Pero era como si el demonio estuviese tentándola, creando una poción perfecta para alejarla de la vida que había elegido. Y Franco era parte de esa poción, adorable y dulce a pesar del llanto. El niño giró la cabeza para mirarla solemnemente, con la carita roja de tanto llorar.
—Hola, cariño… —murmuró Paula.
El niño dejó de llorar y la miró con una mezcla de recelo y esperanza.
—Mamá…
—Lo sé, cielo, echas de menos a tu mamá, ¿Verdad?
El niño asintió con la cabeza antes de alargar los bracitos hacia ella y Paula soltó el bolso sobre el sofá para tomarlo. Pero el calor del cuerpecillo infantil contra su pecho hizo que se le encogiera el corazón.
—Se llama Franco —dijo Pedro.
—Hola, Franco, yo soy Paula.
—Mamá —repitió el crío mientras Paula miraba las cortinas desenganchadas, un triciclo tirado en medio del salón, una bolsa de pañales por el suelo… Antes de sentarse en el sofá tuvo que apartar varios juguetes con la mano libre.
—Tu mamá volverá a casa enseguida. ¿Sigue tomando el biberón? —le preguntó a Pedro.
—No lo sé.
—Ve a la nevera a ver si tu hermana tiene biberones guardados.
—¡Aquí están! —exclamó él unos segundos después.
—Calienta uno en el microondas durante unos segundos.
Pedro volvió al salón con el biberón en la mano.
—¿Lo has probado para ver si está demasiado caliente?
—¿Quieres que pruebe el biberón?
—No, échate unas gotitas en la muñeca.
Paula suspiró mientras lo veía echarse unas gotas en una muñeca fuerte, cuadrada, masculina.
—¿Lo ves? Eres una experta, ya lo sabía yo…
Sacudiendo la cabeza, Paula tomó el biberón y se colocó a Franco sobre el brazo izquierdo para dárselo. Mirando a su tío con cara de malas pulgas, el niño tomó la tetina y empezó a chupar cerrando los ojitos… Unos minutos después se había dormido, y Pedro la miraba como si acabase de multiplicar los panes y los peces.
—No me lo puedo creer…
—Estaba agotado —dijo Paula.
—Te debo una.
—Desde luego que sí.
Su gratitud no duró mucho. Pedro cruzó los brazos sobre el pecho y se balanceó sobre las plantas de los pies.
—Tres entrevistas y nada de presidir el desfile.
—Veo que deberíamos haber negociado mientras el niño estaba llorando —dijo ella, aunque estaba saboreando su victoria.
Iba a hacerlo, iba a ayudarla a salvar a Kettle Bend llevando gente al pueblo durante las fiestas.
—Te advierto que no se me dan bien las entrevistas. Tengo un talento especial para decir la frase equivocada en el peor momento.
—Afortunadamente para tí, yo he entrevistado a mucha gente y sé qué clase de preguntas te harán. ¿Por qué no hacemos una lista y ensayamos un poco?
¿Qué tenía eso que ver con alejarse de Pedro Alfonso lo antes posible?
Joaquín entró en el salón entonces como una tromba y se quedó mirándola.
—Hola.
—Hola, yo soy Paula.
—Tengo hambre. Alfonso ha quemado la cena.
—¿No te llama tío Pedro? —le preguntó ella, sorprendida.
—Nadie me llama Pedro.
—¿Quién es Pedro? —preguntó el niño—. ¡Tengo hambre!
—¿Cuál es tu comida favorita? —le preguntó Paula.
—Macarrones con queso. Y los ha quemado.
—¿Cuál es tu segunda comida favorita? —insistió ella.
De repente, se imaginó fregando platos con Pedro… Y se enfadó consigo misma. ¿Tan patética era su vida que hasta imaginarse fregando platos con un hombre le parecía romántico? Claro que pocas cosas no serían románticas con alguien como él, pensó, mirando al hombre en cuestión. Y eso era un problema.
—Mi segunda comida favorita son las hamburguesas de Hombre’s —respondió Joaquín.
Hombre’s era una de las mejores hamburgueserías del pueblo.
—Yo creo que esa es una solución perfecta para cenar —dijo Paula, levantándose. Y una en la que ella no tendría por qué intervenir—. Puedes meter a Franco en el cochecito y llevarlos a los dos. Parece que la emergencia ha terminado, Pedro.
—¿Quién es Pedro? —repitió Joaquín.
—No te vayas —le suplicó Pedro—. El niño despertará tarde o temprano y volverá a llorar.
—No puedo quedarme aquí toda la noche.
-No, es verdad. Pero puedes ir a Hombre’s con nosotros… Te invito a una hamburguesa. Es lo mínimo que puedo hacer.
Sentarse a su lado en un restaurante sería peor que fregar los platos con él. Sería la fantasía de una familia feliz. Claro que si tenía que juzgar por su propia familia, era eso exactamente: Una fantasía. Una en la que ella había creído siempre, a pesar de su infancia. O tal vez por eso. Una que la había hecho necesitar cariño de tal forma, que se había enamorado de la persona equivocada. Y ese era un demonio contra el que siempre tendría que luchar.
jueves, 28 de mayo de 2020
Dulce Amor: Capítulo 11
—¿Y alguno de esos artículos era sobre niños que no paran de llorar? —le preguntó él, con una nota de desesperación en su voz.
—Docenas —respondió ella—. He escrito docenas de artículos sobre niños que no paran de llorar.
—Lleva dos horas llorando.
—Los niños son muy sensibles a la tensión.
—¿La mía? —preguntó él, incrédulo.
—Posiblemente. O tal vez el nerviosismo de su madre antes de marcharse al hospital, la ausencia de su padre… El niño sabe que ocurre algo.
—¡Es una experta! ¿Puedes ayudarme, Paula? —le preguntó él entonces, tuteándola por primera vez.
«Paula, no señorita Chaves.» Que su corazón se acelerase debería haber sido una advertencia, pero había dicho que daría las entrevistas, de modo que tendría que aguantarse.
—¿Qué quieres que haga?
—Venir aquí.
De repente, se dió cuenta de que estaba jugando con fuego. Estaba demasiado contenta hablando con él y no sólo porque su acuerdo fuese bueno para el pueblo. «No vayas», se advirtió a sí misma. Podía hacer sugerencias por teléfono, protegerse a sí misma de los locos latidos de su corazón. Ella se miró al espejo sobre el fregadero de la cocina. Se había ruborizado como una adolescente al recibir la primera llamada de un chico… Pero ella era la nueva Paula, la mujer independiente, y había aprendido la lección. Entonces oyó un estruendo al otro lado del teléfono.
—¿Qué ha sido eso?
—Acaba de caerse el riel con las cortinas… Y mi sobrino Joaquín con ellas.
—Voy ahora mismo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Pedro le dió la dirección.
—Trae mermelada… Esa de manzana que según tu abuela curaba el mal humor —sugirió—. Creo que la necesito.
—¿Para tí o para el niño?
—Para los dos —respondió él. Paula sabía que no debería sentirse halagada porque recordase ese detalle de la conversación—. ¿Podrías darte prisa?
Si no se daba prisa, tendría la oportunidad de darle una segunda impresión más favorable a Pedro Alfonso. Podría arreglarse el pelo y maquillarse un poco, ponerse un vestido bonito… Pero los gritos del niño, cada vez más roncos, le daban cierta urgencia al asunto. No quería dejarse llevar por el deseo de que él la encontrase atractiva. La situación era peligrosa. Cinco minutos después, cerraba la puerta de su casa, intentando no sentirse feliz por haber dejado atrás los pegajosos frascos de mermelada, y unos minutos después llegaba a una casa muy parecida a la suya al otro lado del pueblo. Pero cuando lo vió en la puerta, se dió cuenta de que intentar controlar esa sensación de felicidad no iba a ser fácil. Aquel hombre era guapísimo. Unos días antes se había mostrado antipático, incluso grosero. Aquel día, le parecía tan atractivo como el héroe que había rescatado al perro. Estaba despeinado, con sombra de barba, la camisa manchada y fuera del pantalón, y un brillo de vulnerabilidad en los ojos… Y tenía un niño en brazos. El contraste entre un hombre tan fuerte y aquel niño al que apretaba contra su pecho hizo que Paula tragase saliva. Parecía agotado, y sin embargo, algo en su postura dejaba claro que el niño estaba a salvo con él. Que nada le pasaría mientras estuviera allí. Otro niño se coló entre las piernas de Pedro y cuando estaba a punto de salir corriendo a la calle, él lo sujetó por el cuello de la camiseta.
—Entra —le dijo, intentando hacerse oír por encima del llanto del niño que tenía en brazos y de los gritos del otro—. Y gracias por venir.
Paula sabía que ir allí sería entrar en terreno peligroso, y ver a Pedro con el niño en brazos lo había confirmado. Seguía pareciendo un guerrero formidable, pero sospechaba que aunque aquella era una batalla completamente diferente a las que solía librar, no estaba a punto de rendirse. «Sal corriendo», se dijo a sí misma. Pero salir corriendo sería ridículo. Y una parte de ella, una parte inexplicablemente traidora, quería quedarse. Tal vez debería ver aquello como una prueba de su resolución y de su compromiso con una vida en la que había jurado que sólo entregaría su corazón a algo inanimado, algo que no pudiese hacerle daño, como el pueblo de Kettle Bend.
—Docenas —respondió ella—. He escrito docenas de artículos sobre niños que no paran de llorar.
—Lleva dos horas llorando.
—Los niños son muy sensibles a la tensión.
—¿La mía? —preguntó él, incrédulo.
—Posiblemente. O tal vez el nerviosismo de su madre antes de marcharse al hospital, la ausencia de su padre… El niño sabe que ocurre algo.
—¡Es una experta! ¿Puedes ayudarme, Paula? —le preguntó él entonces, tuteándola por primera vez.
«Paula, no señorita Chaves.» Que su corazón se acelerase debería haber sido una advertencia, pero había dicho que daría las entrevistas, de modo que tendría que aguantarse.
—¿Qué quieres que haga?
—Venir aquí.
De repente, se dió cuenta de que estaba jugando con fuego. Estaba demasiado contenta hablando con él y no sólo porque su acuerdo fuese bueno para el pueblo. «No vayas», se advirtió a sí misma. Podía hacer sugerencias por teléfono, protegerse a sí misma de los locos latidos de su corazón. Ella se miró al espejo sobre el fregadero de la cocina. Se había ruborizado como una adolescente al recibir la primera llamada de un chico… Pero ella era la nueva Paula, la mujer independiente, y había aprendido la lección. Entonces oyó un estruendo al otro lado del teléfono.
—¿Qué ha sido eso?
—Acaba de caerse el riel con las cortinas… Y mi sobrino Joaquín con ellas.
—Voy ahora mismo.
—¿De verdad?
—De verdad.
Pedro le dió la dirección.
—Trae mermelada… Esa de manzana que según tu abuela curaba el mal humor —sugirió—. Creo que la necesito.
—¿Para tí o para el niño?
—Para los dos —respondió él. Paula sabía que no debería sentirse halagada porque recordase ese detalle de la conversación—. ¿Podrías darte prisa?
Si no se daba prisa, tendría la oportunidad de darle una segunda impresión más favorable a Pedro Alfonso. Podría arreglarse el pelo y maquillarse un poco, ponerse un vestido bonito… Pero los gritos del niño, cada vez más roncos, le daban cierta urgencia al asunto. No quería dejarse llevar por el deseo de que él la encontrase atractiva. La situación era peligrosa. Cinco minutos después, cerraba la puerta de su casa, intentando no sentirse feliz por haber dejado atrás los pegajosos frascos de mermelada, y unos minutos después llegaba a una casa muy parecida a la suya al otro lado del pueblo. Pero cuando lo vió en la puerta, se dió cuenta de que intentar controlar esa sensación de felicidad no iba a ser fácil. Aquel hombre era guapísimo. Unos días antes se había mostrado antipático, incluso grosero. Aquel día, le parecía tan atractivo como el héroe que había rescatado al perro. Estaba despeinado, con sombra de barba, la camisa manchada y fuera del pantalón, y un brillo de vulnerabilidad en los ojos… Y tenía un niño en brazos. El contraste entre un hombre tan fuerte y aquel niño al que apretaba contra su pecho hizo que Paula tragase saliva. Parecía agotado, y sin embargo, algo en su postura dejaba claro que el niño estaba a salvo con él. Que nada le pasaría mientras estuviera allí. Otro niño se coló entre las piernas de Pedro y cuando estaba a punto de salir corriendo a la calle, él lo sujetó por el cuello de la camiseta.
—Entra —le dijo, intentando hacerse oír por encima del llanto del niño que tenía en brazos y de los gritos del otro—. Y gracias por venir.
Paula sabía que ir allí sería entrar en terreno peligroso, y ver a Pedro con el niño en brazos lo había confirmado. Seguía pareciendo un guerrero formidable, pero sospechaba que aunque aquella era una batalla completamente diferente a las que solía librar, no estaba a punto de rendirse. «Sal corriendo», se dijo a sí misma. Pero salir corriendo sería ridículo. Y una parte de ella, una parte inexplicablemente traidora, quería quedarse. Tal vez debería ver aquello como una prueba de su resolución y de su compromiso con una vida en la que había jurado que sólo entregaría su corazón a algo inanimado, algo que no pudiese hacerle daño, como el pueblo de Kettle Bend.
Dulce Amor: Capítulo 10
El teléfono no podía haber sonado en peor momento, mientras Paula intentaba llenar los últimos tarros. ¿Cómo lo hacía su abuela sin manchar toda la cocina? La mermelada se escurría de los tarros, resbalando por las etiquetas… ¡Había conseguido tener mermelada hasta en el pelo! El teléfono estaba sonando más de lo habitual por la entrevista en el programa de Leandro Hukas el día anterior, y como siempre, esperaba absurdamente que fuese Fernando.
Había esperado que llamase para pedirle perdón, para pedirle que volviese con él.
—Estoy deseando decirle que no… —murmuró, lavándose las manos antes de tomar el auricular.
Que su ex prometido suplicase que lo perdonara podría curar su dolorido corazón.
—¿Sí?
—¿Señorita Chaves?
No era el mujeriego de su ex prometido, pensó Paula. Y habría reconocido esa voz aunque estuviese dormida. Era él.
—¿Pedro? —dijo a propósito, para irritarlo.
Sin duda no llamaba por voluntad propia, sino forzado por su entrevista en la radio. Y le gustaba esa sensación de llevar ventaja. Pero también le gustaba su nombre. Siempre le había gustado, desde que lo escuchó en el vídeo.
—«Y ahora unas fantásticas imágenes de Kettle Bend, Wisconsin, donde el agente Pedro Alfonso …».
El silencio al otro lado de la línea fue roto por el llanto de un niño, y Paula miró el teléfono, perpleja. ¿Estaba casado? No llevaba alianza, pero muchos hombres no la llevaban, pensó, con el estómago encogido. ¿Por qué le disgustaba que estuviera casado?
—Tengo un problema —dijo él entonces—. Lo he intentando todo, pero el niño no deja de llorar.
—¿Qué niño?
Paula no entendía nada. Creía que había llamado para decir que iba a dar las entrevistas.
—Mi sobrino, Franco. Mi hermana suele apiadarse de mi soltería… —«Soltero.» Qué bobada que sintiera como si el sol hubiera vuelto a salir—. Y me había invitado a cenar, pero ha tenido que salir urgentemente. Su marido sufrió un accidente de coche cuando volvía de trabajar y no quiero llamarla al hospital para decir que el niño está llorando. La pobre ya tiene suficientes problemas.
Paula apretó los labios. Ella había intuido que bajo esa máscara helada había una buena persona. La clase de persona que rescataría a un perro y que intentaría evitarle ansiedad a su hermana.
—¿Cómo está su cuñado?
—Tiene una pierna rota. Van a operarlo y mi hermana no quiere apartarse de su lado.
Y tampoco lo haría él, pensó Paula, si bajase la guardia un momento.
—Y aquí estoy —siguió Pedro, su voz absurdamente sexy—. ¡Joaquín, baja de ahí! Con un sobrino de cuatro años subiéndose por las cortinas y otro de año y medio que no para de llorar. No sabía a quién llamar.
Paula se sorprendió al notar cierto pánico en su voz. No, no podía ser.
—¿Y por qué me ha llamado a mí? —le preguntó, imaginando que respondería: «Ví algo en tu cara que no he podido olvidar. Eres la clase de mujer con la que un hombre sueña formar una familia».
—La puerta de su casa estaba abierta cuando fui el otro día y ví las portadas de las revista en la pared. He pensado que tal vez sabría algo sobre niños.
—Ah —de nuevo, algo inesperado.
—Y también he pensado que podríamos intercambiar favores.
—¿Qué quiere decir?
—Usted quiere que dé unas entrevistas y yo necesito ayuda ahora mismo.
No le estaba suplicando, pero era una sorprendente capitulación. Y tan lejos de su fantasía, que Paula estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Debo advertirle que mi conocimiento sobre niños es teórico.
«Tristemente.»
—¿No es usted una experta?
—No, trabajé en una revista sobre niños durante años. Entrevistaba a las mamás y escribía artículos, nada más.
Paula sentía como si estuviera en una entrevista de trabajo, uno que le gustaría conseguir. No le contó que también escribía artículos sobre muebles y ropa de bebé, pensando que a él le parecerían frívolos porque estaba a punto de conseguir que Pedro Alfonso estuviera en su equipo y no quería desperdiciar la oportunidad.
Había esperado que llamase para pedirle perdón, para pedirle que volviese con él.
—Estoy deseando decirle que no… —murmuró, lavándose las manos antes de tomar el auricular.
Que su ex prometido suplicase que lo perdonara podría curar su dolorido corazón.
—¿Sí?
—¿Señorita Chaves?
No era el mujeriego de su ex prometido, pensó Paula. Y habría reconocido esa voz aunque estuviese dormida. Era él.
—¿Pedro? —dijo a propósito, para irritarlo.
Sin duda no llamaba por voluntad propia, sino forzado por su entrevista en la radio. Y le gustaba esa sensación de llevar ventaja. Pero también le gustaba su nombre. Siempre le había gustado, desde que lo escuchó en el vídeo.
—«Y ahora unas fantásticas imágenes de Kettle Bend, Wisconsin, donde el agente Pedro Alfonso …».
El silencio al otro lado de la línea fue roto por el llanto de un niño, y Paula miró el teléfono, perpleja. ¿Estaba casado? No llevaba alianza, pero muchos hombres no la llevaban, pensó, con el estómago encogido. ¿Por qué le disgustaba que estuviera casado?
—Tengo un problema —dijo él entonces—. Lo he intentando todo, pero el niño no deja de llorar.
—¿Qué niño?
Paula no entendía nada. Creía que había llamado para decir que iba a dar las entrevistas.
—Mi sobrino, Franco. Mi hermana suele apiadarse de mi soltería… —«Soltero.» Qué bobada que sintiera como si el sol hubiera vuelto a salir—. Y me había invitado a cenar, pero ha tenido que salir urgentemente. Su marido sufrió un accidente de coche cuando volvía de trabajar y no quiero llamarla al hospital para decir que el niño está llorando. La pobre ya tiene suficientes problemas.
Paula apretó los labios. Ella había intuido que bajo esa máscara helada había una buena persona. La clase de persona que rescataría a un perro y que intentaría evitarle ansiedad a su hermana.
—¿Cómo está su cuñado?
—Tiene una pierna rota. Van a operarlo y mi hermana no quiere apartarse de su lado.
Y tampoco lo haría él, pensó Paula, si bajase la guardia un momento.
—Y aquí estoy —siguió Pedro, su voz absurdamente sexy—. ¡Joaquín, baja de ahí! Con un sobrino de cuatro años subiéndose por las cortinas y otro de año y medio que no para de llorar. No sabía a quién llamar.
Paula se sorprendió al notar cierto pánico en su voz. No, no podía ser.
—¿Y por qué me ha llamado a mí? —le preguntó, imaginando que respondería: «Ví algo en tu cara que no he podido olvidar. Eres la clase de mujer con la que un hombre sueña formar una familia».
—La puerta de su casa estaba abierta cuando fui el otro día y ví las portadas de las revista en la pared. He pensado que tal vez sabría algo sobre niños.
—Ah —de nuevo, algo inesperado.
—Y también he pensado que podríamos intercambiar favores.
—¿Qué quiere decir?
—Usted quiere que dé unas entrevistas y yo necesito ayuda ahora mismo.
No le estaba suplicando, pero era una sorprendente capitulación. Y tan lejos de su fantasía, que Paula estuvo a punto de soltar una carcajada.
—Debo advertirle que mi conocimiento sobre niños es teórico.
«Tristemente.»
—¿No es usted una experta?
—No, trabajé en una revista sobre niños durante años. Entrevistaba a las mamás y escribía artículos, nada más.
Paula sentía como si estuviera en una entrevista de trabajo, uno que le gustaría conseguir. No le contó que también escribía artículos sobre muebles y ropa de bebé, pensando que a él le parecerían frívolos porque estaba a punto de conseguir que Pedro Alfonso estuviera en su equipo y no quería desperdiciar la oportunidad.
Dulce Amor: Capítulo 9
Y no era el momento de recordar las lágrimas en los preciosos ojos de Paula Chaves. Pero no podía dejar de pensar en ello.
—No me gustan los medios de comunicación —respondió por fin—. Siempre tergiversan lo que dices, y después del caso Algard juré no volver a dar otra entrevista.
El rostro de su hermana se ensombreció cuando nombró el caso que había dado por terminada su carrera como detective. Tal vez incluso como ser humano. En otro momento se habría aprovechado de esa simpatía, pero de repente, estaba allí entre ellos: La oscuridad que lo separaba de aquel mundo de galletas caseras y risas infantiles. Se habían enfrentado juntos a eso una vez, cuando sus padres fueron asesinados por error en un caso de confusión de identidades. Fue Carolina quien mantuvo a flote a lo que quedaba de su familia. Carolina quien lo había llevado por el camino recto cuando hubiera sido mucho más sencillo dejar que todo se fuese al garete. Y sólo cuando logró que él terminase sus estudios, decidió dejar la gran ciudad, y con ella, la violencia y la fealdad de las debilidades humanas. ¿Y qué había hecho él? Sumergirse en ella.
—¿Cómo van retorcer lo que puedas decir después de salvar a un perro de morir ahogado? —le preguntó Carolina entonces, suavizando el tono.
—No caigo bien. Parezco una persona fría, sin corazón.
—Eso no es verdad —dijo su hermana, aunque no parecía convencida del todo.
—La gente creerá que no me gustan los perros.
—Creerán que eres un egocéntrico, que sólo piensas en tí mismo.
—Porque es verdad.
Los dos soltaron una carcajada. Carolina empezaba a ablandarse… No tanto como para darle las galletas, pero Pedro estaba seguro de que le daría una antes de que se fuera. «¿No sorprendería a la pesada de Paula Chaves que pudiera ser encantador cuando quería?» Otra vez estaba pensando en ella y no le gustaba un pelo.
—Deberías hacerlo —insistió Carolina.
Se le ocurrió entonces que si daba esas entrevistas, su vida sería incómoda durante unos días. Pero si no lo hacía, su hermana y su jefe podrían hacerle la vida imposible durante mucho tiempo.
—Por el pueblo —dijo Pedro, con cara de pocos amigos.
—Y por tí también.
Había algo en su hermana que siempre lo hacía desear ser mejor persona. Además, Carolina sabía que haría cualquier cosa por ella. Sin embargo, jamás se aprovechaba de eso. De hecho, rara vez le pedía un favor. Pedro suspiró pesadamente. Tenía la impresión de que estaban empujándolo en una dirección en la que no quería ir. Para nada.
—No me gustan los medios de comunicación —respondió por fin—. Siempre tergiversan lo que dices, y después del caso Algard juré no volver a dar otra entrevista.
El rostro de su hermana se ensombreció cuando nombró el caso que había dado por terminada su carrera como detective. Tal vez incluso como ser humano. En otro momento se habría aprovechado de esa simpatía, pero de repente, estaba allí entre ellos: La oscuridad que lo separaba de aquel mundo de galletas caseras y risas infantiles. Se habían enfrentado juntos a eso una vez, cuando sus padres fueron asesinados por error en un caso de confusión de identidades. Fue Carolina quien mantuvo a flote a lo que quedaba de su familia. Carolina quien lo había llevado por el camino recto cuando hubiera sido mucho más sencillo dejar que todo se fuese al garete. Y sólo cuando logró que él terminase sus estudios, decidió dejar la gran ciudad, y con ella, la violencia y la fealdad de las debilidades humanas. ¿Y qué había hecho él? Sumergirse en ella.
—¿Cómo van retorcer lo que puedas decir después de salvar a un perro de morir ahogado? —le preguntó Carolina entonces, suavizando el tono.
—No caigo bien. Parezco una persona fría, sin corazón.
—Eso no es verdad —dijo su hermana, aunque no parecía convencida del todo.
—La gente creerá que no me gustan los perros.
—Creerán que eres un egocéntrico, que sólo piensas en tí mismo.
—Porque es verdad.
Los dos soltaron una carcajada. Carolina empezaba a ablandarse… No tanto como para darle las galletas, pero Pedro estaba seguro de que le daría una antes de que se fuera. «¿No sorprendería a la pesada de Paula Chaves que pudiera ser encantador cuando quería?» Otra vez estaba pensando en ella y no le gustaba un pelo.
—Deberías hacerlo —insistió Carolina.
Se le ocurrió entonces que si daba esas entrevistas, su vida sería incómoda durante unos días. Pero si no lo hacía, su hermana y su jefe podrían hacerle la vida imposible durante mucho tiempo.
—Por el pueblo —dijo Pedro, con cara de pocos amigos.
—Y por tí también.
Había algo en su hermana que siempre lo hacía desear ser mejor persona. Además, Carolina sabía que haría cualquier cosa por ella. Sin embargo, jamás se aprovechaba de eso. De hecho, rara vez le pedía un favor. Pedro suspiró pesadamente. Tenía la impresión de que estaban empujándolo en una dirección en la que no quería ir. Para nada.
martes, 26 de mayo de 2020
Dulce Amor: Capítulo 8
Pedro dió un respingo al percatarse de que Paula Chaves lo había hecho pensar en relaciones personales, y se alegró cuando sonó su móvil porque así no tendría que contemplar qué significaba eso. Además, su disciplina era legendaria, como lo era su solitario estilo de vida, y no iba a pensar en Paula en términos de relaciones. Se negaba en redondo. Cuando miró la pantalla del móvil vió que era su jefe. No había tardado mucho, pensó. Estuvo a punto de no responder, pero la discusión era inevitable, y se apartó el teléfono de la oreja para que los gritos de su jefe no lo dejaran sordo.
—Sí, señor, de acuerdo, limpiaré todos los coches patrulla… Sí, capitán, estoy vigilando a Diana Delafield… No, no estoy siendo sarcástico. Sí, por supuesto, también vigilaré a los borrachos.
Pedro cortó la comunicación antes de que a su jefe se le ocurriesen más formas de hacerle la vida imposible.
Airado, bajó del coche. Desde el porche de la casa de Carolina, muy parecida a la de Paula Chaves, podía escuchar a sus sobrinos, Joaquín, de cuatro años y Franco, de un año y medio, gritando. Y por supuesto, la puerta estaba abierta. Al entrar, tropezó con un triciclo tirado en el suelo. Su hermana había sido una vez una maníaca del orden, una obsesión que nació tras la muerte de sus padres, como había despertado su necesidad de controlarlo todo. Que Carolina hubiese dejado de ser tan obsesiva seguramente era bueno para ella y Pedro se alegraba. Había seguido adelante y tenía una vida normal a pesar de todo. Sus sobrinos estaban peleándose: Joaquín le había quitado un osito a Franco y el pequeño corría tras él, indignado, sin saber que su determinación sólo servía para animar más a su hermano mayor. Carolina, que estaba sacando una bandeja del horno, dio un respingo al verlo.
—¡Qué susto, no te había oído entrar!
—Dijiste que viniera a las seis.
—No sé ni la hora que es.
—Pues has tenido suerte de que fuera yo. ¿Por qué no cierras con llave?
Carolina lo miró con una expresión en absoluto agradecida. De hecho, esa mirada le decía que había escuchado el programa de Leandro Hukas.
—Lo único que quiere Paula Chaves es ayudar al pueblo —le espetó, con tono acusador.
Joaquín pasó a su lado en ese momento y Pedro le quitó el osito para dárselo a Franco, consiguiendo que el volumen de los gritos no lo dejase sordo de manera permanente.
—¿Son para mí? —le preguntó a su hermana, señalando la bandeja de galletas.
—No, ya no —respondió Carolina.
—Oye, que mi jefe ya me está castigando.
—¿Cómo? —preguntó ella, como si pensara que no había castigo suficiente por no querer apoyar al pueblo.
—Digamos que hay muchos coches patrulla que lavar en mi futuro inmediato.
—Ya… —murmuró Carolina, metiendo las galletas en una fiambrera—. Voy a donarlas al mercadillo para apoyar las fiestas.
—Caro, por favor…
—Nada de por favor. Kettle Bend es tu nuevo hogar, y Paula Chaves tiene razón: Este pueblo necesita gente a la que le importe. Somos demasiado egoístas. ¿Qué ha sido del discurso de Kennedy? «No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país».
—Estamos hablando de unas fiestas de pueblo, no del futuro de la nación — protestó Pedro. Y sin embargo, experimentaba algo extraño… ¿Sentimiento de culpa?
—¡Estamos hablando de una actitud ante la vida!
Su hermana era dada a ese tipo de discurso ahora que tenía hijos a los que quería convertir en ciudadanos modelo. Y mirando a Joaquín, que intentaba manipular a su hermano pequeño para robarle a Bubba, el osito, Pedro decidió que tenía una gran tarea por delante.
—¿Por qué no quieres dar un par de entrevistas hablando del pueblo? ¿Qué te costaría?
—No estoy convencido de que cuatro días de fiestas puedan ayudar a este pueblo —respondió él—. No llevo aquí mucho tiempo, pero creo que lo que Kettle Bend necesita son puestos de trabajo.
—Pero al menos las fiestas traerían dinero —insistió Carolina.
—Temporalmente.
—Eso es mejor que nada. Las fiestas podrían despertar interés, y al ver lo bonito que es Kettle Bend, tal vez alguien quiera abrir nuevos negocios o una fábrica. ¿Quién sabe?
Su hermana parecía absolutamente convencida. ¿Había dicho que no demasiado rápido? Que su jefe lo castigase no lo había hecho cambiar de opinión, pero que su hermana lo mirase con esa cara de desaprobación era algo totalmente distinto.
—Sí, señor, de acuerdo, limpiaré todos los coches patrulla… Sí, capitán, estoy vigilando a Diana Delafield… No, no estoy siendo sarcástico. Sí, por supuesto, también vigilaré a los borrachos.
Pedro cortó la comunicación antes de que a su jefe se le ocurriesen más formas de hacerle la vida imposible.
Airado, bajó del coche. Desde el porche de la casa de Carolina, muy parecida a la de Paula Chaves, podía escuchar a sus sobrinos, Joaquín, de cuatro años y Franco, de un año y medio, gritando. Y por supuesto, la puerta estaba abierta. Al entrar, tropezó con un triciclo tirado en el suelo. Su hermana había sido una vez una maníaca del orden, una obsesión que nació tras la muerte de sus padres, como había despertado su necesidad de controlarlo todo. Que Carolina hubiese dejado de ser tan obsesiva seguramente era bueno para ella y Pedro se alegraba. Había seguido adelante y tenía una vida normal a pesar de todo. Sus sobrinos estaban peleándose: Joaquín le había quitado un osito a Franco y el pequeño corría tras él, indignado, sin saber que su determinación sólo servía para animar más a su hermano mayor. Carolina, que estaba sacando una bandeja del horno, dio un respingo al verlo.
—¡Qué susto, no te había oído entrar!
—Dijiste que viniera a las seis.
—No sé ni la hora que es.
—Pues has tenido suerte de que fuera yo. ¿Por qué no cierras con llave?
Carolina lo miró con una expresión en absoluto agradecida. De hecho, esa mirada le decía que había escuchado el programa de Leandro Hukas.
—Lo único que quiere Paula Chaves es ayudar al pueblo —le espetó, con tono acusador.
Joaquín pasó a su lado en ese momento y Pedro le quitó el osito para dárselo a Franco, consiguiendo que el volumen de los gritos no lo dejase sordo de manera permanente.
—¿Son para mí? —le preguntó a su hermana, señalando la bandeja de galletas.
—No, ya no —respondió Carolina.
—Oye, que mi jefe ya me está castigando.
—¿Cómo? —preguntó ella, como si pensara que no había castigo suficiente por no querer apoyar al pueblo.
—Digamos que hay muchos coches patrulla que lavar en mi futuro inmediato.
—Ya… —murmuró Carolina, metiendo las galletas en una fiambrera—. Voy a donarlas al mercadillo para apoyar las fiestas.
—Caro, por favor…
—Nada de por favor. Kettle Bend es tu nuevo hogar, y Paula Chaves tiene razón: Este pueblo necesita gente a la que le importe. Somos demasiado egoístas. ¿Qué ha sido del discurso de Kennedy? «No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes hacer por tu país».
—Estamos hablando de unas fiestas de pueblo, no del futuro de la nación — protestó Pedro. Y sin embargo, experimentaba algo extraño… ¿Sentimiento de culpa?
—¡Estamos hablando de una actitud ante la vida!
Su hermana era dada a ese tipo de discurso ahora que tenía hijos a los que quería convertir en ciudadanos modelo. Y mirando a Joaquín, que intentaba manipular a su hermano pequeño para robarle a Bubba, el osito, Pedro decidió que tenía una gran tarea por delante.
—¿Por qué no quieres dar un par de entrevistas hablando del pueblo? ¿Qué te costaría?
—No estoy convencido de que cuatro días de fiestas puedan ayudar a este pueblo —respondió él—. No llevo aquí mucho tiempo, pero creo que lo que Kettle Bend necesita son puestos de trabajo.
—Pero al menos las fiestas traerían dinero —insistió Carolina.
—Temporalmente.
—Eso es mejor que nada. Las fiestas podrían despertar interés, y al ver lo bonito que es Kettle Bend, tal vez alguien quiera abrir nuevos negocios o una fábrica. ¿Quién sabe?
Su hermana parecía absolutamente convencida. ¿Había dicho que no demasiado rápido? Que su jefe lo castigase no lo había hecho cambiar de opinión, pero que su hermana lo mirase con esa cara de desaprobación era algo totalmente distinto.
Dulce Amor: Capítulo 7
—Perdone… —murmuró, dirigiéndose a la casa para no hacer algo imperdonable.
Porque una no lloraba delante de un hombre que tenía el corazón de piedra.
—Debería probar una de mis mermeladas —añadió, sin mirarlo—. La de manzana verde es estupenda. Mi abuela juraba que podía curar el mal humor.
Después de cerrar de un portazo, entró en la cocina y dejó escapar un suspiro. Las encimeras estaban llenas de ciruelas y limones porque iba a hacer la mermelada que su abuela solía hacer en esa época del año, la que supuestamente daba nuevas esperanzas. Pero después de la conversación que acababa de mantener con Pedro Alfonso, esperanzada no era precisamente como se sentía. Tenía que lavar y pelar las frutas antes de cocinarlas, añadiendo los ingredientes secretos en una cacerola tan grande que Sarah se preguntaba si su abuela se la habría comprado a un caníbal, luego tenía que preparar los frascos y las etiquetas, y por fin, llevar los productos a sus fieles clientes. Se sentía agotada sólo de pensarlo. ¿Era esa la vida que quería? Su abuela había llevado el negocio hasta los ochenta y siete años, y nunca había parecido abrumada o cansada.
Paula se dió cuenta de que estaba teniendo un mal momento en su nueva vida. Ese era el problema cuando un hombre como Pedro Alfonso aparecía de repente en tu jardín. Hacía que te cuestionases la clase de vida que querías. Hacía que te preguntases si alguna actividad o devoción a una causa podía curar la soledad. Enfadada consigo misma, se acercó al armario donde guardaba la guía telefónica. Muy bien, Pedro Alfonso no iba a ayudarla. Daba igual. Tenía que ver el lado bueno del asunto: Su vida se habría mezclado demasiado con la de él si hubiera aceptado su propuesta. Y podía hacerlo sola.
—Radio Wisconsin, ¿Con quién quería hablar?
—Leandro Hukas, por favor.
Después de hablar con Leandro, Paula se preguntó por qué se sentía culpable. No era su obligación proteger al oficial Alfonso de su propia maldad.
—Si tienen tiempo libre para ayudar a resucitar las fiestas de Kettle Bend, serán las mejores de la historia —estaba diciendo Paula por la radio—. Recuerden, Kettle Bend los necesita.
Pedro apagó la radio, enfadado. Había estado en lo cierto al pensar que esa mujer iba a ser un problema. En aquella ocasión no había acudido a su jefe. ¡Oh, no…! Había acudido a todo el pueblo como invitada especial en el programa de Leandro Hukas. A pesar de esa carita de niña buena que no mataría una mosca, Sarah no había perdido el tiempo anunciando a todo el pueblo que tenía una brillante idea para promover las fiestas de Kettle Bend y el oficial Sullivan se había negado a ayudarla. Lo que Paula Chaves no entendía era que no le importaba nada ser el villano de la historia. De hecho, se sentiría más cómodo en ese papel que en el que ella quería que interpretase.
Lo que Pedro no entendía era por qué no podía dejar de pensar en ella. Tal vez, porque a menos que estuviese equivocado, había entrado en su casa llorando. Pero a él no le afectaban las lágrimas. En su trabajo había visto muchas, demasiadas, después de tirar una puerta abajo en medio de la noche, después de una confesión o de una detención. «Si no endurecías tu corazón, te ahogabas en las tragedias de los demás.» Había tenido que ser brusco con Paula porque era la única manera de conseguir que lo dejase en paz. Sin embargo, esa voz ronca y suave en la radio había provocado en él un extraño anhelo. El mismo que había sentido al asomar la cabeza en su casa, al notar el olor dulce que llegaba de la cocina. ¿Qué era? «Descanso». ¡Demonios, estaba patrullando por un pueblo diminuto después de once años en los peores barrios de Detroit! ¿Cuánto descanso necesitaba? Además, en su experiencia, las relaciones personales no proporcionaban descanso alguno. Al contrario. Había estado casado una vez, brevemente. Pero el matrimonio no había sobrevivido a las demandas de su primer año en la brigada de homicidios. La gota que colmó el vaso, fue tener que investigar un asesinato cuando debía acudir a la boda de la hermana de su mujer. Pedro había vuelto a un departamento vacío… ¿Qué había sentido en ese momento? Alivio. La sensación de que por fin podía dar el cien por cien a una carrera que era más que un trabajo para él, era una obsesión. No era un salario o un uniforme, era la misión de su vida.
Porque una no lloraba delante de un hombre que tenía el corazón de piedra.
—Debería probar una de mis mermeladas —añadió, sin mirarlo—. La de manzana verde es estupenda. Mi abuela juraba que podía curar el mal humor.
Después de cerrar de un portazo, entró en la cocina y dejó escapar un suspiro. Las encimeras estaban llenas de ciruelas y limones porque iba a hacer la mermelada que su abuela solía hacer en esa época del año, la que supuestamente daba nuevas esperanzas. Pero después de la conversación que acababa de mantener con Pedro Alfonso, esperanzada no era precisamente como se sentía. Tenía que lavar y pelar las frutas antes de cocinarlas, añadiendo los ingredientes secretos en una cacerola tan grande que Sarah se preguntaba si su abuela se la habría comprado a un caníbal, luego tenía que preparar los frascos y las etiquetas, y por fin, llevar los productos a sus fieles clientes. Se sentía agotada sólo de pensarlo. ¿Era esa la vida que quería? Su abuela había llevado el negocio hasta los ochenta y siete años, y nunca había parecido abrumada o cansada.
Paula se dió cuenta de que estaba teniendo un mal momento en su nueva vida. Ese era el problema cuando un hombre como Pedro Alfonso aparecía de repente en tu jardín. Hacía que te cuestionases la clase de vida que querías. Hacía que te preguntases si alguna actividad o devoción a una causa podía curar la soledad. Enfadada consigo misma, se acercó al armario donde guardaba la guía telefónica. Muy bien, Pedro Alfonso no iba a ayudarla. Daba igual. Tenía que ver el lado bueno del asunto: Su vida se habría mezclado demasiado con la de él si hubiera aceptado su propuesta. Y podía hacerlo sola.
—Radio Wisconsin, ¿Con quién quería hablar?
—Leandro Hukas, por favor.
Después de hablar con Leandro, Paula se preguntó por qué se sentía culpable. No era su obligación proteger al oficial Alfonso de su propia maldad.
—Si tienen tiempo libre para ayudar a resucitar las fiestas de Kettle Bend, serán las mejores de la historia —estaba diciendo Paula por la radio—. Recuerden, Kettle Bend los necesita.
Pedro apagó la radio, enfadado. Había estado en lo cierto al pensar que esa mujer iba a ser un problema. En aquella ocasión no había acudido a su jefe. ¡Oh, no…! Había acudido a todo el pueblo como invitada especial en el programa de Leandro Hukas. A pesar de esa carita de niña buena que no mataría una mosca, Sarah no había perdido el tiempo anunciando a todo el pueblo que tenía una brillante idea para promover las fiestas de Kettle Bend y el oficial Sullivan se había negado a ayudarla. Lo que Paula Chaves no entendía era que no le importaba nada ser el villano de la historia. De hecho, se sentiría más cómodo en ese papel que en el que ella quería que interpretase.
Lo que Pedro no entendía era por qué no podía dejar de pensar en ella. Tal vez, porque a menos que estuviese equivocado, había entrado en su casa llorando. Pero a él no le afectaban las lágrimas. En su trabajo había visto muchas, demasiadas, después de tirar una puerta abajo en medio de la noche, después de una confesión o de una detención. «Si no endurecías tu corazón, te ahogabas en las tragedias de los demás.» Había tenido que ser brusco con Paula porque era la única manera de conseguir que lo dejase en paz. Sin embargo, esa voz ronca y suave en la radio había provocado en él un extraño anhelo. El mismo que había sentido al asomar la cabeza en su casa, al notar el olor dulce que llegaba de la cocina. ¿Qué era? «Descanso». ¡Demonios, estaba patrullando por un pueblo diminuto después de once años en los peores barrios de Detroit! ¿Cuánto descanso necesitaba? Además, en su experiencia, las relaciones personales no proporcionaban descanso alguno. Al contrario. Había estado casado una vez, brevemente. Pero el matrimonio no había sobrevivido a las demandas de su primer año en la brigada de homicidios. La gota que colmó el vaso, fue tener que investigar un asesinato cuando debía acudir a la boda de la hermana de su mujer. Pedro había vuelto a un departamento vacío… ¿Qué había sentido en ese momento? Alivio. La sensación de que por fin podía dar el cien por cien a una carrera que era más que un trabajo para él, era una obsesión. No era un salario o un uniforme, era la misión de su vida.
Dulce Amor: Capítulo 6
—Fueron canceladas hace cinco años —siguió, viendo que enarcaba una ceja—. Y eso contribuyó a que Kettle Bend empezara a marchitarse, como un viejo sofá que necesitase una tapicería nueva. Ya no es el sitio al que yo solía venir de pequeña.
—¿Venía aquí de pequeña? —le preguntó él entonces—. ¿No es del pueblo?
—No, soy de Nueva York, pero mi madre era de aquí y solíamos venir a pasar los veranos. ¿De dónde es usted? ¿Y qué le ha traído a Kettle Bend?
—Un momento de locura temporal —respondió él.
Nada, era imposible sacarle información, pensó Paula.
—Esta era la casa de mi abuela. Me la dejó en su testamento, junto con su negocio de mermeladas y compotas.
Era imposible leer su expresión. Pedro era uno de esos hombres que descubría cosas sobre la gente sin revelar nada sobre sí mismo.
—Mire, señorita Chaves… Nada de eso tiene que ver conmigo, pero la verdad es que para los adultos las cosas nunca son como para los niños.
¡Ah, genial! Había conseguido hacerla sentir como una ingenua, como si estuviera persiguiendo algo que no existía. «¿Y si tenía razón?», se preguntó entonces. ¡Maldito fuera! Eso era lo que hacían los cínicos: Que todo el mundo dudase de sí mismo, de sus sueños, de sus esperanzas… Bueno, pues ella no pensaba dejar sus sueños y sus esperanzas en manos de otro hombre. Fernando Talbot ya le había enseñado esa lección, muchas gracias. Cuando escuchó los primeros rumores sobre Fernando, su prometido y jefe en la editorial El Bebé De Hoy, y una escritora freelance llamada Tamara, se había negado a creerlos. Pero poco después los había visto juntos en un café, y la familiaridad de su actitud, inclinados el uno sobre el otro, había confirmado esos rumores. Su sueño de una bonita casa llena de hijos había muerto en ese momento. No le hizo acusación alguna, sólo dijo: «Te he visto con Tamara». Y la expresión avergonzada de Fernando le dijo todo lo que tenía que saber. Ese sueño había muerto, pero ahora ella tenía otro mucho más seguro: Revitalizar un pueblo.
—Claro que tiene algo que ver con usted.
—No veo por qué.
—Mire, yo estoy a cargo de la organización de las fiestas. Me han dado la oportunidad de demostrar que son buenas para Kettle Bend.
—Pues buena suerte.
—No tengo presupuesto para promoción —siguió Paula—, pero estoy segura de que su teléfono no deja de sonar desde que ese vídeo apareció en las noticias. Y lo habrán llamado de muchos programas, ¿A qué sí?
Él se había cruzado de brazos y la miraba con gesto serio.
—Imagino que la alegrará saber que tampoco he respondido a esas llamadas.
—No, no me alegra en absoluto —respondió ella—. Si diese unas cuantas entrevistas mencionando las fiestas del pueblo, la gente se animaría a venir. Y podría presidir el desfile.
—Presidir el desfile —repitió él.
Tal vez debería haber dejado esa parte para más tarde, pensó Paula.
—Pues…
—No.
—Yo no puedo atraer gente sin presupuesto para publicidad, pero Pe… Oficial Alfonso, usted podría atraer a miles de personas a Kettle Bend.
—No —repitió él.
—Ser policía en un pueblo tan pequeño consiste en algo más que en detener a la pobre Diana Delafield por robar un carmín de labios —protestó Paula.
—Alguien tenía que detener a Diana antes de que se llevase toda la tienda.
¡Ah, tenía sentido del humor! Eso la hizo albergar esperanzas. Por fin estaba revelando algo sobre sí mismo: A pesar de su cínico exterior, empezaba a importarle un poco el pueblo. Paula sonrió.
Él dió un paso atrás.
—Deje que me lo piense —dijo entonces, con tal insinceridad que a Sarah le dieron ganas de llorar.
—No hay nada que pensar. Ahora está en boca de todo el mundo… Agente Alfonso, se lo suplico.
—No me gusta ser impulsivo, prefiero meditar las cosas.
—Pero se lanzó al río para salvar al perro. ¿Ese no fue un gesto impulsivo?
—Un lapsus momentáneo —dijo él bruscamente—. Y ya le he dicho que me lo pensaré.
—Eso significa que no… —murmuró Paula, desolada.
—Muy bien, entonces no.
Parecía completamente decidido, inamovible. No iba a pensárselo y no iba a cambiar de opinión. Ella podía hablar hasta quedarse sin saliva, dejarle mil mensajes en el buzón de voz, o hablar con su jefe de nuevo… Pero no cambiaría nada.
—¿Venía aquí de pequeña? —le preguntó él entonces—. ¿No es del pueblo?
—No, soy de Nueva York, pero mi madre era de aquí y solíamos venir a pasar los veranos. ¿De dónde es usted? ¿Y qué le ha traído a Kettle Bend?
—Un momento de locura temporal —respondió él.
Nada, era imposible sacarle información, pensó Paula.
—Esta era la casa de mi abuela. Me la dejó en su testamento, junto con su negocio de mermeladas y compotas.
Era imposible leer su expresión. Pedro era uno de esos hombres que descubría cosas sobre la gente sin revelar nada sobre sí mismo.
—Mire, señorita Chaves… Nada de eso tiene que ver conmigo, pero la verdad es que para los adultos las cosas nunca son como para los niños.
¡Ah, genial! Había conseguido hacerla sentir como una ingenua, como si estuviera persiguiendo algo que no existía. «¿Y si tenía razón?», se preguntó entonces. ¡Maldito fuera! Eso era lo que hacían los cínicos: Que todo el mundo dudase de sí mismo, de sus sueños, de sus esperanzas… Bueno, pues ella no pensaba dejar sus sueños y sus esperanzas en manos de otro hombre. Fernando Talbot ya le había enseñado esa lección, muchas gracias. Cuando escuchó los primeros rumores sobre Fernando, su prometido y jefe en la editorial El Bebé De Hoy, y una escritora freelance llamada Tamara, se había negado a creerlos. Pero poco después los había visto juntos en un café, y la familiaridad de su actitud, inclinados el uno sobre el otro, había confirmado esos rumores. Su sueño de una bonita casa llena de hijos había muerto en ese momento. No le hizo acusación alguna, sólo dijo: «Te he visto con Tamara». Y la expresión avergonzada de Fernando le dijo todo lo que tenía que saber. Ese sueño había muerto, pero ahora ella tenía otro mucho más seguro: Revitalizar un pueblo.
—Claro que tiene algo que ver con usted.
—No veo por qué.
—Mire, yo estoy a cargo de la organización de las fiestas. Me han dado la oportunidad de demostrar que son buenas para Kettle Bend.
—Pues buena suerte.
—No tengo presupuesto para promoción —siguió Paula—, pero estoy segura de que su teléfono no deja de sonar desde que ese vídeo apareció en las noticias. Y lo habrán llamado de muchos programas, ¿A qué sí?
Él se había cruzado de brazos y la miraba con gesto serio.
—Imagino que la alegrará saber que tampoco he respondido a esas llamadas.
—No, no me alegra en absoluto —respondió ella—. Si diese unas cuantas entrevistas mencionando las fiestas del pueblo, la gente se animaría a venir. Y podría presidir el desfile.
—Presidir el desfile —repitió él.
Tal vez debería haber dejado esa parte para más tarde, pensó Paula.
—Pues…
—No.
—Yo no puedo atraer gente sin presupuesto para publicidad, pero Pe… Oficial Alfonso, usted podría atraer a miles de personas a Kettle Bend.
—No —repitió él.
—Ser policía en un pueblo tan pequeño consiste en algo más que en detener a la pobre Diana Delafield por robar un carmín de labios —protestó Paula.
—Alguien tenía que detener a Diana antes de que se llevase toda la tienda.
¡Ah, tenía sentido del humor! Eso la hizo albergar esperanzas. Por fin estaba revelando algo sobre sí mismo: A pesar de su cínico exterior, empezaba a importarle un poco el pueblo. Paula sonrió.
Él dió un paso atrás.
—Deje que me lo piense —dijo entonces, con tal insinceridad que a Sarah le dieron ganas de llorar.
—No hay nada que pensar. Ahora está en boca de todo el mundo… Agente Alfonso, se lo suplico.
—No me gusta ser impulsivo, prefiero meditar las cosas.
—Pero se lanzó al río para salvar al perro. ¿Ese no fue un gesto impulsivo?
—Un lapsus momentáneo —dijo él bruscamente—. Y ya le he dicho que me lo pensaré.
—Eso significa que no… —murmuró Paula, desolada.
—Muy bien, entonces no.
Parecía completamente decidido, inamovible. No iba a pensárselo y no iba a cambiar de opinión. Ella podía hablar hasta quedarse sin saliva, dejarle mil mensajes en el buzón de voz, o hablar con su jefe de nuevo… Pero no cambiaría nada.
Dulce Amor: Capítulo 5
El agente Alfonso miró la mano extendida de Paula, evidentemente irritado por su intento de establecer contacto físico. Ella sabía que estaba debatiéndose entre estrecharla o darse la vuelta, pero afortunadamente no hizo esto último. Con evidente desgana, estrechó su mano dándole un apretón fuerte pero breve… Y aunque había sentido una especie de descarga eléctrica de la mano al codo, se mantuvo impasible. Olía muy bien, pensó, como alguien recién salido de la ducha. Y eso, no sabía por qué, la hizo experimentar un extraño anhelo…
Paula se recordó a sí misma que su vida era estupenda. Había heredado la casa de su abuela en aquel pueblo de postal, y con ella, un negocio con el que se ganaba la vida y que la había ayudado a superar una desilusión amorosa. Kettle Bend le había dado algo que pensó que no volvería a tener nunca, y que ahora podía apreciar como un milagro: Tranquilidad. Debía admitir que no era feliz del todo. A veces anhelaba su antigua vida, aunque no su romance con Fernando Talbot. No, ya no sentía nada por el hombre que la había traicionado. Lo que echaba de menos era su vida como escritora en la popular revista neoyorquina El Bebé De Hoy. En ella, además de escribir artículos y entrevistar a madres famosas, era invitada a eventos, estrenos… Era una vida estupenda, emocionante y creativa. Un hombre como el que estaba frente a ella era un peligro porque podía hacer que ese anhelo de algo, emoción, novedad, se convirtiera en una catástrofe. Se recordó a sí misma que ya había encontrado una solución para tan nebuloso anhelo: otro reto, uno enorme que ocupase su tiempo libre. Su nuevo compromiso sería con la comunidad de Kettle Bend, que estaba marchitándose. Pensaba hacer que el pueblo volviese a ser el sitio alegre que recordaba de su infancia, cuando pasaba los veranos allí; un sitio vibrante, sus calles llenas de gente dando la sensación de un verano interminable. De modo que cuando soltó su mano, Sarah cruzó los brazos sobre el pecho; una defensa contra la oscura promesa, o tal vez amenaza, que parecía emanar de él.
—Tengo grandes planes para Kettle Bend —le dijo. Había entrevistado a personajes famosos y buscados por la prensa, no iba a dejarse intimidar por él—. Y usted puede ayudarme a hacerlos realidad.
—No —dijo Pedro.
—¡Pero si aún no le he dicho lo que espero de usted!
Él pareció pensarlo un momento, aunque el suspiro que dejó escapar no la animaba demasiado.
—Muy bien… —asintió después, mirándola con esos ojos oscuros e indescifrables—. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—El rescate del perro fue increíble. Fue usted tan valiente…
Su expresión se oscureció aún más, si eso era posible, de modo que no añadió que había visto el vídeo una docena de veces, sintiéndose como una tonta pero sin poder evitarlo. Y sabía que no era la única. Ese vídeo había capturado el corazón de millones de personas, y que el protagonista estuviera en su jardín, era una oportunidad que no podía desperdiciar.
—Sé que no lleva mucho tiempo en Kettle Bend —siguió Paula—. ¿No sabía lo fría que está el agua del río en esta época del año?
—De haberlo sabido no me habría tirado.
Ese tipo de respuesta no serviría de nada en caso de que pudiera convencerlo para capitalizar su notoriedad en beneficio del pueblo. Aunque esa posibilidad empezaba a desvanecerse por segundos. Pero al menos no se había dado la vuelta.
—Deben de gustarle los perros —insistió, intentando encontrar un hueco en su armadura.
Él se pasó una mano por el pelo, impaciente.
—¿Qué quiere de mí, señorita Chaves?
—Sus cinco minutos de fama podrían ser muy beneficiosos para el pueblo.
—Quiera yo o no… —dijo Pedro, irónico.
—Serían unas cuantas entrevistas, no le ocuparía mucho tiempo.
—Ya.
De repente, parecía enfadado de verdad. Esa expresión tan antipática debería hacerlo parecer feo… Pero no era así.
—¿Ha estado alguna vez en las fiestas de Kettle Bend?
—No me gustan las fiestas.
Paula decidió que esa actitud tan cínica tenía que ocultar algo.
—Son unas fiestas que se organizan en el pueblo durante los cuatro primeros días de julio. Empiezan con un desfile y terminan con los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Antes marcaban el comienzo del verano en Kettle Bend y acudía muchísima gente.
Paula esperó que preguntase qué había pasado, pero él no lo hizo.
Paula se recordó a sí misma que su vida era estupenda. Había heredado la casa de su abuela en aquel pueblo de postal, y con ella, un negocio con el que se ganaba la vida y que la había ayudado a superar una desilusión amorosa. Kettle Bend le había dado algo que pensó que no volvería a tener nunca, y que ahora podía apreciar como un milagro: Tranquilidad. Debía admitir que no era feliz del todo. A veces anhelaba su antigua vida, aunque no su romance con Fernando Talbot. No, ya no sentía nada por el hombre que la había traicionado. Lo que echaba de menos era su vida como escritora en la popular revista neoyorquina El Bebé De Hoy. En ella, además de escribir artículos y entrevistar a madres famosas, era invitada a eventos, estrenos… Era una vida estupenda, emocionante y creativa. Un hombre como el que estaba frente a ella era un peligro porque podía hacer que ese anhelo de algo, emoción, novedad, se convirtiera en una catástrofe. Se recordó a sí misma que ya había encontrado una solución para tan nebuloso anhelo: otro reto, uno enorme que ocupase su tiempo libre. Su nuevo compromiso sería con la comunidad de Kettle Bend, que estaba marchitándose. Pensaba hacer que el pueblo volviese a ser el sitio alegre que recordaba de su infancia, cuando pasaba los veranos allí; un sitio vibrante, sus calles llenas de gente dando la sensación de un verano interminable. De modo que cuando soltó su mano, Sarah cruzó los brazos sobre el pecho; una defensa contra la oscura promesa, o tal vez amenaza, que parecía emanar de él.
—Tengo grandes planes para Kettle Bend —le dijo. Había entrevistado a personajes famosos y buscados por la prensa, no iba a dejarse intimidar por él—. Y usted puede ayudarme a hacerlos realidad.
—No —dijo Pedro.
—¡Pero si aún no le he dicho lo que espero de usted!
Él pareció pensarlo un momento, aunque el suspiro que dejó escapar no la animaba demasiado.
—Muy bien… —asintió después, mirándola con esos ojos oscuros e indescifrables—. ¿Qué es lo que quiere de mí?
—El rescate del perro fue increíble. Fue usted tan valiente…
Su expresión se oscureció aún más, si eso era posible, de modo que no añadió que había visto el vídeo una docena de veces, sintiéndose como una tonta pero sin poder evitarlo. Y sabía que no era la única. Ese vídeo había capturado el corazón de millones de personas, y que el protagonista estuviera en su jardín, era una oportunidad que no podía desperdiciar.
—Sé que no lleva mucho tiempo en Kettle Bend —siguió Paula—. ¿No sabía lo fría que está el agua del río en esta época del año?
—De haberlo sabido no me habría tirado.
Ese tipo de respuesta no serviría de nada en caso de que pudiera convencerlo para capitalizar su notoriedad en beneficio del pueblo. Aunque esa posibilidad empezaba a desvanecerse por segundos. Pero al menos no se había dado la vuelta.
—Deben de gustarle los perros —insistió, intentando encontrar un hueco en su armadura.
Él se pasó una mano por el pelo, impaciente.
—¿Qué quiere de mí, señorita Chaves?
—Sus cinco minutos de fama podrían ser muy beneficiosos para el pueblo.
—Quiera yo o no… —dijo Pedro, irónico.
—Serían unas cuantas entrevistas, no le ocuparía mucho tiempo.
—Ya.
De repente, parecía enfadado de verdad. Esa expresión tan antipática debería hacerlo parecer feo… Pero no era así.
—¿Ha estado alguna vez en las fiestas de Kettle Bend?
—No me gustan las fiestas.
Paula decidió que esa actitud tan cínica tenía que ocultar algo.
—Son unas fiestas que se organizan en el pueblo durante los cuatro primeros días de julio. Empiezan con un desfile y terminan con los fuegos artificiales del Cuatro de Julio. Antes marcaban el comienzo del verano en Kettle Bend y acudía muchísima gente.
Paula esperó que preguntase qué había pasado, pero él no lo hizo.
jueves, 21 de mayo de 2020
Dulce Amor: Capítulo 4
Paula enarcó una escéptica ceja. Aunque esa expresión resultaba más bien cómica, como un canario intentando parecer agresivo.
—Mi madre murió.
Podía ver la compasión asomando a sus ojos y no pensaba permitirlo. Su madre había muerto cuando él tenía diecisiete años. Y su padre. Pero como no tenía intención de hacerla creer algo que no era, lo mejor sería ser muy claro con respecto a su visita. Brutalmente claro.
—No vuelva a llamarme, no tengo intención de ayudarla —le espetó—. Aunque me llame seis millones de veces, no soy ese tipo de héroe, no quiero ser su amigo y no quiero salvar al pueblo. Y no vuelva a llamar a mi jefe otra vez porque le aseguro que no me querría como enemigo.
Pero si había pensado que así intimidaría a Paula Chaves, estaba muy equivocado. Porque ella lo miraba guiñando los ojos y con los labios obstinadamente apretados… Y eso sólo podía significar problemas.
Paula miró a su inesperado visitante, atónita no sólo por su repentina aparición, sino por su aspecto, y sobretodo, por su antipático tono. Estaba totalmente concentrada arrancando malas hierbas y su llegada la había pillado por sorpresa. Aunque, si hubiera estado esperando a aquel hombre con un bonito vestido y el servicio de té sobre la mesa, seguramente también se habría quedado sin habla. Que no le devolviese las llamadas la había hecho pensar que no sería precisamente el tipo amable y simpático que ella quería que fuese, pero el vídeo no la había preparado para la realidad de Pedro Alfonso.
En el vídeo de treinta segundos, desde que él se quitaba la camisa para lanzarse al río Kettle hasta que llegaba a la orilla con el cachorro en brazos, parecía un hombre fuerte, valiente. Y era valiente, podía verlo en sus ojos. Un hombre que no le tenía miedo a nada. Pero si había pensado que sería simpático y amable, estaba muy equivocada. El mensaje en su contestador automático era un poco brusco, pero había decidido pensar que era debido a su profesión; al fin y al cabo era policía. Pero que no hubiera devuelto ninguna de sus llamadas debería haberle dado la respuesta. Y de repente, aparecía en su casa y se portaba como un grosero.
No había nada cálido o simpático en esos ojos oscuros. Eran fríos, penetrantes. Había un muro tan alto en ellos que sería más fácil escalar el Everest. No, la realidad de Pedro Alfonso no tenía nada que ver con la fantasía que ella había creado después de ver el vídeo. Iba en vaqueros, con una camiseta verde de manga corta que se ajustaba a su ancho torso y dejaba al descubierto unos firmes bíceps. Cien hombres en Kettle Bend llevarían el mismo atuendo aquel día, pero Paula estaba segura de que ninguno de ellos irradiaría el poder que irradiaba Pedro. Parecía un guerrero antiguo con el disfraz de un ser civilizado. Era uno de esos hombres que irradiaba seguridad en sí mismo y confianza en su habilidad para solucionar cualquier problema. Como si estuviese esperando un problema en cualquier momento.
A pesar de ser un hombre muy guapo, tenía una expresión cínica. Sí, Pedro Alfonso era un hombre que esperaba lo peor de los demás y rara vez se equivocaba. Aun así, era muy atractivo. Si pudiera convencerlo para que diese un par de entrevistas en televisión, la cámara adoraría su pelo de color chocolate, sus almendrados ojos castaños, tan oscuros que casi parecían negros. Tenía la nariz recta, buenos pómulos, labios sensuales, un hoyito en la barbilla, y… Y no podía permitirse el lujo de dejarse intimidar por él. Sencillamente, no podía. Kettle Bend lo necesitaba. Aunque Paula no quería pensar en él y en el verbo «necesitar» al mismo tiempo. Porque Pedro era el tipo de hombre que hacía que una mujer se sintiera consciente de necesidades que había creído dejar atrás. Un hombre con una masculinidad tan potente, que podía hacer que una mujer anhelase lo que había tenido una vez: besos enfebrecidos, unos brazos fuertes, risas por la noche… Un hombre que casi podría hacer que una mujer olvidase el precio que tendría que pagar por todas esas cosas. Pero no necesitaba que nadie cuidase de ella, y eso era algo de lo que se enorgullecía. De su independencia. No necesitaba a nadie. Ya no. Nunca más. De modo que con más confianza de la que sentía en realidad, se quitó los guantes de jardinería y le ofreció su mano. Y luego contuvo el aliento mientras esperaba que él la aceptase.
—Mi madre murió.
Podía ver la compasión asomando a sus ojos y no pensaba permitirlo. Su madre había muerto cuando él tenía diecisiete años. Y su padre. Pero como no tenía intención de hacerla creer algo que no era, lo mejor sería ser muy claro con respecto a su visita. Brutalmente claro.
—No vuelva a llamarme, no tengo intención de ayudarla —le espetó—. Aunque me llame seis millones de veces, no soy ese tipo de héroe, no quiero ser su amigo y no quiero salvar al pueblo. Y no vuelva a llamar a mi jefe otra vez porque le aseguro que no me querría como enemigo.
Pero si había pensado que así intimidaría a Paula Chaves, estaba muy equivocado. Porque ella lo miraba guiñando los ojos y con los labios obstinadamente apretados… Y eso sólo podía significar problemas.
Paula miró a su inesperado visitante, atónita no sólo por su repentina aparición, sino por su aspecto, y sobretodo, por su antipático tono. Estaba totalmente concentrada arrancando malas hierbas y su llegada la había pillado por sorpresa. Aunque, si hubiera estado esperando a aquel hombre con un bonito vestido y el servicio de té sobre la mesa, seguramente también se habría quedado sin habla. Que no le devolviese las llamadas la había hecho pensar que no sería precisamente el tipo amable y simpático que ella quería que fuese, pero el vídeo no la había preparado para la realidad de Pedro Alfonso.
En el vídeo de treinta segundos, desde que él se quitaba la camisa para lanzarse al río Kettle hasta que llegaba a la orilla con el cachorro en brazos, parecía un hombre fuerte, valiente. Y era valiente, podía verlo en sus ojos. Un hombre que no le tenía miedo a nada. Pero si había pensado que sería simpático y amable, estaba muy equivocada. El mensaje en su contestador automático era un poco brusco, pero había decidido pensar que era debido a su profesión; al fin y al cabo era policía. Pero que no hubiera devuelto ninguna de sus llamadas debería haberle dado la respuesta. Y de repente, aparecía en su casa y se portaba como un grosero.
No había nada cálido o simpático en esos ojos oscuros. Eran fríos, penetrantes. Había un muro tan alto en ellos que sería más fácil escalar el Everest. No, la realidad de Pedro Alfonso no tenía nada que ver con la fantasía que ella había creado después de ver el vídeo. Iba en vaqueros, con una camiseta verde de manga corta que se ajustaba a su ancho torso y dejaba al descubierto unos firmes bíceps. Cien hombres en Kettle Bend llevarían el mismo atuendo aquel día, pero Paula estaba segura de que ninguno de ellos irradiaría el poder que irradiaba Pedro. Parecía un guerrero antiguo con el disfraz de un ser civilizado. Era uno de esos hombres que irradiaba seguridad en sí mismo y confianza en su habilidad para solucionar cualquier problema. Como si estuviese esperando un problema en cualquier momento.
A pesar de ser un hombre muy guapo, tenía una expresión cínica. Sí, Pedro Alfonso era un hombre que esperaba lo peor de los demás y rara vez se equivocaba. Aun así, era muy atractivo. Si pudiera convencerlo para que diese un par de entrevistas en televisión, la cámara adoraría su pelo de color chocolate, sus almendrados ojos castaños, tan oscuros que casi parecían negros. Tenía la nariz recta, buenos pómulos, labios sensuales, un hoyito en la barbilla, y… Y no podía permitirse el lujo de dejarse intimidar por él. Sencillamente, no podía. Kettle Bend lo necesitaba. Aunque Paula no quería pensar en él y en el verbo «necesitar» al mismo tiempo. Porque Pedro era el tipo de hombre que hacía que una mujer se sintiera consciente de necesidades que había creído dejar atrás. Un hombre con una masculinidad tan potente, que podía hacer que una mujer anhelase lo que había tenido una vez: besos enfebrecidos, unos brazos fuertes, risas por la noche… Un hombre que casi podría hacer que una mujer olvidase el precio que tendría que pagar por todas esas cosas. Pero no necesitaba que nadie cuidase de ella, y eso era algo de lo que se enorgullecía. De su independencia. No necesitaba a nadie. Ya no. Nunca más. De modo que con más confianza de la que sentía en realidad, se quitó los guantes de jardinería y le ofreció su mano. Y luego contuvo el aliento mientras esperaba que él la aceptase.
Dulce Amor: Capítulo 3
¿Había alguien en la faz de la tierra que no lo supiera? Pedro estaba empezando a odiar la palabra Internet más que nada en el mundo. La anciana no pensaría que era tan bueno si supiera cuántas veces había deseado haber dejado que al perro se lo llevase la corriente. Recordó entonces cómo el animal se pegó a él cuando llegaron a la orilla, intentando respirar. El cachorro, empapado y muerto de miedo, se había acurrucado sobre su pecho… En realidad, no habría sido capaz de dejar que se ahogase. El problema era que un tonto con un móvil había grabado el momento en el que se tiró al río Kettle para colgarlo luego en Internet donde, por lo visto, lo había visto el mundo entero.
—¿Cómo está el perro?
—Sigue en el veterinario —respondió Pedro—, pero se pondrá bien.
—¿Alguien lo ha reclamado?
—No.
—Bueno, eso no será un problema. Si no aparece el dueño, alguien querrá adoptarlo.
—Sí, ya.
Por culpa del vídeo, el departamento de policía de Kettle Bend tenía que soportar docenas de llamadas diarias sobre ese perro. Pero siguió el camino de cemento que llevaba a la parte de atrás y poco después llegó a un jardín… No había ninguna palabra para describir aquel jardín lleno de árboles y flores. Salvo tal vez «encantado». Se quedó mirando la profusión de flores sobre la hierba recién cortada… Tenía la sensación de haber entrado en un santuario privado. Sagrado. Hizo una mueca, pero esta vez sintiéndose un poco inquieto. Y entonces la vió. Inclinada arrancando malas hierbas, totalmente concentrada en lo que hacía, su rostro escondido bajo un sombrero, la punta de la lengua entre los labios. Llevaba una camiseta de flores y un pantalón corto blanco manchado de tierra… Y tenía unas piernas largas y bronceadas que lo dejaron sin aliento. Mientras la miraba, ella tiró de una mala hierba y cuando consiguió arrancarla, se vió catapultada hacia atrás. Pero cuando recuperó el equilibrio se quedó muy quieta, como si supiera que alguien estaba observándola. Y cuando se dio la vuelta Pedro, descubrió que Paula Chaves no era una mujer de mediana edad, no tenía el pelo fosco y no llevaba maquillaje. Unos rizos de color cobrizo escapaban del sombrero, enmarcando una carita de duende. Tenía pecas en la naríz respingona y una barbilla a juego… Pero fueron sus ojos lo que hizo que se quedase sin respiración. Él sabía leer los ojos de la gente, aunque era más difícil de lo que pensaban los demás. Un mentiroso podía mirarte sin parpadear, un asesino podía tener ojos de inocente cervatillo. Pero once años trabajando en uno de los departamentos de policía más duros del país, habían hecho que desarrollase la habilidad, que a su hermana le parecía aterradora, de detectar la personalidad de la gente con una sola mirada. Y aquella mujer era la típica vecina de al lado, dulce, guapa, probablemente ingenua… Con unos ojos enormes de color pardo… Preciosos, debía reconocer. Una mujer que dejaba abierta la puerta de su casa y quería convertirlo en un héroe. Pero en lugar de sentirse irritado, en lugar de recordar la furia que sentía porque había llamado a su jefe, sintió el absurdo deseo de protegerla.
—Debería cerrar la puerta con llave —dijo bruscamente.
Debería darse la vuelta y alejarse de ella. Porque lo que una chica como Paula Chaves necesitaba era protegerse de tipos como él, que habían visto demasiadas cosas horribles y tenían una actitud desconfiada ante la vida. Una desconfianza que podía destruir el halo radiante que parecía rodearla. Pero si se iba sin darle una oportunidad, podría volver a llamar a su jefe… Pedro se acercó hasta que su sombra oscureció los ojos pardos. Él raramente estrechaba la mano de alguien. Solía mantener las distancias para establecer su autoridad, de modo que le sorprendió querer extender su mano.
—¿Señorita Chaves? —le preguntó—. Soy Alfonso.
Paula sonrió entonces, y él se alegró de haber metido las manos en los bolsillos del pantalón.
—Señor Alfonso… —empezó a decir, incorporándose—. Cuánto me alegro de que haya venido. ¿Puedo llamarlo Pedro?
—No, no puede. Nadie me llama Pedro. Y no soy «señor Alfonso», sino «agente Alfonso».
Ella lo miró entonces, sorprendida.
—¿Nadie lo llama Pedro?
«¿Por qué le hacía esa pregunta? ¿No había dejado perfectamente claro que no iba a haber absolutamente nada personal entre ellos, ni siquiera una invitación a llamarse por el nombre de pila?»
—No —respondió, con sequedad.
Una sequedad de la que ella no parecía o no quería darse cuenta.
—¿Ni siquiera su madre?
—¿Cómo está el perro?
—Sigue en el veterinario —respondió Pedro—, pero se pondrá bien.
—¿Alguien lo ha reclamado?
—No.
—Bueno, eso no será un problema. Si no aparece el dueño, alguien querrá adoptarlo.
—Sí, ya.
Por culpa del vídeo, el departamento de policía de Kettle Bend tenía que soportar docenas de llamadas diarias sobre ese perro. Pero siguió el camino de cemento que llevaba a la parte de atrás y poco después llegó a un jardín… No había ninguna palabra para describir aquel jardín lleno de árboles y flores. Salvo tal vez «encantado». Se quedó mirando la profusión de flores sobre la hierba recién cortada… Tenía la sensación de haber entrado en un santuario privado. Sagrado. Hizo una mueca, pero esta vez sintiéndose un poco inquieto. Y entonces la vió. Inclinada arrancando malas hierbas, totalmente concentrada en lo que hacía, su rostro escondido bajo un sombrero, la punta de la lengua entre los labios. Llevaba una camiseta de flores y un pantalón corto blanco manchado de tierra… Y tenía unas piernas largas y bronceadas que lo dejaron sin aliento. Mientras la miraba, ella tiró de una mala hierba y cuando consiguió arrancarla, se vió catapultada hacia atrás. Pero cuando recuperó el equilibrio se quedó muy quieta, como si supiera que alguien estaba observándola. Y cuando se dio la vuelta Pedro, descubrió que Paula Chaves no era una mujer de mediana edad, no tenía el pelo fosco y no llevaba maquillaje. Unos rizos de color cobrizo escapaban del sombrero, enmarcando una carita de duende. Tenía pecas en la naríz respingona y una barbilla a juego… Pero fueron sus ojos lo que hizo que se quedase sin respiración. Él sabía leer los ojos de la gente, aunque era más difícil de lo que pensaban los demás. Un mentiroso podía mirarte sin parpadear, un asesino podía tener ojos de inocente cervatillo. Pero once años trabajando en uno de los departamentos de policía más duros del país, habían hecho que desarrollase la habilidad, que a su hermana le parecía aterradora, de detectar la personalidad de la gente con una sola mirada. Y aquella mujer era la típica vecina de al lado, dulce, guapa, probablemente ingenua… Con unos ojos enormes de color pardo… Preciosos, debía reconocer. Una mujer que dejaba abierta la puerta de su casa y quería convertirlo en un héroe. Pero en lugar de sentirse irritado, en lugar de recordar la furia que sentía porque había llamado a su jefe, sintió el absurdo deseo de protegerla.
—Debería cerrar la puerta con llave —dijo bruscamente.
Debería darse la vuelta y alejarse de ella. Porque lo que una chica como Paula Chaves necesitaba era protegerse de tipos como él, que habían visto demasiadas cosas horribles y tenían una actitud desconfiada ante la vida. Una desconfianza que podía destruir el halo radiante que parecía rodearla. Pero si se iba sin darle una oportunidad, podría volver a llamar a su jefe… Pedro se acercó hasta que su sombra oscureció los ojos pardos. Él raramente estrechaba la mano de alguien. Solía mantener las distancias para establecer su autoridad, de modo que le sorprendió querer extender su mano.
—¿Señorita Chaves? —le preguntó—. Soy Alfonso.
Paula sonrió entonces, y él se alegró de haber metido las manos en los bolsillos del pantalón.
—Señor Alfonso… —empezó a decir, incorporándose—. Cuánto me alegro de que haya venido. ¿Puedo llamarlo Pedro?
—No, no puede. Nadie me llama Pedro. Y no soy «señor Alfonso», sino «agente Alfonso».
Ella lo miró entonces, sorprendida.
—¿Nadie lo llama Pedro?
«¿Por qué le hacía esa pregunta? ¿No había dejado perfectamente claro que no iba a haber absolutamente nada personal entre ellos, ni siquiera una invitación a llamarse por el nombre de pila?»
—No —respondió, con sequedad.
Una sequedad de la que ella no parecía o no quería darse cuenta.
—¿Ni siquiera su madre?
Dulce Amor: Capítulo 2
Pedro abrió un portillo de madera y pasó bajo un arco que unos meses más tarde estaría cubierto de rosas. Todo aquel «encanto» de pueblecito ideal empezaba a sacarlo de quicio. El camino de cemento estaba agrietado en algunos sitios, pero flanqueado por matas de flores de color malva con el interior amarillo. Sólo se fijó en ellas porque eso era lo que hacía. Se fijaba en todo, en cada detalle. Por eso era un buen policía, aunque no un buen ser humano, que él supiera. Subió los escalones del porche y antes de llamar al timbre estudió los muebles de exterior: Una mesa y dos viejos sillones de mimbre pintados del mismo verde que el ribete de la casa, con un montón de cojines de colores. Un sitio para descansar, cómodo, seguro.
—¡Ja! —exclamó.
Sin embargo, esos detalles domésticos no le convencerían de que podía rechazar la proposición de Paula sin ser demasiado brusco. Aunque, por el momento, la sutileza no había servido de nada con ella. Cuando llamabas a alguien sesenta veces, y esa persona no te devolvía la llamada, no significaba: «Ve a hablar con su jefe». Significaba: «Piérdete». «Búscate otro héroe». Pedro buscó el timbre, un aparato antiguo en forma de llave que había que girar. Tras la mosquitera, la puerta interior de color verde estaba abierta, y pudo oír el eco del timbre en el interior de la casa. Nadie respondió, pero imaginó que dejar la puerta abierta era una invitación y asomó la cabeza en el interior. La puerta de entrada se abría directamente al salón, separado de la entrada por una alfombra que parecía hecha a mano, y que sugería que a su propietaria le gustaban el orden y los zapatos limpios. El sol de la tarde iluminaba unos suelos de madera oscurecido por la pátina del tiempo. Había dos sofás de color amarillo, uno frente a otro, delante de una mesa de café sobre la que había varias revistas y un jarrón lleno de esas flores malvas de la entrada.
Pedro no se había hecho hasta entonces una imagen mental de su acosadora, pero era soltera, seguro. No había ni rastro de la presencia de un hombre en aquella casa. No tenía hijos porque no había juguetes y todo estaba demasiado limpio, aunque en la pared vio varias portadas de revistas enmarcadas. Y todas eran de El Bebé De Hoy. Estaba seguro de que la propietaria era una mujer gruesa, de mediana edad, con el pelo fosco y mal maquillada, que se ocupaba obsesivamente de arreglar su casa porque no tenía nada mejor que hacer. Y ya que no quedaba nada que hacer en su casa, había decidido dedicarse al pueblo. «Señor Alfonso, Kettle Bend le necesita». Sí, seguro… Kettle Bend necesitaba a Pedro Alfonso como Pedro Alfonso necesitaba un dolor de muelas. Olía a algo… Dulce, casero que evocó recuerdos de su infancia y despertó un anhelo que lo tomó por sorpresa. «Descanso».
Pedro sacudió la cabeza. Él había descansado durante todo un año y no le había gustado nada. Demasiado tiempo libre para pensar. Impaciente, volvió a llamar al timbre. Un gato, una bola de pelo gris con diabólicos ojos verdes, apareció en el pasillo y lo miró con antipatía antes de levantar una de sus patas para lamérsela tranquilamente. El gato era el toque final a la imagen mental que se había hecho de Paula Chaves. Ese gato sabía que a él no le gustaban los animales. Y por eso, la situación que lo había llevado allí era más exasperante. ¿Un héroe? A él no le gustaban los perros y por eso no quería responder a las preguntas de Paula ni a las de docenas de periodistas que lo perseguían para saber por qué había arriesgado su vida por un cachorro. Enfadado, cerró la puerta de golpe. Aquella mujer estaba prácticamente suplicando una dosis de realidad y él tenía de eso en abundancia.
—Está en el jardín.
Pedro dió un respingo. No se había dado cuenta de que sus movimientos eran vigilados por la vecina de al lado, una anciana con cara de gnomo sentada en un balancín en el porche de su casa. Bajo una mata de pelo blanco, en sus brillantes ojos negros había curiosidad más que el recelo con el que debería mirar a un extraño.
—Es usted el nuevo policía.
No había anonimato en aquel pueblo. Ni siquiera en su día libre, en vaqueros y camiseta. Pedro asintió con la cabeza, sorprendido por la confianza que la gente ponía en él sólo porque era el nuevo policía. En Detroit, nueve veces de cada diez ocurría todo lo contrario. Al menos en los barrios en los que él había trabajado.
—Hizo usted una cosa muy buena por ese perro.
—¡Ja! —exclamó.
Sin embargo, esos detalles domésticos no le convencerían de que podía rechazar la proposición de Paula sin ser demasiado brusco. Aunque, por el momento, la sutileza no había servido de nada con ella. Cuando llamabas a alguien sesenta veces, y esa persona no te devolvía la llamada, no significaba: «Ve a hablar con su jefe». Significaba: «Piérdete». «Búscate otro héroe». Pedro buscó el timbre, un aparato antiguo en forma de llave que había que girar. Tras la mosquitera, la puerta interior de color verde estaba abierta, y pudo oír el eco del timbre en el interior de la casa. Nadie respondió, pero imaginó que dejar la puerta abierta era una invitación y asomó la cabeza en el interior. La puerta de entrada se abría directamente al salón, separado de la entrada por una alfombra que parecía hecha a mano, y que sugería que a su propietaria le gustaban el orden y los zapatos limpios. El sol de la tarde iluminaba unos suelos de madera oscurecido por la pátina del tiempo. Había dos sofás de color amarillo, uno frente a otro, delante de una mesa de café sobre la que había varias revistas y un jarrón lleno de esas flores malvas de la entrada.
Pedro no se había hecho hasta entonces una imagen mental de su acosadora, pero era soltera, seguro. No había ni rastro de la presencia de un hombre en aquella casa. No tenía hijos porque no había juguetes y todo estaba demasiado limpio, aunque en la pared vio varias portadas de revistas enmarcadas. Y todas eran de El Bebé De Hoy. Estaba seguro de que la propietaria era una mujer gruesa, de mediana edad, con el pelo fosco y mal maquillada, que se ocupaba obsesivamente de arreglar su casa porque no tenía nada mejor que hacer. Y ya que no quedaba nada que hacer en su casa, había decidido dedicarse al pueblo. «Señor Alfonso, Kettle Bend le necesita». Sí, seguro… Kettle Bend necesitaba a Pedro Alfonso como Pedro Alfonso necesitaba un dolor de muelas. Olía a algo… Dulce, casero que evocó recuerdos de su infancia y despertó un anhelo que lo tomó por sorpresa. «Descanso».
Pedro sacudió la cabeza. Él había descansado durante todo un año y no le había gustado nada. Demasiado tiempo libre para pensar. Impaciente, volvió a llamar al timbre. Un gato, una bola de pelo gris con diabólicos ojos verdes, apareció en el pasillo y lo miró con antipatía antes de levantar una de sus patas para lamérsela tranquilamente. El gato era el toque final a la imagen mental que se había hecho de Paula Chaves. Ese gato sabía que a él no le gustaban los animales. Y por eso, la situación que lo había llevado allí era más exasperante. ¿Un héroe? A él no le gustaban los perros y por eso no quería responder a las preguntas de Paula ni a las de docenas de periodistas que lo perseguían para saber por qué había arriesgado su vida por un cachorro. Enfadado, cerró la puerta de golpe. Aquella mujer estaba prácticamente suplicando una dosis de realidad y él tenía de eso en abundancia.
—Está en el jardín.
Pedro dió un respingo. No se había dado cuenta de que sus movimientos eran vigilados por la vecina de al lado, una anciana con cara de gnomo sentada en un balancín en el porche de su casa. Bajo una mata de pelo blanco, en sus brillantes ojos negros había curiosidad más que el recelo con el que debería mirar a un extraño.
—Es usted el nuevo policía.
No había anonimato en aquel pueblo. Ni siquiera en su día libre, en vaqueros y camiseta. Pedro asintió con la cabeza, sorprendido por la confianza que la gente ponía en él sólo porque era el nuevo policía. En Detroit, nueve veces de cada diez ocurría todo lo contrario. Al menos en los barrios en los que él había trabajado.
—Hizo usted una cosa muy buena por ese perro.
Dulce Amor: Capítulo 1
Pedro Alfonso, a quien habían llamado Alfonso durante tanto tiempo que ya apenas recordaba su nombre de pila, decidió que Paula Chaves le caía fatal. Encontrar gente desagradable era parte de su profesión, aunque la señorita Chaves no entraba en la categoría de los delincuentes.
—Aunque he tenido que lidiar con delincuentes más simpáticos… —murmuró para sí mismo.
Por supuesto, la ventaja con los delincuentes era tener autoridad sobre ellos. Le caía mal, y sin embargo, Alfonso aún no había hablado con ella. Nunca la había visto en persona y le gustaría que siguiera siendo así. Pero había acudido a su jefe. Los mensajes que había dejado en su buzón de voz, eran suficiente para que le cayese mal. Aunque no porque tuviese una voz desagradable; el problema era lo que quería de él.
—Llámeme.
—Por favor.
—Es muy importante.
—Tenemos que hablar.
—Señor Alfonso, es urgente.
Y cuando no respondió a sus llamadas, Paula Chaves había acudido a su jefe. «¿Qué era peor, que hubiese acudido a su jefe o que su jefe le hubiera ordenado que se pusiera en contacto con ella?» «Al menos habla con ella», le había dicho el jefe de policía de Kettle Bend. «En caso de que no te hayas dado cuenta, ya no estás en Detroit». Pero Pedro ya se había dado cuenta de eso. Cinco minutos después de llegar al pueblo. Ser policía en un diminuto pueblo de Wisconsin era tan diferente a ser detective de homicidios en Detroit como Atila, el rey de los hunos, y la madre Teresa de Calcuta.
—¿En qué momento de locura elegí Kettle Bend, Wisconsin…? —murmuró.
Por supuesto, ese momento de locura tenía un nombre y ese nombre era Carolina, su hermana mayor, que vivía en aquel pintoresco pueblecito con su marido dentista, Rafael, y sus dos hijos. Carolina llevaba años intentando convencerlo para que se mudase allí, desde que su vida se puso patas arriba. Kettle Bend era un pueblo del que Walt Disney o Norman Rockwell se sentirían orgullosos. Un pueblo de calles tranquilas y silenciosas flanqueadas por árboles con las que él, acostumbrado a los peores barrios de Detroit, no podía identificarse. Pero tampoco podía dejar de admirar las ramas de los árboles llenas de hojas moviéndose con la brisa primaveral, el olor de esa brisa entrando por la ventanilla de su coche… A la sombra de los árboles había casas bien cuidadas, algunas con la bandera colgando de un mástil en la puerta. En general se parecían bastante, todas pintadas de blanco con algún ribete amarillo, azul o verde. Todas tenían un porche y una valla blanca alrededor, tiestos o bonitas flores flanqueando el camino de entrada. Pero Pedro no pensaba dejarse engañar por eso.
Él sabía que esa ilusión de normalidad era la más peligrosa de todas: La de que hubiera un lugar seguro en el mundo, un sitio con balancines en el porche y limonada fresca en los ardientes días de verano, donde nadie cerraba la puerta con llave, donde los niños podían montar en bicicleta sin ser vigilados por sus padres o ir solos al colegio, donde las familias reían y jugaban juntas. Un lugar inocente donde uno podía formar un hogar. Siempre había intentando convencer a Carolina de que probablemente no era lo que parecía. No, detrás de las puertas y las ventanas de esas bonitas casas, estaba seguro de que habría todo tipo de secretos: botellas de alcohol escondidas, niños enganchados a las drogas, mujeres con hematomas inexplicables… Era ese escepticismo lo que hacía que no pegase en Kettle Bend. Y que no tuviese nada que ver con los planes de Paula Chaves.
Pedro recordó su último mensaje en el buzón de voz: «Necesitamos un héroe, señor Alfonso». Él no quería ser el héroe de nadie y tampoco era así como quería pasar su día libre. Y estaba a punto de hacer que Paula Chaves lamentase haberse puesto en contacto con él. Después de mirar de nuevo la dirección anotada en un papel, detuvo el coche y miró alrededor antes de bajar del coche y poner el seguro. La gente de Kettle Bend podía creer que nada malo iba a ocurrir allí, pero él no pensaba confiarse. Luego se volvió para mirar la casa en el número 1716 de Lilac Lane, que se parecía mucho a la de sus vecinos. Era una construcción de una sola planta, pintada recientemente de blanco con un ribete verde, a juego con la hiedra que cubría parte de los muros.
—Aunque he tenido que lidiar con delincuentes más simpáticos… —murmuró para sí mismo.
Por supuesto, la ventaja con los delincuentes era tener autoridad sobre ellos. Le caía mal, y sin embargo, Alfonso aún no había hablado con ella. Nunca la había visto en persona y le gustaría que siguiera siendo así. Pero había acudido a su jefe. Los mensajes que había dejado en su buzón de voz, eran suficiente para que le cayese mal. Aunque no porque tuviese una voz desagradable; el problema era lo que quería de él.
—Llámeme.
—Por favor.
—Es muy importante.
—Tenemos que hablar.
—Señor Alfonso, es urgente.
Y cuando no respondió a sus llamadas, Paula Chaves había acudido a su jefe. «¿Qué era peor, que hubiese acudido a su jefe o que su jefe le hubiera ordenado que se pusiera en contacto con ella?» «Al menos habla con ella», le había dicho el jefe de policía de Kettle Bend. «En caso de que no te hayas dado cuenta, ya no estás en Detroit». Pero Pedro ya se había dado cuenta de eso. Cinco minutos después de llegar al pueblo. Ser policía en un diminuto pueblo de Wisconsin era tan diferente a ser detective de homicidios en Detroit como Atila, el rey de los hunos, y la madre Teresa de Calcuta.
—¿En qué momento de locura elegí Kettle Bend, Wisconsin…? —murmuró.
Por supuesto, ese momento de locura tenía un nombre y ese nombre era Carolina, su hermana mayor, que vivía en aquel pintoresco pueblecito con su marido dentista, Rafael, y sus dos hijos. Carolina llevaba años intentando convencerlo para que se mudase allí, desde que su vida se puso patas arriba. Kettle Bend era un pueblo del que Walt Disney o Norman Rockwell se sentirían orgullosos. Un pueblo de calles tranquilas y silenciosas flanqueadas por árboles con las que él, acostumbrado a los peores barrios de Detroit, no podía identificarse. Pero tampoco podía dejar de admirar las ramas de los árboles llenas de hojas moviéndose con la brisa primaveral, el olor de esa brisa entrando por la ventanilla de su coche… A la sombra de los árboles había casas bien cuidadas, algunas con la bandera colgando de un mástil en la puerta. En general se parecían bastante, todas pintadas de blanco con algún ribete amarillo, azul o verde. Todas tenían un porche y una valla blanca alrededor, tiestos o bonitas flores flanqueando el camino de entrada. Pero Pedro no pensaba dejarse engañar por eso.
Él sabía que esa ilusión de normalidad era la más peligrosa de todas: La de que hubiera un lugar seguro en el mundo, un sitio con balancines en el porche y limonada fresca en los ardientes días de verano, donde nadie cerraba la puerta con llave, donde los niños podían montar en bicicleta sin ser vigilados por sus padres o ir solos al colegio, donde las familias reían y jugaban juntas. Un lugar inocente donde uno podía formar un hogar. Siempre había intentando convencer a Carolina de que probablemente no era lo que parecía. No, detrás de las puertas y las ventanas de esas bonitas casas, estaba seguro de que habría todo tipo de secretos: botellas de alcohol escondidas, niños enganchados a las drogas, mujeres con hematomas inexplicables… Era ese escepticismo lo que hacía que no pegase en Kettle Bend. Y que no tuviese nada que ver con los planes de Paula Chaves.
Pedro recordó su último mensaje en el buzón de voz: «Necesitamos un héroe, señor Alfonso». Él no quería ser el héroe de nadie y tampoco era así como quería pasar su día libre. Y estaba a punto de hacer que Paula Chaves lamentase haberse puesto en contacto con él. Después de mirar de nuevo la dirección anotada en un papel, detuvo el coche y miró alrededor antes de bajar del coche y poner el seguro. La gente de Kettle Bend podía creer que nada malo iba a ocurrir allí, pero él no pensaba confiarse. Luego se volvió para mirar la casa en el número 1716 de Lilac Lane, que se parecía mucho a la de sus vecinos. Era una construcción de una sola planta, pintada recientemente de blanco con un ribete verde, a juego con la hiedra que cubría parte de los muros.
Dulce Amor: Sinopsis
El hombre de uniforme…
El escéptico agente de policía Pedro Alfonso se había mudado al pintoresco pueblo de Kettle Bend para olvidar malos recuerdos. Vivía en paz… Hasta que un vídeo en el que rescataba a un perrito que estaba a punto de ahogarse lo convirtió en una celebridad.
Paula Chaves lo veía como la oportunidad perfecta para promocionar el marchito pueblo. Pero cuando conoció al policía, no resultó ser el cariñoso y cálido héroe que ella esperaba. Al contrario, decía odiar a los perros y desconfiar del amor… Aunque Paula le demostraría que estaba equivocado en ambas cosas.
El escéptico agente de policía Pedro Alfonso se había mudado al pintoresco pueblo de Kettle Bend para olvidar malos recuerdos. Vivía en paz… Hasta que un vídeo en el que rescataba a un perrito que estaba a punto de ahogarse lo convirtió en una celebridad.
Paula Chaves lo veía como la oportunidad perfecta para promocionar el marchito pueblo. Pero cuando conoció al policía, no resultó ser el cariñoso y cálido héroe que ella esperaba. Al contrario, decía odiar a los perros y desconfiar del amor… Aunque Paula le demostraría que estaba equivocado en ambas cosas.
jueves, 14 de mayo de 2020
Pasión: Capítulo 47
De pronto volvió a sentir lágrimas en los ojos. Masculló un juramento.
-Yo nunca lloraba, hasta que te conocí.
-Eso es porque al final te diste cuenta de que no siempre tenías que ser la fuerte, la protectora.
Paula asintió al tiempo que las lágrimas brotaban de sus ojos.
-Sí, maldita sea, sí.
Pedro las atrapaba sobre sus mejillas con las yemas de los dedos. Un segundo después ella le rodeó con los brazos. Lloró y lloró sin parar. Él le acariciaba la espalda y le susurraba dulces palabras en italiano.
-Dios, te quiero, Pedro.
Ella se apartó y lo miró.
-Yo también te quiero, Paula.
Él estaba a punto de besarla cuando ella retrocedió.
-¿Estás seguro de que no me te arrepentirás? ¿Y si vuelvo y luego te das cuenta de que en realidad quieres a una princesa de la alta sociedad?
Pedro miró a su alrededor. La gente los miraba boquiabiertos. Sintió una descarga de energía, sabiendo que tenía a la mujer que amaba entre sus brazos y que ella le correspondía. Aquello era lo que siempre había buscado, pero no lo habría sabido nunca si no la hubiera conocido. Volvió a mirar a Paula.
-¿Tú qué crees?
Ella miró a su alrededor. Todo eso lo había hecho por ella, por ella.
-Muy bien, te creo -le dijo, sonrojándose.
-Creo que es hora de irse a casa.
-Sí, por favor.
Mucho después, tras darle rienda suelta a toda esa pasión que llevaban dentro, Paula suspiró profundamente. Pedro se apoyó sobre un codo y la miró con gesto serio. Le apartó un mechón de la cara.
-La única razón por la que no te dije que te quería el día que te fuiste fue porque no quería asustarte. Quería empezar de cero y hacer las cosas bien, como te merecías.
-Creo que las has hecho bien, Pedro. Me tienes -dijo ella, sonriendo.
Él sacó algo del mueble que tenía detrás.
-Bueno, ahora que hemos hecho tantos progresos, quiero pasar a la siguiente fase.
-¿La siguiente fase? -repitió ella, apoyándose en el codo también.
Pedro abrió una cajita de terciopelo. En su interior había un flamante anillo con una esmeralda, rodeada de diamantes. Paula levantó la vista.
-Este no puedes devolverlo a la tienda. Es un préstamo para toda la vida.
Paula se incorporó. Estaba temblando. Pedro tomó su mano y le puso el anillo en la punta del dedo. La miró a los ojos. Ella parpadeó rápidamente para ahuyentar las lágrimas.
-Paula Chaves, te quiero más que a mi vida. ¿Vendrías a Río de Janeiro la próxima semana y te casarías conmigo, con Jorge y Gonzalo como testigos?
Paula asintió torpemente.
-Sí. Me encantaría ir a Río y regresar siendo tu esposa.
Pedro deslizó el anillo hasta el final de su dedo y la estrechó entre sus brazos con un gesto de triunfo. Sus bocas se encontraron. Después de un momento, él retrocedió.
-Bien, porque entonces podemos pasar a la fase siguiente.
-¿Y qué fase es esa?
De repente la voz de Pedro sonó más seria que nunca.
-Vivir juntos durante el resto de nuestras vidas y tener hijos a los que amaremos y les daremos todo lo que no tuvimos nosotros.
Paula le acarició la mejilla.
-Eso me gustaría. Mucho.
Cuatro años más tarde, Paula miró por encima de la cabecita de su recién nacido bebé. El pequeño tenía una hermanita de dos años y medio, Olivia. Le sonrió a su marido.
-¿Se arrepiente de algo, señor Alfonso?
Pedro se inclinó para darle un beso a Paula y Olivia se movió un poco. Estaba dormida sobre su hombro.
-De nada -le dijo.
FIN
-Yo nunca lloraba, hasta que te conocí.
-Eso es porque al final te diste cuenta de que no siempre tenías que ser la fuerte, la protectora.
Paula asintió al tiempo que las lágrimas brotaban de sus ojos.
-Sí, maldita sea, sí.
Pedro las atrapaba sobre sus mejillas con las yemas de los dedos. Un segundo después ella le rodeó con los brazos. Lloró y lloró sin parar. Él le acariciaba la espalda y le susurraba dulces palabras en italiano.
-Dios, te quiero, Pedro.
Ella se apartó y lo miró.
-Yo también te quiero, Paula.
Él estaba a punto de besarla cuando ella retrocedió.
-¿Estás seguro de que no me te arrepentirás? ¿Y si vuelvo y luego te das cuenta de que en realidad quieres a una princesa de la alta sociedad?
Pedro miró a su alrededor. La gente los miraba boquiabiertos. Sintió una descarga de energía, sabiendo que tenía a la mujer que amaba entre sus brazos y que ella le correspondía. Aquello era lo que siempre había buscado, pero no lo habría sabido nunca si no la hubiera conocido. Volvió a mirar a Paula.
-¿Tú qué crees?
Ella miró a su alrededor. Todo eso lo había hecho por ella, por ella.
-Muy bien, te creo -le dijo, sonrojándose.
-Creo que es hora de irse a casa.
-Sí, por favor.
Mucho después, tras darle rienda suelta a toda esa pasión que llevaban dentro, Paula suspiró profundamente. Pedro se apoyó sobre un codo y la miró con gesto serio. Le apartó un mechón de la cara.
-La única razón por la que no te dije que te quería el día que te fuiste fue porque no quería asustarte. Quería empezar de cero y hacer las cosas bien, como te merecías.
-Creo que las has hecho bien, Pedro. Me tienes -dijo ella, sonriendo.
Él sacó algo del mueble que tenía detrás.
-Bueno, ahora que hemos hecho tantos progresos, quiero pasar a la siguiente fase.
-¿La siguiente fase? -repitió ella, apoyándose en el codo también.
Pedro abrió una cajita de terciopelo. En su interior había un flamante anillo con una esmeralda, rodeada de diamantes. Paula levantó la vista.
-Este no puedes devolverlo a la tienda. Es un préstamo para toda la vida.
Paula se incorporó. Estaba temblando. Pedro tomó su mano y le puso el anillo en la punta del dedo. La miró a los ojos. Ella parpadeó rápidamente para ahuyentar las lágrimas.
-Paula Chaves, te quiero más que a mi vida. ¿Vendrías a Río de Janeiro la próxima semana y te casarías conmigo, con Jorge y Gonzalo como testigos?
Paula asintió torpemente.
-Sí. Me encantaría ir a Río y regresar siendo tu esposa.
Pedro deslizó el anillo hasta el final de su dedo y la estrechó entre sus brazos con un gesto de triunfo. Sus bocas se encontraron. Después de un momento, él retrocedió.
-Bien, porque entonces podemos pasar a la fase siguiente.
-¿Y qué fase es esa?
De repente la voz de Pedro sonó más seria que nunca.
-Vivir juntos durante el resto de nuestras vidas y tener hijos a los que amaremos y les daremos todo lo que no tuvimos nosotros.
Paula le acarició la mejilla.
-Eso me gustaría. Mucho.
Cuatro años más tarde, Paula miró por encima de la cabecita de su recién nacido bebé. El pequeño tenía una hermanita de dos años y medio, Olivia. Le sonrió a su marido.
-¿Se arrepiente de algo, señor Alfonso?
Pedro se inclinó para darle un beso a Paula y Olivia se movió un poco. Estaba dormida sobre su hombro.
-De nada -le dijo.
FIN
Pasión: Capítulo 46
-Maldita sea, Paula, ¿Dónde estás?
Paula supo que no eran imaginaciones suyas. Levantó la vista y trató de ver por encima de las cabezas. El corazón se le paró un momento al ver a Pedro, sobresaliendo por encima de todos, subido a una mesa, mirando a un lado y a otro. Se volvió hacia ella. Paula se agachó, pero fue demasiado tarde. Un segundo después oyó el golpe de unos pies que aterrizaban en el suelo. Trató de dar media vuelta y echar a correr, pero la gente se agolpaba detrás de ella. No había escapatoria posible. Como a cámara lenta, la multitud se abrió frente a ella. Pedro apareció ante sus ojos como por arte de magia. Alto, bronceado, glorioso. Llevaba una camisa azul claro y pantalones oscuros. Tenía las manos en las caderas. Esos ojos oscuros la taladraban, fijos en ella y precisos como un láser. Las manos de ella temblaban tanto que las bebidas empezaron a tambalearse sobre la bandeja. Él dió un paso adelante, se la quitó de las manos y se la dió a un camarero que pasaba por allí.
-¿Por qué estás aquí, Pedro? Te dejé bien claro en la nota que no me interesa una aventura pasajera.
Los ojos de Pedro brillaron.
-Sí. Esa nota tuya, tan escueta y precisa. «Querido Pedro, lo siento, pero no me interesa una aventura. Adiós, Paula». Dio. Casi me vuelvo loco cuando lo leí.
La multitud estaba tan silenciosa, que casi se hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer. Sin embargo, Paula solo veía a un hombre. Apretó los puños. Abrió más los ojos.
-Quería decir justo lo que dije. No me interesa una aventura.
Pedro se acercó un poco más. Paula retrocedió.
-A mí tampoco.
-Pero si solo dijiste que había algo entre nosotros. -le dijo ella, sacudiendo la cabeza.
-Y lo hay.
Paula cada vez se sentía más confusa. Una rabia repentina, producto de la impotencia, amenazaba con apoderarse de ella.
-Pedro ¿Por qué estás aquí? Quiero que me dejes tranquila. No estoy interesada.
Él se acercó aún más.
-Dime en qué estás interesada.
Paula se quedó de piedra, y mintió.
-Lo único que me interesa eres tú.
-Mentirosa -Pedro sonrió.
-No soy una mentirosa. Nunca he mentido.
-Lo sé, cara... Pero me temo que en esto sí que estás mintiendo.
Paula sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. No quería llorar, pero estaba a punto. Pedro dió otro paso adelante y la estrechó entre sus brazos. Fue como el cielo y el infierno a la misma vez. No podía moverse.
-Maldito seas, Pedro -habló sobre su pecho.
Él la hizo retroceder un poco. Le sujetaba las mejillas con ambas manos, acariciándola, atrapando sus lágrimas. Sonaba atormentado.
-No llores, por favor. No quiero hacerte llorar. Solo dime. ¿Qué es lo que te interesa?
Paula abrió la boca. Quería arremeter contra él por el daño que le había hecho, pero no podía. Lo miró a los ojos, y lo que único que vió fue al hombre al que amaba.
-Tú eres lo que me interesa, Pedro Alfonso. Estoy interesada en todo lo que tenga que ver contigo, lo que te conmueve, lo que quieres, lo que te hace feliz. Me interesa hacerte feliz. Estoy enamorada de tí, y me interesa pasar el resto de mi vida contigo. No quiero solo una aventura esporádica. Quiero algo más que eso -de repente sintió que una confianza desafiante se apoderaba de ella-. Bueno. ¿Es eso lo que querías oír? ¿Es lo suficientemente realista y sincero para tí?
Pedro sonrió. Fue una sonrisa distinta a todas las que le había visto hasta ese momento. De pronto Paula creyó ver a ese joven inocente que debía de haber sido. El corazón le dió un vuelco.
-Oh, cara. Eso es exactamente lo que quería oír. Porque, ya ves. Yo también te quiero. Es solo que no quise decirlo ese día porque tenía miedo de que salieras corriendo. Sabía que me ibas a odiar por haberte hecho daño. Y quería hacer las cosas bien. Quería que te enamoraras de mí poco a poco. Para que no me dejaras nunca. Pero cuando llegué a casa te habías ido y solo encontré esa nota.
A continuación pronunció una sarta de palabras en italiano. Paula le tocó la barbilla, reconociendo por fin los signos de angustia en su rostro. Angustia, por ella.
-Estás hablando en italiano.
-Desde que te fuiste, no he podido dormir, ni comer, ni hablar de nada más. Hice que me pusieran unas cortinas en el despacho y mandé a todo el mundo a otra planta para que nadie pudiera verme sufrir. Tú me has devuelto a la vida, Paula, y la idea de una vida sin tí me aterroriza más que cualquier otra cosa en este mundo.
Paula lo miró fijamente. Toda su vida pasó ante sus ojos en un abrir y cerrar de ojos. Ella también se había sentido muy sola hasta que le había conocido. De manera inconsciente le había dado el control desde el principio. porque en lo profundo de su ser, siempre había confiado en él.
Paula supo que no eran imaginaciones suyas. Levantó la vista y trató de ver por encima de las cabezas. El corazón se le paró un momento al ver a Pedro, sobresaliendo por encima de todos, subido a una mesa, mirando a un lado y a otro. Se volvió hacia ella. Paula se agachó, pero fue demasiado tarde. Un segundo después oyó el golpe de unos pies que aterrizaban en el suelo. Trató de dar media vuelta y echar a correr, pero la gente se agolpaba detrás de ella. No había escapatoria posible. Como a cámara lenta, la multitud se abrió frente a ella. Pedro apareció ante sus ojos como por arte de magia. Alto, bronceado, glorioso. Llevaba una camisa azul claro y pantalones oscuros. Tenía las manos en las caderas. Esos ojos oscuros la taladraban, fijos en ella y precisos como un láser. Las manos de ella temblaban tanto que las bebidas empezaron a tambalearse sobre la bandeja. Él dió un paso adelante, se la quitó de las manos y se la dió a un camarero que pasaba por allí.
-¿Por qué estás aquí, Pedro? Te dejé bien claro en la nota que no me interesa una aventura pasajera.
Los ojos de Pedro brillaron.
-Sí. Esa nota tuya, tan escueta y precisa. «Querido Pedro, lo siento, pero no me interesa una aventura. Adiós, Paula». Dio. Casi me vuelvo loco cuando lo leí.
La multitud estaba tan silenciosa, que casi se hubiera podido oír el ruido de un alfiler al caer. Sin embargo, Paula solo veía a un hombre. Apretó los puños. Abrió más los ojos.
-Quería decir justo lo que dije. No me interesa una aventura.
Pedro se acercó un poco más. Paula retrocedió.
-A mí tampoco.
-Pero si solo dijiste que había algo entre nosotros. -le dijo ella, sacudiendo la cabeza.
-Y lo hay.
Paula cada vez se sentía más confusa. Una rabia repentina, producto de la impotencia, amenazaba con apoderarse de ella.
-Pedro ¿Por qué estás aquí? Quiero que me dejes tranquila. No estoy interesada.
Él se acercó aún más.
-Dime en qué estás interesada.
Paula se quedó de piedra, y mintió.
-Lo único que me interesa eres tú.
-Mentirosa -Pedro sonrió.
-No soy una mentirosa. Nunca he mentido.
-Lo sé, cara... Pero me temo que en esto sí que estás mintiendo.
Paula sintió el escozor de las lágrimas en los ojos. No quería llorar, pero estaba a punto. Pedro dió otro paso adelante y la estrechó entre sus brazos. Fue como el cielo y el infierno a la misma vez. No podía moverse.
-Maldito seas, Pedro -habló sobre su pecho.
Él la hizo retroceder un poco. Le sujetaba las mejillas con ambas manos, acariciándola, atrapando sus lágrimas. Sonaba atormentado.
-No llores, por favor. No quiero hacerte llorar. Solo dime. ¿Qué es lo que te interesa?
Paula abrió la boca. Quería arremeter contra él por el daño que le había hecho, pero no podía. Lo miró a los ojos, y lo que único que vió fue al hombre al que amaba.
-Tú eres lo que me interesa, Pedro Alfonso. Estoy interesada en todo lo que tenga que ver contigo, lo que te conmueve, lo que quieres, lo que te hace feliz. Me interesa hacerte feliz. Estoy enamorada de tí, y me interesa pasar el resto de mi vida contigo. No quiero solo una aventura esporádica. Quiero algo más que eso -de repente sintió que una confianza desafiante se apoderaba de ella-. Bueno. ¿Es eso lo que querías oír? ¿Es lo suficientemente realista y sincero para tí?
Pedro sonrió. Fue una sonrisa distinta a todas las que le había visto hasta ese momento. De pronto Paula creyó ver a ese joven inocente que debía de haber sido. El corazón le dió un vuelco.
-Oh, cara. Eso es exactamente lo que quería oír. Porque, ya ves. Yo también te quiero. Es solo que no quise decirlo ese día porque tenía miedo de que salieras corriendo. Sabía que me ibas a odiar por haberte hecho daño. Y quería hacer las cosas bien. Quería que te enamoraras de mí poco a poco. Para que no me dejaras nunca. Pero cuando llegué a casa te habías ido y solo encontré esa nota.
A continuación pronunció una sarta de palabras en italiano. Paula le tocó la barbilla, reconociendo por fin los signos de angustia en su rostro. Angustia, por ella.
-Estás hablando en italiano.
-Desde que te fuiste, no he podido dormir, ni comer, ni hablar de nada más. Hice que me pusieran unas cortinas en el despacho y mandé a todo el mundo a otra planta para que nadie pudiera verme sufrir. Tú me has devuelto a la vida, Paula, y la idea de una vida sin tí me aterroriza más que cualquier otra cosa en este mundo.
Paula lo miró fijamente. Toda su vida pasó ante sus ojos en un abrir y cerrar de ojos. Ella también se había sentido muy sola hasta que le había conocido. De manera inconsciente le había dado el control desde el principio. porque en lo profundo de su ser, siempre había confiado en él.
Pasión: Capítulo 45
-¿Nos dejas un momento, Gonzalo? La señora Jones te llevará a tu habitación.
Gonzalo asintió y apretó las manos de Paula.
-¿Te encuentras bien?
Paula quería reírse como una histérica. Nunca antes se había sentido tan bien. Asintió con la cabeza y vió salir a su hermano.
-¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué le has dado una oportunidad? Después de todo.
-¿Después de todo lo que he dicho? -dijo él, terminando la frase en un tono brusco. Masculló un juramento-. Lo siento -le dió la espalda, como si no pudiera soportar su mirada-. Dios, Paula, lo siento tanto.
Se volvió después de unos segundos.
-Fui un idiota, un estúpido, un tonto. Cuando leí ese mensaje, le dí tantas vueltas que acabé creyendo lo peor. La otra noche, en Nueva York, te acercaste demasiado. Nunca le había hablado a nadie de mí, de mi vida. Y sin embargo, contigo, todo salió como si nada. Y no te asustaste, ni saliste corriendo, horrorizada.
Acercó una silla y se sentó frente a ella. Los ojos le ardían.
-No preparé lo del titular. Tienes que creerme. Cuando ví la foto, fue la primera vez que se me ocurrió pensar que Gonzalo podría verlo. No había contemplado esa posibilidad antes. Pero te dejé creer que sí porque quería alejarte de mí desesperadamente -hizo una mueca-. En el fondo sabía que no eras ninguna de esas cosas de las que te acusaba ayer. Te seduje porque no podía no hacerlo - sacudió la cabeza, disgustado consigo mismo-. Arremetí contra tí porque nunca he confiado en nadie hasta que te conocí. Y cuando Gonzalo se presentó en mi despacho, preguntándome qué pasaba entre nosotros, su preocupación por ti me hizo sentir vergüenza de mí mismo. No me quedaba nada que esconder.
El corazón de Paula se iluminó con una pequeña llama de esperanza. Fue como si algo hubiera empezado a derretirse.
-Nunca debí retenerte aquí, pero la verdad es que en el fondo lo hice por tí, no por lo de tu hermano.
-¿De qué estás hablando?
Pedro la tomó de la mano.
-No puedo impedirte que te vayas si quieres hacerlo. Pero no quiero que te vayas. Quiero que te quedes todo el tiempo que quieras.
-¿Todo el tiempo que quiera? -preguntó Paula con un hilo de voz. La llama que ardía en su interior parpadeó peligrosamente.
-Hay algo entre nosotros, Paula. Algo poderoso.
Paula se soltó de Pedro. Lo que le estaba diciendo era que había deseo entre ellos, atracción física. Y él quería que se quedara hasta que ese deseo se consumiera. Antes de que pudiera decir nada, él hizo una mueca y miró el reloj.
-Mira, tengo que asistir a una reunión. No puedo posponerla. Piensa en lo que te he dicho. Hablaremos cuando vuelva. ¿De acuerdo?
La miró unos segundos. Paula estaba perpleja.
-¿Por favor?
Paula se dio cuenta de que no se iba a mover hasta que le dijera algo. Casi sin pensar, asintió con la cabeza. El rostro de Pedro reflejó el alivio que sentía. Pero no dijo nada más. Simplemente se levantó y se alejó. Ella había asentido para manifestar su conformidad, pero en el fondo sabía muy bien lo que tenía que hacer. Tenía que irse, huir. Pedro quería un pasatiempo. No le había dicho nada del amor. Y no podía lidiar con eso. No podía estar a su lado, siendo consciente de que él no tenía la menor idea de lo que sentía por él. No podía dejar que le hiciera el amor sin saber lo profundamente enamorada que estaba de él. De no ser así, jamás le hubiera hecho tanto daño como le había hecho el día anterior. Solo era una diversión, algo pasajero. Hizo las maletas a toda prisa, escribió dos notas y se dirigió hacia la puerta. Por suerte esa noche había otro guardaespaldas distinto. Tampoco quería ver a Jorge en ese momento.
Dos semanas después.
Paula se abría paso a duras penas entre la multitud. Prácticamente tuvo que mantener la bandeja llena de vasos vacíos sobre la cabeza para no tirarla al suelo. Mascullando un juramento, avanzaba como podía. Gotas de sudor le caían sobre la frente, por la espalda, entre los pechos. Con ese trabajo, no obstante, por lo menos podría permitirse salir del hostal dentro de unas pocas semanas. Tenía que buscar un sitio barato para vivir. Y en cuanto estuviera mínimamente instalada, dedicaría un par de horas cada día a trabajar sobre ese libro para niños que siempre había querido escribir. Respiró aliviada cuando vio las puertas de la cocina. Entró y dejó la bandeja, pero enseguida le dieron otra, llena de copas de champán.
-Esta noche tienen mucha sed -le dijo su jefe.
Reprimió un gemido y volvió a salir. La multitud parecía aún más densa. Un mar de hombres vestidos de negro y mujeres vestidas con los trajes más suntuosos. ¿Cómo iba a atravesar esa marea?
-Disculpen -empezó a decir, armándose de valor.
Pero no estaba avanzando mucho. De repente sintió que una energía inesperada sacudía a la gente, como si alguien especial acabara de hacer acto de presencia. La gente susurraba. Estiraban el cuello. Paula puso los ojos en blanco y se aferró a su bandeja. Sin duda debía de ser alguna celebridad.
-Oh, Dios mío, se está subiendo a una mesa -dijo alguien de repente-. ¿Pero es él de verdad?
De pronto se hizo el silencio.
-Paula Chaves. Sé que estás aquí en alguna parte -dijo una voz-. ¿Dónde estás?
El corazón de Paula se detuvo. No podía ser cierto. Debía de estar alucinando. La voz volvió a decir algo.
Gonzalo asintió y apretó las manos de Paula.
-¿Te encuentras bien?
Paula quería reírse como una histérica. Nunca antes se había sentido tan bien. Asintió con la cabeza y vió salir a su hermano.
-¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué le has dado una oportunidad? Después de todo.
-¿Después de todo lo que he dicho? -dijo él, terminando la frase en un tono brusco. Masculló un juramento-. Lo siento -le dió la espalda, como si no pudiera soportar su mirada-. Dios, Paula, lo siento tanto.
Se volvió después de unos segundos.
-Fui un idiota, un estúpido, un tonto. Cuando leí ese mensaje, le dí tantas vueltas que acabé creyendo lo peor. La otra noche, en Nueva York, te acercaste demasiado. Nunca le había hablado a nadie de mí, de mi vida. Y sin embargo, contigo, todo salió como si nada. Y no te asustaste, ni saliste corriendo, horrorizada.
Acercó una silla y se sentó frente a ella. Los ojos le ardían.
-No preparé lo del titular. Tienes que creerme. Cuando ví la foto, fue la primera vez que se me ocurrió pensar que Gonzalo podría verlo. No había contemplado esa posibilidad antes. Pero te dejé creer que sí porque quería alejarte de mí desesperadamente -hizo una mueca-. En el fondo sabía que no eras ninguna de esas cosas de las que te acusaba ayer. Te seduje porque no podía no hacerlo - sacudió la cabeza, disgustado consigo mismo-. Arremetí contra tí porque nunca he confiado en nadie hasta que te conocí. Y cuando Gonzalo se presentó en mi despacho, preguntándome qué pasaba entre nosotros, su preocupación por ti me hizo sentir vergüenza de mí mismo. No me quedaba nada que esconder.
El corazón de Paula se iluminó con una pequeña llama de esperanza. Fue como si algo hubiera empezado a derretirse.
-Nunca debí retenerte aquí, pero la verdad es que en el fondo lo hice por tí, no por lo de tu hermano.
-¿De qué estás hablando?
Pedro la tomó de la mano.
-No puedo impedirte que te vayas si quieres hacerlo. Pero no quiero que te vayas. Quiero que te quedes todo el tiempo que quieras.
-¿Todo el tiempo que quiera? -preguntó Paula con un hilo de voz. La llama que ardía en su interior parpadeó peligrosamente.
-Hay algo entre nosotros, Paula. Algo poderoso.
Paula se soltó de Pedro. Lo que le estaba diciendo era que había deseo entre ellos, atracción física. Y él quería que se quedara hasta que ese deseo se consumiera. Antes de que pudiera decir nada, él hizo una mueca y miró el reloj.
-Mira, tengo que asistir a una reunión. No puedo posponerla. Piensa en lo que te he dicho. Hablaremos cuando vuelva. ¿De acuerdo?
La miró unos segundos. Paula estaba perpleja.
-¿Por favor?
Paula se dio cuenta de que no se iba a mover hasta que le dijera algo. Casi sin pensar, asintió con la cabeza. El rostro de Pedro reflejó el alivio que sentía. Pero no dijo nada más. Simplemente se levantó y se alejó. Ella había asentido para manifestar su conformidad, pero en el fondo sabía muy bien lo que tenía que hacer. Tenía que irse, huir. Pedro quería un pasatiempo. No le había dicho nada del amor. Y no podía lidiar con eso. No podía estar a su lado, siendo consciente de que él no tenía la menor idea de lo que sentía por él. No podía dejar que le hiciera el amor sin saber lo profundamente enamorada que estaba de él. De no ser así, jamás le hubiera hecho tanto daño como le había hecho el día anterior. Solo era una diversión, algo pasajero. Hizo las maletas a toda prisa, escribió dos notas y se dirigió hacia la puerta. Por suerte esa noche había otro guardaespaldas distinto. Tampoco quería ver a Jorge en ese momento.
Dos semanas después.
Paula se abría paso a duras penas entre la multitud. Prácticamente tuvo que mantener la bandeja llena de vasos vacíos sobre la cabeza para no tirarla al suelo. Mascullando un juramento, avanzaba como podía. Gotas de sudor le caían sobre la frente, por la espalda, entre los pechos. Con ese trabajo, no obstante, por lo menos podría permitirse salir del hostal dentro de unas pocas semanas. Tenía que buscar un sitio barato para vivir. Y en cuanto estuviera mínimamente instalada, dedicaría un par de horas cada día a trabajar sobre ese libro para niños que siempre había querido escribir. Respiró aliviada cuando vio las puertas de la cocina. Entró y dejó la bandeja, pero enseguida le dieron otra, llena de copas de champán.
-Esta noche tienen mucha sed -le dijo su jefe.
Reprimió un gemido y volvió a salir. La multitud parecía aún más densa. Un mar de hombres vestidos de negro y mujeres vestidas con los trajes más suntuosos. ¿Cómo iba a atravesar esa marea?
-Disculpen -empezó a decir, armándose de valor.
Pero no estaba avanzando mucho. De repente sintió que una energía inesperada sacudía a la gente, como si alguien especial acabara de hacer acto de presencia. La gente susurraba. Estiraban el cuello. Paula puso los ojos en blanco y se aferró a su bandeja. Sin duda debía de ser alguna celebridad.
-Oh, Dios mío, se está subiendo a una mesa -dijo alguien de repente-. ¿Pero es él de verdad?
De pronto se hizo el silencio.
-Paula Chaves. Sé que estás aquí en alguna parte -dijo una voz-. ¿Dónde estás?
El corazón de Paula se detuvo. No podía ser cierto. Debía de estar alucinando. La voz volvió a decir algo.
martes, 12 de mayo de 2020
Pasión: Capítulo 44
A la tarde siguiente, Pedro estaba en su despacho, andando de un lado a otro. El trabajo era lo último en lo que podía pensar. Paula no había salido de su dormitorio, y no había contestado cuando había llamado a su puerta. «¡Vete!», le había gritado. Acababa de llamar a la señora Jones y esta le había dicho que todavía seguía en su habitación. Sentía una extraña sensación de cosquilleo en el cuello. Se volvió y vió que alguien se acercaba a su despacho. Una silueta familiar. El corazón se le cayó a los pies. Sus empleados también se habían parado para mirar, porque sabían lo que aquello significaba. También sabía que significaba algo más, algo más importante que un millón de euros. Gonzalo Schulz iba directo hacia él con una mirada de pura furia. En ese momento Pedro supo que había cometido el error más grande de toda su vida.
La única cosa que sacó a Paula de ese estado catatónico fue una voz familiar. Era vagamente consciente de que fuera era de noche. Oyó esa voz de nuevo.
-Paula, vamos. Abre la puerta. Soy yo.
Se incorporó. No podía ser. Tenía que estar soñando. Sintiéndose como si realmente fuera un sueño, empezó a mover las piernas por fin, se levantó y fue a abrir. Su hermano estaba al otro lado de la puerta. Durante unos segundos, se lo quedó mirando, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Después se echó a llorar y se arrojó a sus brazos, flacos y frágiles. Él la agarró con fuerza, la acarició y trató de consolarla. Sin saber muy bien cómo habían llegado hasta allí, se encontró sentada en un sofá, con Gonzalo a su lado, dándole un vaso que contenía un líquido color ámbar. Respiró hondo. Tenía toda la cara hinchada.
-No bebo.
Su hermano insistió.
-Ahora sí. Vamos. Lo necesitas.
Paula bebió un sorbo e hizo una mueca. Tosió un poco. A medida que la bebida la devolvía a la vida, se dió cuenta de que sí era su hermano quien estaba a su lado. Le agarró la mano.
-Espera. No puedes estar aquí. Pedro está abajo. Si te encuentra.
Dejó de hablar. De repente sintió un cosquilleo y vió que Gonzalo miraba a alguien o a algo que estaba justo detrás de ella, se volvió. Pedro, pálido como la leche, estaba de pie, con las manos en los bolsillos.
-Vino a verme primero cuando llegó -dijo, esbozando una triste sonrisa.
Paula estaba tensa. No entendía muy bien lo que estaba pasando.
-Gonzalo. ¿Qué...?
Su hermano sonrió. Parecía cansado.
-Es una larga historia. Ya se lo he explicado todo al señor Alfonso. Me chantajearon. Unos tipos a los que conocí en la cárcel. Sabían dónde trabajaba y sabían algo acerca de un fraude. Me amenazaron con delatarme ante el señor Alfonso. Yo estaba aterrado. No quería perder lo mejor que me había pasado en la vida. Las cosa fue a peor hasta que quisieron demasiado dinero y tuve que huir.
Gonzalo miró a Pedro. Paula vió respeto en su mirada.
-El señor Alfonso me ha prometido que no presentará cargos si lo ayudo a buscar a esos tipos -volvió a mirar a su hermana-. No sé si podremos recuperar el dinero, pero en cualquier caso seguiré debiéndole mucho al señor. Me ha ofrecido trabajo, y así podré pagárselo todo. Paula, no me merezco esta oportunidad, pero no pienso volver a meter la pata. Lo prometo.
Paula no se podía creer lo que estaba oyendo. Estaba muy sorprendida.
La única cosa que sacó a Paula de ese estado catatónico fue una voz familiar. Era vagamente consciente de que fuera era de noche. Oyó esa voz de nuevo.
-Paula, vamos. Abre la puerta. Soy yo.
Se incorporó. No podía ser. Tenía que estar soñando. Sintiéndose como si realmente fuera un sueño, empezó a mover las piernas por fin, se levantó y fue a abrir. Su hermano estaba al otro lado de la puerta. Durante unos segundos, se lo quedó mirando, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Después se echó a llorar y se arrojó a sus brazos, flacos y frágiles. Él la agarró con fuerza, la acarició y trató de consolarla. Sin saber muy bien cómo habían llegado hasta allí, se encontró sentada en un sofá, con Gonzalo a su lado, dándole un vaso que contenía un líquido color ámbar. Respiró hondo. Tenía toda la cara hinchada.
-No bebo.
Su hermano insistió.
-Ahora sí. Vamos. Lo necesitas.
Paula bebió un sorbo e hizo una mueca. Tosió un poco. A medida que la bebida la devolvía a la vida, se dió cuenta de que sí era su hermano quien estaba a su lado. Le agarró la mano.
-Espera. No puedes estar aquí. Pedro está abajo. Si te encuentra.
Dejó de hablar. De repente sintió un cosquilleo y vió que Gonzalo miraba a alguien o a algo que estaba justo detrás de ella, se volvió. Pedro, pálido como la leche, estaba de pie, con las manos en los bolsillos.
-Vino a verme primero cuando llegó -dijo, esbozando una triste sonrisa.
Paula estaba tensa. No entendía muy bien lo que estaba pasando.
-Gonzalo. ¿Qué...?
Su hermano sonrió. Parecía cansado.
-Es una larga historia. Ya se lo he explicado todo al señor Alfonso. Me chantajearon. Unos tipos a los que conocí en la cárcel. Sabían dónde trabajaba y sabían algo acerca de un fraude. Me amenazaron con delatarme ante el señor Alfonso. Yo estaba aterrado. No quería perder lo mejor que me había pasado en la vida. Las cosa fue a peor hasta que quisieron demasiado dinero y tuve que huir.
Gonzalo miró a Pedro. Paula vió respeto en su mirada.
-El señor Alfonso me ha prometido que no presentará cargos si lo ayudo a buscar a esos tipos -volvió a mirar a su hermana-. No sé si podremos recuperar el dinero, pero en cualquier caso seguiré debiéndole mucho al señor. Me ha ofrecido trabajo, y así podré pagárselo todo. Paula, no me merezco esta oportunidad, pero no pienso volver a meter la pata. Lo prometo.
Paula no se podía creer lo que estaba oyendo. Estaba muy sorprendida.
Pasión: Capítulo 43
--No. No puedo hacerlo.
La expresión de su rostro era indescifrable. Se levantó de la cama.
-Duerme un poco, Paula -le dijo, sin mirar atrás-. Nos vamos mañana a la hora de comer.
Al día siguiente, a la hora de comer, Paula todavía se sentía un poco dolorida. Era como si hubiera habido un terremoto la noche anterior, y ya no sabía dónde estaban sus puntos de referencia. Se había levantado tarde, después de pasar toda la noche en vela, dando vueltas. Carmen le había dicho que Pedro se había ido a trabajar. De pronto oyó un ruido y levantó la vista de la televisión. Él estaba en la puerta, con gesto serio y casi malhumorado. Paula sintió que se le caía el alma a los pies. No hacía falta preguntarse cómo se había tomado lo de la noche anterior. Lo llevaba escrito en la cara. Se puso en pie lentamente y trató de hacerle frente con la misma actitud.
-Estoy lista para irme.
Pedro levantó un pedazo de papel que tenía en la mano.
-¿Me quieres explicar esto?
-¿De qué estás hablando? -le preguntó ella, mirando el papel.
Pedro lo levantó en el aire y leyó.
-«Gonzalo ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien? Por favor, ponte en contacto conmigo. Tengo tantas cosas que contarte. Necesito saber que estás bien. Por favor, solo dime dónde estás. Mándame un número al que pueda llamarte. Tenemos que hablar. Puedo ayudarte».
Paula se quedó blanca como la leche.
-¿Cómo has conseguido eso?
-Es la cuenta de correo de su trabajo. Tengo a una persona revisándola constantemente.
Paula sintió que se le encogía el estómago. Se sentía culpable aunque no hubiera hecho nada.
-No te lo dije ayer porque parecías muy enfadado cuando volviste. Pero te lo habría dicho.
Pedro arqueó una ceja de una forma que Paula no había visto antes. Casi sintió ganas de golpearlo.
-Has tenido toda la tarde para decírmelo. Este correo suena muy mal. Querías avisarle para que no apareciera por aquí, o querías quedar con él en algún sitio.
Paula tragó en seco.
-A lo mejor eso es lo que parece, pero no es lo que yo quería. Quería decir exactamente lo que digo, que estoy preocupada por él y que quiero saber dónde está. Cuando le dije que podía ayudarlo, quería decir eso, que si se entrega, tengo intención de ayudarlo pase lo que pase.
Pedro bajó el papel y sonrió con dureza.
-Qué nobleza. Cuánta mentira. Creo que ibas a decirle que te habías metido en la cama de su jefe y que le habías contado unas buenas mentiras. A lo mejor querías contrastar la historia con él antes de que apareciera por aquí.
Paula sacudió la cabeza. Sintió un mareo repentino.
-Eso es absurdo.
-No -dijo Pedro con contundencia-. Lo que sí es absurdo es que te he infravalorado durante mucho tiempo. Eres una ladrona, igual que tu hermano, y es increíble hasta dónde puedes llegar para protegerle.
Paula estaba temblando de arriba abajo.
-¿Quieres que te recuerde que fuiste tú quien me sedujo?
-Has jugado conmigo desde el momento en que nos conocimos, en esa fiesta. Tú y tu hermano. Él metió la pata, y tú estás intentando arreglarlo.
Paula lo miró fijamente. El cuerpo se le estaba adormeciendo.
-Parece que ya lo has entendido todo, ¿No? -le dijo, escondiéndose allí donde él no podía hacerle daño-. ¿Qué más hay que decir? -lo miraba fijamente, pero no le veía.
-No hay nada más que decir. Es hora de irse -dijo él con desprecio.
Paula apenas recordaba el viaje de vuelta a Londres. Había dormido un poco en el avión, torturada por sueños horribles. Cuando el coche de Pedro se detuvo frente al edificio de su empresa, se dió cuenta de que la rabia se estaba convirtiendo en dolor, un dolor agotador. Al bajar del vehículo, miró a su alrededor. Era de noche y las calles estaban desiertas.
-Ni se te ocurra -Rocco la agarró del brazo con fuerza.
Paula se soltó de un tirón y le fulminó con la mirada.
-No me toques. No voy a dejar a mi hermano a tu merced.
Cuando entraron en el departamento, Jorge estaba allí para recibirlos. Paula sintió ganas de arrojarse a sus brazos y echarse a llorar, pero no lo hizo.
-Hay una foto suya con Paula en la prensa rosa -dijo Jorge, dándole unos periódicos a Pedro.
Pedro abrió el periódico del día siguiente. Paula se acercó un poco para poder ver. Era una foto enorme de él y de ella, en la fiesta de Nueva York. "¿Quién es la nueva novia de Alfonso?", decía el titular. De repente sintió ganas de vomitar.
-Ahora veremos hasta dónde llega tu hermano para protegerte -dijo Pedro.
Paula levantó la vista, tratando de entender lo que acababa de decir. Y entonces lo comprendió todo. Abrió la boca. Un dolor desgarrador la atravesaba por dentro.
-Tú lo planeaste todo. Me llevaste contigo para que mi hermano viera las fotos en la prensa y saliera de su escondite.
El rostro de Pedro era impasible.
-Será interesante averiguar si ese lazo que los une es tan fuerte como dices.
Paula lo miró fijamente, pero no pudo ver ni rastro de aquel hombre hermoso del que se estaba enamorando.
-Eres un bastardo.
Él sonrió, con toda la crueldad que tenía en su interior.
-Tienes toda la razón. Lo soy.
La expresión de su rostro era indescifrable. Se levantó de la cama.
-Duerme un poco, Paula -le dijo, sin mirar atrás-. Nos vamos mañana a la hora de comer.
Al día siguiente, a la hora de comer, Paula todavía se sentía un poco dolorida. Era como si hubiera habido un terremoto la noche anterior, y ya no sabía dónde estaban sus puntos de referencia. Se había levantado tarde, después de pasar toda la noche en vela, dando vueltas. Carmen le había dicho que Pedro se había ido a trabajar. De pronto oyó un ruido y levantó la vista de la televisión. Él estaba en la puerta, con gesto serio y casi malhumorado. Paula sintió que se le caía el alma a los pies. No hacía falta preguntarse cómo se había tomado lo de la noche anterior. Lo llevaba escrito en la cara. Se puso en pie lentamente y trató de hacerle frente con la misma actitud.
-Estoy lista para irme.
Pedro levantó un pedazo de papel que tenía en la mano.
-¿Me quieres explicar esto?
-¿De qué estás hablando? -le preguntó ella, mirando el papel.
Pedro lo levantó en el aire y leyó.
-«Gonzalo ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien? Por favor, ponte en contacto conmigo. Tengo tantas cosas que contarte. Necesito saber que estás bien. Por favor, solo dime dónde estás. Mándame un número al que pueda llamarte. Tenemos que hablar. Puedo ayudarte».
Paula se quedó blanca como la leche.
-¿Cómo has conseguido eso?
-Es la cuenta de correo de su trabajo. Tengo a una persona revisándola constantemente.
Paula sintió que se le encogía el estómago. Se sentía culpable aunque no hubiera hecho nada.
-No te lo dije ayer porque parecías muy enfadado cuando volviste. Pero te lo habría dicho.
Pedro arqueó una ceja de una forma que Paula no había visto antes. Casi sintió ganas de golpearlo.
-Has tenido toda la tarde para decírmelo. Este correo suena muy mal. Querías avisarle para que no apareciera por aquí, o querías quedar con él en algún sitio.
Paula tragó en seco.
-A lo mejor eso es lo que parece, pero no es lo que yo quería. Quería decir exactamente lo que digo, que estoy preocupada por él y que quiero saber dónde está. Cuando le dije que podía ayudarlo, quería decir eso, que si se entrega, tengo intención de ayudarlo pase lo que pase.
Pedro bajó el papel y sonrió con dureza.
-Qué nobleza. Cuánta mentira. Creo que ibas a decirle que te habías metido en la cama de su jefe y que le habías contado unas buenas mentiras. A lo mejor querías contrastar la historia con él antes de que apareciera por aquí.
Paula sacudió la cabeza. Sintió un mareo repentino.
-Eso es absurdo.
-No -dijo Pedro con contundencia-. Lo que sí es absurdo es que te he infravalorado durante mucho tiempo. Eres una ladrona, igual que tu hermano, y es increíble hasta dónde puedes llegar para protegerle.
Paula estaba temblando de arriba abajo.
-¿Quieres que te recuerde que fuiste tú quien me sedujo?
-Has jugado conmigo desde el momento en que nos conocimos, en esa fiesta. Tú y tu hermano. Él metió la pata, y tú estás intentando arreglarlo.
Paula lo miró fijamente. El cuerpo se le estaba adormeciendo.
-Parece que ya lo has entendido todo, ¿No? -le dijo, escondiéndose allí donde él no podía hacerle daño-. ¿Qué más hay que decir? -lo miraba fijamente, pero no le veía.
-No hay nada más que decir. Es hora de irse -dijo él con desprecio.
Paula apenas recordaba el viaje de vuelta a Londres. Había dormido un poco en el avión, torturada por sueños horribles. Cuando el coche de Pedro se detuvo frente al edificio de su empresa, se dió cuenta de que la rabia se estaba convirtiendo en dolor, un dolor agotador. Al bajar del vehículo, miró a su alrededor. Era de noche y las calles estaban desiertas.
-Ni se te ocurra -Rocco la agarró del brazo con fuerza.
Paula se soltó de un tirón y le fulminó con la mirada.
-No me toques. No voy a dejar a mi hermano a tu merced.
Cuando entraron en el departamento, Jorge estaba allí para recibirlos. Paula sintió ganas de arrojarse a sus brazos y echarse a llorar, pero no lo hizo.
-Hay una foto suya con Paula en la prensa rosa -dijo Jorge, dándole unos periódicos a Pedro.
Pedro abrió el periódico del día siguiente. Paula se acercó un poco para poder ver. Era una foto enorme de él y de ella, en la fiesta de Nueva York. "¿Quién es la nueva novia de Alfonso?", decía el titular. De repente sintió ganas de vomitar.
-Ahora veremos hasta dónde llega tu hermano para protegerte -dijo Pedro.
Paula levantó la vista, tratando de entender lo que acababa de decir. Y entonces lo comprendió todo. Abrió la boca. Un dolor desgarrador la atravesaba por dentro.
-Tú lo planeaste todo. Me llevaste contigo para que mi hermano viera las fotos en la prensa y saliera de su escondite.
El rostro de Pedro era impasible.
-Será interesante averiguar si ese lazo que los une es tan fuerte como dices.
Paula lo miró fijamente, pero no pudo ver ni rastro de aquel hombre hermoso del que se estaba enamorando.
-Eres un bastardo.
Él sonrió, con toda la crueldad que tenía en su interior.
-Tienes toda la razón. Lo soy.
Pasión: Capítulo 42
-Ni siquiera me miraron, aunque sí me habían oído llamarlo «padre». Les vi meterse en un coche con chófer. Ví lo fácil que era para esa clase de gente escapar de la realidad más fea. Les envidié su desparpajo, su seguridad. Les envidié su riqueza, porque eso les hacía invulnerables -sonrió-. Es evidente que mi padre debió de hablar con uno de sus hombres. En cuanto el coche se marchó, me arrastraron hasta una calle secundaria y me dieron una paliza tan grande que terminé en el hospital. Fue una advertencia muy efectiva. Nunca más volví a intentar verle. Me fui de Italia. Juré que un día miraría a mi padre a los ojos y que sabría que me había ganado un lugar en este mundo, a pesar de su rechazo.
Paula contempló esos rasgos duros, los hombros tensos. Se fijó en la cicatriz que iba desde su sien hasta la mandíbula.
-Esa cicatriz. que tenías en el hombro. Era un tatuaje, ¿No?
-Significaba que pertenecía a cierta zona del barrio -hizo una mueca-. Que pertenecía a cierta banda. Me lo quité cuando llegué a Inglaterra.
-Es por eso que nunca hablas italiano. No quieres que nada te lo recuerde.
Pedro bajó la cabeza.
-Vete, Paula. Déjame solo.
Paula retrocedió un paso. Tenía miedo de echarse a llorar. Siguió retrocediendo, pero se topó con la puerta y miró atrás. Pedro seguía parado en el mismo sitio, con la cabeza baja. De repente se dio cuenta de que siempre había sido una figura solitaria, siempre luchando contra el mundo que le rodeaba mientras intentaba formar parte de él. Presa de una decisión repentina, se quitó los zapatos y fue hacia él. Se metió por debajo de uno de sus brazos y le hizo abrazarla. Ella levantó la vista. Lo miró directamente a la cara, a los ojos.
-No. No me voy. Porque no creo que realmente quieras estar solo -le tocó la mandíbula; le acarició la boca con la mirada-. Te deseo, Pedro. Mucho.
La tensión se palpaba en el ambiente. Y entonces, de repente, algo se rompió.
-¡Maldita sea! -exclamó Rocco, atrayéndola hacia sí con fuerza.
Paula creyó que se le iba a romper la espalda, pero se mordió los labios. No diría ni una palabra. Podía sentir la violencia que había en él, el hombre salvaje que necesitaba liberarse, y ella necesitaba dárselo todo desesperadamente. Pedro exigía y ella le daba, una y otra vez. Sus besos fueron brutales. Se arrancaron la ropa con desenfreno y fueron dejando un rastro de prendas a medida que se movían por el apartamento.
Después, Paula casi no podía recordar cómo habían llegado al dormitorio. Solo sabía que lo ocurrido allí le había demostrado lo bien que Pedro había aprendido a domesticar esa fuerza primitiva que era instintiva en él. Y esa rabia contenida. Le dolía todo el cuerpo, pero era un dolor placentero. Sabía que le saldrían moretones. Pedro la había mordido, y no podía sino estremecerse pensando lo mucho que había deseado que la mordiera más fuerte. Le había hecho el amor por detrás, apoyándole las manos en el cabecero de la cama. Había sido la experiencia más erótica que jamás había vivido. El peso de su cuerpo mientras la aplastaba contra la cama y empujaba una y otra vez. Levantó la cabeza y lo miró. La tensión de su cuerpo le decía que estaba despierto.
-¿Pedro?
Para su sorpresa, él se tapó la cara con un brazo. No quería mirarla. Ella trató de quitárselo.
-No puedo mirarte -le dijo él-. Te he hecho daño, como un animal.
Paula le quitó el brazo de la cara con firmeza y se puso encima de él, con las piernas a ambos lados de sus caderas. Le puso las manos sobre las mejillas.
-Pedro, mírame -él abrió los ojos. Había vergüenza en ellos-. Estoy bien. Me gustó -le besó en la barbilla, en la boca, en el cuello.
Él la agarró de los antebrazos y la hizo retroceder. Se incorporó y la hizo tumbarse de nuevo.
Paula contempló esos rasgos duros, los hombros tensos. Se fijó en la cicatriz que iba desde su sien hasta la mandíbula.
-Esa cicatriz. que tenías en el hombro. Era un tatuaje, ¿No?
-Significaba que pertenecía a cierta zona del barrio -hizo una mueca-. Que pertenecía a cierta banda. Me lo quité cuando llegué a Inglaterra.
-Es por eso que nunca hablas italiano. No quieres que nada te lo recuerde.
Pedro bajó la cabeza.
-Vete, Paula. Déjame solo.
Paula retrocedió un paso. Tenía miedo de echarse a llorar. Siguió retrocediendo, pero se topó con la puerta y miró atrás. Pedro seguía parado en el mismo sitio, con la cabeza baja. De repente se dio cuenta de que siempre había sido una figura solitaria, siempre luchando contra el mundo que le rodeaba mientras intentaba formar parte de él. Presa de una decisión repentina, se quitó los zapatos y fue hacia él. Se metió por debajo de uno de sus brazos y le hizo abrazarla. Ella levantó la vista. Lo miró directamente a la cara, a los ojos.
-No. No me voy. Porque no creo que realmente quieras estar solo -le tocó la mandíbula; le acarició la boca con la mirada-. Te deseo, Pedro. Mucho.
La tensión se palpaba en el ambiente. Y entonces, de repente, algo se rompió.
-¡Maldita sea! -exclamó Rocco, atrayéndola hacia sí con fuerza.
Paula creyó que se le iba a romper la espalda, pero se mordió los labios. No diría ni una palabra. Podía sentir la violencia que había en él, el hombre salvaje que necesitaba liberarse, y ella necesitaba dárselo todo desesperadamente. Pedro exigía y ella le daba, una y otra vez. Sus besos fueron brutales. Se arrancaron la ropa con desenfreno y fueron dejando un rastro de prendas a medida que se movían por el apartamento.
Después, Paula casi no podía recordar cómo habían llegado al dormitorio. Solo sabía que lo ocurrido allí le había demostrado lo bien que Pedro había aprendido a domesticar esa fuerza primitiva que era instintiva en él. Y esa rabia contenida. Le dolía todo el cuerpo, pero era un dolor placentero. Sabía que le saldrían moretones. Pedro la había mordido, y no podía sino estremecerse pensando lo mucho que había deseado que la mordiera más fuerte. Le había hecho el amor por detrás, apoyándole las manos en el cabecero de la cama. Había sido la experiencia más erótica que jamás había vivido. El peso de su cuerpo mientras la aplastaba contra la cama y empujaba una y otra vez. Levantó la cabeza y lo miró. La tensión de su cuerpo le decía que estaba despierto.
-¿Pedro?
Para su sorpresa, él se tapó la cara con un brazo. No quería mirarla. Ella trató de quitárselo.
-No puedo mirarte -le dijo él-. Te he hecho daño, como un animal.
Paula le quitó el brazo de la cara con firmeza y se puso encima de él, con las piernas a ambos lados de sus caderas. Le puso las manos sobre las mejillas.
-Pedro, mírame -él abrió los ojos. Había vergüenza en ellos-. Estoy bien. Me gustó -le besó en la barbilla, en la boca, en el cuello.
Él la agarró de los antebrazos y la hizo retroceder. Se incorporó y la hizo tumbarse de nuevo.
Pasión: Capítulo 41
De vuelta en el apartamento, Pedro fue hacia Paula. Ella estaba parada junto a la pared que daba a Central Park, desde el otro lado. Se estremeció un instante con solo verle quitarse la chaqueta y la pajarita. Se abrió la camisa, se acercó un poco más y el aire vibró entre ellos. Y entonces él la tomó por sorpresa, besándola en los labios, con tanta dulzura, que ella no pudo evitar ponerle las manos sobre el pecho. Cuando él se apartó por fin, Paula se dió cuenta de que deseaba algo más que ese contacto físico.
-¿Cómo puedes aguantar tener que codearte con gente como esa todo el tiempo?
Pedro se paró en seco.
-¿Qué quieres decir?
-Bueno, gente como esa mujer. Fue tan grosera -Paula se sonrojó-. Y Micaela Winthrop también fue bastante desagradable.
Pedro tomó sus manos. Se echó a un lado y puso sus manos sobre la pared. Una tensión sutil radiaba de todo su cuerpo.
-Andrea no es tan mala. Gran parte de esa actitud es solo fachada. Fue una de las pocas personas que me ayudó cuando llegué a Nueva York.
Paula se encogió de hombros. No podía imaginárselo como un inmigrante, perdido en la Gran Manzana.
-Le caíste bien. Me dijo que tienes garra.
Paula sonrió con inseguridad.
-De acuerdo. A lo mejor me equivoqué. Pero no me equivoqué con Micaela.
Pedro se puso serio.
-No. Es un mal bicho.
-Entonces no puedo entender que alguna vez hayas contemplado la idea de casarte con ella.
Pedro guardó silencio durante un momento. Se preguntaba cómo iba a explicarle que nunca había tenido en mente la idea de casarse con ella por motivos románticos. Señaló el parque oscuro con la mano.
-Por esto. Tienes que ser aceptado en este mundo para tener éxito de verdad, y la única forma que una persona como yo tiene para conseguir eso es casándose.
Paula se quedó perpleja.
-¿Qué quieres decir? ¿Alguien como tú? ¿Tú no vienes también de este mundo? -se volvió hacia él.
Él sacudió la cabeza unos segundos después. Señaló hacia abajo, hacia las calles.
-Yo vengo de ahí. Igual que tú.
Algo empezó a encajar dentro de Paula. Siempre había sospechado que había algo más en Pedro Alfonso.
-¿Qué quieres decir? No querrás decir que creciste.
Él la miró fijamente. Sus ojos eran fieros.
-¿En las calles? ¿Luchando por sobrevivir? Eso es exactamente lo que quiero decir.
Pedro apartó la mirada y masculló un juramento en italiano. Paula se dió cuenta en ese momento de que nunca le había oído hablar en su lengua materna.
-No tengo que hablar de esto -le dijo él un momento después.
Paula avanzó hacia lo desconocido, tanteando el terreno.
-¿Por qué no?
«No estaré aquí por mucho tiempo.», hubiera querido añadir, pero no se atrevió.
Pedro miró hacia el agujero negro del parque en mitad de la noche, como si allí estuvieran las respuestas que ella no era capaz de ver. Y entonces empezó a hablar, en un tono de voz tranquilo, calmo. Le contó muchas cosas. Le contó que había nacido y que se había criado en uno de los peores barrios de una de las ciudades más pobres de Italia. Le habló de su madre, que era una prostituta. Y de su padre. Uno de los hombres más ricos de la ciudad.
-Mi madre se gastaba todo su dinero en drogas. Había ido por mi padre a propósito para asegurarse un futuro a través de mí. Incluso había sido lo bastante lista como para tomar una muestra de su saliva. Para poder hacer una prueba de ADN en cuanto yo naciera y así poder demostrar la paternidad. Pero mi padre no quiso saber nada. Tenía dos hijas y era un megalómano. No quería que un hijo bastardo le estropeara el invento. Y sobre todo no quería que el hijo de una prostituta viniera a manchar su inmaculado mundo perfecto y su reputación.
Paula pudo ver como se cerraban sus puños sobre la pared.
-No puedes ni imaginarte cómo fue vivir en ese mundo. El ruido constante, las llamadas de bloque a bloque. Avisos contra bandas rivales. Un asesinato, una entrega de drogas. Todo el día y toda la noche. Me usaban como vigilante, contra las bandas rivales -hizo una mueca-. No teníamos que llamar a la policía. Nunca venían. Eran tan corruptos como nosotros. No había servicios sociales para nosotros. Yo odiaba esa vida cruel, la ausencia de inteligencia, el caos, la destrucción. Mi madre salía de una crisis para entrar en otra. Yo soñaba con un mundo más ordenado, tranquilo, sin ese drama constante, esa incertidumbre, el peligro permanente.
Paula sintió un escalofrío.
-¿Y qué fue de tu madre?
-La encontré muerta con una aguja clavada en la pierna cuando tenía diecisiete años.
-Oh, Pedro. -le dijo ella, poniéndole una mano sobre el brazo.
Él le quitó la mano y la atravesó con una mirada negra.
-No te lo digo porque busque tu compasión. No la necesito. Nunca la he buscado. Ella no me quería. Solo quería conseguir su chute diario, o al ricachón de turno.
Él apartó la vista de nuevo y ella se tocó el vientre.
-Un día fui a buscar a mi padre, al palacete donde vivía. Sabía dónde estaba. Fue justo después de la muerte de mi madre. Cuando me enfrenté a él, me escupió, me empujó y me pisoteó. Mis dos medias hermanas estaban con él.
-¿Cómo puedes aguantar tener que codearte con gente como esa todo el tiempo?
Pedro se paró en seco.
-¿Qué quieres decir?
-Bueno, gente como esa mujer. Fue tan grosera -Paula se sonrojó-. Y Micaela Winthrop también fue bastante desagradable.
Pedro tomó sus manos. Se echó a un lado y puso sus manos sobre la pared. Una tensión sutil radiaba de todo su cuerpo.
-Andrea no es tan mala. Gran parte de esa actitud es solo fachada. Fue una de las pocas personas que me ayudó cuando llegué a Nueva York.
Paula se encogió de hombros. No podía imaginárselo como un inmigrante, perdido en la Gran Manzana.
-Le caíste bien. Me dijo que tienes garra.
Paula sonrió con inseguridad.
-De acuerdo. A lo mejor me equivoqué. Pero no me equivoqué con Micaela.
Pedro se puso serio.
-No. Es un mal bicho.
-Entonces no puedo entender que alguna vez hayas contemplado la idea de casarte con ella.
Pedro guardó silencio durante un momento. Se preguntaba cómo iba a explicarle que nunca había tenido en mente la idea de casarse con ella por motivos románticos. Señaló el parque oscuro con la mano.
-Por esto. Tienes que ser aceptado en este mundo para tener éxito de verdad, y la única forma que una persona como yo tiene para conseguir eso es casándose.
Paula se quedó perpleja.
-¿Qué quieres decir? ¿Alguien como tú? ¿Tú no vienes también de este mundo? -se volvió hacia él.
Él sacudió la cabeza unos segundos después. Señaló hacia abajo, hacia las calles.
-Yo vengo de ahí. Igual que tú.
Algo empezó a encajar dentro de Paula. Siempre había sospechado que había algo más en Pedro Alfonso.
-¿Qué quieres decir? No querrás decir que creciste.
Él la miró fijamente. Sus ojos eran fieros.
-¿En las calles? ¿Luchando por sobrevivir? Eso es exactamente lo que quiero decir.
Pedro apartó la mirada y masculló un juramento en italiano. Paula se dió cuenta en ese momento de que nunca le había oído hablar en su lengua materna.
-No tengo que hablar de esto -le dijo él un momento después.
Paula avanzó hacia lo desconocido, tanteando el terreno.
-¿Por qué no?
«No estaré aquí por mucho tiempo.», hubiera querido añadir, pero no se atrevió.
Pedro miró hacia el agujero negro del parque en mitad de la noche, como si allí estuvieran las respuestas que ella no era capaz de ver. Y entonces empezó a hablar, en un tono de voz tranquilo, calmo. Le contó muchas cosas. Le contó que había nacido y que se había criado en uno de los peores barrios de una de las ciudades más pobres de Italia. Le habló de su madre, que era una prostituta. Y de su padre. Uno de los hombres más ricos de la ciudad.
-Mi madre se gastaba todo su dinero en drogas. Había ido por mi padre a propósito para asegurarse un futuro a través de mí. Incluso había sido lo bastante lista como para tomar una muestra de su saliva. Para poder hacer una prueba de ADN en cuanto yo naciera y así poder demostrar la paternidad. Pero mi padre no quiso saber nada. Tenía dos hijas y era un megalómano. No quería que un hijo bastardo le estropeara el invento. Y sobre todo no quería que el hijo de una prostituta viniera a manchar su inmaculado mundo perfecto y su reputación.
Paula pudo ver como se cerraban sus puños sobre la pared.
-No puedes ni imaginarte cómo fue vivir en ese mundo. El ruido constante, las llamadas de bloque a bloque. Avisos contra bandas rivales. Un asesinato, una entrega de drogas. Todo el día y toda la noche. Me usaban como vigilante, contra las bandas rivales -hizo una mueca-. No teníamos que llamar a la policía. Nunca venían. Eran tan corruptos como nosotros. No había servicios sociales para nosotros. Yo odiaba esa vida cruel, la ausencia de inteligencia, el caos, la destrucción. Mi madre salía de una crisis para entrar en otra. Yo soñaba con un mundo más ordenado, tranquilo, sin ese drama constante, esa incertidumbre, el peligro permanente.
Paula sintió un escalofrío.
-¿Y qué fue de tu madre?
-La encontré muerta con una aguja clavada en la pierna cuando tenía diecisiete años.
-Oh, Pedro. -le dijo ella, poniéndole una mano sobre el brazo.
Él le quitó la mano y la atravesó con una mirada negra.
-No te lo digo porque busque tu compasión. No la necesito. Nunca la he buscado. Ella no me quería. Solo quería conseguir su chute diario, o al ricachón de turno.
Él apartó la vista de nuevo y ella se tocó el vientre.
-Un día fui a buscar a mi padre, al palacete donde vivía. Sabía dónde estaba. Fue justo después de la muerte de mi madre. Cuando me enfrenté a él, me escupió, me empujó y me pisoteó. Mis dos medias hermanas estaban con él.
jueves, 7 de mayo de 2020
Pasión: Capítulo 40
-Entiendo -dijo, como si Paula la aburriera con sus palabras, como si la hubiera disgustado con solo hablar, se volvió hacia Pedro y lo agarró del brazo-. Bueno, Pedro, cariño, háblame de Bangkok. Estoy deseando que me cuentes todo lo del trato con Larrimar Corporation.
La mujer estaba alejando a Pedro de Paula con gran habilidad, pero él se detuvo en seco, y obligó a detenerse a la mujer también. Le sonrió, pero Paula se estremeció. Había visto esa sonrisa muchas veces y estaba contenta de que, por una vez, no fuera dirigida a ella.
Pedro se soltó de la mujer y tomó la mano de Paula. La atrajo hacia sí, sin decir nada, pero dejando claro que no iba a permitir que la ignoraran de esa forma. Paula trató de aplacar el salto que dió su corazón y se dedicó a observar cómo la mujer trataba, en vano, de apartarla de él. Era una escena divertida. Desconectó de la conversación. Era más interesanteobservar a la gente. Estaban en una sala de fiestas de un exclusivo hotel al otro lado de Central Park. Acababan de tomar una suculenta cena acompañados de otros doscientos invitados ydespués habían pasado a otro salón igual de exquisito que conducía a una enorme terraza iluminada por cientos de velas. Vió que la gente empezaba a salir fuera y de repente deseó respirar un poco de aire fresco. Trató de soltarse de Pedro, pero él no la dejó. Tuvo que darle un pequeño codazo en las costillas. Le sonrió con dulzura a la estirada mujer.
-Solo quiero salir a tomar un poco el aire.
Pedro tuvo que luchar contra su propia reticencia, pero al final la soltó. La vió alejarse, adentrarse en la multitud. Su cabello rojo refulgía como un faro de fuego. La gente dejaba de hablar y se volvía a su paso. Ella era como una estrella entre todos esos personajes grises, mustios. ¿Cómo era que no se había dado cuenta de ello hasta ese momento? Y sin embargo. ¿No era eso lo que le había llamado la atención la primera vez que la había visto?
-Podríamos haber atravesado el parque andando -le había dicho ella unas horas antes, de camino al lugar del evento.
-No, Paula. No podíamos -le había dicho él, sacudiendo la cabeza.
Ella le había sacado la lengua entonces.
-Bueno, ya veo que no te va mucho el deporte -le había dicho, con un gesto risueño.
-Es distinta -dijo alguien de repente.
Pedro se volvió con brusquedad. Tenía miedo de haber dicho algo en alto que nadie debiera oír.
-¿Cómo?
Andrea Thackerey era una estirada empedernida, pero también era muy lista, una negociadora nata en el mundo de las finanzas.
-He dicho que es diferente.
Pedro trató de no inmutarse. Se puso a la defensiva.
-Sí que lo es. Pero nuestra relación no llegará muy lejos, para no variar.
La mujer, mayor y más sabia, pareció un ser humano durante una fracción de segundo.
-Eso se lo cuentas a alguien que pueda creerte, Alfonso-se inclinó hacia Pedro y habló en voz baja-. Me gusta. Tiene garra. No es como esas aburridas que se han tragado el palo de la escoba con las que sueles salir.
Paula se abrió camino entre la multitud, ajena a la presencia de muchos de los ricos más ricos de Manhattan. Llegó hasta la terraza. Tomó un vaso de agua de la bandeja de un camarero que pasaba y se dedicó a contemplar las vistas nocturnas de Nueva York. Se estiró por encima del muro del balcón para ver más allá. De repente oyó una voz a sus espaldas.
-A tu izquierda está Harlem.
Pedro se acercó más, pegándose a su trasero, de forma que podía sentir su creciente erección. Ella inclinó la cabeza contra su pecho.
-Eres insaciable.
Él la agarró de la cintura y se acercó aún más.
-Salgamos de aquí. Ya he tenido que soportar a la jet set de Nueva York durante bastante tiempo.
Paula se volvió en sus brazos y levantó la vista. Puso los ojos en blanco.
-Yo también. Además, ya estoy cansada de estas vistas de Central Park.
Pedro reprimió una risotada e inclinó la cabeza.
-Es una pena, porque cuando regresemos, quiero recrear esta posición, pero quiero que estés sin ropa, con las piernas alrededor de mi cintura.
Paula tragó en seco y puso su vaso sobre la mesa. Pedro le tiró de la mano.
La mujer estaba alejando a Pedro de Paula con gran habilidad, pero él se detuvo en seco, y obligó a detenerse a la mujer también. Le sonrió, pero Paula se estremeció. Había visto esa sonrisa muchas veces y estaba contenta de que, por una vez, no fuera dirigida a ella.
Pedro se soltó de la mujer y tomó la mano de Paula. La atrajo hacia sí, sin decir nada, pero dejando claro que no iba a permitir que la ignoraran de esa forma. Paula trató de aplacar el salto que dió su corazón y se dedicó a observar cómo la mujer trataba, en vano, de apartarla de él. Era una escena divertida. Desconectó de la conversación. Era más interesanteobservar a la gente. Estaban en una sala de fiestas de un exclusivo hotel al otro lado de Central Park. Acababan de tomar una suculenta cena acompañados de otros doscientos invitados ydespués habían pasado a otro salón igual de exquisito que conducía a una enorme terraza iluminada por cientos de velas. Vió que la gente empezaba a salir fuera y de repente deseó respirar un poco de aire fresco. Trató de soltarse de Pedro, pero él no la dejó. Tuvo que darle un pequeño codazo en las costillas. Le sonrió con dulzura a la estirada mujer.
-Solo quiero salir a tomar un poco el aire.
Pedro tuvo que luchar contra su propia reticencia, pero al final la soltó. La vió alejarse, adentrarse en la multitud. Su cabello rojo refulgía como un faro de fuego. La gente dejaba de hablar y se volvía a su paso. Ella era como una estrella entre todos esos personajes grises, mustios. ¿Cómo era que no se había dado cuenta de ello hasta ese momento? Y sin embargo. ¿No era eso lo que le había llamado la atención la primera vez que la había visto?
-Podríamos haber atravesado el parque andando -le había dicho ella unas horas antes, de camino al lugar del evento.
-No, Paula. No podíamos -le había dicho él, sacudiendo la cabeza.
Ella le había sacado la lengua entonces.
-Bueno, ya veo que no te va mucho el deporte -le había dicho, con un gesto risueño.
-Es distinta -dijo alguien de repente.
Pedro se volvió con brusquedad. Tenía miedo de haber dicho algo en alto que nadie debiera oír.
-¿Cómo?
Andrea Thackerey era una estirada empedernida, pero también era muy lista, una negociadora nata en el mundo de las finanzas.
-He dicho que es diferente.
Pedro trató de no inmutarse. Se puso a la defensiva.
-Sí que lo es. Pero nuestra relación no llegará muy lejos, para no variar.
La mujer, mayor y más sabia, pareció un ser humano durante una fracción de segundo.
-Eso se lo cuentas a alguien que pueda creerte, Alfonso-se inclinó hacia Pedro y habló en voz baja-. Me gusta. Tiene garra. No es como esas aburridas que se han tragado el palo de la escoba con las que sueles salir.
Paula se abrió camino entre la multitud, ajena a la presencia de muchos de los ricos más ricos de Manhattan. Llegó hasta la terraza. Tomó un vaso de agua de la bandeja de un camarero que pasaba y se dedicó a contemplar las vistas nocturnas de Nueva York. Se estiró por encima del muro del balcón para ver más allá. De repente oyó una voz a sus espaldas.
-A tu izquierda está Harlem.
Pedro se acercó más, pegándose a su trasero, de forma que podía sentir su creciente erección. Ella inclinó la cabeza contra su pecho.
-Eres insaciable.
Él la agarró de la cintura y se acercó aún más.
-Salgamos de aquí. Ya he tenido que soportar a la jet set de Nueva York durante bastante tiempo.
Paula se volvió en sus brazos y levantó la vista. Puso los ojos en blanco.
-Yo también. Además, ya estoy cansada de estas vistas de Central Park.
Pedro reprimió una risotada e inclinó la cabeza.
-Es una pena, porque cuando regresemos, quiero recrear esta posición, pero quiero que estés sin ropa, con las piernas alrededor de mi cintura.
Paula tragó en seco y puso su vaso sobre la mesa. Pedro le tiró de la mano.
Pasión: Capítulo 39
Cuando Paula volvió un poco más tarde, estaba agotada, pero feliz. Se miró en el espejo del vestíbulo, hizo una mueca al ver su cara sudada y dejó el bolso. No estaba feliz. No exactamente. Habría sido feliz si hubiera tenido a Pedro a su lado para compartir la sensación de subir a lo más alto del Empire State; habría sido más feliz si no hubiera tenido que tomarse un sándwich sola en Central Park. Se mordió el labio inferior. Y habría sido más feliz si hubiera recibido un correo electrónico de Gonzalo, pero no había nada esperándola en la bandeja de entrada. Le había enviado un correo de todas formas. Todavía no había perdido la esperanza. Suspirando, salió a la terraza para volver a admirar la hermosa vista de Central Park desde lo alto del edificio.
-No te llevaste la tarjeta.
Paula se dió la vuelta de golpe. Pedro estaba apoyado contra el marco de la puerta. Era como si le hubiera llamado con sus pensamientos.
-Me has asustado. No te oí llegar.
Él fue hacia ella. Había algo peligroso en sus ojos. Paula se echó atrás, hacia la pared.
-No. No me llevé la tarjeta -dijo, tragando en seco-. ¿Por qué iba a hacerlo? No necesito nada. Ya me has comprado suficiente ropa como para hacer una docena de viajes al extranjero.
La acorraló apoyando las manos en la pared, a ambos lados de su cabeza. Paula trató de no dejarse arrollar por su aroma, por su presencia.
-No lo entiendes, ¿Verdad? -le preguntó él. Parecía molesto-. Se supone que eso es lo que tienes que hacer, así que dime qué hiciste en cambio.
Una llamarada de furia creció en el interior de Paula.
-Para tu información, me llevé veinte dólares y me fui al centro. Y allí saqué algo de dinero de mi propia cuenta. Después hice una cola de dos horas y fui hasta lo más alto del Empire State. Después, regresé al parque andando, me compré un sándwich y me lo comí. ¿Te parece bien así? - Paula se sentía culpable por no haber mencionado lo del cibercafé, pero Pedro parecía demasiado tenso como para decirle algo de Gonzalo.
-No. Maldita sea. No me parece bien así.
Pedro bajó la cabeza y la agarró de los brazos. Le dió un beso duro y exigente. Paula trató de resistirse, pero fue inútil. No tenía por qué pagarla con ella porque era distinta a las otras. Pero él era imparable, y no podía resistirse. Fuego con fuego. Enredó los dedos en su pelo y se inclinó adelante, comprimiendo sus caderas contra las de él. Por lo menos eso era lo único sincero entre ellos, algo que trascendía el pensamiento, la razón, algo que los reducía a los instintos más básicos. La frágil tregua que se habían dado se había roto. La tomó en brazos. Ella no puedo evitar besarle por toda la mandíbula, el cuello. Ya le estaba abriendo la camisa, aflojándole la corbata. Cuando llegaron al dormitorio, Pedro la puso sobre la cama, se quitó la chaqueta y la corbata, y se abrió la camisa. Paula se quitó el top que llevaba por la cabeza y se bajó los shorts. se quitó las sandalias de una patada. Cuando estaba gloriosamente desnudo, se recostó a su lado, pero ella se limitó a mirarlo durante un rato. Le acarició la mejilla, ligeramente áspera con la barba de un día.
-Hoy te eché de menos -le susurró.
Pedro se limitó a mirarla. Algo brilló en sus ojos y entonces se oscurecieron.
-No digas eso. No quiero oírlo.
-Bueno, qué pena -dijo ella-. Porque sí que te eché de menos y acabo de decirlo de nuevo.
Pedro se puso sobre ella y la hizo callar con un beso, deslizando las manos sobre ella, quitándole el sujetador, las braguitas. Y entonces le hizo el amor hasta hacerla gritar su nombre una y otra vez.
-¿Y quién es tu acompañante?
Paula esbozó una sonrisa tensa para la mujer de aspecto anémico. Llevaba el pelo recogido en un enorme moño alrededor de la cabeza, tan grande, que temía que saliera ardiendo si se acercaba demasiado a una luz. Podría haber tenido cualquier edad entre cuarenta y sesenta y cinco años. Su cara era tan estática y lisa, como si llevara una máscara permanente.
-Paula Chaves-murmuró Pedro a su lado.
La mujer la miró de arriba abajo. examinando su rutilante vestido de noche hasta los pies.
-Ah, sí. Bueno, a lo mejor me imaginé que eras irlandesa, por el pelo rojo y la tez pálida.
Paula sonrió.
-En realidad mi madre era inglesa. Yo nací y crecí allí, pero sí. Mi padre era irlandés.
La mujer arqueó las cejas.
-No te llevaste la tarjeta.
Paula se dió la vuelta de golpe. Pedro estaba apoyado contra el marco de la puerta. Era como si le hubiera llamado con sus pensamientos.
-Me has asustado. No te oí llegar.
Él fue hacia ella. Había algo peligroso en sus ojos. Paula se echó atrás, hacia la pared.
-No. No me llevé la tarjeta -dijo, tragando en seco-. ¿Por qué iba a hacerlo? No necesito nada. Ya me has comprado suficiente ropa como para hacer una docena de viajes al extranjero.
La acorraló apoyando las manos en la pared, a ambos lados de su cabeza. Paula trató de no dejarse arrollar por su aroma, por su presencia.
-No lo entiendes, ¿Verdad? -le preguntó él. Parecía molesto-. Se supone que eso es lo que tienes que hacer, así que dime qué hiciste en cambio.
Una llamarada de furia creció en el interior de Paula.
-Para tu información, me llevé veinte dólares y me fui al centro. Y allí saqué algo de dinero de mi propia cuenta. Después hice una cola de dos horas y fui hasta lo más alto del Empire State. Después, regresé al parque andando, me compré un sándwich y me lo comí. ¿Te parece bien así? - Paula se sentía culpable por no haber mencionado lo del cibercafé, pero Pedro parecía demasiado tenso como para decirle algo de Gonzalo.
-No. Maldita sea. No me parece bien así.
Pedro bajó la cabeza y la agarró de los brazos. Le dió un beso duro y exigente. Paula trató de resistirse, pero fue inútil. No tenía por qué pagarla con ella porque era distinta a las otras. Pero él era imparable, y no podía resistirse. Fuego con fuego. Enredó los dedos en su pelo y se inclinó adelante, comprimiendo sus caderas contra las de él. Por lo menos eso era lo único sincero entre ellos, algo que trascendía el pensamiento, la razón, algo que los reducía a los instintos más básicos. La frágil tregua que se habían dado se había roto. La tomó en brazos. Ella no puedo evitar besarle por toda la mandíbula, el cuello. Ya le estaba abriendo la camisa, aflojándole la corbata. Cuando llegaron al dormitorio, Pedro la puso sobre la cama, se quitó la chaqueta y la corbata, y se abrió la camisa. Paula se quitó el top que llevaba por la cabeza y se bajó los shorts. se quitó las sandalias de una patada. Cuando estaba gloriosamente desnudo, se recostó a su lado, pero ella se limitó a mirarlo durante un rato. Le acarició la mejilla, ligeramente áspera con la barba de un día.
-Hoy te eché de menos -le susurró.
Pedro se limitó a mirarla. Algo brilló en sus ojos y entonces se oscurecieron.
-No digas eso. No quiero oírlo.
-Bueno, qué pena -dijo ella-. Porque sí que te eché de menos y acabo de decirlo de nuevo.
Pedro se puso sobre ella y la hizo callar con un beso, deslizando las manos sobre ella, quitándole el sujetador, las braguitas. Y entonces le hizo el amor hasta hacerla gritar su nombre una y otra vez.
-¿Y quién es tu acompañante?
Paula esbozó una sonrisa tensa para la mujer de aspecto anémico. Llevaba el pelo recogido en un enorme moño alrededor de la cabeza, tan grande, que temía que saliera ardiendo si se acercaba demasiado a una luz. Podría haber tenido cualquier edad entre cuarenta y sesenta y cinco años. Su cara era tan estática y lisa, como si llevara una máscara permanente.
-Paula Chaves-murmuró Pedro a su lado.
La mujer la miró de arriba abajo. examinando su rutilante vestido de noche hasta los pies.
-Ah, sí. Bueno, a lo mejor me imaginé que eras irlandesa, por el pelo rojo y la tez pálida.
Paula sonrió.
-En realidad mi madre era inglesa. Yo nací y crecí allí, pero sí. Mi padre era irlandés.
La mujer arqueó las cejas.
Pasión: Capítulo 38
Los nombres de diseñadores famosos parpadeaban y rutilaban en la Quinta Avenida. Y entonces, de repente, empezó a divisar los árboles de Central Park. Con el parque a la derecha, el coche se detuvo frente a un edificio de estilo Art Deco con un enorme toldo en la entrada. Un portero sonriente ayudó a Paula a bajar del coche. El calor del verano la golpeó de inmediato. Era totalmente distinto del calor de Tailandia, pero igual de intenso.
-Bienvenido, señor Alfonso. ¡Cuánto tiempo!
Atravesaron el vestíbulo refrigerado y se dirigieron hacia los ascensores, donde esperaba el conserje con las puertas abiertas. Fueron directamente al departamento del ático. Paula creía haberlo visto todo, pero se había equivocado. Estaban en otro nivel de lujo y opulencia. Todo era de color dorado y crema. Las alfombras eran tan mullidas que se podía dormir sobre ellas. Óleos en las paredes. Pedro tenía buen gusto para combinar lo moderno con lo antiguo. Abrió las puertas que daban a la terraza y ella fue tras él. Salieron a una enorme terraza que parecía abarcar toda la longitud del edificio, con macetas y arreglos florales. Pedro estaba de pie con las manos en las caderas, observándola.
-¿Dónde está la piscina? -le preguntó ella, bromeando.
Él hizo un gesto con la cabeza.
-Abajo. En el gimnasio.
-Oh.
-Qué bonito. Se ve hasta el parque -añadió de forma redundante.
Abrumada, se acercó al muro de la terraza y admiró uno de los parques más famosos del mundo. La gente caminaba por las calles, tan pequeñas como hormigas. En medio del parque podía ver un espacio abierto y verde, y un lago.
-Me sorprende que no vivas en el rascacielos más alto, para llegar a ver más lejos aún -le dijo, sin mirarlo.
Él apretó la mandíbula.
-Sí, pero el Upper East Side es la mejor zona.
Paula se volvió hacia él justo a tiempo para verle mirar el reloj.
-Mira, ahora tengo que salir. Tengo reuniones todo el día.
Ella sintió un gran alivio. Necesitaba tomarse un respiro.
-Muy bien. Voy a acomodarme -le dijo, asintiendo con la cabeza.
Pedro sacó algo de su cartera y se lo dió.
-Toma esto. ¿Por qué no te vas de compras?
Paula tomó la tarjeta de crédito negra de forma automática y se quedó mirándola un momento. Pedro estaba sacando algo más de su billetera, poniéndolo sobre la mesa.
-Necesitarás efectivo para el taxi. Le diré a Rubén que te dé un mapa y algunas direcciones. Tenemos que asistir a un evento esta noche, así que te veo a eso de las seis, ¿De acuerdo?
Paula miró a Pedro y sintió su impaciencia.
-Muy bien. Te veo luego -le dijo.
Hubo un momento en que le pareció que él iba a decir algo, pero entonces dio media vuelta y salió del departamento. Unos segundos después apareció una mujer. Se secó las manos en un delantal y se presentó como el ama de llaves del señor Alfonso, Carmen. Paula sacudió la cabeza. Era evidente que la mujer era fan de su jefe. Insistió en enseñarle los cuatro dormitorios, los dos salones, la salita de estar, el comedor, el gimnasio, la piscina, la sauna, la enorme cocina. Casi se mareó de ver tanta maravilla. Con la cabeza dando vueltas, se despidió de Carmen y se dispuso a deshacer la maleta. Quería pensar en Pedro lo menos posible, así que tenía que buscarse algo que hacer. A lo mejor podía buscar un cibercafé y ver si tenía algún correo de Gonzalo.
A la hora de comer, Pedro regresó al departamento. Carmen le dijo que Paula había salido un par de horas antes. Fue al dormitorio, pero no había ninguna nota. Masculló un juramento. ¿Por qué no le había dejado una nota? Justo antes de salir por la puerta, reparó en algo que estaba encima de la cómoda. Era la tarjeta de crédito, y el dinero que le había dejado. Solo faltaban veinte dólares. Se rió. ¿Cómo había dado por sentado que ella se iría directamente a las boutiques de lujo de la Quinta Avenida? Agarró la tarjeta, se maldijo una vez más por haber ido a verla a la hora de comer y regresó al coche. Fue entonces, de camino al centro una vez más, cuando se dio cuenta de que la había dejado marchar. Había confiado ciegamente en ella y eso lo ponía muy nervioso. No fue capaz de concentrarse en nada durante toda la tarde, y no se quedó tranquilo hasta que el conserje le confirmó que ella había regresado al departamento. El alivio era más que bienvenido, pero revelaba una debilidad que no podía permitirse.
-Bienvenido, señor Alfonso. ¡Cuánto tiempo!
Atravesaron el vestíbulo refrigerado y se dirigieron hacia los ascensores, donde esperaba el conserje con las puertas abiertas. Fueron directamente al departamento del ático. Paula creía haberlo visto todo, pero se había equivocado. Estaban en otro nivel de lujo y opulencia. Todo era de color dorado y crema. Las alfombras eran tan mullidas que se podía dormir sobre ellas. Óleos en las paredes. Pedro tenía buen gusto para combinar lo moderno con lo antiguo. Abrió las puertas que daban a la terraza y ella fue tras él. Salieron a una enorme terraza que parecía abarcar toda la longitud del edificio, con macetas y arreglos florales. Pedro estaba de pie con las manos en las caderas, observándola.
-¿Dónde está la piscina? -le preguntó ella, bromeando.
Él hizo un gesto con la cabeza.
-Abajo. En el gimnasio.
-Oh.
-Qué bonito. Se ve hasta el parque -añadió de forma redundante.
Abrumada, se acercó al muro de la terraza y admiró uno de los parques más famosos del mundo. La gente caminaba por las calles, tan pequeñas como hormigas. En medio del parque podía ver un espacio abierto y verde, y un lago.
-Me sorprende que no vivas en el rascacielos más alto, para llegar a ver más lejos aún -le dijo, sin mirarlo.
Él apretó la mandíbula.
-Sí, pero el Upper East Side es la mejor zona.
Paula se volvió hacia él justo a tiempo para verle mirar el reloj.
-Mira, ahora tengo que salir. Tengo reuniones todo el día.
Ella sintió un gran alivio. Necesitaba tomarse un respiro.
-Muy bien. Voy a acomodarme -le dijo, asintiendo con la cabeza.
Pedro sacó algo de su cartera y se lo dió.
-Toma esto. ¿Por qué no te vas de compras?
Paula tomó la tarjeta de crédito negra de forma automática y se quedó mirándola un momento. Pedro estaba sacando algo más de su billetera, poniéndolo sobre la mesa.
-Necesitarás efectivo para el taxi. Le diré a Rubén que te dé un mapa y algunas direcciones. Tenemos que asistir a un evento esta noche, así que te veo a eso de las seis, ¿De acuerdo?
Paula miró a Pedro y sintió su impaciencia.
-Muy bien. Te veo luego -le dijo.
Hubo un momento en que le pareció que él iba a decir algo, pero entonces dio media vuelta y salió del departamento. Unos segundos después apareció una mujer. Se secó las manos en un delantal y se presentó como el ama de llaves del señor Alfonso, Carmen. Paula sacudió la cabeza. Era evidente que la mujer era fan de su jefe. Insistió en enseñarle los cuatro dormitorios, los dos salones, la salita de estar, el comedor, el gimnasio, la piscina, la sauna, la enorme cocina. Casi se mareó de ver tanta maravilla. Con la cabeza dando vueltas, se despidió de Carmen y se dispuso a deshacer la maleta. Quería pensar en Pedro lo menos posible, así que tenía que buscarse algo que hacer. A lo mejor podía buscar un cibercafé y ver si tenía algún correo de Gonzalo.
A la hora de comer, Pedro regresó al departamento. Carmen le dijo que Paula había salido un par de horas antes. Fue al dormitorio, pero no había ninguna nota. Masculló un juramento. ¿Por qué no le había dejado una nota? Justo antes de salir por la puerta, reparó en algo que estaba encima de la cómoda. Era la tarjeta de crédito, y el dinero que le había dejado. Solo faltaban veinte dólares. Se rió. ¿Cómo había dado por sentado que ella se iría directamente a las boutiques de lujo de la Quinta Avenida? Agarró la tarjeta, se maldijo una vez más por haber ido a verla a la hora de comer y regresó al coche. Fue entonces, de camino al centro una vez más, cuando se dio cuenta de que la había dejado marchar. Había confiado ciegamente en ella y eso lo ponía muy nervioso. No fue capaz de concentrarse en nada durante toda la tarde, y no se quedó tranquilo hasta que el conserje le confirmó que ella había regresado al departamento. El alivio era más que bienvenido, pero revelaba una debilidad que no podía permitirse.
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