qué. El contacto creó una oleada de escalofríos que recorrieron su sistema, erizándole el vello.
—Yo también estoy encantada de conocerte —contestó con cortesía, alegrándose de que su voz sonara normal. Liberó su mano y apretó los dedos contra la palma—. Federico habla de tí a menudo —dijo.
Era cierto, aunque nunca había mencionado lo carismático que era su hermano. Probablemente porque él no lo veía así. Serían las mujeres las que captaban eso en él. ¡Algo que ella habría preferido no percibir! Aunque podía admirar el físico de un hombre, intentaba que nunca la afectase. Sin embargo ese día algo iba mal y no le gustaba nada.
—Ah, por eso me han pitado tanto los oídos últimamente —bromeó Pedro con una sonrisa traviesa— ¿Cuánto tiempo hace que trabajas para Fede? —preguntó, mirando su falda gris y recta, y la blusa blanca que lucía, a pesar del calor.
—Seis meses, más o menos —dijo Federico, sonriendo a Paula—. ¡Todo el mundo debería tener una ayudante tan maravillosa como ella!
—¿Ah, sí? —su hermano miró de uno a otro—. ¿Detecto algo más que una relación de trabajo? —preguntó.
Paula intuyó que quería saber hasta qué punto estaba Federico interesado por ella.
—¡Cielos, no! —Federico se rió y sacudió la cabeza—. ¡Nada de eso! Ella ha puesto orden en el caos de mi vida. ¿Verdad, Paula?
—Hago lo que puedo —aceptó Paula, incómoda, preguntándose si Federico era consciente de que acababa de decirle a su hermano que no estaba vedada.
Por la ironía que veía en los ojos de Pedro, él sí se había percatado, y sabía que Pualatambién.
—¿A qué se debe que te hayas decidido a venir este fin de semana? ¿Te ha dejado alguna mujer? —preguntó Federico con precisión de cirujano.
Paula tuvo que contener una sonrisa.
—Tan delicado como siempre, Fede—Pedro sonrió a Paula—. Sí, inesperadamente, me encontré con un fin de semana libre. ¡Pero creo que no será tan decepcionante como había pensado!
Consciente de lo que estaba sugiriendo, Paula alzó las cejas. Aunque ya no jugara, no había olvidado las reglas del juego.
—¡Seguro que sí lo será! —afirmó ella.
—¿Eso crees? —él ladeó la cabeza—. Suelo encontrar algo con lo que divertirme.
—¡Típico de Pepe! —rezongó Federico— ¿No crees que ya es hora de madurar? Tienes treinta y cuatro años. Deberías de estar pensando en asentarte y formar una familia.
—Eso te lo dejo a tí. Yo soy feliz con mi vida.
—Yo por lo menos busco a alguien. Tú sólo vas con bellezas de cabeza hueca. ¿Qué diablos ves en ellas? ¡Ni siquiera pueden entablar una conversación inteligente! —insistió Federico.
—¡Avergüénzate, Fede! —interrumpió su hermana—. Pepe puede salir con el tipo de mujer que prefiera. El que quiera probar a toda la población femenina no implica que no vaya a asentarse eventualmente. Lo hará cuando esté listo.
—Gracias por hacerme quedar como un donjuán sin corazón, Luciana—Pedro suspiró ante la crítica de la persona que le era más querida y cercana.
—Claro que tienes corazón, pero eres un donjuán —Luciana besó su mejilla—. Te quiero, Pepe, pero debes admitir que tu actitud hacia las mujeres es deplorable. ¡Necesitarías enamorarte de una mujer que no te quiera, para variar!
—¡Esa es mi chica! —exclamó Pedro, seco—. No esperaría menos de quien intervino en una pelea para rescatar a su hermanito pequeño.
—¡Oh, sí, me rescató! —dijo Federico con pesar—. ¡Y después me pegó por meterme en la pelea!
Todos se rieron con eso. Paula se alegró de haber dejado de ser el centro de atención.
—Vamos. Sentémonos antes de que se enfríe la cena —ordenó Ana—. Pepe, siéntate junto a Luciana. Quiero saber qué has hecho últimamente.
Desafío: Capítulo 1
A veces el mundo podía cambiar en un instante. Todo iba como uno lo había planeado y, de pronto, se convertía en un lugar casi irreconocible. Eso fue lo que le ocurrió a Paula Chaves aquella calurosa tarde de verano, por segunda vez en su vida. Justo antes de que se produjera ese segundo cataclismo, estaba sentada a la mesa en el comedor de Horacio y Ana Alfonso, disfrutando de la conversación. A su lado estaba el hijo de ambos, Federico, un hombre cálido y amable y reputado cirujano, como su padre y su abuelo. Enfrente estaban la hermana de Federico, Luciana, y su esposo, Santiago Carmichael.
Seis meses antes Federico había contratado a Paula para que organizase su caótica vida. Además de operar, daba conferencias, aparecía como invitado en todo tipo de eventos mediáticos y había empezado a recopilar la historia de su familia. Ella trabajaba en el despacho de casa de Federico, pero no vivía allí. Nunca permitía que su trabajo y su vida privada se mezclaran. Apenas salía, por elección. Su vida había cambiado dramáticamente nueve años antes y había dejado atrás el torbellino social de aquella época. El remordimiento había conferido sobriedad a la adolescente rebelde, que se había jurado convertirse en una persona de quien pudiera sentirse orgullosa. Se había entregado por completo a estudiar Historia en la universidad. Al no conseguir un trabajo relacionado con su especialidad, se había convertido en secretaria ejecutiva y trabajaba para una agencia de empleo temporal desde entonces. Trabajar para Federico le había permitido utilizar su base histórica para ayudarlo en su investigación. Por fin había encontrado un nicho profesional que la satisfacía. Si sus antiguos amigos la hubieran visto, no la habrían reconocido. Ya no utilizaba maquillaje, llevaba la melena rubia recogida en la nuca y prefería los trajes ejecutivos y la ropa casual a los últimos gritos de la moda. En la universidad incluso había utilizado gafas, que no necesitaba, para mantener a los chicos a distancia. Estaba allí para estudiar. Sus tiempos de juego habían llegado a su fin tras una tragedia que nunca olvidaría. Quería ser invisible y que la dejaran en paz. Le resultaba extraño recordar cuánto había flirteado con el sexo opuesto en otros tiempos. Había heredado la belleza de su madre, Alejandra Schulz, actriz, y no tenía problemas para atraer a los hombres. Había disfrutado con su compañía, pero nunca había tenido una relación seria. Su vida se centraba en pasarlo bien, pero después de lo ocurrido en Austria, eso había terminado. Desde entonces se había esforzado por demostrar su valía. Su vida era tal y como la quería. Estaba allí en su función de ayudante de Federico, pero sus padres la habían recibido en la casa de campo como a una amiga. El plan era que examinara los libros y documentos de la biblioteca en busca de material para el libro que pretendía escribir él. Pero toda la familia de Federico iba a reunirse para celebrar una barbacoa al día siguiente y él había insistido en que se uniera a la fiesta. Sentada a la mesa, escuchando las conversaciones, se alegraba de haber ido. Así se relacionaba la gente normal, y a Paula le sirvió para despreciar aún más la época en la que había creído que ir de compras y a fiestas glamorosas en las que el alcohol fluía como agua y todo eran risas y música, era la única forma de vivir.
Esa Paula se habría aburrido mortalmente allí; la Paula del presente lamentaba no haber madurado antes. Pero lo había hecho tarde y no había vuelta atrás. Justo antes de que su mundo volviera a tambalearse sobre su eje, todos reían por algo que había dicho Luciana. A Paula se le saltaban las lágrimas de la risa. Estaba secándose los ojos con la servilleta cuando sonó el timbre.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Ana, mirando a la congregación.
—¿Esperas a alguien, mamá? —preguntó Luciana.
Su madre negó con la cabeza. Un momento después oyeron pasos y todos alzaron la vista, expectantes. La puerta se abrió y entró un hombre moreno y sonriente.
—¡Espero que me hayan dejado algo, tragones! —exclamó risueño.
Se oyeron grititos deleitados.
—¡Pedro!
Toda la familia se puso en pie. Paula giró en el asiento para ver al recién llegado. Por supuesto, había oído hablar de Pedro Alfonso, el primogénito, un empresario de éxito que vivía como la jet-set, viajando por todo el mundo. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos, a veces por sus negocios, pero más a menudo por su última conquista femenina. Nadie había esperado que pudiera asistir a la reunión familiar; de ahí el entusiasmo generalizado. Ella se sorprendió por su inesperada reacción al verlo. En cuanto puso los ojos en él, algo se removió en su interior. Todos sus sentidos se pusieron en alerta, como si reconocieran y respondieran a algo que había en él. Su risa mientras saludaba a todos le provocó escalofríos y el brillo de sus ojos azules la dejó sin aire. A pesar de su alocada juventud, Paula no había sentido una reacción física tan desmedida en sus veintisiete años de vida. Notó la sangre fluir desbocada por sus venas y su sonrisa se apagó. Fue entonces cuando Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Captó el momento en que él se quedó paralizado. Algo elemental surcó el aire entre ellos, deteniéndose cuando su hermana reclamó su atención, pero no antes de que Aimi viera el brillo depredador de sus ojos. Atónita e incrédula, ella se dió la vuelta, apretándose el estómago con una mano. Ella se preguntó qué había ocurrido, aunque lo sabía muy bien. Acababa de experimentar la dentellada de una intensa atracción sexual y todo su cuerpo se estremecía en consecuencia. Era lo último que había esperado, porque se había esforzado mucho para controlar la parte extrovertida y atractiva de su naturaleza y convertirse en la antítesis de lo que había sido. Había eliminado las relaciones románticas de su vida; ningún hombre había roto su control.
Seis meses antes Federico había contratado a Paula para que organizase su caótica vida. Además de operar, daba conferencias, aparecía como invitado en todo tipo de eventos mediáticos y había empezado a recopilar la historia de su familia. Ella trabajaba en el despacho de casa de Federico, pero no vivía allí. Nunca permitía que su trabajo y su vida privada se mezclaran. Apenas salía, por elección. Su vida había cambiado dramáticamente nueve años antes y había dejado atrás el torbellino social de aquella época. El remordimiento había conferido sobriedad a la adolescente rebelde, que se había jurado convertirse en una persona de quien pudiera sentirse orgullosa. Se había entregado por completo a estudiar Historia en la universidad. Al no conseguir un trabajo relacionado con su especialidad, se había convertido en secretaria ejecutiva y trabajaba para una agencia de empleo temporal desde entonces. Trabajar para Federico le había permitido utilizar su base histórica para ayudarlo en su investigación. Por fin había encontrado un nicho profesional que la satisfacía. Si sus antiguos amigos la hubieran visto, no la habrían reconocido. Ya no utilizaba maquillaje, llevaba la melena rubia recogida en la nuca y prefería los trajes ejecutivos y la ropa casual a los últimos gritos de la moda. En la universidad incluso había utilizado gafas, que no necesitaba, para mantener a los chicos a distancia. Estaba allí para estudiar. Sus tiempos de juego habían llegado a su fin tras una tragedia que nunca olvidaría. Quería ser invisible y que la dejaran en paz. Le resultaba extraño recordar cuánto había flirteado con el sexo opuesto en otros tiempos. Había heredado la belleza de su madre, Alejandra Schulz, actriz, y no tenía problemas para atraer a los hombres. Había disfrutado con su compañía, pero nunca había tenido una relación seria. Su vida se centraba en pasarlo bien, pero después de lo ocurrido en Austria, eso había terminado. Desde entonces se había esforzado por demostrar su valía. Su vida era tal y como la quería. Estaba allí en su función de ayudante de Federico, pero sus padres la habían recibido en la casa de campo como a una amiga. El plan era que examinara los libros y documentos de la biblioteca en busca de material para el libro que pretendía escribir él. Pero toda la familia de Federico iba a reunirse para celebrar una barbacoa al día siguiente y él había insistido en que se uniera a la fiesta. Sentada a la mesa, escuchando las conversaciones, se alegraba de haber ido. Así se relacionaba la gente normal, y a Paula le sirvió para despreciar aún más la época en la que había creído que ir de compras y a fiestas glamorosas en las que el alcohol fluía como agua y todo eran risas y música, era la única forma de vivir.
Esa Paula se habría aburrido mortalmente allí; la Paula del presente lamentaba no haber madurado antes. Pero lo había hecho tarde y no había vuelta atrás. Justo antes de que su mundo volviera a tambalearse sobre su eje, todos reían por algo que había dicho Luciana. A Paula se le saltaban las lágrimas de la risa. Estaba secándose los ojos con la servilleta cuando sonó el timbre.
—¿Quién podrá ser? —preguntó Ana, mirando a la congregación.
—¿Esperas a alguien, mamá? —preguntó Luciana.
Su madre negó con la cabeza. Un momento después oyeron pasos y todos alzaron la vista, expectantes. La puerta se abrió y entró un hombre moreno y sonriente.
—¡Espero que me hayan dejado algo, tragones! —exclamó risueño.
Se oyeron grititos deleitados.
—¡Pedro!
Toda la familia se puso en pie. Paula giró en el asiento para ver al recién llegado. Por supuesto, había oído hablar de Pedro Alfonso, el primogénito, un empresario de éxito que vivía como la jet-set, viajando por todo el mundo. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos, a veces por sus negocios, pero más a menudo por su última conquista femenina. Nadie había esperado que pudiera asistir a la reunión familiar; de ahí el entusiasmo generalizado. Ella se sorprendió por su inesperada reacción al verlo. En cuanto puso los ojos en él, algo se removió en su interior. Todos sus sentidos se pusieron en alerta, como si reconocieran y respondieran a algo que había en él. Su risa mientras saludaba a todos le provocó escalofríos y el brillo de sus ojos azules la dejó sin aire. A pesar de su alocada juventud, Paula no había sentido una reacción física tan desmedida en sus veintisiete años de vida. Notó la sangre fluir desbocada por sus venas y su sonrisa se apagó. Fue entonces cuando Pedro la miró y sus ojos se encontraron. Captó el momento en que él se quedó paralizado. Algo elemental surcó el aire entre ellos, deteniéndose cuando su hermana reclamó su atención, pero no antes de que Aimi viera el brillo depredador de sus ojos. Atónita e incrédula, ella se dió la vuelta, apretándose el estómago con una mano. Ella se preguntó qué había ocurrido, aunque lo sabía muy bien. Acababa de experimentar la dentellada de una intensa atracción sexual y todo su cuerpo se estremecía en consecuencia. Era lo último que había esperado, porque se había esforzado mucho para controlar la parte extrovertida y atractiva de su naturaleza y convertirse en la antítesis de lo que había sido. Había eliminado las relaciones románticas de su vida; ningún hombre había roto su control.
Desafío: Sinopsis
¡De señorita correcta y formal… a novia de un donjuán!
Paula Chaves ha decidido dejar su pasado atrás. Pero un hombre parece empeñado en derrumbar sus defensas. Aimi tiene que resistirse. Debe hacerlo por el bien de su reputación.
Pedro Alfonso, rico hombre de negocios, sabe que, bajo su apariencia remilgada, Paula es una mujer apasionada. Mientras se rinde a él, Pedro va descubriendo los oscuros secretos que la volvieron tan desafiante…
Paula Chaves ha decidido dejar su pasado atrás. Pero un hombre parece empeñado en derrumbar sus defensas. Aimi tiene que resistirse. Debe hacerlo por el bien de su reputación.
Pedro Alfonso, rico hombre de negocios, sabe que, bajo su apariencia remilgada, Paula es una mujer apasionada. Mientras se rinde a él, Pedro va descubriendo los oscuros secretos que la volvieron tan desafiante…
martes, 20 de febrero de 2018
Eres Mía: Capítulo 42
—¿Que me amas? —tanteó.
—¿No es obvio? —le apretó la mano.
—De acuerdo, tal vez he sido espesa —reconoció ella—. ¿Me perdonas?
—Claro que te perdono si buscas ser perdonada. Oh, y no olvides que creí en nuestro bebé sin solicitar pruebas científicas —esbozó una leve sonrisa.
Paula también sonrió.
—Decididamente eso fue un acto de amor —Pedro siempre había requerido pruebas científicas para creer en algo—. Debí darme cuenta —entonces su cuerpo se sacudió— ¡Ay!
—¿Estás bien? —de inmediato se puso de pie.
—Sí, y también el bebé —le tomó la mano y la apoyó sobre su vientre—. El bebé se movió. Siéntelo.
—Eh, aún no es tu momento —reprendió Pedro—. Deja de patalear y dale un respiro a tu madre... necesita descansar.
Y a Paula empezaron a cerrársele los ojos.Cuando despertó, Pedro se hallaba dormido en el sillón junto a la cama.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
—Lista para irme a casa —le sonrió.
—El médico vino antes y te van a dar el alta. Tu tensión ha vuelto a la normalidad. Todo parece bien... igual que el bebé —añadió.
—Entonces, ¿Por qué sigues con cara de preocupación?
—No tiene nada que ver con el bebé, pero en las últimas horas han pasado muchas cosas.
—¿Mi padre? —Pedro asintió—. Cuéntame... necesito saberlo.
—Anoche Fernando se entregó al FBI. Tenía la idea descabellada de que podrían concederle inmunidad si delataba a tu padre. Cuando las autoridades llegaron a su ático, se había ido.
—Bromeas —susurró Paula, cubriéndose la boca con la mano.
—No. Al parecer, la casa parecía haber sido registrada de arriba abajo. Faltaban piezas... pequeñas pero muy valiosas, según lo que Fernando le contó a los federales... y los lienzos habían sido sacados de los marcos. La caja fuerte estaba abierta y no encontraron por ninguna parte el pasaporte de tu padre. Ha escapado. Después de verlo anoche, él sabía que irías a la policía. Finalmente se le agotó el tiempo. Probablemente empezó a idear un plan de escape desde el momento en que regresaste a casa.
Pedro continuó.
—Eso no es todo. Fernando le contó a las autoridades que tu padre organizó la muerte de un taxista de Bagdad y de la pobre Anita y luego hizo que quemaran los cuerpos en mi coche de alquiler para escenificar mi muerte. De modo que los cargos van aumentando. Desde luego, el FBI cree que Fernando desempeñó un papel mucho más activo que él que él reconoce.
—No puedo creerlo —Paula movió la cabeza—. Mi mejor amigo y mi padre. ¿Cómo voy a poder volver a confiar en mi propia capacidad de juicio?
—Te casaste conmigo —señaló Pedro—. Ahí no te equivocaste.
—Tú eres diferente... tienes integridad. Hasta mi padre lo reconoció.
Pedro se sentó en el borde de la cama.
—Reconozco que siento cierta ambivalencia. Tu padre es lo bastante inteligente como para ir a un país que no tenga tratado de extradición con los Estados Unidos. Y así como creo que debería ser encarcelado por lo que me hizo y por el saqueo de inestimables piezas de museo, no puedo olvidar que siempre será tu padre.
Paula le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
—Gracias.
Él inclinó la cabeza para besarla.
Una semana más tarde, Paula se detuvo en el umbral de su nuevo y más espacioso despacho. Había sido nombrada conservadora en funciones del museo después de que Ariel Daley hubiera dimitido. Pedro estaba sentado en el sillón detrás del escritorio.
—¿Qué haces aquí?
—Esperarte. Iba a llevarte a cenar a Fives para celebrarlo, pero ya no quedaban mesas libres —empujó el sillón y se incorporó, poniéndose la chaqueta—. ¿Tienes hambre?
—Me muero de hambre —reconoció—. Después de todo, somos dos para alimentar.
—Entonces, vayamos a buscar algo para que coman los dos —la tomó de la mano.
Se decantaron por unos perritos calientes en un puesto en una esquina cerca de Central Park.
—Demos un paseo por el parque —dijo Pedro.
Comieron mientras caminaban y al terminar se tomaron de la mano.No les sorprendió terminar en el roble donde Pedro se había declarado.
—Te amo, Pau. ¿Quieres casarte conmigo?
Con el corazón derretido, lo miró fijamente.
—Ya estamos casados.
—Pensé que tal vez podríamos renovar nuestros votos. ¿Qué dices?
—Sí —respondió sin titubear.
Pedro buscó en el bolsillo de la chaqueta antes de inclinarse para besarla. Luego se irguió.
—Dame tu mano.
Le había comprado otro anillo. El metal se deslizó por su dedo, encajando a la perfección. Bajó la vista y se quedó de piedra.Tres alianzas entrelazadas de oro brillaban en su dedo.
—¡Pedro!
—Fui a comprobarlo con la seguridad del museo...—... ellos no lo tenían. Lo sé porque fue el primer lugar al que me dirigí. ¿Dónde lo encontraste?
—Una mujer japonesa lo entregó en la comisaría más próxima al museo —le sonrió—. Menos mal que se me ocurrió preguntarlo.
—Estaré siempre en deuda con ella —se pasó una mano por el estómago—. Es de nuestra familia.
—Nuestra familia —convino él, apoyando los brazos sobre los hombros de Paula—. Tú, el bebé y yo.
FIN
—¿No es obvio? —le apretó la mano.
—De acuerdo, tal vez he sido espesa —reconoció ella—. ¿Me perdonas?
—Claro que te perdono si buscas ser perdonada. Oh, y no olvides que creí en nuestro bebé sin solicitar pruebas científicas —esbozó una leve sonrisa.
Paula también sonrió.
—Decididamente eso fue un acto de amor —Pedro siempre había requerido pruebas científicas para creer en algo—. Debí darme cuenta —entonces su cuerpo se sacudió— ¡Ay!
—¿Estás bien? —de inmediato se puso de pie.
—Sí, y también el bebé —le tomó la mano y la apoyó sobre su vientre—. El bebé se movió. Siéntelo.
—Eh, aún no es tu momento —reprendió Pedro—. Deja de patalear y dale un respiro a tu madre... necesita descansar.
Y a Paula empezaron a cerrársele los ojos.Cuando despertó, Pedro se hallaba dormido en el sillón junto a la cama.
—¿Cómo te encuentras, cariño?
—Lista para irme a casa —le sonrió.
—El médico vino antes y te van a dar el alta. Tu tensión ha vuelto a la normalidad. Todo parece bien... igual que el bebé —añadió.
—Entonces, ¿Por qué sigues con cara de preocupación?
—No tiene nada que ver con el bebé, pero en las últimas horas han pasado muchas cosas.
—¿Mi padre? —Pedro asintió—. Cuéntame... necesito saberlo.
—Anoche Fernando se entregó al FBI. Tenía la idea descabellada de que podrían concederle inmunidad si delataba a tu padre. Cuando las autoridades llegaron a su ático, se había ido.
—Bromeas —susurró Paula, cubriéndose la boca con la mano.
—No. Al parecer, la casa parecía haber sido registrada de arriba abajo. Faltaban piezas... pequeñas pero muy valiosas, según lo que Fernando le contó a los federales... y los lienzos habían sido sacados de los marcos. La caja fuerte estaba abierta y no encontraron por ninguna parte el pasaporte de tu padre. Ha escapado. Después de verlo anoche, él sabía que irías a la policía. Finalmente se le agotó el tiempo. Probablemente empezó a idear un plan de escape desde el momento en que regresaste a casa.
Pedro continuó.
—Eso no es todo. Fernando le contó a las autoridades que tu padre organizó la muerte de un taxista de Bagdad y de la pobre Anita y luego hizo que quemaran los cuerpos en mi coche de alquiler para escenificar mi muerte. De modo que los cargos van aumentando. Desde luego, el FBI cree que Fernando desempeñó un papel mucho más activo que él que él reconoce.
—No puedo creerlo —Paula movió la cabeza—. Mi mejor amigo y mi padre. ¿Cómo voy a poder volver a confiar en mi propia capacidad de juicio?
—Te casaste conmigo —señaló Pedro—. Ahí no te equivocaste.
—Tú eres diferente... tienes integridad. Hasta mi padre lo reconoció.
Pedro se sentó en el borde de la cama.
—Reconozco que siento cierta ambivalencia. Tu padre es lo bastante inteligente como para ir a un país que no tenga tratado de extradición con los Estados Unidos. Y así como creo que debería ser encarcelado por lo que me hizo y por el saqueo de inestimables piezas de museo, no puedo olvidar que siempre será tu padre.
Paula le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
—Gracias.
Él inclinó la cabeza para besarla.
Una semana más tarde, Paula se detuvo en el umbral de su nuevo y más espacioso despacho. Había sido nombrada conservadora en funciones del museo después de que Ariel Daley hubiera dimitido. Pedro estaba sentado en el sillón detrás del escritorio.
—¿Qué haces aquí?
—Esperarte. Iba a llevarte a cenar a Fives para celebrarlo, pero ya no quedaban mesas libres —empujó el sillón y se incorporó, poniéndose la chaqueta—. ¿Tienes hambre?
—Me muero de hambre —reconoció—. Después de todo, somos dos para alimentar.
—Entonces, vayamos a buscar algo para que coman los dos —la tomó de la mano.
Se decantaron por unos perritos calientes en un puesto en una esquina cerca de Central Park.
—Demos un paseo por el parque —dijo Pedro.
Comieron mientras caminaban y al terminar se tomaron de la mano.No les sorprendió terminar en el roble donde Pedro se había declarado.
—Te amo, Pau. ¿Quieres casarte conmigo?
Con el corazón derretido, lo miró fijamente.
—Ya estamos casados.
—Pensé que tal vez podríamos renovar nuestros votos. ¿Qué dices?
—Sí —respondió sin titubear.
Pedro buscó en el bolsillo de la chaqueta antes de inclinarse para besarla. Luego se irguió.
—Dame tu mano.
Le había comprado otro anillo. El metal se deslizó por su dedo, encajando a la perfección. Bajó la vista y se quedó de piedra.Tres alianzas entrelazadas de oro brillaban en su dedo.
—¡Pedro!
—Fui a comprobarlo con la seguridad del museo...—... ellos no lo tenían. Lo sé porque fue el primer lugar al que me dirigí. ¿Dónde lo encontraste?
—Una mujer japonesa lo entregó en la comisaría más próxima al museo —le sonrió—. Menos mal que se me ocurrió preguntarlo.
—Estaré siempre en deuda con ella —se pasó una mano por el estómago—. Es de nuestra familia.
—Nuestra familia —convino él, apoyando los brazos sobre los hombros de Paula—. Tú, el bebé y yo.
FIN
Eres Mía: Capítulo 41
Le dió un beso en el cabello a Paula.
—Cariño, sabes que voy a tener que llamar a las autoridades, ¿Verdad?
Ella guardó silencio durante largos segundos. Luego giró la cabeza y pedrosupo que su corazón estaba á punto de romperse.
—Pedro, siento tanto haber dudado de tí. Pensé... pensé que entre papá y tú solo era un choque de dos personalidades fuertes. No ví lo que estaba pasando... cuánto te despreciaba.
—Representaba una amenaza para él.
—Es lo que él mismo dijo. ¿Podrás perdonarme algún día?
Sintió los primeros rayos de esperanza. Pero antes de poder contestarle, la cara de ella se desencajó y se llevó la mano al costado.
—Pedro.
El dolor. Ella se dobló sobre su regazo. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil.
—¿Leonardo? ¿Samuel se ha ido a casa? —escuchó—. Necesito que traigas el Lincoln a la entrada. Vamos al hospital.
Paula giró la cabeza sobre la almohada cuando Pedro entró. Nunca lo había visto tan pálido.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó él con suavidad.
—Mucho mejor ahora que sé que el dolor agudo en mis costados se debía a un ligamento en vez de a algo más grave. Y el bebé también está bien.
—Pero necesitas descansar. Tu tensión arterial es más alta que lo que debería, por eso te ingresaron. Aunque el equipo médico me ha informado de que ya ha empezado a mejorar —acercó una silla, se dejó caer a su lado y se cubrió la cara con las manos.
Paula le tocó la mejilla y de inmediato la tensión de sus facciones se suavizó. Eso hizo que ella pensara en lo que más le exacerbaba la tensión en ese momento.
—¿Sabes algo de mi padre? —preguntó con cierta vacilación.
—Paula... —apoyó la mano sobre la de ella—. El FBI va a arrestarlo —ella cerró los ojos. Cuando los abrió, él la miraba con intensidad—. Voy a estar a tu lado... pase lo que pase. No lo olvides.
Lo que decía Pedro tenía sentido. Sus prioridades eran el bebé y su marido. Su padre había tomado unas decisiones con cuyas consecuencias tendría que cargar por el daño que le había hecho a Pedro.
—Siempre estaré agradecida por la fortaleza que tuviste para volver a casa conmigo.
—Hay que agradecérselo al amor —indicó él.
Paula se quedó boquiabierta.
—¿A-amor? —tartamudeó.
—¡Oh, Pau! —no pudo contener una risita—. Quizá no se me den bien las palabras, pero ya te he dicho que siempre has sido únicamente tú. ¿Qué más necesitas que te diga?
—Cariño, sabes que voy a tener que llamar a las autoridades, ¿Verdad?
Ella guardó silencio durante largos segundos. Luego giró la cabeza y pedrosupo que su corazón estaba á punto de romperse.
—Pedro, siento tanto haber dudado de tí. Pensé... pensé que entre papá y tú solo era un choque de dos personalidades fuertes. No ví lo que estaba pasando... cuánto te despreciaba.
—Representaba una amenaza para él.
—Es lo que él mismo dijo. ¿Podrás perdonarme algún día?
Sintió los primeros rayos de esperanza. Pero antes de poder contestarle, la cara de ella se desencajó y se llevó la mano al costado.
—Pedro.
El dolor. Ella se dobló sobre su regazo. Metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil.
—¿Leonardo? ¿Samuel se ha ido a casa? —escuchó—. Necesito que traigas el Lincoln a la entrada. Vamos al hospital.
Paula giró la cabeza sobre la almohada cuando Pedro entró. Nunca lo había visto tan pálido.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó él con suavidad.
—Mucho mejor ahora que sé que el dolor agudo en mis costados se debía a un ligamento en vez de a algo más grave. Y el bebé también está bien.
—Pero necesitas descansar. Tu tensión arterial es más alta que lo que debería, por eso te ingresaron. Aunque el equipo médico me ha informado de que ya ha empezado a mejorar —acercó una silla, se dejó caer a su lado y se cubrió la cara con las manos.
Paula le tocó la mejilla y de inmediato la tensión de sus facciones se suavizó. Eso hizo que ella pensara en lo que más le exacerbaba la tensión en ese momento.
—¿Sabes algo de mi padre? —preguntó con cierta vacilación.
—Paula... —apoyó la mano sobre la de ella—. El FBI va a arrestarlo —ella cerró los ojos. Cuando los abrió, él la miraba con intensidad—. Voy a estar a tu lado... pase lo que pase. No lo olvides.
Lo que decía Pedro tenía sentido. Sus prioridades eran el bebé y su marido. Su padre había tomado unas decisiones con cuyas consecuencias tendría que cargar por el daño que le había hecho a Pedro.
—Siempre estaré agradecida por la fortaleza que tuviste para volver a casa conmigo.
—Hay que agradecérselo al amor —indicó él.
Paula se quedó boquiabierta.
—¿A-amor? —tartamudeó.
—¡Oh, Pau! —no pudo contener una risita—. Quizá no se me den bien las palabras, pero ya te he dicho que siempre has sido únicamente tú. ¿Qué más necesitas que te diga?
Eres Mía: Capítulo 40
Miguel Chaves se alejó y se detuvo ante un pedestal con un bronce antiguo. Paula ni siquiera quiso pensar en la procedencia que también podía tener esa pieza.
—En cuanto conocí a ese hombre supe que llegaría este día —tocó el bronce—. Y cuando tu marido regresó, intenté ganar tiempo. Traté de convencer a Ariel de que no exhibiera la pieza... le dije que deberíamos esperar hasta que el museo pudiera exponer todos los artículos juntos. Pero no quiso... y yo no pude revelarle la razón.
—¿O sea que Ariel no formó parte de la trama?
—Ariel autorizaba todas las adquisiciones y comprobaba la procedencia de cada artículo.
—Creo que tenía sospechas. Nunca hizo muchas preguntas... siempre y cuando se aportara un vestigio legal de procedencia. El suficiente para cubrir su trasero burócrata.
—Yo jamás sospeché nada.
—Eres mi hija. Desde luego, nunca quise enredarte en el lado más oscuro de mi vida.
—Pero estabas dispuesto a dejar que me casara con Fernando, sabiendo que él lo intuía todo.
Su padre le dedicó una sonrisa triste.
—Pensábamos parar estando en la cima. Cuatro años atrás nos acercábamos a ese punto. Si Pedro no hubiera empezado a hacer preguntas o hubiera ido a Irak en busca de las respuestas, las cosas habrían podido ser distintas. La máscara iba a ser nuestra jubilación.
—No culpes a Pedro. Y no funcionó de esa manera... Fernando está en la bancarrota.
—En los últimos años ha desarrollado un problema con el juego. De modo que en Pedro elegiste al mejor hombre, después de todo —reconoció su padre con un suspiro.
—Lo que no entiendes es que lo amo. Para mí solo existe Pedro. No Fernando. Ni nadie más. Nunca.
—Ese hombre frío te ama. Deberías recordarle que soy tu padre... que si me denuncia quedarás destrozada.
—No me pidas eso —suplicó—. Ni siquiera por mí —supo que había llegado el momento de crecer.
Ya no era la niña de papá y no haría eso por él.Su padre la abrazó con fuerza.
—Sin importar cómo termine esto, nunca olvides que te quiero. Eres la mejor hija que podría tener un hombre.
Un vistazo a la expresión de Paula hizo que contuviera las preguntas que quería hacerle, la tomara en brazos y la condujera al despacho. Se sentó, la acomodó en su regazo y observó los ojos pesarosos.
—¿Qué ha pasado?
—Otra vez tenías razón... —enterró la cara en la pechera de su camisa.
—Preferiría equivocarme todas las veces si tener razón te deja así —no soportaba ver tanto dolor.
—¡Oh, Pedro! —tembló en sus brazos—. Fui a ver a mi padre.
De haber sabido que iría a enfrentarse a su padre, habría movido cielo y tierra para estar a su lado. Pensó que nadie tendría que enfrentarse a lo que él se enfrentaba en ese momento. Hacer lo correcto podía costarle su felicidad. Su esposa. Su bebé. Su familia. Todo por lo que había luchado los últimos cuatro años.También podía guardar silencio... y dejar que Miguel se fuera libre.Sin embargo, sabía que no podía ser el hombre que consideraba que era si permitía que Miguel , y Fernando, siguieran impunes.
—En cuanto conocí a ese hombre supe que llegaría este día —tocó el bronce—. Y cuando tu marido regresó, intenté ganar tiempo. Traté de convencer a Ariel de que no exhibiera la pieza... le dije que deberíamos esperar hasta que el museo pudiera exponer todos los artículos juntos. Pero no quiso... y yo no pude revelarle la razón.
—¿O sea que Ariel no formó parte de la trama?
—Ariel autorizaba todas las adquisiciones y comprobaba la procedencia de cada artículo.
—Creo que tenía sospechas. Nunca hizo muchas preguntas... siempre y cuando se aportara un vestigio legal de procedencia. El suficiente para cubrir su trasero burócrata.
—Yo jamás sospeché nada.
—Eres mi hija. Desde luego, nunca quise enredarte en el lado más oscuro de mi vida.
—Pero estabas dispuesto a dejar que me casara con Fernando, sabiendo que él lo intuía todo.
Su padre le dedicó una sonrisa triste.
—Pensábamos parar estando en la cima. Cuatro años atrás nos acercábamos a ese punto. Si Pedro no hubiera empezado a hacer preguntas o hubiera ido a Irak en busca de las respuestas, las cosas habrían podido ser distintas. La máscara iba a ser nuestra jubilación.
—No culpes a Pedro. Y no funcionó de esa manera... Fernando está en la bancarrota.
—En los últimos años ha desarrollado un problema con el juego. De modo que en Pedro elegiste al mejor hombre, después de todo —reconoció su padre con un suspiro.
—Lo que no entiendes es que lo amo. Para mí solo existe Pedro. No Fernando. Ni nadie más. Nunca.
—Ese hombre frío te ama. Deberías recordarle que soy tu padre... que si me denuncia quedarás destrozada.
—No me pidas eso —suplicó—. Ni siquiera por mí —supo que había llegado el momento de crecer.
Ya no era la niña de papá y no haría eso por él.Su padre la abrazó con fuerza.
—Sin importar cómo termine esto, nunca olvides que te quiero. Eres la mejor hija que podría tener un hombre.
Un vistazo a la expresión de Paula hizo que contuviera las preguntas que quería hacerle, la tomara en brazos y la condujera al despacho. Se sentó, la acomodó en su regazo y observó los ojos pesarosos.
—¿Qué ha pasado?
—Otra vez tenías razón... —enterró la cara en la pechera de su camisa.
—Preferiría equivocarme todas las veces si tener razón te deja así —no soportaba ver tanto dolor.
—¡Oh, Pedro! —tembló en sus brazos—. Fui a ver a mi padre.
De haber sabido que iría a enfrentarse a su padre, habría movido cielo y tierra para estar a su lado. Pensó que nadie tendría que enfrentarse a lo que él se enfrentaba en ese momento. Hacer lo correcto podía costarle su felicidad. Su esposa. Su bebé. Su familia. Todo por lo que había luchado los últimos cuatro años.También podía guardar silencio... y dejar que Miguel se fuera libre.Sin embargo, sabía que no podía ser el hombre que consideraba que era si permitía que Miguel , y Fernando, siguieran impunes.
Eres Mía: Capítulo 39
Se quedó de piedra. Nunca había visto ese lado amargado y venenoso de su padre.
—Siempre has tenido mi inquebrantable lealtad —hasta ese momento—. Fernando me contó que tú sabías que la única razón por la que quería casarse conmigo era porque estaba en la ruina.
—¡No es verdad! Fernando siempre ha querido casarse contigo... habría sido el marido perfecto si ese otro canalla no hubiera interferido.
—Yo me enamoré de Pedro.
—¡Amor!
—Al menos a Pedro no hubo que sobornarlo para que se casara conmigo —ante la expresión atónita de su padre, continuó implacable—: Sí, Fernando me contó que le ofreciste un estímulo.
—Es lo que deberías haber hecho en todo momento... todo habría encajado.
Se mostró asombrada.
—¿Por eso intentaste matar a Pedro? ¿Para que yo quedara libre para casarme con Fernando? —sintió náuseas. Comenzó a dars la vuelta—. Debería irme a casa —la voz baja de su padre la detuvo.
—No lo entiendes, Paula. Iba a destruirme... junto con todo lo que había levantado.
—¿A qué te refieres? —giró en redondo.
—Lo supe nada más presentármelo. Pedro es más agudo que un cuchillo... ve cosas que la mayoría de la gente no nota. Es un canalla frío e inteligente. Ese cerebro analítico que tiene enlaza información y escupe la respuesta. Había vivido en Irak y Afganistán. Entendía el comercio de antigüedades de Oriente Medio... a los jugadores, el mercado negro, el mercado legítimo. Y encima, tenía ese don peculiar de reconocer un fraude a simple vista... y su capacidad de recordar información sobre las piezas más oscuras era formidable. Supe que solo sería cuestión de tiempo.
La confusión de Paula se convirtió en certeza... y amarga decepción.
—Estás involucrado en la compra de piezas robadas. Te defendí —comentó con tristeza—. Le dije a Pedro que tú jamás participarías en algo así —qué ciega había sido su lealtad—. No te conozco para nada, ¿Verdad?
Le debía una disculpa a Pedro. Él tenía razón. Era demasiado ingenua para dejarla obrar por su cuenta. Su padre abrió los brazos.
—Intenté evitarte la noticia de su muerte, querida. Si hubieras creído que tu marido te había abandonado por otra mujer y te hubieras divorciado, habría sido... más fácil.
—Pero yo jamás me creí eso. Lo que significó que debías procurarte otro escenario... y ahí es donde intervienen tus «investigadores» y la muerte de Pedro en un accidente de coche en el desierto con una amante inexistente. El problema fue que los hombres que contrataste para matarlo solo lo secuestraron... y lo mantuvieron vivo como seguro. Así que arreglaste una condena de muerte sobre los secuestradores... y su víctima. De haber tenido éxito, jamás me habría enterado de que habías intentado ejecutar a mi marido.
—Una vez iniciado el proceso, creció como una bola de nieve.
Había sido tan ingenua. Tuvo ganas de llorar. Pero con eso no lograría nada.
—Papá... Pedro ha visto la Dama del templo y sabe cuál es su procedencia original. No me cabe duda de que irá al FBI.
—Siempre has tenido mi inquebrantable lealtad —hasta ese momento—. Fernando me contó que tú sabías que la única razón por la que quería casarse conmigo era porque estaba en la ruina.
—¡No es verdad! Fernando siempre ha querido casarse contigo... habría sido el marido perfecto si ese otro canalla no hubiera interferido.
—Yo me enamoré de Pedro.
—¡Amor!
—Al menos a Pedro no hubo que sobornarlo para que se casara conmigo —ante la expresión atónita de su padre, continuó implacable—: Sí, Fernando me contó que le ofreciste un estímulo.
—Es lo que deberías haber hecho en todo momento... todo habría encajado.
Se mostró asombrada.
—¿Por eso intentaste matar a Pedro? ¿Para que yo quedara libre para casarme con Fernando? —sintió náuseas. Comenzó a dars la vuelta—. Debería irme a casa —la voz baja de su padre la detuvo.
—No lo entiendes, Paula. Iba a destruirme... junto con todo lo que había levantado.
—¿A qué te refieres? —giró en redondo.
—Lo supe nada más presentármelo. Pedro es más agudo que un cuchillo... ve cosas que la mayoría de la gente no nota. Es un canalla frío e inteligente. Ese cerebro analítico que tiene enlaza información y escupe la respuesta. Había vivido en Irak y Afganistán. Entendía el comercio de antigüedades de Oriente Medio... a los jugadores, el mercado negro, el mercado legítimo. Y encima, tenía ese don peculiar de reconocer un fraude a simple vista... y su capacidad de recordar información sobre las piezas más oscuras era formidable. Supe que solo sería cuestión de tiempo.
La confusión de Paula se convirtió en certeza... y amarga decepción.
—Estás involucrado en la compra de piezas robadas. Te defendí —comentó con tristeza—. Le dije a Pedro que tú jamás participarías en algo así —qué ciega había sido su lealtad—. No te conozco para nada, ¿Verdad?
Le debía una disculpa a Pedro. Él tenía razón. Era demasiado ingenua para dejarla obrar por su cuenta. Su padre abrió los brazos.
—Intenté evitarte la noticia de su muerte, querida. Si hubieras creído que tu marido te había abandonado por otra mujer y te hubieras divorciado, habría sido... más fácil.
—Pero yo jamás me creí eso. Lo que significó que debías procurarte otro escenario... y ahí es donde intervienen tus «investigadores» y la muerte de Pedro en un accidente de coche en el desierto con una amante inexistente. El problema fue que los hombres que contrataste para matarlo solo lo secuestraron... y lo mantuvieron vivo como seguro. Así que arreglaste una condena de muerte sobre los secuestradores... y su víctima. De haber tenido éxito, jamás me habría enterado de que habías intentado ejecutar a mi marido.
—Una vez iniciado el proceso, creció como una bola de nieve.
Había sido tan ingenua. Tuvo ganas de llorar. Pero con eso no lograría nada.
—Papá... Pedro ha visto la Dama del templo y sabe cuál es su procedencia original. No me cabe duda de que irá al FBI.
Eres Mía: Capítulo 38
—¿Afirmas que adquirimos un artículo robado? ¿Que las piezas nunca se compraron al amigo de mi padre? Es una acusación muy seria.
—Hace cuatro años, Candela y yo le solicitamos al Museo de Irak permiso para fotografiar esa máscara... y cierto número de piezas de la misma colección. Mi petición fue rechazada con cierta brusquedad —enarcó una ceja—. ¿Coincidencia? No lo creo.
—Hace cuatro años. Pero eso... abrió los ojos.
Él asintió.
—Mi curiosidad se despertó. Empecé a hacer preguntas. Ya había contratado a Candela para que realizara algunas investigaciones para mí... acerca de una pequeña tableta que había visto en este museo, y cuya procedencia Alan me había garantizado que era segura. Me recordó notablemente a una tableta que había visto en Estambul y eso me molestó. Cuanto más ahondaba, más dudaba de que la máscara hubiera regresado alguna vez al Museo de Irak desde Estambul.
—¿Podrías confirmar si alguna vez se informó del robo de la tableta o de la máscara?
Pedro movió la cabeza.
—Pero es evidente que alguien sabía que yo había mostrado interés en esa pieza. Alguien que estaba al tanto de los robos. Y ese alguien iba en serio.
—¿Qué quieres decir? —inquirió conmocionada.
—Desde entonces a Candela no se la ha visto... sospecho que está muerta —observó la galería como si temiera que pudieran oírlos—. Podemos discutir más sobre el tema esta noche... una vez hayan terminado las festividades.
—No —quería llegar al fondo de esa revelación perturbadora—. Esto es demasiado importante para demorarlo. Vayamos a mi despacho.
Una vez allí, Pedro cerró la puerta a su espalda.Paula fue hacia la ventana que daba al patio lleno de gente y al final se volvió hacia él con el rostro lleno de confusión. Él comenzó a hablar.
—Desde que mencionaste que te dieron mi anillo, eso no ha parado de dar vueltas en mi cabeza. Fue muy oportuno el modo en que apareció como una prueba cuando tú te negaste a aceptar cualquier otra explicación —entrecerró los ojos—. Me secuestraron hace casi cuatro años. Pero el anillo me lo arrancaron del dedo en agosto pasado.
Ella sintió que se le ponía la piel de gallina.
—Eso significaría... —su voz se apagó.
—Que todo el tiempo alguien que podía poner ese anillo en tus manos sabía lo que de verdad me había sucedido. Ciertamente, alguien sabía que Akam me tenía prisionero... lo que bastó para ponerlo a este extremadamente nervioso. Por eso me mantuvo con vida en vez de matarme, tal como le habían ordenado.
—Lo que sugieres es imposible —afirmó Paula espantada.
—Diabólico, sí. ¿Imposible? No estoy tan seguro —se encogió de hombros—. Pero espero que tengas razón.
—¡Papá! —su padre jamás juraba en presencia de mujeres.
Retrocedió un paso con la carpeta pegada al pecho.Donald Tomlinson se puso de pie.
—No te alejes de mí de esa manera. Tú no lo crees, ¿Verdad?
—Yo... no lo sé —tartamudeó.—¿No estás segura? ¿Le creerías a él antes que a mí?
Aguijoneada por el dolor, cruzó los brazos sobre su vientre.
—Ya no sé qué ni a quién creer. Oh, papá, estoy tan confusa.
Cuando él abrió los brazos, Paula titubeó.
—Le crees a él.
—Convénceme de que es mentira —suplicó.
—¿Convencerte? Soy tu padre. ¿Dónde está tu lealtad? ¿Quién te crió? ¿Quién fue padre y madre para tí después de que esa zorra nos dejara por otro hombre y sus hijos?
—Hace cuatro años, Candela y yo le solicitamos al Museo de Irak permiso para fotografiar esa máscara... y cierto número de piezas de la misma colección. Mi petición fue rechazada con cierta brusquedad —enarcó una ceja—. ¿Coincidencia? No lo creo.
—Hace cuatro años. Pero eso... abrió los ojos.
Él asintió.
—Mi curiosidad se despertó. Empecé a hacer preguntas. Ya había contratado a Candela para que realizara algunas investigaciones para mí... acerca de una pequeña tableta que había visto en este museo, y cuya procedencia Alan me había garantizado que era segura. Me recordó notablemente a una tableta que había visto en Estambul y eso me molestó. Cuanto más ahondaba, más dudaba de que la máscara hubiera regresado alguna vez al Museo de Irak desde Estambul.
—¿Podrías confirmar si alguna vez se informó del robo de la tableta o de la máscara?
Pedro movió la cabeza.
—Pero es evidente que alguien sabía que yo había mostrado interés en esa pieza. Alguien que estaba al tanto de los robos. Y ese alguien iba en serio.
—¿Qué quieres decir? —inquirió conmocionada.
—Desde entonces a Candela no se la ha visto... sospecho que está muerta —observó la galería como si temiera que pudieran oírlos—. Podemos discutir más sobre el tema esta noche... una vez hayan terminado las festividades.
—No —quería llegar al fondo de esa revelación perturbadora—. Esto es demasiado importante para demorarlo. Vayamos a mi despacho.
Una vez allí, Pedro cerró la puerta a su espalda.Paula fue hacia la ventana que daba al patio lleno de gente y al final se volvió hacia él con el rostro lleno de confusión. Él comenzó a hablar.
—Desde que mencionaste que te dieron mi anillo, eso no ha parado de dar vueltas en mi cabeza. Fue muy oportuno el modo en que apareció como una prueba cuando tú te negaste a aceptar cualquier otra explicación —entrecerró los ojos—. Me secuestraron hace casi cuatro años. Pero el anillo me lo arrancaron del dedo en agosto pasado.
Ella sintió que se le ponía la piel de gallina.
—Eso significaría... —su voz se apagó.
—Que todo el tiempo alguien que podía poner ese anillo en tus manos sabía lo que de verdad me había sucedido. Ciertamente, alguien sabía que Akam me tenía prisionero... lo que bastó para ponerlo a este extremadamente nervioso. Por eso me mantuvo con vida en vez de matarme, tal como le habían ordenado.
—Lo que sugieres es imposible —afirmó Paula espantada.
—Diabólico, sí. ¿Imposible? No estoy tan seguro —se encogió de hombros—. Pero espero que tengas razón.
—¡Papá! —su padre jamás juraba en presencia de mujeres.
Retrocedió un paso con la carpeta pegada al pecho.Donald Tomlinson se puso de pie.
—No te alejes de mí de esa manera. Tú no lo crees, ¿Verdad?
—Yo... no lo sé —tartamudeó.—¿No estás segura? ¿Le creerías a él antes que a mí?
Aguijoneada por el dolor, cruzó los brazos sobre su vientre.
—Ya no sé qué ni a quién creer. Oh, papá, estoy tan confusa.
Cuando él abrió los brazos, Paula titubeó.
—Le crees a él.
—Convénceme de que es mentira —suplicó.
—¿Convencerte? Soy tu padre. ¿Dónde está tu lealtad? ¿Quién te crió? ¿Quién fue padre y madre para tí después de que esa zorra nos dejara por otro hombre y sus hijos?
Eres Mía: Capítulo 37
Pedro se detuvo.
—¿De dónde ha salido?
—De la misma colección que el jarrón que hay en la parte de atrás del museo. Yo la llamo la Máscara de la dama del templo. Sospecho que debía de estar en uno de los templos de Inanna.
—¿El viejo amigo de tu padre se la vendió al museo?
El tono en la voz de Pedro hizo que Paula lo mirara fijamente.
—Así es —respondió con normalidad.
—A veces he pensado que todas las antigüedades deberían permanecer en sus países de origen.
—Con ese razonamiento, los Mármoles de Elgin deberían volver a Atenas.
—Quizá sí —se encogió de hombros.
—¡Pedro!
—No es ninguna herejía —defendió su postura—. Los griegos llevan una eternidad tratando de que se los devuelvan... igual que los egipcios han tratado de recuperar la piedra roseta. Los objetos pertenecen a sus propios países y sus propias culturas.
—Pero hay ocasiones en que necesitamos proteger tesoros de otras culturas... tesoros que son importantes para toda la humanidad.
—Proteger... no robar —musitó Pedro.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿No lo sabes? —enarcó una ceja.
—Deja de hablar en acertijos.
La observó largo rato.
—O te has convertido en una mentirosa consumada, cosa que no creo, o sigues siendo demasiado ingenua como para darte libertad por tu propio bien.
—He crecido.
Eso hizo que Pedro sonriera.
—No crezcas demasiado. La ingenua de los ojos muy abiertos es parte de tu encanto.
Paula no supo si sentirse divertida u ofendida.
—¿Qué consideras que mi ingenuidad no es capaz de entender?
—¿No te resulta curioso que un coleccionista tenga tantas piezas de primera categoría indocumentadas?
—Están bien documentadas y su procedencia se puede rastrear hasta antes de 1970. ¿Desde cuándo una antigüedad legítimamente comprada se ha convertido en robo, Pedro? ¿Y dónde te deja eso a tí? Dedicaste una década a amasar una considerable fortuna comerciando con antigüedades. ¿Llamarías robo a todas esas transacciones?
—Trabajé muy exhaustivamente para asegurar que jamás comerciara con objetos robados y artículos del mercado negro. Tú en particular deberías saberlo. Sí, hacía que fuera difícil encontrar mercancía legítima, pero, como te dije hace tantos años cuando compré esa tableta... —con el pulgar indicó la dirección de un expositor— era importante para mí.
—¿Qué quieres dar a entender?
—Hace diez años, cuando estaba en una misión de reconocimiento con las Fuerzas Especiales, asistí en Estambul a una exposición de objetos nunca antes expuestos. Ya conocía a Candela... ella me consiguió una invitación. Algunos de los artículos los había enviado el Museo de Irak. Había una máscara de mármol realmente única, como nunca antes o después he vuelto a ver... Sin embargo, ahora encuentro aquí una gemela idéntica de esa pieza.
Paula comprendió que hablaba de su Dama del templo.
—Eso es imposible —pero el corazón comenzó a martillearle en el pecho—. Según la documentación, la máscara lleva más de cincuenta años en los Estados Unidos.
Pero Pedro no mentía. Su reputación se cimentaba en el conocimiento y la integridad. Y sugerir que la pieza era una gemela sería ridículo... En particular dada la situación similar del jarrón que se parecía al Jarrón de Inanna.
—¿De dónde ha salido?
—De la misma colección que el jarrón que hay en la parte de atrás del museo. Yo la llamo la Máscara de la dama del templo. Sospecho que debía de estar en uno de los templos de Inanna.
—¿El viejo amigo de tu padre se la vendió al museo?
El tono en la voz de Pedro hizo que Paula lo mirara fijamente.
—Así es —respondió con normalidad.
—A veces he pensado que todas las antigüedades deberían permanecer en sus países de origen.
—Con ese razonamiento, los Mármoles de Elgin deberían volver a Atenas.
—Quizá sí —se encogió de hombros.
—¡Pedro!
—No es ninguna herejía —defendió su postura—. Los griegos llevan una eternidad tratando de que se los devuelvan... igual que los egipcios han tratado de recuperar la piedra roseta. Los objetos pertenecen a sus propios países y sus propias culturas.
—Pero hay ocasiones en que necesitamos proteger tesoros de otras culturas... tesoros que son importantes para toda la humanidad.
—Proteger... no robar —musitó Pedro.
—¿Qué quieres decir con eso?
—¿No lo sabes? —enarcó una ceja.
—Deja de hablar en acertijos.
La observó largo rato.
—O te has convertido en una mentirosa consumada, cosa que no creo, o sigues siendo demasiado ingenua como para darte libertad por tu propio bien.
—He crecido.
Eso hizo que Pedro sonriera.
—No crezcas demasiado. La ingenua de los ojos muy abiertos es parte de tu encanto.
Paula no supo si sentirse divertida u ofendida.
—¿Qué consideras que mi ingenuidad no es capaz de entender?
—¿No te resulta curioso que un coleccionista tenga tantas piezas de primera categoría indocumentadas?
—Están bien documentadas y su procedencia se puede rastrear hasta antes de 1970. ¿Desde cuándo una antigüedad legítimamente comprada se ha convertido en robo, Pedro? ¿Y dónde te deja eso a tí? Dedicaste una década a amasar una considerable fortuna comerciando con antigüedades. ¿Llamarías robo a todas esas transacciones?
—Trabajé muy exhaustivamente para asegurar que jamás comerciara con objetos robados y artículos del mercado negro. Tú en particular deberías saberlo. Sí, hacía que fuera difícil encontrar mercancía legítima, pero, como te dije hace tantos años cuando compré esa tableta... —con el pulgar indicó la dirección de un expositor— era importante para mí.
—¿Qué quieres dar a entender?
—Hace diez años, cuando estaba en una misión de reconocimiento con las Fuerzas Especiales, asistí en Estambul a una exposición de objetos nunca antes expuestos. Ya conocía a Candela... ella me consiguió una invitación. Algunos de los artículos los había enviado el Museo de Irak. Había una máscara de mármol realmente única, como nunca antes o después he vuelto a ver... Sin embargo, ahora encuentro aquí una gemela idéntica de esa pieza.
Paula comprendió que hablaba de su Dama del templo.
—Eso es imposible —pero el corazón comenzó a martillearle en el pecho—. Según la documentación, la máscara lleva más de cincuenta años en los Estados Unidos.
Pero Pedro no mentía. Su reputación se cimentaba en el conocimiento y la integridad. Y sugerir que la pieza era una gemela sería ridículo... En particular dada la situación similar del jarrón que se parecía al Jarrón de Inanna.
jueves, 15 de febrero de 2018
Eres Mía: Capítulo 36
—Entonces, ¿Quién te quería muerto?
—Todavía no lo sé —respondió con tono lóbrego, aunque tenía sus sospechas—. Pero lo averiguaré.
Paula le había tomado la mano y la sostenía como si no fuera a soltársela jamás.
—Los investigadores incluso tenían una foto de los restos del accidente en tu historial... hacía que muriera un poco por dentro cada vez que la miraba.
—Estoy aquí —la consoló.
—¿Fue totalmente falso? ¿O un hombre y una mujer murieron en el desierto?
Eso lo sorprendió.
—¿Un hombre y una mujer?
—Supuestamente, Candela y tú. ¿Has estado en contacto con ella desde tu regreso?
Pedro percibió su tensión mientras esperaba la respuesta.
—No. Quizá es hora de que hable con tus investigadores. ¿Cómo los encontraste?
—Mi padre. Los conocía por Fernando, quien había recurrido a ellos para su negocio de importación-exportación —abrió mucho los ojos—. ¿No creerás que Candela haya podido...? —la pregunta permaneció inconclusa.
—No lo sé —pero no pudo contener la furia que surgió ante la participación de Hall-Lewis. Otra vez—. Después de que haya hablado con esos investigadores, sospecho que tendré que ausentarme durante unos días para realizar algunas comprobaciones.
—¿Vas a volver a Bagdad? —en sus ojos había un temor descamado.
—Puede que no haga falta —le besó la parte superior de la cabeza, luego liberó una mano y la apoyó en su estómago—. Tú necesitas velar por júnior. Como mucho, estaré fuera una semana... me aseguraré de regresar para el festival del museo. Y en esta ocasión te prometo que el anillo no abandonará mi mano.
El Festival se hallaba en pleno apogeo cuando Paula recibió la llamada de Pedro para comunicarle que ya había vuelto. Eran pasadas las doce y ella había empezado a pensar que no lo conseguiría. Su corazón experimentó un inmenso regocijo. Por toda la Quinta Avenida reinaba un aire festivo. Con la calle bloqueada y las orquestas tocando en la calle, a Paula la atmósfera le resultó contagiosa. De modo que cuando vió a Pedro bajar de un taxi y observar la cola larga que aún aguardaba para entrar en el museo, se apresuró a ir a su encuentro. Con su elegante traje italiano y su impecable afeitado, se lo veía atractivo y cosmopolita.
—Ya has pasado por casa.
—Para quitarme el polvo del viaje —la alzó en brazos y dió una vuelta con ella antes de plantarle un beso en los labios—. Te he echado de menos —comentó pasado un largo rato.
Cuando la dejó en el suelo, lo estudió.
—¿Estás bien?
Él asintió.
—Estoy listo para hablar. Pero primero quiero ver lo que has hecho en el museo.
Paula se mostró entusiasmada.
—¡Ha sido un día fantástico! —tomándolo de la mano, lo llevó más allá de una fila de gente que esperaba y subieron a la primera planta, a la espaciosa galería del ala oeste.
Se había formado una multitud.
—Ven, quiero que veas algo.
Lo condujo hasta el expositor principal, y entonces se hizo visible la gloriosa máscara de mármol que contenía.
—Todavía no lo sé —respondió con tono lóbrego, aunque tenía sus sospechas—. Pero lo averiguaré.
Paula le había tomado la mano y la sostenía como si no fuera a soltársela jamás.
—Los investigadores incluso tenían una foto de los restos del accidente en tu historial... hacía que muriera un poco por dentro cada vez que la miraba.
—Estoy aquí —la consoló.
—¿Fue totalmente falso? ¿O un hombre y una mujer murieron en el desierto?
Eso lo sorprendió.
—¿Un hombre y una mujer?
—Supuestamente, Candela y tú. ¿Has estado en contacto con ella desde tu regreso?
Pedro percibió su tensión mientras esperaba la respuesta.
—No. Quizá es hora de que hable con tus investigadores. ¿Cómo los encontraste?
—Mi padre. Los conocía por Fernando, quien había recurrido a ellos para su negocio de importación-exportación —abrió mucho los ojos—. ¿No creerás que Candela haya podido...? —la pregunta permaneció inconclusa.
—No lo sé —pero no pudo contener la furia que surgió ante la participación de Hall-Lewis. Otra vez—. Después de que haya hablado con esos investigadores, sospecho que tendré que ausentarme durante unos días para realizar algunas comprobaciones.
—¿Vas a volver a Bagdad? —en sus ojos había un temor descamado.
—Puede que no haga falta —le besó la parte superior de la cabeza, luego liberó una mano y la apoyó en su estómago—. Tú necesitas velar por júnior. Como mucho, estaré fuera una semana... me aseguraré de regresar para el festival del museo. Y en esta ocasión te prometo que el anillo no abandonará mi mano.
El Festival se hallaba en pleno apogeo cuando Paula recibió la llamada de Pedro para comunicarle que ya había vuelto. Eran pasadas las doce y ella había empezado a pensar que no lo conseguiría. Su corazón experimentó un inmenso regocijo. Por toda la Quinta Avenida reinaba un aire festivo. Con la calle bloqueada y las orquestas tocando en la calle, a Paula la atmósfera le resultó contagiosa. De modo que cuando vió a Pedro bajar de un taxi y observar la cola larga que aún aguardaba para entrar en el museo, se apresuró a ir a su encuentro. Con su elegante traje italiano y su impecable afeitado, se lo veía atractivo y cosmopolita.
—Ya has pasado por casa.
—Para quitarme el polvo del viaje —la alzó en brazos y dió una vuelta con ella antes de plantarle un beso en los labios—. Te he echado de menos —comentó pasado un largo rato.
Cuando la dejó en el suelo, lo estudió.
—¿Estás bien?
Él asintió.
—Estoy listo para hablar. Pero primero quiero ver lo que has hecho en el museo.
Paula se mostró entusiasmada.
—¡Ha sido un día fantástico! —tomándolo de la mano, lo llevó más allá de una fila de gente que esperaba y subieron a la primera planta, a la espaciosa galería del ala oeste.
Se había formado una multitud.
—Ven, quiero que veas algo.
Lo condujo hasta el expositor principal, y entonces se hizo visible la gloriosa máscara de mármol que contenía.
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