Era la primera vez que recibía un comentario. De hecho, estaba convencido de que la principal razón por la que había seguido usándolo para desahogarse durante tanto tiempo era la certeza de que nadie lo leía. Posó la mano sobre el ratón, indeciso, hasta que la curiosidad pudo más que la inquietud y apretó el botón. Al leer la entrada se quedó sin aliento.
"Sábado, 8:12 Hace dos días conocí a un hombre. Como suele suceder, lo he encontrado justo cuando menos lo buscaba. Hasta conocerlo, estaba convencida de que tenía una gran vida. Había viajado por todo el mundo, había hecho cursillos de todo tipo: Defensa personal, bonsáis, malabares, fontanería… ¿Por qué? Porque me consideraba una mujer independiente y autónoma, y estaba decidida a seguir siéndolo. Podía cuidar de mí misma. No necesitaba a nadie. Pero el hombre al que me refiero me ha demostrado que he pagado un precio por esa independencia: el aislamiento. Y el aislamiento se ha transformado en soledad. Por eso me he estado preguntando si quiero seguir flotando sola por el gran océano de la vida. La respuesta es que «no». Porque desde que conozco a ese hombre he descubierto que no soy una isla, sino un espíritu solitario a la deriva, y he descubierto dónde está mi verdadero hogar. Sólo espero no haber esperado demasiado a decirle cuánto ha significado este descubrimiento para mí. Comprendo que pueda considerarme una mujer difícil, porque lo soy, y quizá no me crea si le digo que anoche sólo intentaba hacer lo mejor para él, pero quiero que sepa lo que siento. Y si alguna vez me perdona por haber reaccionado con lentitud, si está dispuesto a aceptar mi quebrado y dolorido corazón, si puede apreciarme a pesar de mi terquedad…, Entonces este hombre al que amo más que a nada en el mundo, más que a mi independencia, o que a Roma y todo lo que representa, puede tenerme. Porque ahora que sé que quiero volver a casa, también tengo la seguridad de que nunca lo conseguiré si él no está a mi lado. P."
Pedro dejó escapar una exclamación y releyó el mensaje para asegurarse de que no se había equivocado. Luego, tomó el teléfono precipitadamente y llamó al taller de Gonzalo.
–Hola, Gonzalo al habla.
–Gonzalo, soy Pedro Alfonso. ¿Está Paula?
–No, amigo. El chófer la ha llevado al aeropuerto hace media hora. Aun le queda el vuelo a Melbourne. Pero creía que…
Pedro colgó y corrió al coche. Había un tráfico denso, pero el destino parecía aliarse con él y todos los semáforos se pusieron en verde a su paso. Cerca del aeropuerto vió uno de los gigantescos anuncios de MaxAir y estuvo a punto de tener un accidente al descubrir, con sorpresa, que Paula le sonreía desde él. Se pasó la mano por los ojos para asegurarse de que se trataba de ella. Sus impresionantes ojos verdes, su sonrisa, su expresión vivaracha… El coche que tenía detrás hizo sonar su bocina y Pedro arrancó. El póster podía esperar. Si las cosas salían tal y como esperaba, pronto tendría a esa mujer ante sí, pero en carne y hueso. Y cuando la tuviera delante, le diría tantas cosas… La noche anterior se había marchado creyendo que le había dicho todo lo que tenía que decir, pero después de leer la carta de amor de Paula, se dió cuenta de que no era verdad. Afortunadamente, Paula había sido mucho más valiente que él y había sabido interpretar sus palabras y sus actos por encima de los detalles superficiales, como las flores, las piedrecitas o las vagas promesas de «dar una oportunidad a la relación». Dejó el coche y corrió al interior del aeropuerto. Quería llegar cuanto antes junto a la mujer a la que amaba. Amaba su determinación, su inteligencia, que les hiciera reír a Mateo y a él. Y la amaba por amarlo. Pero no había tenido la oportunidad de decirle nada de todo eso. Y cabía la posibilidad de que Paula estuviera ya camino de Roma… Recorrió con la mirada el monitor con el horario de salidas hasta que encontró el vuelo de MaxAir a Melbourne. Corrió como una exhalación hacia la sala de embarque. En cuanto entró se paró en seco y la barrió con la mirada, convencido de que localizaría a Paula entre una multitud. Y allí la vió, delante de un capuchino, observando el sobre de azúcar como si fuera un tratado de filosofía. La contempló unos segundos: la cabeza ladeada, los negros rizos peinados al estilo años cuarenta, los ojos verdes velados por la melancolía. Y al darse cuenta de que el maquillaje ocultaba las huellas del llanto, se le encogió el corazón al mismo tiempo que se juraba que, en la medida que él pudiera evitarlo, Paula no volvería a llorar.
–Paula –la llamó con la voz teñida de emoción.
Ella alzó la vista.
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