Cuando Paula volvió a casa, se preparó la cena y se puso a hacer las cuentas. La pensión de su madre, más el dinero de los dos trabajos, bastaría para mantenerlas sin dificultades. No les sobraría mucho, pero tenían ropa cara de calidad que les podía durar varios años. Cuando se lo explicó todo a su madre, esta le preguntó si se podía quedar con algo de dinero para la peluquería y para otras cosillas. Hizo cuentas mentalmente y le dejó que se quedara con una generosa cantidad. Mucho más de lo que podían permitirse. Pero la felicidad y la tranquilidad mental de su madre eran lo más importante. Después de tantos años viviendo bien, acostumbradas a tenerlo todo, no iba a adaptarse fácilmente a una vida de estrecheces. El sábado por la mañana fue a los chalets. Le había dicho a su madre que iba a empezar a trabajar. Había resaltado el trabajo en la biblioteca y obviado el de limpiadora. Sabía que iba a ser un trabajo muy duro y así fue. Los inquilinos de la semana anterior no habían hecho ningún esfuerzo por mantener las cosas ordenadas y lo habían dejado todo bastante sucio. Lo ordenó todo, pasó la aspiradora, limpió la cocina y el baño y, al final, la señora Brook-Tigh aprobó su trabajo.
-Hasta el miércoles a las diez -se despidió la mujer.
Paula caminó con la chica que limpiaba los otros dos chales.
-Menuda vieja tacaña -dijo la muchacha-. Ni siquiera nos ofrece una taza de café. ¿Crees que te vas a quedar?
-Sí -respondió Paula.
El futuro, aunque no se preveía brillante, prometía seguridad: siempre que gente como la señorita Brook-Tigh necesitara de sus servicios. Cuando llegó a casa, su madre le dijo que la señora Craig se había encontrado con una amiga mientras estaban tomando café y que se habían ido las tres a un pequeño restaurante a comer.
-Me invitaron ellas y disfruté bastante -dijo con una sonrisa-. Parece que estoy haciendo amigas. Tú tienes que hacer lo mismo.
-Sí, mamá -y se preguntó si tendría tiempo de buscar amigos.
¿Chicas de su edad? ¿Hombres? Por la cabeza se le cruzó la idea de que la única persona a la que le gustaría conocer era el hombre de la panadería.
Paula agradeció la tranquilidad del domingo. Había tenido una semana ajetreada, llena de preocupaciones e incertidumbres sobre los trabajos. Pero al final se las había arreglado muy bien y ya tenía dinero en el monedero. Fue a misa con su madre y allí saludó a las nuevas amigas de esta. Si su madre se encontraba a gusto y empezaba a disfrutar de la vida social que había tenido en otros tiempos, todos sería mucho más fácil. «Incluso podría apuntarme a clases nocturnas durante el invierno», pensó . «Así podría hacer amigos». Pasó el lunes limpiando la casa y haciendo la colada. Su madre fue a la biblioteca a buscar algún libro y, en el camino de vuelta, se entretuvo mirando escaparates. Cuando llegó a casa, le mostró un chai que se había comprado.
-Me costó más de lo que yo pensaba gastar, cariño -explicó la mujer-. Pero es exactamente lo que estaba buscando.
La biblioteca estaba casi vacía cuando Paula llegó el martes por la tarde.
-Hoy vienen las señoras de la Asociación de Amas de Casa -anunció la señorita Johnson-. A partir de las siete la biblioteca estará llena de gente. Pon esos libros en los estantes -le dijo a Paula señalando a un carrito.
Una hora más tarde, la biblioteca se llenó de señoras de la asociación y la señorita Johnson colgó el letrero de Cerrado. Paula estaba de rodillas, recogiendo unos libros que alguien había tirado, cuando escuchó una pequeña conmoción en la puerta. Entonces vió entrar al hombre de la panadería y se sorprendió al comprobar que la señorita Johnson le dedicaba una sonrisa amable.
-Hemos cerrado, doctor.
-¿Tiene El oso Rupert? La librería ha cerrado y el pequeño Benjamín no se va a dormir hasta que no se lo lea. Tiene que ser El oso Rupert -dijo con una sonrisa y Paula, desde el suelo, pudo comprobar que la señorita Johnson se derretía ante su gesto.
-Paula ve a buscar el libro. Está en el último estante de la sección de niños.
Cuando ella se puso de pie, él se giró para mirarla.
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