Paula se tomó su té e intentó tragarse las lágrimas con él. Ella había querido a su padre, aunque el hijo preferido de este siempre había sido su hermano pequeño. Gonzalo tenía veintitrés años, cuatro años menos que ella. Acababa de terminar su carrera y se había embarcado en un viaje alrededor del mundo. No estaban muy seguras de dónde se encontraría en aquel momento. La última vez que había hablado con ellas estaba en Java y su próximo destino era Australia. Aunque hubieran tenido su dirección y hubieran podido contactar con él, no creía que hubiera sido de gran ayuda. Gonzalo era un chico encantador y ella lo quería mucho, pero sus padres lo habían mimado tanto que no había madurado. Su único objetivo en la vida era pasárselo bien, y el futuro no le preocupaba demasiado. Por eso, pensó que lo más probable era que continuara con las vacaciones que se estaba costeando con una pequeña herencia de su abuela. Argumentaría que estaba en el otra extremo del mundo y que el señor Trump se ocuparía de todo.
Paula no expresó esa opinión en voz alta para no hacer daño a su madre. En lugar de eso, le sugirió que se echara un rato mientras ella iba a hacer la cena. La señora Tims lo había dejado todo preparado, así que solo habría que calentar la comida. En vista de lo cual, Se sentó en la mesa, tomó lápiz y papel y empezó a anotar todo lo que debían hacer. ¡Una gran cantidad de cosas! Y no podía pretender hacerlas todas ella sola. El señor Trump se ocuparía de la complicada situación financiera, pero ¿Y la venta de la casa y los muebles? Tampoco sabía qué podrían quedarse. Su padre había pedido prestado dinero para poder invertirlo y ahora tendrían que devolverlo con intereses. No pudo resistir más y las lágrimas empezaron a rodar por su mejillas. Apoyó la cabeza sobre la mesa y lloró desconsoladamente. Después de un rato, se limpió los ojos, se sonó la nariz y volvió a tomar el lápiz. Si pudieran quedarse con el chalet, tendrían un lugar donde vivir sin tener que pagar alquiler. A ella le encantaba el lugar, pero su madre opinaba que Salcombe carecía del tipo vida social al que estaba acostumbrada. Por eso mismo, pensó Paula, también les resultaría más barato. Buscaría trabajo. Durante el invierno no sería tan fácil, pero había un autobús directo Kingsbridge, una pequeña ciudad llena de cafés y tiendas. Empezó a sentirse un poco más animada. Preparó la cena pensando que era una pena que aún faltaran tres días para que Diego volviera a Inglaterra. Todavía no estaban comprometidos, pero su futuro juntos ya estaba bastante decidido.
Diego era un joven serio que le había dado a entender que en cuanto consiguiera un ascenso en el banco en el que trabajaba se casarían. Paula quería casarse. Diego le gustaba y, aunque la vida con él no iba a ser muy emocionante, un marido amable y una casa agradable podrían hacerla bastante feliz. Además, ya tenía veintisiete años y quería tener hijos. Ella era una mujer decidida e independiente, pero desde que dejara el instituto, siempre había surgido algún motivo para tener que quedarse en casa. Había esperado poder independizarse cuando su hermano acabara la carrera; pero entonces Gonzalo anunció que estaría un par de años viajando alrededor del mundo y su madre no quería quedarse sin ninguno de sus hijos. Durante los tres días siguientes echó de menos a Diego. El asunto de la liquidación conllevaba un montón de papeleo y mucha gente fue a visitarla. Su madre declaró que no quería tener nada que ver con el asunto, así que, ella sola se las arregló lo mejor que pudo. Le habría gustado tener un rato para llorar la muerte de su padre, pero resultó imposible. Mientras ella se ocupaba de todo, su madre permanecía sentada en un rincón con la mirada perdida y sin cesar de llorar. Cuando Diego volvió de su viaje, Paula lo encontró cambiado. Con expresión grave, ofreció sus condolencias a la señora Chaves y se fue con ella al estudio de su padre. Si esperaba tener un hombro sobre el que llorar, no lo encontró. Él estaba preocupado por su carrera y, aunque se mostró muy amable, ella se dió cuenta de que nunca se casarían. Diego tenía un trabajo importante en el mundo de la banca y casarse con la hija de un hombre que había perdido una fortuna no iba a dar impulso a su carrera. Era un hombre atractivo, de unos treinta años, bastante solemne y agradable. Paula se imaginaba que había sido su trabajo el que le había robado el calor del corazón y lo había reemplazado por sentido común.
-Bueno -dijo ella con poca voz-. Ha sido una suerte que nunca me hayas regalado un anillo, así no tendré que devolvértelo.
Él asintió con gravedad.
-Me alegro de que seas tan sensata. Espero que siempre me consideres tu amigo. Si hay alguna manera en la que puedo ayudar, si puedo ayudarte económicamente...
-El señor Trump se encarga del dinero. Pero gracias por el ofrecimiento. Nos las arreglaremos bien cuando todo se resuelva.
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