Cuando Paula llegó a casa no pudo contener más las lágrimas. Se tumbó sobre la cama llorando y allí permaneció, lamentando su mala suerte, durante largo rato. Cuando terminó sintió un gran alivio. Se secó la cara con un pañuelo y se sonó la nariz. Sabía que iba a suceder y se dijo que no era el fin del mundo: pronto encontraría otro trabajo; probablemente no estaría tan bien pagado, pero seguro que le daría para vivir. Qué suerte que su madre estuviera de viaje. Se lavó la cara, se arregló el pelo y preparó algo de comer. Como no le apetecía enseñar la nariz enrojecida y los ojos hinchados al resto del mundo, se pasó la tarde planchando. Cuando llegó la hora de volver al trabajo, ya se encontraba bastante mejor y tenía buen aspecto. Todo gracias a una buena taza de té cargado y un buen maquillaje sobre el rostro. En la consulta había muchos pacientes y del doctor Walters estaba tan ocupado que ni siquiera la miró. Segura de que tenía el mismo aspecto de siempre, acompañó a los pacientes, recibió llamadas, dió citas, ordenó el escritorio y desempeñó el trabajo de siempre. En un pasillo se encontró al doctor Alfonso. Fue pasar de largo, pero sintió que él le agarraba el brazo.
-Así que te marchas... Al doctor Walters le da mucha pena que te vayas, pero seguro que tú estás encantada de tener más tiempo libre.
-Eh, sí, sí. Perdona, pero tengo prisa; el doctor Walters necesita unos historiales.
El doctor Alfonso retiró la mano de su brazo y ella se escondió detrás de un armario hasta que él desapareció. Cuanto menos lo viera, mejor, se dijo a sí misma, aunque sabía que no era verdad. Él se marcharía al cabo de unas cuantas semanas y ella podría olvidarlo. La semana pasó rápidamente y su último día llegó. Se despidió de todos excepto del doctor Alfonso, que se había ido a la otra orilla de la ría a traer un niño al mundo.
-Seguro que te lo encontrarás por el pueblo antes de que se marche - observó el doctor Walters-. Lo echaremos de menos, pero él quiere volver a su consulta y, naturalmente, estaremos encantados de ver al doctor Finn de vuelta. Seguro que trae un montón de ideas de Estados Unidos.
Cuando llegó a casa se encontró una carta de su madre avisándola de que no volvería la semana siguiente. También le anunciaba que le tenía una sorpresa preparada y le sugirió que se comprara vestidos bonitos. Paula dobló la carta cuidadosamente. Lo de los vestidos iba a ser absolutamente imposible porque iba a necesitar gastar lo menos posible hasta que encontrara un nuevo trabajo. Empezaría a buscar el lunes... El domingo se encontró a la señora Craig en misa.
-He recibido una carta de tu madre. En ella insinúa cambios para el futuro, ¿Sabes de que habla, Paula?
-No tengo ni idea, señora Craig.
-¿Te sientes sola, cariño?
-Uy, no se preocupe, señora Craig. Tengo el día demasiado ocupado para sentirme sola.
¡Ojalá pudiera decir lo mismo de las noches! ¿Cómo era posible que a las tres de la madrugada la mente estuviera tan despejada que se pudieran hacer los planes más imposibles y ver el futuro de una manera tan negra? El lunes empezó a buscar trabajo. La temporada estaba llegando a su fin y los trabajos temporales estaban a punto de acabar. Después de varios días de incesante búsqueda, Paula llegó a la conclusión de que tendría que ir a Kingsbridge. Significaría tomar el autobús todos los días, pero si encontrara trabajo, no tendrían que preocuparse por el dinero durante todo el invierno. No había visto al doctor Alfonso. Quizá ya se había marchado, pensó un poco deprimida. Le habría gustado conocerlo mejor, pero estaba claro que él no opinaba lo mismo. El jueves la señorita Johnson la llamó aparte.
-A partir de la semana que viene, cerraremos por las tardes y me temo que no te necesitaré, Paula. Me da mucha pena, pero no hay nada para tí.
Paula apenas podía articular palabra. Cuando lo consiguió, su voz no parecía la de ella, pero al menos no le temblaba.
-Voy a echar de menos el trabajo aquí. Quizá pueda volver el año que viene...
Eso sí que era algo que no había previsto. El dinero de la biblioteca no era suficiente para vivir, pero habría ayudado a que los ahorros le duraran más tiempo. Esa vez no tuvo tiempo para llorar; tenía que hacer planes para las siguientes semanas. Por lo menos, solo tenía que pensar en ella. Esa noche, cuando se estaba metiendo en cama, escuchó un suave lamento. El sonido provenía del jardín. Paula se puso una bata y bajó a ver de qué se trataba.
Cuando abrió la puerta, se encontró con un cachorrito que la miraba con ojos lastimeros desde la verja. No pudo resistirse e inmediatamente fue por él. El perrito la esperó temeroso y con el rabo entre las patas. Paula le puso una taza con leche y trocitos de pan y observó cómo el cachorro devoraba el contenido. Estaba terriblemente delgado; su pelo, enredado y sucio, y tenía un corte encima del ojo. Era imposible enviarlo de nuevo a la calle, así que fue a buscar una toalla y lo frotó para hacerlo entrar en calor.
-¿Quieres más leche y pan? -le preguntó Paula-. Mañana te daré un buen baño. Siempre he querido tener un perro y parece que al final lo he conseguido.
Lo llevó en brazos a su dormitorio, lo envolvió en una toalla y el cachorro se quedó dormido antes de que ella hubiera apagado las luces. Paula se metió en la cama sin pensar en que no tenía trabajo ni en la posibilidad de que nunca más volviera a ver al doctor Alfonso.
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