Le tomó la mano y decidió decirle por qué estaba allí.
–Paula, he venido a pedirte que rechaces el trabajo de Roma y que te quedes –hizo una pausa. Estaba aterrorizado pero ya había empezado, así que tendría que continuar–: Quédate, por favor, y demos una oportunidad a nuestra relación.
Paula pestañeó y lo miró expectante. Se le habían humedecido los ojos. Tragó saliva.
–¿Eso es todo? –dijo, finalmente.
Aquélla no era la reacción que Pedro esperaba después de desnudar su alma ante ella y sospechó que no podía hacer nada para convencerla. Leonardo había insistido en que pensara sólo en sí mismo, pero Pedro sabía que eso no era posible. ¿Y si Paula se quedaba y su relación no funcionaba después de haber dejado pasar la oportunidad de su vida? ¿Y si se quedaba, pero no quería más que una relación pasajera y Mateo revivía el trauma de perder a un ser querido? ¿Y si se quedaba y era él quien descubría que no estaba todavía preparado para mantener una relación? O al revés, ¿Y si siempre la necesitaba más que ella a él? Diana había vivido ese tormento, pero él no estaba seguro de poder soportarlo.
–Eso es todo –dijo con un escalofrío–. Es lo único que puedo ofrecerte por el momento.
Paula sabía que era sincero. James le ofrecía lo que podía, y para cualquier otra mujer hubiera sido más que suficiente. Pero no para ella. Amaba a Pedro por su ternura, su amabilidad y su capacidad de ver el lado bueno de las cosas. Pero él mismo había sembrado en ella la idea de que se merecía más.
–¿Recuerdas que me preguntaste si solía enfurruñarme de pequeña? –dijo. Y se mordió el labio antes de seguir–. Pues sigue siendo parte de mi personalidad, Pedro. He vivido tanto tiempo sola que tengo hábitos muy rígidos. Soy testaruda y temperamental. Y como dice Gonzalo, tengo espíritu de nómada. Tu oferta es muy tentadora, pero este fin de semana he recibido otra aún mejor.
Mentía. La oferta de Pedro era tan atractiva que la aterrorizaba. Era tan buena que le temblaron los labios y temió echarse a llorar. Sobre todo, al ver la sombra que veló el rostro de Pedro, el rictus que había sustituido a su encantadora sonrisa…
Pedro vaciló. Súbitamente, al ver las lágrimas que inundaban sus ojos y recordar la pasión con la que lo había besado, supo que mentía, y tuvo la tentación de decírselo. Pero al darse cuenta de que no había ninguna razón lógica para que lo hiciera, pensó que estaba equivocado.
–Está bien –dijo, dando un paso atrás y mirando la hora con gesto indiferente–. Será mejor que me marche.
Había dicho lo que sentía y le había llevado flores. Le había confesado que sólo pensaba en ella y se habían besado. Pero para Paula no era bastante. Los faros de un coche los iluminaron, mostrando a ella con el cabello alborotado y el ramo de flores apretado con fuerza contra el pecho. En aquel instante, Pedro tuvo la certeza de que sí lo amaba pero que, por alguna extraña razón, negaba sus sentimientos. Tuvo el impulso de tomarla en brazos y llevarla a su casa para pasar con ella la noche y convencerla de que cometía un error. Pero en ese momento le cayó una gruesa gota en el cuello, seguida de otras muchas. La tormenta había estallado y si no volvía al coche enseguida, en cuestión de segundos se quedaría empapada. Dió otro paso atrás.
–Buenas noches, Paula.
Esperó a que ella dijera algo, pero Siena apretó los labios. Pedro dió media vuelta y se alejó.
Paula sintió que la angustia le atenazaba la garganta mientras lo veía partir. Le había dejado marchar. Había sido fuerte. Corrió a su dormitorio y se dejó caer sobre la cama con el ramo apretado entre las manos. Acarició las flores y encontró una tarjeta. Al abrirla, descubrió la fotografía que les habían tomado al bajar del teleférico y que Pedro debía haber comprado a escondidas mientras ella buscaba en un puesto algún regalo para los gemelos. Un par de gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. En la fotografía, se inclinaba hacia Pedro con una sonrisa de alegría que no reconocía. Y él la miraba como si sólo tuviera ojos para ella.
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