martes, 30 de julio de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 4

-¿Quien es usted? —preguntó Paula con voz ronca.

¡No podía ser él! Sobre todo después de haberse convencido de que no quería volverlo a ver. El destino no podía ser tan cruel. Pero un impulso autodestructivo le produjo una punzada de excitación. Hubo un tiempo en que deseó que se pusiera en contacto con ella, que fuera a buscarla, que le dijera que se había equivocado, que le dijera... Pero ya no era tan ingenua para seguir creyendo en semejantes fantasías. ¿Qué quería él? Un presentimiento de peligro le heló la sangre.

-Ya sabes quién soy, Paula.

Su forma de pronunciar su nombre, con aquel acento italiano tan sexy, convirtió la palabra en una caricia que hizo que ella se derritiera por dentro. Siempre había puesto en peligro su autocontrol. Recordó cómo la había convencido para que abandonara todo por lo que había luchado simplemente por el privilegio de estar con él. Había sido una estúpida.

-Por favor, dígame quién es.

No podía ser él. Nunca la hubiera seguido hasta Australia. Lo dejó claro cuando ella se marchó con el rabo entre las piernas. Pero el recuerdo del desconocido del baile, del hombre enmascarado que le había hecho pensar en él, disminuía su incredulidad. ¿Se estaría volviendo loca? Lo veía y lo escuchaba cuando sabía perfectamente que se hallaba instalado en su mundo de amigos ricos, elegantes y aristocráticos, de negocios importantes, sangre azul y glamour, en el que la gente como ella sólo era motivo de breve entretenimiento.

-No finjas que no me conoces, Paula. No tengo tiempo para jueguecitos. Soy Pedro Alfonso.

Paula apretó el auricular entre sus dedos. Se hubiera caído al suelo de no haber estado sentada.

-Pedro...

-Alfonso. Seguro que reconoces el apellido —le dijo con voz cortante como una cuchilla.

¿Que si reconocía el apellido? ¡Si en otro tiempo había tenido la esperanza de que también fuera el suyo! Se le formó una risa histérica en la garganta y se puso la mano en la boca para no soltarla, al tiempo que se concentraba en respirar profundamente. Necesitaba oxígeno. La habitación comenzó a dar vueltas. Un ruido a sus espaldas la devolvió a la realidad y miró hacia abajo como si estuviera a una enorme distancia de allí. El auricular se le había resbalado entre los dedos y había caído en la mesa. Pedro Alfonso: el hombre al que había amado, el que le había partido el corazón. Los últimos empleados le dieron las buenas noches. Paula alzó la mano a modo de despedida. Miró a su alrededor, confusa. Todo estaba preparado para el desfile de moda del día siguiente. Estaba sola... salvo por la voz al otro lado del teléfono. La voz de sus sueños. A tientas, como si fuera a tocar un animal salvaje, estiró la mano hacia el auricular. Lo levantó.

—¿Paula?

-Aquí estoy.

-Nada de juegos. Quiero verte.

Pues peor para él. Hacía tiempo que Paula había dejado de preocuparse de lo que quisiera Pedro Alfonso. Además, no era tan estúpida como para volver a acercársele. Ni siquiera se fiaba de las defensas contra él que tanto le había costado construir, contra un hombre por el que había abandonado su trabajo, todos sus planes e incluso el respeto hacia sí misma.

-No es posible.

-Claro que lo es —le espetó él—. Sólo nos separan doce plantas.

¿Doce plantas? ¿Estaba en Melbourne? ¿En el Landford?

—¿Eras tú el de esta noche en el baile? —si se hubiera sentido menos aturdida, se habría dado cuenta de lo que su tensa voz traslucía. Pero trataba de reponerse del choque y no podía pensar en su orgullo.

Él no contestó. Paula se sintió invadida por una ola de calor. Había sido él quien la había tenido en sus brazos en el salón de baile. ¿Cuántas veces había deseado que la abrazase, a pesar de todo lo que se decía a sí misma sobre olvidar el pasado? ¿La había abrazado y ella no lo había reconocido? Claro que lo había reconocido, a pesar de la nueva colonia, la palidez y la cicatriz. El miedo le cortó la respiración. Lo habían herido. ¿Había sido grave? Recurrió temblorosa a los últimos restos de control que le quedaban.

—¿Qué quieres?

-Ya te lo he dicho —contestó él con impaciencia—. Quiero verte.

Ella no pudo evitar un bufido de incredulidad ante sus palabras. Cómo habían cambiado los tiempos. Finalmente, el orgullo vino en su ayuda.

-Es tarde. He tenido un día muy largo y me voy a casa. No tenemos nada que decirnos.

—¿Estás segura? —su voz parecía estar recorrida por una erótica corriente subterránea.

Paula se incorporó de un salto. Una llama lamía un lugar secreto en su interior, el lugar que estaba frío y vacío desde que él la abandonara. Al darse cuenta, su enfado aumentó. No, no estaba segura, eso era lo peor.

-Estoy en la suite presidencial —prosiguió él al cabo de unos segundos—. Te espero dentro de diez minutos.

-No tienes derecho a darme órdenes —aunque tarde, recuperó el habla.

—¿No quieres verme? —preguntó él en tono de incredulidad.

¿Alguna vez lo había rechazado una mujer? Ella no, desde luego. Había sido como arcilla en sus manos desde el momento en que se enamoró de él.

-Lo pasado, pasado está —en el último momento consiguió no decir su nombre. No quería oírlo de sus propios labios. Le traía demasiados recuerdos.

—Tal vez sea así, pero yo sí quiero verte —su tono dejó claro que no estaba a punto de ponerse de rodillas y pedirle perdón.

Paula se frotó la frente. La idea de que Pedro, niño mimado de la alta sociedad, empresario e italiano cien por cien viril, se arrodillan ante una mujer era absurda.

Pasión Imborrable: Capítulo 3

Sólo una vez en su vida había experimentado sensaciones tan intensas: a los cinco años, cuando su madre lo abandonó por una vida regalada con su amante. Pedro se removió e hizo un gesto negativo con la cabeza para desterrar la borrosa imagen, al tiempo que volvía a ser consciente de que se hallaba en el salón de baile lleno de gente. Sin embargo, la intensa mezcla de emociones le seguía bullendo en el pecho. ¡Madonna mia! No era de extrañar que se sintiera vulnerable con semejantes sentimientos. ¿Quién era esa mujer para hacerle reaccionar de tal manera? Se mezclaron en él la ira y la impaciencia porque una mera casualidad lo hubiera llevado hasta allí, porque podía fácilmente haber evitado aquella oportunidad de saber más. Soltó la silla y sintió la huella pro-funda de la madera en la palma de la mano. La espera había terminado. Tendría las respuestas que buscaba aquella noche.



Paula se sacó un zapato a hurtadillas y movió los dedos de los pies. El baile estaba a punto de acabar. Entonces supervisaría cómo se recogía el salón y se preparaba para el desfile de moda del día siguiente. Suprimió un bostezo. Le dolían todos los huesos y lo único que quería era meterse en la cama. Bordeó la pista de baile para ir a comprobar... Una mano grande, cálida e insistente tomó la suya e hizo que se detuviera. Rápidamente, Paula adoptó una expresión serena para atender al huésped que había sobrepasado los límites al tocarla. Esperaba que no estuviera borracho. Puso una sonrisa profesional y se dió la vuelta. La sonrisa se evaporó. Durante unos instantes, el corazón le dejó de latir mientras miraba al hombre que tenía frente a sí, quien, a diferencia de la mayoría de los presentes, todavía llevaba la máscara. Tenía el pelo castaño y lo llevaba muy corto, por lo que se veía la hermosa forma de la cabeza. La máscara le ocultaba los ojos, pero ella captó un brillo oscuro. La boca era un corte duro sobre la barbilla fuerte y firme. Le miró la barbilla con los ojos como platos. No podía ser...  Él se movió y ella aspiró el leve aroma de una colonia desconocida. El alma se le cayó a los pies. ¡Por supuesto que no era él! Una cicatriz ascendía por la frente del desconocido desde el borde de la máscara. El hombre que ella había conocido era tan hermoso como un joven dios, sin cicatrices. Tenía la tez dorada por las horas al sol, no pálida como la de aquel extraño. Y sin embargo... Sin embargo, en ese momento tuvo el estúpido deseo de que fuera él. Contra toda lógica y la necesidad de protegerse, lo deseó con todas sus fuerzas. Era un hombre alto, mucho más que ella a pesar de que llevaba tacones. Sin duda tan alto como... ¡No! No iba a seguir por ese camino. No iba a seguir jugando a ese lamentable juego.

—¿Qué desea? —le preguntó con voz ronca, más bien como una invitación íntima que como una fría pregunta. Lo maldijo en silencio por haberle hecho perder el control simplemente al recordarle a un hombre y una época que era mejor olvidar—. Creo que me ha confundido con otra persona —dijo en tono cortante, aunque tuvo el cuidado de no mostrar su enfado. Si podía salir de aquello sin alborotos, lo haría.

Paula trató de que le soltara la mano, pero él se la apretó con más fuerza y la trajo hacia sí. Ella dio un traspié, sorprendida por cómo la agarraba. Lo miró a los ojos. Esperaba que hablara de la comida o la música o que le pidiera algún tipo de ayuda. Su silencio la puso nerviosa y su instinto le gritó que tuviera cuidado.

—Tiene que soltarme —alzó la barbilla y deseó poder verle bien los ojos.

Él inclinó la cabeza y ella pensó, aliviada, que probablemente querría algo así como otra botella de vino para la mesa. Iba a preguntárselo cuando alguien la empujó y la lanzó contra el pecho del desconocido. Unas manos grandes la agarraron por los brazos. Frente a ella había un traje muy elegante, la masculina barbilla y un par de hombros que no le pasarían desapercibidos a ninguna mujer. Unos hombros como los de... Se mordió los labios. Aquello tenía que acabar. Otra pareja la empujó y, de pronto, se halló pegada a un cuerpo duro, caliente y fuerte. Se sintió mareada. Se imaginó que percibía cada músculo del cuerpo de él contra el suyo. Por debajo de la cara colonia, un vago aroma a piel masculina le hizo cosquillas en la nariz. El hombre le resultaba demasiado familiar, como si fuera un fantasma de uno de los interminables sueños que la perseguían. Su extraño silencio contribuía a aumentar la sensación de irrealidad. Entonces, una de las manos de él se deslizó por su espalda hasta justo antes de las nalgas. Paula sintió el calor del deseo, una sensación que llevaba siglos sin experimentar. Su cuerpo respondió temblando al masculino encanto del de aquel hombre.

—Tengo que irme. ¡Por favor! —la boca le tembló y, para su consternación, los ojos se le llenaron de lágrimas. Parte de ella deseó locamente sucumbir a la potente masculinidad de él porque le recordaba al hombre que le había enseñado los peligros de la atracción física instantánea. Tenía que salir de allí.


Con una fuerza producto de la desesperación, Paula consiguió separarse y se tambaleó cuando él la soltó de repente. Ella dió un paso vacilante hacia atrás, luego otro, mientras el hombre la miraba con ojos inescrutables y tan inmóvil como un depredador a punto de abalanzarse sobre ella. Se le hizo un nudo en la garganta a causa del pánico. Abrió la boca, pero no pudo articular sonido alguno. Después se dió la vuelta y se abrió paso a ciegas entre la multitud. El salón de baile se hallaba vacío salvo por los empleados que recogían y movían los muebles. Sonó un teléfono y cruzó los dedos para que no hubiera más problemas. Estaba exhausta y aún inquieta por el recuerdo del desconocido,

-Dígame.

-Paula, menos mal que te he encontrado. Reconoció la voz del nuevo empleado del turno de noche en recepción.

—Tienes una llamada urgente —prosiguió él—. Te la paso.

De pronto, todo el cansancio le desapareció. Se le hizo un vacío en el estómago que fue a llenar el miedo. ¿Le había pasado algo a Leo? ¿Estaba enfermo? ¿Había sufrido un accidente? El clic de la conexión telefónica resonó en sus oídos, así como el silencio que siguió.

—¿Qué pasa, Mariana?

Hubo una pausa en la que oyó el eco de su propia respiración. Después surgió una voz aterciopelada.

-Paula.

Sólo una palabra que bastó para que se le erizara todo el vello del cuerpo. Era la voz que la perseguía en sueños, la voz que, a pesar de todo, seguía teniendo el poder de derretirla. Comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que sentarse en el borde de la mesa que había a su lado. Se agarró la garganta en un gesto desesperado. ¡No podía ser!

—Tenemos que vernos —dijo la voz del pasado—. Ahora.

Pasión Imborrable: Capítulo 2

Nada se obligó a sonreír porque sabía que Mariana podía leerle el pensamiento incluso por teléfono Te debo una.

-Desde luego. Puedes cuidar de Abril el fin de semana que viene.

-De acuerdo. Miró el reloj. Tenía que volver antes de que se produjera la siguiente crisis. No te olvides de darle a Nicolás un beso de mi parte cuando se vaya a dormir.

Era ridículo sentir un nudo en la garganta porque no iba a poder darle de cenar ni besarlo antes de acostarlo. Se dijo que su hijo estaba en buenas manos y que ella podía considerarse afortunada por haber encontrado un trabajo que le permitía dedicarle tiempo. Estaba agradecida a la dirección del hotel por dejarle conciliar en buena medida la vida laboral y la familiar. Aquel día era una excepción. La gripe había hecho estragos en el personal del Landford en el peor momento. Más de un tercio de los trabajadores estaba de baja y no importaba que Paula llevara todo el día trabajando. Una hora antes, David, el director de actos sociales, había tenido que marcharse con una fiebre altísima, por lo que ella tenía que sustituirlo. Estaba muy nerviosa, ya que era la oportunidad de demostrar lo que valía y de justificar la fe que David tenía en ella al haberla aceptado a pesar de que su currículum no era el adecuado. Le debía no sólo el puesto, sino también la seguridad en sí misma que lenta y es-forzadamente había ido ganando desde su llegada a Melbourne.

-No sé a qué hora volveré, Mariana. Probablemente de madrugada- Paula se negó categóricamente a preocuparse por cómo iba a volver a casa. No podía usar el transporte público a esas horas, y el coste de un taxi era prohibitivo. Nos veremos a la hora de desayunar, si te parece bien.

-Muy bien, Paula. No te preocupes.

Paula colgó y echó hacia atrás los hombros. Llevaba tanto tiempo trabajando en el ordenador y el teléfono sin parar que le dolía todo el cuerpo. Echó una ojeada al monitor que tenía frente a sí y las palabras escritas bailaron ante sus ojos. Trató de concentrarse aunque sabía que, por mucho que lo hiciera, trabajar en aquel documento sería una prueba de resistencia y determinación. Suspirando, agarró las gafas y se inclinó hacia delante. Tenía que acabar aquello para poder hacer las comprobaciones de última hora del baile de máscaras de aquella noche.

Paula estaba en una esquina del salón de baile, cerca de la puerta que conducía a la cocina, escuchando las novedades que le susurraba el jefe de los camareros. La cocina era un caos ya que la mitad del personal estaba con gripe. Sólo habían llegado dos empleados para sustituir a los que habían llamado para decir que estaban enfermos, y los chefs no daban abasto. Por suerte, los huéspedes no habían notado nada extraño. El hotel se enorgullecía de su exquisito servicio, y el personal estaba haciendo lo posible para estar a la altura de su reputación. El salón de baile era refinado y elegante. Antiguos candelabros iluminaban las joyas centelleantes de la multitud que lo abarrotaba. Los huéspedes estaban tan elegantes como correspondía a uno de los acontecimientos más importantes de la Semana de la Moda. La habitación olía a fragancias exclusivas, flores de invernadero y dinero, mucho dinero. Personas famosas, diseñadores, hombres de negocios..., la flor y nata de la sociedad australiana estaba allí aquella noche acompañada asimismo de celebridades extranjeras. Y todos ellos estaban a su cargo. Se le aceleró el pulso y trató de concentrarse en las palabras de su compañero. Tenía que hacerlo para conseguir que la noche fuera un éxito. Se jugaba mucho.

—Muy bien, veré si hay alguien del restaurante que pueda ayudaros —asintió y se volvió hacia el teléfono que había en la pared.

Extendió la mano para marcar el número del restaurante, pero se quedó paralizada. Sintió un cosquilleo al final de la columna vertebral que se transformó, al ir ascendiendo por la espalda, en una sensación ardiente que le quemaba la piel. A través de la ropa, la piel le hervía y se le erizaron los cabellos de la nuca. Dejó el auricular con mano temblorosa y se dio la vuelta. El personal del hotel circulaba entre la colorida multitud con bandejas de canapés y champán. Los grupos de personas se deshacían y se volvían a juntar. Los huéspedes, la mayoría de los cuales llevaba bellas máscaras hechas a mano, se divertían, establecían relaciones laborales o se dedicaban a lucir sus galas. No se percatarían de que hubiera alguien que no perteneciera a su estrecho círculo, lo cual a Paula le venía muy bien. No ansiaba tener un lugar en un baile de cuento de hadas, sobre todo después de haber abandonado la fantasía del príncipe azul. Sin embargo, sintió que las mejillas le ardían. Se quedó sin respiración y el pulso se le aceleró porque su instinto le decía que alguien la observaba. Con el corazón en la boca, buscó frenéticamente entre la multitud a algún conocido, a alguien que hiciera que el corazón se le desbocara como lo había hecho mucho tiempo atrás. Cerró los ojos durante unos segundos. Aquello era una locura. Todo eso formaba parte del pasado, un pasado que era mejor olvidar. El cansancio y los nervios hacían que se imaginara cosas. Su camino y el de él no volverían a cruzarse, ya se había encargado él de eso. Paula hizo una mueca al sentir un dolor familiar en el pecho. ¡No! Se negó a que su caprichosa imaginación la distrajera. Había gente que dependía de ella. Tenía que hacer su trabajo.


Desde el otro lado de la atestada sala, él la observaba. Se agarró con fuerza al respaldo de una silla mientras el corazón se le aceleraba. El choque que le supuso reconocerla fue tan potente que tuvo que cerrar los ojos durante unos instantes. Al abrirlos, vio que ella se volvía hacia el teléfono. Era ella; no la mujer del folleto, sino mucho más: la mujer que recordaba, mejor dicho, que casi recordaba. Se le apareció la imagen de ella alejándose con la espalda rígida y a paso muy rápido, como si no pudiera alejarse lo bastante deprisa, mientras él se quedaba clavado donde estaba. Ella llevaba una maleta y un taxista metía otra en el maletero de su vehículo. Por último, ella se detuvo y el corazón de él también lo hizo. Pero no se dió la vuelta, y unos instantes después estaba dentro del coche que aceleraba y se alejaba por el camino privado de la casa de él en el lago Como. Él permaneció inmóvil, presa de sentimientos encontrados: furia, alivio, decepción, incredulidad... Y dolor, un dolor que iba llenando su vacío interior.

Pasión Imborrable: Capítulo 1

Pedro Alfonso apenas miró el material de propaganda que tiró a la papelera. Su nueva secretaria aún no había aprendido lo que él tenía que ver y lo que no. La sección textil de la compañía estaría representada en la feria que estaba a punto de celebrarse, pero uno de los directores se encargaría de ello. No era necesario que el presidente... ¡Oh Dio mío! Su mirada se detuvo en la foto de un folleto que estaba medio tapado por otros papeles. Entrecerró los ojos al fijarse en la sonrisa de la mujer: un pequeño lunar atraía la atención hacia una boca que despertaría el interés de cualquier hombre: grande, exuberante, incitante. Se quedó paralizado al tiempo que se le aceleraba el pulso. Esa sonrisa... Esa boca... Pero no fue el aspecto sexual lo que atrajo su atención. Un retazo de recuerdo seductor flotó entre sus pensamientos conscientes. Un sabor dulce como una cereza madura, gustoso y adictivo. Sintió calor a pesar del aire acondicionado que había en su espacioso despacho. Algo similar a una emoción lo dejó sin aliento. Se dijo que no tenía que analizar lo que sentía, sino relajarse y dejar que afloraran las sensaciones. Como una cortina de encaje movida por la brisa, el velo que cubría los recuerdos de aquellos meses de hacía dos años se abrió, se separó y volvió a cerrarse.

Pedro apretó los puños, pero no sintió dolor, sino la conocida e irritante sensación de vacío que le hacía sentir impotente y vulnerable. No importaba que le hubieran asegurado que en aquellos meses perdidos no había sucedido nada extraordinario. Otros recordaban lo que había dicho y hecho. Pero él, Pedro Alfonso, no se acordaba. Agarró el folleto sin pensarlo. Era el anuncio de un hotel de lujo de Melbourne. Esperó, pero no saltó ninguna chispa de reconocimiento. Él no había estado en Melbourne. Al menos no se acordaba. Lo invadió la impaciencia y trató de controlarla respirando profundamente. Una reacción emocional no lo ayudaría, a pesar de que había veces en que la sensación de pérdida, de haber perdido algo vital estaba a punto de hacerle enloquecer. Volvió a mirar el folleto. La recepcionista sonreía a una pareja mientras se registraba en el hotel, y su sonrisa era fascinante. El entorno era opulento, pero él había crecido rodeado de lujo, por lo que apenas se dio cuenta. Por el contrario, la mujer lo intrigaba. Cuanto más la miraba, mayor era el presentimiento de que la conocía, lo cual hacía que la sangre le circulara más deprisa y que sintiera un cosquilleo en la nuca. ¿Le había sonreído ella así? Empezó a estar seguro de que sí. Examinó sus rasgos con atención. Llevaba el pelo negro recogido y su cara era agradable pero corriente. Tenía la nariz respingona y algo corta. Los ojos eran de un castaño sorprendentemente claro; la boca, grande. No era guapa ni lo suficientemente exótica como para que se volvieran a mirarla. Pero tenía algo, un carisma que el fotógrafo había percibido y del que había sabido sacar partido.

Pedro le pasó el dedo por un pómulo y la suave curva de la mandíbula y se detuvo en la exuberante promesa de sus labios. Ahí estaba de nuevo el presentimiento, la intuición de que no era una desconocida. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron dispuestos a actuar. En su memoria defectuosa algo se agitó, y recordó una sensación suave como el roce de aquellos labios en los suyos. Volvió a sentir el sabor a cereza madura, irresistible. La caricia de unos delicados dedos en la mandíbula y en el pecho, con el corazón latiéndole deprisa. El sonido de suspiros femeninos, la sensación de éxtasis. Inspiró como si estuviera haciendo un ejercicio físico muy intenso. La nuca y el entrecejo comenzaron a sudarle mientras su cuerpo se excitaba. ¡Era imposible! Pero el instinto le revelaba una verdad que no podía pasar por alto: conocía a aquella mujer, la había abrazado, le había hecho el amor. Lo invadió un sentimiento de posesión masculina. La experiencia primitiva de dominio, del macho olfateando a la hembra era inconfundible. Miró fijamente la imagen de la desconocida que se hallaba al otro lado del mundo. Si él no había ido a Melbourne, ¿habría viajado ella hasta allí, hasta Lombardía? Se sintió frustrado por no poder recordar lo sucedido en aquellos meses. Examinó la foto durante varios minutos. Aunque le parecía imposible, cada vez se sentía más seguro de que en aquella mujer residía la clave de sus recuerdos inaccesibles. ¿Podría ella devolvérselos? Así le restituiría lo que había perdido y eliminaría la sensación de que era menos de lo que había sido, la insatisfacción que le producía su vida. Extendió la mano hacia el teléfono. Pretendía hallar respuestas al precio que fuera.




-Gracias, Mariana, me has salvado la vida —Paula se sintió aliviada. Aquel día todo le había salido mal. Al menos aquello, lo más importante, estaba solucionado.

-No te preocupes —le respondió su vecina y canguro—. Nicolás estará bien con nosotros.

Paula sabía que Mariana tenía razón, pero eso no le impidió sentir una punzada de remordimiento en el pecho. Había aceptado aquel empleo en el hotel Landford porque esperaba, la mayoría de los días, estar de vuelta en casa a una hora razonable para ocuparse de su hijo. No quería que Nicolás creciera con una madre ausente por estar demasiado ocupada en su trabajo y sin tiempo para dedicárselo, y que tuviera una vida familiar como la que ella había conocido de niña. Sobre todo porque Nicolás sólo la tenía a ella. La punzada en el pecho se hizo más intensa y le impidió respirar. Incluso después de todo el tiempo que había pasado no podía evitar sentir remordimientos y añoranza al recordar. Tenía que ser más dura. En otra época había perseguido un sueño, pero ya era lo bastante inteligente como para no seguir creyendo en él, sobre todo después de haber aprendido cruelmente lo inútil que era.

-¿Qué pasa, Paula?

Pasión Imborrable: Sinopsis

Él había olvidado su pasado en común, pero no su cuerpo…

Un espléndido baile de máscaras no era lugar para la poco agraciada recepcionista Paula Chaves. Acostumbrada a pasar desapercibida entre los famosos, se sentía vulnerable ante la mirada ardiente de un hombre enmascarado. Lo que menos se imaginaba era que era el mismo del que había huido dos años antes y que su magnetismo sexual volvería a causar su perdición.

Pedro Alfonso no recordaba a Paula, pero su cuerpo sí lo hacía…íntimamente. Y el italiano estaba resuelto a reclamar todo lo que consideraba suyo.

jueves, 25 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 48

—Lo que has oído —contestó ella, esbozando una leve sonrisa y apartando la mirada, tímida.

Él la abrazó tan estrechamente, que sus cuerpos se unieron en uno solo. Nunca se había sentido mejor, ni siquiera cuando hacían el amor apasionadamente. Nada se podía comparar a la sensación de saber que ella le correspondía. Ella, sensual y sexy, que pronto sería su esposa.

—Te amo, Paula. Me ha llevado mucho tiempo admitirlo. Me decía a mí mismo que era simplemente lujuria lo que sentía y la necesidad de mantenerte segura. Pero estaba equivocado.

Pedro comenzó a acariciarla.

—Y he sido un cobarde. No te lo quería decir hasta estar seguro de que tú también me necesitabas.

Se acercó a su cara y le dió un beso en la mandíbula y otro justo debajo de la oreja, tras lo cual le acarició alrededor de ésta con la lengua. Pudo sentir cómo ella se estremecía en sus brazos. Nunca tendría suficiente de ella. Nunca.

—Me aterroricé cuando dijiste que te ibas a marchar de mi casa.

—Estaba tratando de ser independiente —dijo ella—. Nunca me dijiste lo que sentías.

—Eso es porque fui un maldito idiota —sonrió entre el pelo de Marina, oliendo su sexy aroma—. Dímelo —urgió él, decidido a vencer ese último vestigio de temor.

—¡Eres tan mandón!

—Dímelo —volvió a urgir, levantándole la cara—, O no te volveré a besar.

Paula sonrió abiertamente, haciendo que a él le diera un vuelco el corazón de la emoción.

—Te amo. Pensé que era patéticamente obvio —dijo ella, besándolo a continuación.

Sus besos lo enloquecían. Su mujer. Cálida y maravillosa. Su mundo comenzaba y terminaba en ella.

—Desde el principio supe que eras mía —dijo con la respiración entrecortada minutos después.

—Pero yo estaba...

—Preciosa —susurró él en su oreja—. Incluso con aquel espantoso conjunto. Llena de fuego y pasión. Haciéndole frente a ese matón de Wakefield. No me extraña que me enamorara de tí.

—¿De verdad? —incluso en aquel momento su voz reflejaba dudas.

—Paula Chaves, eres una mujer de una belleza deslumbrante —dijo, esperando que le creyese—. Eres lista, competente y endemoniadamente sexy.

—Pero aun así, la primera vez casi te tuve que suplicar que me hicieras el amor.

—Estaba tratando de hacer lo correcto. Te deseaba tanto que me estaba matando. Pero sabía que estabas dolida. Habías perdido a tu padre, tu casa, todo tu futuro. Estabas herida e insegura de ti misma. No tenía ningún derecho a forzarte a tener intimidad. ¡Por el amor de Dios, eras virgen!

—No me forzaste a nada, Pedro. Yo elegí por mí misma, libremente.

—¿Y te vas a quedar? ¿Decidiéndolo libremente? —necesitaba oírselo decir.

Paula asintió con la cabeza, esbozando una suave sonrisa.

—Me voy a quedar.

—Eres la única mujer que existe para mí, Paula.

—¿Así que estás buscando una amante a largo plazo?

—No, demonios —Pedro la abrazó estrechamente—. Mi madre y Laura vienen este fin de semana desde Perth para darte la bienvenida a la familia. Todos se morían de curiosidad por conocerte, pero les hice esperar hasta que no estuviera seguro de tí.

—Ah, ¿Así que ibas a utilizar mi empresa como soborno? ¿Para persuadirme de que me casara contigo?

Paula esbozó una dulce y pícara sonrisa. Pedro negó con la cabeza.

—No. Eso ya se ha firmado, sellado y enviado. Tengo que admitir que pensé que ayudaría a mi causa cuando hoy te diera los documentos... como una sorpresa durante una agradable e íntima comida. Pero confiaba en mis encantos naturales para convencerte.

Pedro fue a besarla de nuevo, pero sintió los dedos de ella presionando sus labios.

—Te has olvidado de algo —dijo ella—, Si quieres una esposa, tienes que pedírmelo primero. Esa es la tradición —los oscuros ojos de Paula reflejaron alegría—. Quizá necesite que me convenzas.

Inmediatamente él la levantó en brazos, acercándola a su corazón, donde ella pertenecía. Entonces se dió la vuelta y se dirigió hacia las escaleras.

—Cuento con ello —dijo, esbozando una sonrisa.




FIN

Venganza: Capítulo 47

—¿Qué es eso, Paula? ¿Qué son esos documentos? —preguntó en voz baja, sin alterarse.

—Son copias de unos documentos comerciales. De la venta de mi casa —Paula hizo una pausa para aclararse la garganta—. Y la transferencia de mi compañía a tí.

¡Demonios! No le extrañaba que estuviese tan pálida. Estaba en estado de shock. Se podía imaginar las venenosas mentiras que le habría contado Wakefield. Le preocupaba mucho Paula, ya que parecía totalmente destruida y sin fuerzas para luchar. Se acercó a ella y la tomó de las manos. Ella trató de resistirse, de apartarlo cuando se sentó a su lado en el sofá, pero Pedro no se lo permitió.

—Cuéntame.

—Ha dicho que siempre quisiste mi compañía para tí —le tembló la voz—. Que me engañaste...

—Yo no quiero tu compañía —dijo él apresuradamente—. Aclaremos eso ahora mismo. Nunca he tratado de quedarme con ella y no planeé todo esto para quedármela yo.

—Pero Wakefield ha firmado el traspaso a tu nombre.

—Eso sólo ha sido otra de sus tácticas —Pedro le apretó las manos, preocupado por lo frías que estaban—. Wakefield ha mentido. Debió planear todo esto desde el momento en que se dió cuenta de que debía renunciar a la empresa. Cuando mi equipo jurídico me informó de que estaba haciendo el traspaso a mi nombre, decidí seguir adelante con ello. Lo principal era que la compañía ya no estuviera en sus manos. Después podíamos arreglarlo todo entre nosotros. Eso es lo que he estado haciendo hoy... organizando el traspaso de poder a la familia Chaves.

Paula parpadeó y sintió cómo le temblaba el cuerpo.

—Es verdad —urgió él, desesperado por que ella le creyese—. Tu hermano Gonzalo está ahora mismo en la reunión. Puedes telefonearle.

—No me lo dijiste —susurró ella.

—No —a Pedro le golpeó la conciencia. Si hubiera confiado en Marina como ella se merecía nada de eso estaría pasando.

—Y compraste mi casa —dijo ella de manera acusadora.

Pedro no sabía cómo explicar aquello. Sus motivos no habían sido puros para nada. Iba a pensar que era un manipulador. Respiró profundamente y la acercó hacia él. Ella se quedó rígida en sus brazos. Pero allí estaba, caliente y protegida, en el lugar a donde pertenecía.

—Sí, compré tu casa. Necesitabas dinero rápidamente, así que la compré.

Paula se apartó de él lo suficiente como para verle la cara y le dirigió una mirada exigiendo saber la verdad. A él le alivió ver que ella tenía mejor color.

—¿Por qué?

—Lo hice porque te deseaba —dijo con la dureza reflejada en la voz—. Es así de simple. Cuando te llevé a tu casa tras la recepción de Wakefield y te metí en la cama... cuando salí de allí había decidido que serías mía.

Paula se quedó boquiabierta y él continuó hablando. No tenía nada que perder.

—Es por eso por lo que insistí en que hicieras el papel de mi amante. Porque te quería cerca de mí. Te quería conmigo. Pero al tenerte aquí en mi casa, en mi cama, las cosas cambiaron. Me di cuenta de que quería más —le latía con tanta fuerza el corazón como si fuera un martillo—. Quería...

—¿Qué querías?

—Que te enamoraras de mí —admitió.

El silencio se apoderó de la habitación. Mientras esperaba la respuesta de Paula, a Pedro se le aceleró el pulso del tal manera que le retumbaba en los oídos. Estaba aterrorizado.

—No lo entiendo. ¿Por qué querrías que pasara eso? ¿Era porque yo era... una novedad en tu vida? ¿Fue para pasarlo bien un rato, porque yo era diferente?

—¡Novedad! ¿Es eso lo que ha dicho Wakefield? Cuando le ponga las manos encima a esa escoria le voy a...

—Olvídate de Wakefield y respóndeme.

—Oh, cariño. No has creído eso, ¿Verdad que no? ¡No has podido creerlo! ¿No sabes que eres preciosa? ¿No sabes que haría lo que fuera para mantenerte a mi lado?

—Todo lo que sé es que me mentiste.

Paula le había dado una puñalada en el corazón. Pero él se lo merecía y lo sabía.

—Tienes razón. Te mentí, Paula.

—¿Por qué? ¿Por qué querrías hacerme daño?

Pedro se rió amargamente. Había sido peor que Wakefield. Por lo menos ella sabía qué esperar de él.

—No quería hacerte daño, Paula. Créeme. Yo... —tragó saliva con fuerza y se forzó a continuar hablando—. Quería que te enamoraras de mí. De la misma manera en la que yo me había enamorado de tí.

De nuevo se creó un silencio entre ambos, sólo roto por el sonido de la agitada respiración de él.

—Bueno, eso lo conseguiste —dijo por fin Paula.

—¿Qué? —Pedro había visto cómo se movían los labios de ella, pero... ¿Realmente había dicho aquello?—. ¿Qué has dicho?

Ella lo miró a los ojos y en ese preciso momento él lo supo.

Venganza: Capítulo 46

El dolor destrozó a Paula, la dejó inmóvil, incluso temerosa de respirar. La noche anterior, mientras ella había estado en sus brazos, Pedro ya era el dueño de la compañía de su familia. Él lo había sabido. Seguro que debía haberlo sabido, pero no había dicho nada.

—Es doloroso que destruyan las ilusiones de la gente —la falsa simpatía que denotaba la voz de Wakefield ni siquiera la enfadó. Estaba demasiado ocupada tratando de entender aquello—. No sé que te habrá contado Alfonso, pero le había echado el ojo a tu pequeña compañía desde hacía algún tiempo. Mis empleados lo descubrieron y fue por eso por lo que decidí conseguirla yo primero.

Paula levantó la vista y vió que la estaba mirando muy de cerca.

—Debería haber sido más prudente —admitió él—. He hecho unas pocas... adquisiciones poco convencionales que han resultado ser problemáticas. Dado el continuo interés de Alfonso, le he vendido ésta. Eso era lo que él quería.

Agitó la cabeza y le dirigió a Paula su sibilina sonrisa. Ella se estremeció.

—Pensaste que yo era un avaricioso, cielo. Pero por lo menos fui franco. Alfonso los quería a tí y a la empresa, pero no te lo dijo, ¿A que no? Te engañó haciéndote pensar que te iba a ayudar a recuperar lo que habías perdido, cuando en realidad lo quería para él. Iba detrás de la empresa y de un poco de variedad en la cama.

Paula no dijo nada. Frenéticamente leyó y releyó los documentos. No podía ser. Sabía que Pedro no la amaba, pero era un hombre decente y ella había confiado en él.

—Una última cosa —dijo Wakefield, levantándose—. Una vez que tu querido Pedro sepa que has descubierto lo que ha hecho, tu estancia aquí se habrá acabado. No te querrá cerca de él, enfurruñada por lo que te ha hecho —ya desde la puerta continuó—. Mi consejo es que te marches antes de que él te eche. Puede que seas mona, pero cualquiera puede ver que no eres su tipo. Te aseguro que la novedad ya se le ha pasado. Si te queda algo de orgullo te marcharías en vez de esperar a que te eche.

Paula no respondió. Ni siquiera se movió. Estaba aturdida. No se lo podía creer. Las lágrimas afloraron a sus ojos, pero las apartó cerrándolos con fuerza. Se preguntó si todo había sido una farsa. Pero la había necesitado para que lo ayudara a quitarle a Wakefield sus bienes. No había duda de la furia que sentía cuando le contó lo que le había pasado a su hermana o de su odio hacia Wakefield. ¿Pero le había motivado también el deseo de ayudarla a ella? ¿O había sido ella simplemente una inocente conveniente para él?  Había sido tan crédula! ¡Había confiado tanto en él! Le dolió el pecho al tratar de aguantar las lágrimas. Pero fue inútil. Sintió cómo le corrían por las mejillas y la barbilla. Wakefield había dicho que ella había sido una novedad para Pedro. Si no fuera por los documentos que Wakefield le había dejado, no se lo hubiese podido creer. Estaba rota por el dolor. Se preguntó si Pedro se habría estado riendo de ella durante todo el tiempo. No podía ser tan cruel. Pero era cierto que ella nunca se había acabado de creer los cumplidos que él le decía sobre lo guapa que era. Se acurrucó en el sofá, levantó la vista... y vió a Pedro en la puerta. Tenía la corbata torcida, el pelo despeinado y sangre en los nudillos.

Pedro se acarició la mano. Revivió la satisfacción que sintió al ver la cara de asombro de Wakefield cuando cayó al suelo. Había sido una pequeña revancha por el daño que el malnacido les había hecho a Laura y a Paula, pero era sólo el principio. Wakefield ya no era tan prepotente en aquel momento en que su fortuna había descendido más de un cincuenta por ciento. Incluso con la ayuda de los contactos de su familia tardaría años de duro trabajo en recobrar lo que había perdido. Y eso era satisfactorio. Sonrió mientras entraba en el salón, pero se quedó paralizado, horrorizado ante lo que vió. Paula estaba allí, acurrucada en una esquina del sofá, tan pálida como un espectro. Se acercó a ella. Si Wakefield le había hecho daño... Pero cuando se acercó, notó cómo ella se estremeció cuando él trató de acariciarla y cómo le temblaba el labio inferior.

—Paula —dijo con la voz ronca—. No me mires así.

Ella parpadeó y se restregó los ojos con la mano. Aquel gesto infantil hizo que algo se retorciera dentro de él. Había querido protegerla, pero de alguna manera le había fallado.

—Sea lo que sea lo que haya dicho, no le creas. Wakefield es un mentiroso compulsivo. Ya lo sabes. Diría lo que fuera para crear problemas entre nosotros.

—¿Dónde está? —susurró ella. Incluso su voz era débil.

—Se ha marchado —contestó, acercándose un poco más con cuidado—. No te preocupes por él. Los de seguridad no le dejarán acercarse a la casa. No te podrá hacer daño.

Si no hubiese sido por la llamada urgente de la señora Sinclair en medio de su reunión, quizá ni se hubiese enterado de la visita de Wakefield. Pensar en ese asqueroso a solas con Paula hacía que le hirviera la sangre. Era obvio que, de alguna manera, le había hecho daño. Pero entonces observó los documentos que tenía ella en las rodillas y esparcidos por el suelo.

Venganza: Capítulo 45

—¿Señora Chaves? Tiene una llamada.

Paula levantó la mirada de su desayuno.

—Es el señor Wakefield —dijo la señora Sinclair.

Aunque Ronan le había asegurado que Wakefield ya no le podía hacer daño, Paula se estremeció.

—Gracias —dijo, acercándose a tomar el teléfono—. Paula Chaves—dijo por fin.

—Ya era hora —dijo Wakefield—. Tengo unos documentos para tí. Tenemos que vemos.

—Lo siento, señor Wakefield, no tenemos nada que discutir.

—En eso estás equivocada, cielo. Este es tu negocio. Tuyo y de tu hermano. Tengo los documentos para transferir tu compañía aquí conmigo.

Paula se quedó helada. No podía ser cierto. ¿O sí? Sabía que los planes de Pedro marchaban bien, pero si estaban tan cerca de la victoria se lo habría dicho.

—¿Me has oído? —preguntó de mala gana Wakefield.

—Sí.

—Bien. Haz que me abran las puertas de seguridad. Estoy a un par de manzanas de la casa. Llegaré en un par de minutos.

¿Dejarle entrar? La idea le horrorizaba y además le había dicho a Pedro que no volvería a verlo a solas. ¿Pero podía negarse? Si Wakefield estaba dispuesto a devolver la compañía... ¿podía correr el riesgo de hacer que se marchara?

—¿O ya no estás interesada? —dijo él en un tono de voz detestable.

—Haré que te abran las puertas —dijo, disfrutando de finalizar la llamada antes que él.

No quería volver a verlo. Se le puso la carne de gallina sólo de pensarlo. Diez minutos después, cuando se sentaron en el salón, se dió cuenta de que no parecía que Wakefield hubiese perdido nada. Era el epítome del éxito, aunque algo había cambiado en él desde la última vez que lo había visto. Estaba más envejecido.

—Tu amigo Pedro ha estado ocupado. Le felicito —dijo con sarcasmo—. Es obvio que tenía un incentivo —la desnudó con la mirada.

—¿Qué quieres? —exigió saber ella, ignorando el hecho de que se había ruborizado.

—Ya te lo he dicho. Tengo los documentos que quieres. Todavía los quieres, ¿No, Paula?

Ella asintió con la cabeza. Despacio, sin dejar de mirarla, Wakefield abrió su cartera y sacó muchos documentos.

—Los documentos de transferencia de mi propiedad sobre tu compañía. ¿Qué valor tienen para tí? ¿El suficiente como para darme lo que quiero? ¿Para que me des lo que le has estado dando a Alfonso durante las últimas semanas?

A ella le dieron náuseas. Aquel hombre no se daba por vencido.

—Ya te contesté a eso —dijo, levantándose—. Estamos aquí para hablar de mi negocio... ¡No de mi cuerpo!

—Eso es lo que yo pensaba —Wakefield le sonrió, echándose para atrás en su silla—. Realmente lo crees, ¿Verdad?

—¿Creer el qué? —dijo bruscamente ella.

—Tanta inocencia —se burló él—. Vaya desperdicio. Obviamente te has enamorado de Alfonso, lo que significa que no te darás cuenta de lo superior que soy a él en muchos sentidos. Sobre todo en la cama.

Paula sintió cómo la cólera se apoderaba de ella.

—¡Márchate de aquí, ahora mismo!

—Vaya desperdicio —volvió a murmurar él.

Paula se dispuso a salir del salón.

—Si te marchas, no te daré los documentos que te he traído. Ya están firmados.

Ella se detuvo. Si estaban firmados, todo había acabado. Se dioóla vuelta para mirarlo.

—Ahí tienes —dijo él, dejando los documentos sobre la mesa—. Firmados y entregados.

Entonces se volvió a echar para atrás en la silla.

Paula frunció el ceño. Aquello tenía que ser una trampa. Se acercó y tomó los documentos, sentándose en el sillón para leerlos.

—No son los documentos de mi compañía —dijo tras examinarlos—. Es una copia de los documentos de la venta de mi casa —lo miró extrañada y él se encogió de hombros.

Paula leyó el siguiente documento. Eran de una compañía llamada Australis. Le sonaba aquel nombre. Rápidamente miró el contrato de venta. Su casa había sido vendida a la compañía Australis. Pensó que sería una fundación familiar. Y entonces, mientras miraba todos los documentos, encontró lo que Wakefield quería que viera. Se quedó paralizada.

—Nuestro amigo Alfonso no podía esperar para que fueras a él, ¿No es así? Compró rápidamente tu casa a través de una de sus compañías. Y te dejó sin casa y vulnerable.

Paula lo ignoró, revisando desesperada los documentos en sus temblorosas manos. Pero era verdad. Pedro había comprado su casa y había pretendido no saber nada al respecto. No sabía qué ganaba él haciendo todo aquello. Cuando llegó al último documento, se quedó petrificada; Carlos Wakefield había transferido la propiedad de su compañía hacía dos días. Pero el apellido Chaves no aparecía en el documento. En vez de eso, el nuevo dueño era Pedro Alfonso.

martes, 23 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 44

Bruscamente echó la silla para atrás, se acercó al borde de la piscina y se zambulló en el agua. Nadó un poco y, cuando paró, aspirando profundamente y parpadeando para quitarse el agua de los ojos, se le hizo un nudo en la garganta al ver a Pedro. Tiernamente lo miró y vio que sólo llevaba puesto el bañador y una toalla colgada del hombro. Se le aceleró el pulso y le invadió la excitación. Se preguntó qué haría de vuelta dos días antes de lo previsto. Pero entonces vió que éste estaba frunciendo el ceño y nadó hacia él, preguntándose qué pasaría. Él se metió en el agua y la abrazó por el costado, alzándola en sus brazos.

—Hola, Pedro.

—Paula —contestó él, que comenzó a besarla, abrazándola estrechamente.

A ella le dió un vuelco el corazón y se preguntó cómo iba a poder soportar estar sin él. Cuando dejó de besarla permaneció abrazándola y ella se aferró a él.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Paula al observar la adusta mueca de la boca de Pedro.

—¿Estás buscando piso? —contestó con voz dura y acusadora.

Aquello era lo último que esperaba oír Paula. Preocupada, no supo qué contestar.

—Simplemente estaba comprobando lo que se puede conseguir.

Pedro la abrazó aún más estrechamente, pero sin decir nada.

—Necesito pensar en el futuro —dijo ella, deseando que él la interrumpiera y le dijese que su futuro estaba junto a él, cosa que no hizo—. Hoy he ido al médico.

—¿Qué ha dicho?

—Que me he recuperado estupendamente —dijo, esforzándose por esbozar una sonrisa—. Dice que pronto podré volver a trabajar. Tendré que empezar trabajando sólo unas pocas horas al día. ¿No es maravilloso?

—Maravilloso —dijo él en un tono inexpresivo.

Paula frunció el ceño.

—¿Quieres volver a trabajar?

Ella asintió con la cabeza despacio.

—¿Y quieres encontrar un lugar donde vivir?

—Bueno, yo... Sí. Sí que quiero —mintió ella.

—Pues tus planes van a tener que esperar —dijo él, esbozando una dura expresión.

—No entiendo. ¿Por qué deben esperar?

Durante un rato, él se quedó mirándola, casi como si no supiera qué contestar.

—No hemos terminado con Wakefield... ¿O te has olvidado? Necesito que te quedes aquí hasta que terminemos con eso —hizo una pausa—. No querrás arriesgar las posibilidades de hacerle pagar por lo que ha hecho.

—Me conformaría con que me devolviera mi compañía —dijo ella—. Pero que yo me quede aquí no supondría ninguna diferencia.

—Hay otra razón por la que te debes quedar —Pedro acercó su boca a la de ella.

—¿Sí?

—Sí —asintió con la cabeza sin dejar de mirarla—. Esto. Pedro la besó con pasión, con una pasión que no se parecía en nada a nada que hubiesen compartido con anterioridad. Era una pasión desmedida.

—Te he echado de menos —murmuró él en sus labios—. Y tú también me has echado de menos a mí. ¿O no?

—Sí —susurró ella mientras se abrazaba a él—. Te he echado de menos, Pedro.

Éste le mordisqueó el lóbulo de la oreja y ella se estremeció, consciente de que no tenía la fuerza para dejarlo. Por lo menos no en aquel momento... no cuando la estaba besando de aquella manera.

—¡Pedro! No podemos. Aquí no —dijo ella al darse cuenta de dónde estaban cuando él trató de quitarle el bañador. Salieron de la piscina.

—Claro que podemos —Pedro la agarró y le acarició los pechos tras descubrirlos. El calor se apoderó de ella lanzando flechas entre sus piernas, donde él estaba presionando. Dió un grito ahogado y trató de controlar el temblor que seapoderó de ella... le quemaba el deseo.

—La señora Sinclair... —comenzó a decir Paula, luchando para mantener el control.

Pedro agitó la cabeza y apretó los pezones de Paula entre sus dedos.

—Le he dado el resto del día libre. Estamos solos. Nadie puede vernos. Las puertas están cerradas. No habrá intrusos.

Paula se rindió. No sabía cuánto tiempo iba a estar junto a él, pero no era tan masoquista como para no aceptar su pasión mientras la tenía.

—Bien —dijo, empujándolo por el pecho para que se tumbara.

Se quitó el bañador. Él se quitó el suyo y colocó unos de los muslos de Paula alrededor de su cintura. Ésta cerró los ojos, aliviada al sentirlo sobre ella. Aquello era lo que deseaba con tantas ganas. El tomó su otra pierna e hizo que lo abrazara con ella. Ella se acercó a rozar con sus pezones el pecho de él.

—Sí —replicó él—. Más alto —con un decisivo movimiento se introdujo dentro de ella.

Puala abrió los ojos para mirarlo cuando comenzó a temblar.

—Sí —dijo él de nuevo.

La ternura que Paula vió reflejada en sus ojos le llenó el corazón de emoción.

—Agárrate —la pasión se apoderó de él.

Ella se aferró a él cuando éste se comenzó a mover más rápido. Perdieron el control de la manera más maravillosa. Él permaneció mirándola hasta que ella no pudo aguantar más y gritó su nombre cuando llegó al éxtasis, necesitándolo... amándolo. Como si hubiese sido la señal que había estado esperando, Pedro se movió con fuerza dentro de ella una última vez y hundió la cara en su cuello mientras que los estremecimientos se apoderaron de él. Paula lo abrazó, sintiendo la ridícula necesidad de protegerlo...

Pedro se apretó la corbata mientras miraba a Paula, que estaba durmiendo en su cama. El también estaba muy cansado. Tras haber batido todos los récords y haber terminado en apenas cinco días el trabajo de dos semanas y tras un largo viaje en avión desde Perth, se había pasado la noche haciéndole el amor con ella. Quería quitarse el traje y volver a hacerlo. Pero no podía. No aquel día. Tenía que resolver un último asunto en la oficina antes de tomarse un merecido descanso. Había organizado todo. Frunció el ceño, recordando la sorpresa que se había llevado el día anterior. La noticia de que Paula tenía planeado marcharse le había parado en seco. ¡Qué irónico que se pretendiera marchar en ese momento, justo cuando todos sus esfuerzos habían tenido resultado y se había hecho con varias empresas de Wakefield!

Venganza: Capítulo 43

Algo cambió en la expresión de la cara de Pedro y de repente se apartó de ella. Se quitó la ropa a toda prisa. A ella se le cortó la respiración al ver su cuerpo desnudo. Era precioso. Se marchó para ponerse un preservativo y volvió. Sus movimientos fueron más delicados. Se echó sobre ella, que disfrutó al sentir su cuerpo presionado por el de él. Deseaba todo de él. Cada centímetro de su cuerpo. Y lo quería en ese momento. Casi gritó aliviada cuando él separó sus muslos y la penetró con mucha delicadeza.

—Levanta las rodillas —susurró él.

Ella obedeció y emitió un grito ahogado cuando él la penetró por completo. Movió las caderas un poco, asombrada ante la sensación de tenerlo tan dentro de ella.

—¡No! —exclamó él con la voz ronca—. No te muevas.

Pero Paula quería más. El olor de Pedro era sensual, excitante. Levantó la cabeza y le chupó el cuello, llevándose a la boca la pura esencia de éste, que gimió y se estremeció. Ella lo abrazó estrechamente. Sabía que nunca querría soltarlo.

—Sí —dijo, inclinando sus caderas provocativamente, deleitándose por el placer que sentía.

Pedro retomó el control, transformándose en pura energía. Se movió dentro de ella de una manera experta y rítmica a la que ella instintivamente acompañó. Paula se aferró a él. Su energía erótica la asustaba tanto como la estimulaba. Pero entonces algo estalló dentro de ella... una tormenta desatada que electrificó sus sentidos. Aquella intensidad de poder era demasiado fuerte para ella. El mundo le daba vueltas y gritó por el placer tan intenso que estaba sintiendo. Entonces la satisfacción les llenó a ambos. Aturdida por todo lo que estaba experimentando, pudo sentir cómo él se apretaba con fuerza contra ella y gemía contra su pelo...


Paula estaba atrapada, incapaz de seguir con su vida. Pero no por el golpe que le había dado Wakefield ni por los planes de Pedro de recuperar su compañía. Sus prioridades habían cambiado. Observó el brillante color azul de la piscina. Pero era a Pedro a quien veía. Con su incesante energía, con su pasión y con su delicadeza se había ganado su corazón. Era el hombre más fuerte y fascinante que ella había conocido en su vida. Se dijo a sí misma que él no la necesitaba realmente. Pero aquello no cambiaba sus sentimientos. Ansiaba estar con él. Lo deseaba como su amante y compañero. Le bastaba con sentirse deseada. Por lo menos en aquel momento. Se excitó al recordar la manera en que se la comía con los ojos; como si nunca tuviera suficiente de ella. La deseaba tan descaradamente que la hacía sentirse poderosa... Incluso en aquel momento en que Pedro estaba fuera, en viaje urgente de negocios, la hacía sentirse especial. La telefoneaba a diario y con sólo oír su voz a ella se le aceleraba el pulso, lo que le recordaba cuánto lo amaba. Para empeorar las cosas, se sentía culpable por mentir. No había admitido que estaba allí bajo falsas pretensiones. El plan de Pedro se había echado a perder en cuanto ella se negó a la proposición de Wakefield de que se prostituyera para recuperar su empresa. Pero no le había comentado nada a Pedro sobre ese incidente. Si lo hiciera, no tendría ninguna razón para quedarse. Su papel en todo aquello se habría acabado.  Tenía claro lo que había; Pedro se preocupaba por ella, la deseaba y perseguía el escarceo amoroso que tenían con un apetito voraz. Pero nunca había mencionado que fuera a continuar para siempre. Aquello era una aventura. Antes o después aquella pasión se agotaría. A pesar del sol que hacía aquella tarde, sintió que el frío le calaba los huesos. Tenía pavor ante la decisión que tenía que tomar. El especialista le había dicho aquella misma mañana que su recuperación había sido excelente. Podía volver a trabajar pronto. A media jornada. Debería estar contenta. Eso era lo que necesitaba; centrarse en su futuro. Aunque la compañía ya era de Wakefield, todavía tenía su trabajo. Podría trabajar allí hasta que encontrase otra cosa. Pero necesitaría un lugar donde vivir. Tragó saliva para intentar eliminar el agrio sabor que le causaba la realidad y se forzó a pensar en el futuro. Un futuro que no incluía a Pedro. Sólo pensar en dejarlo le dolía. Pero al final él querría que se marchara y sería mejor que lo hiciera con dignidad, teniendo todo planeado. De mala gana, tomó el periódico que había sobre la mesa del jardín. Ya había marcado algunos pisos que le podían interesar. Debía telefonear para verlos, pero no se veía capaz. Volvió a dejarlo donde estaba.

Venganza: Capítulo 42

—¿Confías en que yo me haga cargo de todo? —murmuró él, acariciándole la cara.

Paula no tenía ninguna duda en dejar todo en sus manos. Si alguien podía recuperar su compañía era él. Haría lo que pudiese por Gonzalo y por ella.

—Yo... sí. Sí. Confío en tí —contestó, aliviada al admitirlo.

Los ojos de Pedro echaban chispas. A ella le costó respirar ante la intensidad de su mirada. Él le acarició los labios, consiguiendo que ella tuviese que luchar contra la desesperada necesidad de acercarse aún más a él, de presionar sus sensibles pezones contra el pecho de éste e invitarle a que la tomara de nuevo. Tenía que irse de allí antes de perder el control. Cerró los ojos, tratando de obtener fuerzas para marcharse. Pero la oscuridad sólo aumentaba la intimidad de su caricia, la agobiante sacudida de necesidad que hacía que su cuerpo y su determinación flaquearan. Cuando abrió los ojos, vio que Ronan tenía la cara cerca de ella. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

—Me debería marchar —susurró. Aquello no sonó convincente ni para ella.

Con su otra mano Pedro le acarició el brazo, el hombro y subió por su cuello. Cuando le introdujo los dedos por el pelo y masajeó su cuero cabelludo, ella se derritió.

—Pedro, realmente pienso que... —no pudo terminar de hablar, ya que él acercó los labios a la comisura de su boca.

La besó delicadamente, pero hizo que ella sintiera una explosión de necesidad. Su cuerpo recordó el éxtasis al que aquel hombre la había llevado. Él se alejó lo suficiente, aunque sin soltarla, como para poder mirarla a los ojos. En ese momento, un leve movimiento por parte de ella y se soltaría. Si quería, se podía marchar. Debería estar aliviada, pero en vez de ello se quedó confundida, consternada por su falta de decisión. Él le estaba dando una oportunidad. Debería marcharse en aquel momento mientras todavía podía pensar con claridad. Estaría invitando a que le rompiera el corazón si permitía que le hiciera el amor de nuevo. Pero aquel hombre la excitaba. Más que eso; tenía su corazón. Se preguntó cómo podía negarse cuando él era todo lo que quería. Tímidamente, se acercó y tocó con su temblorosa mano el pecho de Pedro. Notó lo rápidamente que le latía el corazón, evidencia del deseo que sentía por ella. Aquello no debía de suponer ninguna diferencia. Pero inevitablemente suponía toda la diferencia del mundo. Él se preocupaba por ella, sentía algo por ella aunque no fuese amor. Y en aquel momento la deseaba. A ella, a la mujer que se había enamorado perdidamente de él.

—Quiero hacerte el amor, Paula. Como es debido. Quiero demostrarte lo bien que pueden ir las cosas entre nosotros. Te mereces más de lo que te he dado antes. Mucho más.

Venganza: Capítulo 41

Pero a pesar de su furia impotente, un insidioso sentimiento de deseo se desplegó por todo su cuerpo, que se rindió ante la agobiante intensidad de sus emociones. No le quedaban fuerzas para luchar contra ellas nunca más. Él no la amaba ni la necesitaba. Pero ella lo amaba y lo necesitaba lo suficiente como para compensarlo. Ya no tenía orgullo.

—Paula —susurró él.

Ella lo miró, engañándose y obligándose a creer que aquella palabra conllevaba nostalgia. Pero de repente él se apartó de ella. Su alma gritó por el tormento que sintió al verse privada de él.

Pedro se quedó allí de pie, mirándola en silencio. Ella sintió cómo la estaba mirando, pero no podía mirarlo a los ojos. Parpadeó cuando la tomó de la mano y la condujo a sentarse a su lado en la cama. Los acontecimientos le habían sobrepasado. Estaba entumecida. Fascinada, observó cómo le cubría la mano con la suya y le acariciaba la muñeca con su dedo gordo, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera.

—Paula. ¿Qué ha pasado cuando has visto a Wakefield?

Ella se sintió decepcionada. Pedro realmente quería hablar.

—Paula —instó con suavidad—. ¿Qué ha pasado?

Ésta frunció el ceño, tragándose el nudo que tenía en la garganta al recordar a Wakefield.

—Bueno... ¿Me lo vas a contar?

Fue en ese momento cuando Paula lo reconoció. Ronan estaba impaciente. Más que eso. Estaba preocupado Estaba preocupado por ella. Observó cómo los músculos de su mandíbula se ponían tensos y cómo se le aceleraba el pulso. Supo que Pedro castigaría salvajemente a Wakefield. Ella sólo tendría que decir una palabra para que fuera así, ya que Wakefield era su enemigo declarado. Ella había sabido que Wakefield era escoria. Aquella noche sólo lo había confirmado. La sucia sugerencia que le había hecho era lo que debería haber esperado del hombre que había estafado a su hermano de una manera tan despiadada. Se había divertido siendo cruelmente franco sobre lo que ella tendría que hacer para que él reconsiderara la propiedad de su compañía. Se sintió sucia al recordar el insulto de Wakefield, su mirada lasciva y su devoradora sonrisa. Sabía que la respuesta de Pedro si le revelaba lo que había pasado sería rápida y violenta. Probablemente acabaría con un cargo por agresión. Y Wakefield no merecía la pena.

—Si te ha hecho daño, le destruiré. Ahora mismo —dijo Pedro, enfurecido.

—¡No! —dijo ella, tomándole por la muñeca, sintiendo cómo le latía el pulso—. No hay nada por lo que disgustarse —deseó que él la creyera—. Wakefield estaba interesado, pero no me obligó a nada. Simplemente no me gusta estar a solas con él. Me da escalofríos.

Logró sostener la mirada de Pedro hasta que éste le acarició la frente.

—¿No trató de tocarte?

—No —contestó. Wakefield había esperado que fuese ella quien lo hiciera.

—No volverás a estar a solas con él.

Nunca antes había dejado que nadie luchase por ella. En realidad nadie se había ofrecido a hacerlo. Pero Pedro estaba asumiendo ese derecho. Y ella no podía pelear durante más tiempo. No la amaba, pero la protegería de Wakefield.

—No debería haber dejado que te vieras con él a solas —dijo, con la furia reflejada en la voz—. En el futuro, seré yo el que trate con él. No importa lo que él prometa. Tú te mantendrás alejada de él.

—Lo haré —dijo ella, asintiendo con la cabeza, contenta de estar en terreno  seguro.

jueves, 18 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 40

Paula se abrió paso hacia la salida del bar, ignorando el bullicio que había junto a la ventana, donde Wakefield estaba sentado solo. Excepto por la camarera que fregaba lo que se había vertido. Era una pena que hubiese pedido una botella de champán. Si hubiese sido vino tinto, le habría dejado una mancha mucho más satisfactoria en su traje gris plata. Una que durara. Cuando salió a la calle, una sombra surgió de la oscuridad y se colocó a su lado. Era Julián Bourne, el jefe de segundad de Pedro. Tenía instrucciones de esperarla y llevarla de vuelta a la casa. En un principio ella se había opuesto, pero en aquel momento lo agradeció. La presencia de Bourne le recordaba a Pedro. Quería echarse en sus brazos. El le diría que todo estaba bien, que juntos vencerían a Wakefield. Y que la amaba. ¡Sí! ¡Seguro! Súbitamente, la indignación que se había apoderado de ella cuando había estado con Wakefield desapareció. Se sintió vacía y débil. Le temblaron las piernas y tuvo que juntar las rodillas para mantenerse en pie.

—¿Señora Chaves? ¿Está usted bien? —preguntó Bourne, preocupado.

—Estoy bien, gracias. ¿Dónde está el coche?

—Está aquí —Bourne señaló hacia un reluciente coche negro.

Paula entró en el coche y observó cómo Bourne telefoneaba rápidamente. Pensó que sería a su jefe, para decirle que ya la iba a llevar de regreso. De diferente manera, Wakefield y Pedro la habían hecho sentirse aquella noche como una mercancía. Como algo que se podía comprar. Se mordió el labio inferior, deseando poder volver en aquel momento a su casa. Pero había sido vendida; ella ya no tenía casa. Se estremeció ya que estaba exhausta. Miró por la ventanilla del coche, parpadeando para contener las lágrimas de fracaso y desilusión que amenazaban con brotar de sus ojos. Cuando llegaron a casa de Pedro y Bourne aparcó el coche, ella abrió la puerta incluso antes de que éste lo hubiese apagado.

—Gracias por traerme —dijo por encima del hombro mientras salía.

Pedro le abrió la puerta de la casa y se quedó allí apoyado, mirándola.

—Paula.

—Hola, Pedro —dijo ella sin mirarlo a los ojos. Él se apartó para dejarla pasar.

Mientras se dirigía hacia las escaleras, oyó un murmullo de voces masculinas. Se planteó si Bourne había presenciado la escena con Wakefield. Pero realmente no le importaba.

—Paula —dijo Pedro cuando ésta ya estaba arriba de las escaleras.

—Estoy cansada, Pedro. Me quiero ir a la cama.

—Tenemos que hablar —dijo él, siguiéndola por el pasillo.

—Esta noche no —Paula sólo quería encerrarse en su habitación.

—¿Has comido?

—No tengo hambre —contestó, con la atención puesta en la puerta de su habitación.

—Bien —dijo él, agarrándola por la muñeca—. Entonces no te importará si hablamos en vez de cenar —la dirigió hacia su habitación, abriendo la puerta con su otra mano.

—¡No! —exclamó, tratando de liberarse.

—Sí —dijo él, empujándola dentro de su espacio privado—. No te preocupes, no te voy a morder.

—¡Déjame! —Paula ya había aguantado suficiente manipulación aquella noche.

—¡Maldita sea, Paula! Necesito hablar contigo.

Pero a ella ya no le importaba nada. Había llegado al límite. Respiró agitadamente mientras trataba de soltarse. Pero de repente él la colocó contra la pared y apoyó su cuerpo en ella. Puso las manos en la pared a ambos lados de la cabeza de ella, que apenas podía moverse.

Venganza: Capítulo 39

—¡Ah! Una buena pregunta —Wakefield hizo una pausa y ella se estremeció—. Quedamos en vernos... ¿No te acuerdas? Nosotros dos solos. Querías hablar sobre la compañía de tu familia.

—Así es —contestó ella. A pesar de sus reservas se le aceleró el pulso.

—Bien. Pues quedemos. Cuanto antes, mejor.

Paula levantó la vista al oír la puerta abrirse y se le cortó la respiración. Allí estaba Pedro, con pantalones vaqueros, la camisa abierta y descalzo, mirándola. Se quedó impresionada. Avergonzada al excitarse sólo de verlo, agarró el teléfono con más fuerza.

—¿Paula? —dijo Wakefield con dureza—. He dicho que será mejor que quedemos pronto.

—Estoy de acuerdo, Carlos. Tan pronto como quieras.

Abrió los ojos como platos al ver a Pedro, tenso, frunciendo el ceño, adentrándose en la habitación.

—¿Qué te parece esta noche? —propuso Wakefield.

Pedro se había colocado a su lado, casi sobre ella, con la desaprobación reflejada en los ojos.

—Parece estupendo —dijo con la voz ronca. Se aclaró la garganta—. Quedamos y nos tomamos algo. ¿Dónde y a qué hora?

Miró hacia el reloj de la mesilla de noche cuando él le dijo el caro bar de la ciudad al que quería ir. Se dió cuenta de que se tenía que marchar pronto.

—Bien. Allí nos vemos —colgó el teléfono bruscamente antes de arrepentirse.

—¿Vas a ver a Wakefield? —la voz de Pedro reflejaba tensión.

—Sí —contestó, evitando su mirada—. Sólo tengo tiempo para maquillarme y secarme el pelo.

—¡No vas a verlo! —Pedro parecía escandalizado.

—¿Por qué no? —Paula no podía pensar con claridad cuando tenía a Pedro tan cerca de ella. Se apartó de él—. Esa era la razón de todo este absurdo engaño, ¿No es así?

Pedro la agarró por la muñeca y la atrajo hacia él. Ella anhelaba su pasión y su ternura. Y eso la ponía furiosa. ¿Cómo podía ser tan débil?

—¿Por qué nadie me dijo que su asistente personal ha estado llamando, que quería hablar conmigo? ¿A qué estás jugando?

—Necesitabas descansar. Has pasado por mucho últimamente y necesitabas tiempo para recuperaste. Hacer creer a Wakefield que eras inalcanzable no ha hecho ningún daño. Ha avivado su interés.

Tras haber asimilado aquello, Paula habló.

—Bueno, en un futuro, agradecería si me consultarás antes de interferir.

—He tenido a Wakefield en mi punto de mira desde hace tanto tiempo, que estoy acostumbrado a decidir por mí mismo.

—Pues conmigo no puedes hacerlo —los ojos de Paula reflejaban enfado y pasión.

Pedro deseaba esa pasión para él. En aquel momento, de nuevo. Durante toda la noche. Paula era como una droga. La única razón por la que la había dejado sola en la cama había sido porque sabía que había sido su primera vez. Estaría sensible, incluso dolorida. Y si se hubiese quedado allí, desnudo junto a ella, nada le hubiese impedido volver a tomarla.

—Yo me encargaré de él —dijo Pedro ásperamente.

—No —Paula soltó su mano y se dirigió al cuarto de baño—. Yo iré a verlo. Después de todo, es mi problema.

Pedro frunció el ceño. Ella tenía razón. Ya era hora de que se encontraran. Haberla mantenido incomunicada había servido para que Wakefield la deseara aún más y para que él tuviera contacto con algunos acreedores de éste y adquiriera algunas acciones útiles. No sabía por qué se estaba poniendo tan tenso. Al verla de aquella manera vestida sintió de nuevo aquella fiera sensación de posesión. «No puedes irte esta noche porque acabamos de hacer el amor y quiero volver a hacerlo. Porque hace una hora eras virgen y necesitas que yo te mime. Porque me pone enfermo pensar que vas a ver a Wakefield cuando eres mía. Porque te mirará con ese vestido y se pasará el resto del tiempo imaginándote sin él. Porque estoy celoso», pensó. ¿Estaba celoso? ¿De Wakefield? Imposible. Wakefield no era más que un enemigo para Paula. Era él, Pedro, quien la tenía en su casa, en su cama. Él era el amante de Paula. Pero no podía negar la irrazonable furia que le invadía al pensar en que ella pasase tiempo con Wakefield. O con cualquier otro hombre... No sabía qué demonios le estaba pasando. Nunca había sido un amante celoso. Había sido protector, pero nunca había sentido aquella actitud posesiva.

—Sí —se forzó a asentir con la cabeza—. Será mejor que lo veas. Pero tendrá que ser durante poco tiempo. Sacaré el coche y te veré abajo.

Sus miradas se cruzaron en el espejo del baño y casi cambió de idea sobre dejarla marchar. Se había maquillado de tal manera que acentuaba su belleza. El sólo quería que lo hiciera para él.

—Tomaré un taxi.

—Irás conmigo —dejó claro Pedro.

—Wakefield pensará que es extraño si me llevas a verme con él. ¿Qué amante lo
haría?

—Deja que Wakefield piense lo que quiera. Yo te llevo.

«O no vas», dijo para sí mismo Pedro.

Paula se quedó mirándolo durante un segundo y siguió maquillándose. Él se marchó de allí antes de tomarla en brazos y hacerle el amor.

Venganza: Capítulo 38

Paula se despertó entre la suave seda de las sábanas. Suspiró y hundió la cabeza en la almohada. Sentía su cuerpo vivo de una manera que nunca antes lo había sentido. Se sentía maravillosamente completa. Y todo por Pedro. El hombre que le había hecho sentirse preciosa, atractiva, especial. Como si realmente fuese la mujer de sus sueños. Tímidamente acercó su mano para acariciarle el pecho. Necesitaba que la abrazara de nuevo para convencerse de que aquello no era un sueño. Pero al hacerlo encontró que la cama estaba vacía, todavía cálida por el calor que había dejado el cuerpo de él. Algo parecido al pánico se apoderó de ella. Abrió los ojos y se dio cuenta de que era verdad; estaba sola. Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta debido a la angustia que sentía. Las lágrimas empañaron su mirada. Se preguntó qué había esperado. ¿Una declaración de amor? ¿Una promesa de amor infinito? Apretó los labios amargamente al darse cuenta de su estupidez.

Se levantó de la cama. La vida le había enseñado que no había que creer en los milagros; no debía sorprenderle que él hubiese tomado lo que ella le había ofrecido y se hubiese marchado. Se tapó con la colcha. Estaba temblando y tenía frío. Se dirigió al cuarto de baño y, mientras lo hacía, al ver su bañador al lado de la ventana, apartó la vista de él. Supo lo que había hecho. Cuando llegó, cerró la puerta tras de sí y se metió en la ducha. Abrió el grifo y trató de regular el agua. Se había entregado a Pedro Alfonso. Le había suplicado. Se había ofrecido a él con tanto descaro, que él había vencido su desagrado y sus escrúpulos. Habían practicado sexo. Pero ella había hecho el amor. Había sido una tonta. Una tonta ridícula y patética. Rezó para que él no hubiese descubierto sus verdaderos sentimientos hacia él. Dejó que el agua cayera por todo su cuerpo como si pudiese lavar la debilidad fatal que había tenido. Pero ni en aquel momento, haciendo frente a la verdad brutal, podía decir que se arrepintiera de lo que había ocurrido.n Había sido maravilloso. Apasionado y ardiente. A pesar de que él no sentía nada por ella, la había hecho sentirse como una reina. Le encantaba y quería más. Pedro no le había engatusado con dulces palabras ni con falsas promesas. No podía haber dejado más claro que no quería una relación sentimental. Se había marchado de su lado.  Pero no se podía negar que lo que habían compartido había sido maravilloso. Salió de la ducha y se secó rápidamente. Se puso una toalla alrededor del pelo. Tenía que pensar en lo que iba a hacer, en cómo iba a salir de aquella situación imposible. O en si quería hacerlo.

Cinco minutos más tarde, la cama estaba hecha, como si no hubiese sido el escenario de un desastre tan grande. Le temblaban tanto las manos, que tuvo que apretarlas con fuerza. Se dirigió al armario y se vistió con uno de los conjuntos que Daniela le había convencido que comprara. En aquel momento más que nunca necesitaba seguridad en sí misma y aquel conjunto le daría la confianza que tan desesperadamente necesitaba. Aquel vestido rojo marcaba su figura haciéndola sentirse femenina. Estaba sentada en la cama desenredándose el pelo y deseando poder desenmarañar el embrollo en el que su vida se había convertido cuando llamaron al teléfono.

—¿Hola?

—Quiero hablar con Paula Chaves—el inconfundible tono de voz impaciente de Wakefield la dejó sin palabras—. ¿Le puede decir que se ponga?

—Soy yo —contestó, preguntándose qué demonios querría.

—Por fin. Soy Carlos Wakefield —dijo, haciendo una pausa como esperando a que ella dijese algo—. Te has estado escondiendo, Paula. No has contestado a las llamadas de mi asistente personal.

—Perdón —dijo ella, frunciendo el ceño—. ¿Qué llamadas?

—Mi asistente personal te ha estado llamando todos los días. ¿Dices que no te han llegado los mensajes?

Paula agitó la cabeza, planteándose si debía creerle.

—No he recibido ningún mensaje tuyo. ¿Qué ha pasado? ¿Con quién habló tu asistente?

—¿Importa eso ahora? Con quien sea que tu amante tenga ahí contratado.

Paula se apoyó en la cabecera de la cama, restregándose la sien, ya que tenía dolor de cabeza. Se preguntó por qué la señora Sinclair... o Pedro... no le habían pasado los mensajes.

—Parece como si Alfonso no quisiera que te vieras conmigo.

Paula estuvo de acuerdo. Eso era lo que parecía. La señora Sinclair era demasiado organizada como para olvidar algún mensaje. Le debían haber dicho que no se los diera. No entendía por qué, cuando la razón de que ella estuviera allí era para atraer a Wakefield.

—Estoy segura de que ha habido algún error —ofreció finalmente. No quería tratar con Wakefield, pero él era el hombre que tenía su compañía; la llave de su futuro y el de Gonzalo—. ¿Por qué me has llamado?

Venganza: Capítulo 37

Él se puso el preservativo y se arrodilló en la cama delante de ella, que todavía llevaba puesto el bañador.

—Quítatelo —susurró.

Ella le obedeció. Primero dejó entrever un pecho, luego el otro. Eran justo como él se los había imaginado. Perfectos. Tremendamente seductores. Paula se bajó aún más el bañador, pero el suspenso era tal, que Pedro se acercó y se lo arrancó. Oyó cómo ella daba un grito ahogado. El mismo se quedó sin aliento. Era preciosa. Tenía unas curvas muy sensuales. Acercó su mano a ella pero sin tocarla, ya que si lo hacía estaría perdido antes siquiera de haber empezado. La miró a la cara y vio que ella lo estaba mirando más abajo, ante lo que él vibró.

—Túmbate —susurró él a duras penas, pero ella entendió y lo hizo.

Pedro se colocó sobre ella, con las rodillas a ambos lados de su cuerpo y pudo sentir cómo temblaba. Se le encogió el corazón.


—Va a estar bien, Paula.


Ella le acarició el pecho, ante lo que Pedro se estremeció. El calor se apoderó de él, respondiendo eróticamente a su caricia. La tomó por ambas muñecas y se las colocó por encima de la cabeza, agarrándolas con una sola mano. Le apartó los muslos con uno suyo. Vió cómo sus pechos se movían al compás de su respiración, pero no podía lamerlos; no en ese momento. En vez de eso acarició su sexo, acarició el sensible punto femenino. Sus caderas se sacudieron y ella empujó hacia él. Le introdujo un dedo y pudo sentir lo excitada que estaba. Podía oler su esencia femenina.

—Pedro, por favor —Paula dió un grito ahogado—. Pedro...

—Shh. Lo sé, cielo. Quieres más. Como yo.

En ese momento, la miró a los ojos y lo que vió reflejado en ellos le hizo sentirse como un rey. La penetró. Ella cerró los ojos. Era como estar en el cielo y en el infierno a la vez. Éxtasis y tortura al mismo tiempo. Paula era muy estrecha, muy... Frunció el ceño. ¿No sería...? Se detuvo, temblando por el esfuerzo de aguantarse y trató de pensar. Paula tenía una dura expresión reflejada en la cara, no sabía si fruto del placer o del dolor. Pero estaba tensa, con todo el cuerpo tirante como por la impresión sufrida. Él le acarició un pecho y el pezón. Ella se estremeció y se quedó sin aliento, pero aun así seguía con los ojos cerrados. Pedro le acarició el pecho con toda la mano para luego acercarse a besarlo. ¡Tenía un sabor tan dulce!

—Pedro —susurró ella invadida por la necesidad. Él sonrió y se concentró en disfrutar de acariciar el pecho de ella con su lengua... besándolo, chupándolo, lamiéndolo...—. ¡Pedro!

Este le puso un brazo bajo la rodilla, colocando la cadera de ella a su altura para poder sumergirse en su calidez. Paula abrió los ojos, que expresaban cómo lo deseaba y Pedro supo que era el momento.

—Paula—dijo al penetrarla. Nunca antes había sentido algo así; una necesidad salvaje combinada con tanta ternura, con tanta necesidad de entregarle todo. Ella era mucho mejor de lo que se había imaginado.

Le besó el cuello y ella se estremeció. Lo abrazó por los hombros con ademán posesivo. Levantó más las rodillas, abrazándolo con sus largas piernas, haciéndolo con más fuerza cuando comenzó a moverse más rápidamente. Él casi se perdió en ese momento. Le costó contenerse, pero tras hacerlo oyó cómo ella lo llamaba, sintió cómo se apretaba contra él, haciendo que la penetrara más rápidamente... fue entonces cuando se dejó llevar por el puro y salvaje éxtasis de hacer el amor con Paula. Nada se podía comparar con aquello. Se apartó de ella y la abrazó cuando se recostó en la cama.  No. No había sido un hombre decente. No se había preocupado de lo que estaba bien, sólo de satisfacer su deseo. Ella había sido virgen. Y contra todo pronóstico él había sido la primera persona que le había hecho el amor. Todavía le aturdía sólo pensarlo. Se sintió poseído por un sentimiento de propiedad sobre ella. No pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Le acarició posesivamente el cuerpo. Paula necesitaba que la cuidara. Había confiado en que él la ayudaría y la protegería. Pero le había fallado. No había sido honrado. No la había protegido. En vez de eso había sido imperdonablemente egoísta, se había aprovechado de la debilidad de ella cuando estaba más vulnerable. Debería avergonzarse de sí mismo. Esperó que su conciencia le diera una bofetada. Pero no lo hizo. En vez de eso sintió una petulante satisfacción por haber conseguido lo que necesitaba...

martes, 16 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 36

Pedro estaba muy excitado. Tenía el pecho agitado, a punto de reventar y respiraba con dificultad. Se agarró al lavabo del cuarto de baño con ambas manos, tratando de calmarse. Agachó la cabeza y colocó el cuello bajo el agua fría para luego echarse agua en la cara. Pero no dió resultado. La necesidad que sentía era tan fuerte que hasta le dolía el cuerpo. «Quiero sentirte dentro de mí». Paula no había sabido lo que pedía. Un hombre decente se habría marchado, como había hecho él. Pero un hombre decente apartaría esas palabras de su mente... y él no podía. Un hombre decente recordaría que ella estaba de duelo, que la habían herido y que necesitaba protección. Incluso necesitaba que la protegieran de sí misma para restablecer su equilibrio. Un hombre verdaderamente decente sabría que había sido su ego herido el que había pedido aquello y no se aprovecharía. Tenerla en su casa había sido su brillante idea, pero en aquel momento había descubierto, demasiado tarde, lo peligrosa que ella era; era pura tentación. Cuando volvió al dormitorio, Paula estaba todavía en la cama, mirando por la ventana y con un aspecto muy vulnerable. Cuando se acercó a la cama y tiró una caja de preservativos en la mesilla de noche, ella lo miró asombrada.

—¡No! —exclamó, levantándose—. No hablaba en serio. No quiero que...

Dejó de hablar ya que no encontraba las palabras, pero volvió a hacerlo cuando él comenzó a desabrocharse el cinturón.

—Pedro, no. No quiero hacerlo.

Este se quitó los zapatos y dejó caer sus pantalones.

—¿Estás segura? —preguntó, agachándose para quitarse los calcetines. Cuando se levantó, vio que ella se acercaba a él. Sus labios eran una sensual invitación, sus pechos magníficos... su cuerpo estaba hecho para él.

—¿Qué es eso? —preguntó ella, casi inaudiblemente para él debido al sonido de los latidos de su corazón.

—Es una cicatriz, Paula —contestó él, que observó cómo ella se quedaba helada—. ¿Es tan feo que no puedes soportar hacer el amor conmigo?

—¡Claro que no!

Paula se acercó aún más a él y le acarició el costado. Ronan se estremeció.

—¿Qué pasó?

—Lo que a tí —contestó con dureza—. Un accidente. Pero el mío fue un accidente de avión. Nuestra Cessna se estrelló contra unos arbustos. Yo tenía veinte años y mi mejor amigo veintiuno. Él era el piloto y murió en el accidente.

—Oh, Pedro.

—Ahórrate tu pena —en aquel momento, Pedro no estaba interesado en recordar todo aquello.

Sólo tenía la mente centrada en una cosa. Paula.

—¿Así que sí que sabes?

—¿Qué? —Pedro frunció el ceño, tratando de entender.

—Sí que sabes cómo se siente uno al sufrir algo así —explicó ella, acariciándolo—. Una pérdida... y sufrir heridas.

Pedro le agarró la muñeca y le apartó la mano de su cuerpo. No podía soportar mucho más. No si quería ser capaz de controlarse. Ya estaba empezando a perder el control. La tomó por los hombros y la recostó en las almohadas. Parecía una vampiresa.

—Ahora no es el momento para hablar sobre ello —logró decir él, bajándose los calzoncillos y acercándose a tomar un preservativo—. Lo único que ahora importa, Paula, es que te deseo endemoniadamente. Y por la expresión de tu cara sé que sientes lo mismo que yo.

Hizo una pausa lo suficientemente larga como para que ella protestara. Pero no lo hizo. En vez de eso, lo miró con una mezcla de deseo y sobrecogimiento.

Venganza: Capítulo 35

—Tú no lo entiendes —dijo con la voz ronca.

—Oh, cariño, lo entiendo muy bien —dijo él con dulzura en la voz y acariciándole la cara de tal manera que Paula pensó que sería su perdición.

Alentada por la necesidad de recobrar un poco de control y por el enfado que sentía, apartó la mano de Pedro. Lo agarró por los hombros, se levantó y lo besó... en la boca. No lo hizo con dulzura ni sutileza, sino con el tumulto de emociones que sentía: enfado, dolor, desesperación y añoranza. Su boca mostraba la desesperación que sentía. Él permitió que lo besara, inclinando la cabeza para ponérselo más fácil. Pero no le respondió al beso. No debidamente. Estaba permitiendo que ella lo utilizara. Sentía pena por ella. Le acarició la nuca mientras que se dejaba caer en la cama. Al principio sintió cómo él se resistía, pero al final le permitió que ella lo atrajera hacia sí, y la cubrió con su cuerpo. Le acarició el pelo, le mordisqueó el labio inferior para después saborearlo con su lengua. Él abrió la boca y ella pudo ahondar en el refugio de ésta. Suspiró, dándose cuenta de que lo deseaba completamente. Su aroma a almizcle la excitaba.

En un segundo todo cambió. Pedro despertó en sus brazos. El beso que ella había pensado que controlaba se convirtió en un lujurioso y sensual apareamiento de sus bocas. Se aferró a él desesperada. Pedro le apartó las piernas con una de sus rodillas. Ella emitió un grito ahogado al sentir la dureza del cuerpo de él contra el suyo. Pero no tenía suficiente. Se movió debajo de él, ansiosa por estar todavía más cerca mientras que éste le acariciaba el pelo, la garganta, los hombros y, después, los pechos. El calor se apoderó de ella mientras él le apretaba los pechos, para luego acariciarle un pezón hasta que una sacudida de puro deseo la hizo temblar. Ansiaba más. Y él se lo dió. Dejó de besarla en la boca para hacerlo por el cuello y dirigirse, impaciente, a besar su otro pezón, por encima de la resbaladiza lycra del bañador. Ella respiró profundamente para tratar de recuperar el oxígeno que le faltaba a su cerebro, pero era imposible pensar viéndole a él sobre sus pechos. Sentir cómo le mordisqueaba los pezones era un tormento exquisito. Se acercó a él y fue recompensada al sentir el sólido peso de la necesidad de éste contra su cuerpo. Calmó la sensación de vacío, pero sólo por un instante. Ni eso era suficiente en aquel momento.  Pedro bajó su mano para acariciarle el muslo y, cuando tras hacerlo, le acarició entre las piernas, Paula pensó que se le iba a parar el corazón.

—Pedro —murmuró.

Su voz denotaba el vehemente deseo que la invadía. Lo deseaba más de lo que nunca se había admitido a ella misma y más de lo que él nunca sabría.

—¿Mmm? —Pedro le mordisqueó la garganta, tras lo cual, como si supiera lo que ella quería, introdujo los dedos por debajo del bañador de ella, acariciando el centro de su pasión.

—¡Pedro!

Indefensa, superada por sensaciones más fuertes de lo que nunca había sentido, sintió cómo su cuerpo se elevaba ante aquel contacto, suplicando más y más. Una vez más Pedro la satisfizo, introduciendo sus dedos en ella.

—¡No lo hagas! —dijo, jadeando.

Era lo que quería, pero al mismo tiempo no lo era. Quería más. Lo quería a él. Todo él. Pero su caricia era deliberada, rítmica y ella se movió nerviosa, acompañando a su mano.

—¿Que no haga qué? —preguntó él.

De repente ella sintió cómo su cuerpo se ponía rígido, inundado por una increíble sensación.

—No... no pares —jadeó ella mientras que él la besaba y le llevaba a sentir un glorioso y abrumador éxtasis.

Paula se estremeció incontrolablemente, abrazada a él.  Tardó unos minutos en recuperarse de la espiral de intensidad física y emocional en la que se había sumergido. Antes de hacerlo, se dio cuenta de la inconfundible rigidez que tenía Pedro, que estaba muy excitado. Le acarició la mandíbula. A pesar del maravilloso clímax al que él la había llevado quería más. Lo necesitaba. «Hazme el amor, Pedro», quiso decir ella. Pero sabía que él no querría oírle decir eso.

—Te deseo —fue lo que susurró.

Él se quedó helado, incluso pareció que hasta se quedó sin respiración. Nerviosa, le acarició el cuerpo hasta llegar a su sexo, largo y erecto.

—¡No! —exclamó él, apartándole la mano y alejándose de ella.

Paula frunció el ceño. ¿No se suponía que le tenía que tocar?

—Pero tú no has... —dijo ella mientras él esbozaba una desalentadora expresión.

—Eso no importa —parecía que estaba conteniendo muchas emociones.

—Pero... —Paula se mordió el labio inferior, preguntándose qué sería lo que había hecho mal. Alzó sus manos para acariciarle la mandíbula—. Por favor, Pedro.

Pedro debía saber cómo se sentía ella. Lo encaprichada que estaba de él. No tenía nada que perder.

—Por favor —susurró—. Quiero sentirte dentro de mí. Estaba tan cerca de él, que pudo ver cómo sus pupilas se dilataron. Pero se apartó de ella.

Al ser despojada del calor de Pedro un escalofrío le recorrió el cuerpo. O quizá fue por la expresión de sus ojos. No era la mirada de un amante. Ni siquiera era la mirada de un amigo.

—No —dijo él, dirigiéndose a mirar por la ventana—. No sabes lo que estás pidiendo.

Paula se mordió el labio inferior con fuerza, esperando que el dolor la ayudara a concentrarse en apartar las lágrimas. Se había enamorado de él. Pero lo que él sentía por ella era pena. Pena y, a juzgar por la expresión que había esbozado al mirarla momentos antes, desagrado, desagrado ante las grotescas cicatrices que no podía esconder. Parpadeó furiosa y hundió la cabeza en la colcha. La verdad fue tan devastadora, que ni siquiera se dió cuenta de cuándo salió él de la habitación.

Venganza: Capítulo 34

—Quizá sea que me guste llevarte en brazos —dijo él, impaciente—. ¿Alguna vez has considerado esa posibilidad?

Paula lo miró a la cara. Lo que vio fue el enfado que reflejaba su ceño fruncido. Pensó que seguramente no había querido decir eso. Lo que sentía por ella era pena. Pero el problema era que cuando la tomaba en brazos ella se sentía apreciada y ridículamente femenina. Él la acercó aún más hacia sí e hizo que el calor se apoderara de ella, la cual se rindió ante lo inevitable. Apoyó su cabeza en el cuerpo de él mientras la llevaba a la planta de arriba. Cerró los ojos y trató de recopilar la memoria de aquel momento, para así poder saborearla cuando estuviera sola de nuevo. Cuando él cerró una puerta tras ellos, ella volvió a abrir los ojos y vió que estaban en su habitación. Pedro se acercó a la cama y la depositó sobre ella.

—La colcha —protestó ella, tratando de levantarse para no manchar la colcha de seda.

—Olvídate de la colcha —dijo él, dándole un leve empujoncito a Paula para que se tumbara—. ¿Qué demonios pensabas que estabas haciendo, Paula? ¿O ni siquiera pensaste? ¿No te importa poder hacerte daño? Puedes tener una recaída que haga que todo el trabajo de los cirujanos no sirva de nada.

Ella fue a contestar, pero no pudo. Estaba paralizada ante este nuevo Pedro Alfonso. Se había estado preguntando qué sería lo que escondía él bajo su máscara de control. Y en ese momento se le concedió el deseo. Pedro la miró hecho una furia. Tenía el cuello rígido por la tensión. Ella lo deseaba. No la asustaba. Sabía que nunca le haría daño. No era de esa clase de hombres. Al verlo luchando contra aquellas emociones tan fuertes se desató en ella una espiral de excitación. Se dijo a sí misma que era una depravada. ¿Cómo era posible que se excitara ante el enfado de él? Agitó la cabeza, tratando de encontrar un poco de cordura.

—Estoy bien. Simplemente nadé demasiado deprisa y...

—¡Y nada! Menos mal que llegué a casa cuando lo hice porque si no te podía haber encontrado flotando boca abajo en el agua.

—Oh, no seas ridículo —dijo ella bruscamente.

—¿Que no sea ridículo? —Pedro se acercó a ella—. Y supongo que tú no estabas siendo ridícula cuando te negaste a salir de la piscina, ¿Verdad?

—Puedo tomar mis propias decisiones —dijo ella, incorporándose—. Por si se te ha olvidado, recuerda que soy una mujer adulta.

Pedro se rió amargamente ante aquello.

—No me he olvidado de eso, Paula. Créeme —apartó la mirada de su cara para mirarle el cuerpo.

Inmediatamente, el deseo se apoderó de Paula. Se le endurecieron los pezones.

—Y supongo que pensaste que tenía sentido quedarte en el agua antes que dejarme ver esto, ¿No es así?

Pedro acercó su mano al muslo izquierdo de ella y le acarició las cicatrices. Ella se estremeció y aguantó la respiración.

—¡No hagas eso!

—¿Por qué no? —preguntó él, mirándola a los ojos—. En algún momento tendrás que afrontarlo, Paula. Ahora forma parte de tí y tienes que aprender a vivir con ello.

Lágrimas de furia empañaron la mirada de Paula, que parpadeó para apartarlas.

—¡Arrogante malnacido! ¿No crees que ya lo sé? He vivido con ese dolor durante meses. ¿Cómo me voy a olvidar de ello si lo veo cada vez que me ducho? Cada vez que me visto. Siento la debilidad y recuerdo...

Se le hizo un nudo en la garganta ante los recuerdos que se agolparon en su mente. Y aquel hombre, que no sabía nada sobre lo que se siente al perder a alguien tan trágicamente como ella perdió a su padre, o al estar desfigurada, tenía el descaro de darle un sermón porque ella quería preservar la poca dignidad que le quedaba. Lo miró, sin saber qué pesaba más... la necesidad de tenerlo o de no volver a verlo.

Venganza: Capítulo 33

Paula hizo el giro al borde de la piscina. Un par de largos más y lo dejaría. Pedro no estaría en casa hasta dentro de unas horas, pero siempre se aseguraba de terminar de nadar mucho antes de que él llegara. Para su consternación, había descubierto que la debilidad que sentía por él se hacía más fuerte cada día. Gracias a Dios no habían interpretado la farsa muy frecuentemente. Pero cada vez que lo habían hecho, él había sido el perfecto amante. Cuando fue a salir de la piscina, una fuerte mano apareció delante de ella. Miró hacia arriba y vió la cara de Pedro. Contuvo la respiración ante la intensa mirada de éste.

—Vamos —dijo él con su profunda voz—. Ya es hora de que salgas de ahí.

Ignorando la mano que le tendía, se apartó del borde de la piscina.

—No he terminado —jadeó. ¡Lo que fuera para que él se marchara!

—Sí. Ya has terminado. La señora Sinclair me ha dicho que llevas aquí cuarenta minutos.

—¿Has hecho que tu ama de llaves me espíe?

—No seas absurda, simplemente se dió cuenta de cuándo saliste y está preocupada por si sufres una recaída. Sabe que estás en proceso de recuperación.

—Saldré en un minuto —dijo Paula—. Te veré dentro.

—Vas a salir ahora —le ordenó él—. Fíjate cómo respiras. Necesitas parar ahora mismo.

Era cierto que tenía la respiración agitada, pero tenía tanto que ver con el efecto que él tenía sobre ella como con haber estado practicando ejercicio.

—Ya te he dicho que voy a salir pronto —lo haría cuando él se hubiese ido.

Ya tenía suficiente con las miradas de los extraños en la piscina local. No quería que él la mirara también de aquella manera.

—Paula, toma mi mano y deja que te ayude a salir. O me meteré a por tí.

Cuando Pedro se desabrochó la camisa ella se dió cuenta de que no estaba de broma.

—Está bien —gritó, sintiéndose ridícula—. Voy a salir.

En vez de tomar la mano que le tendía él, nadó hasta la escalerilla, manteniendo su parte izquierda oculta. Se dió cuenta enfadada de que él tenía razón; había nadado durante demasiado tiempo y le temblaban las piernas. Pero tenía que llegar a la toalla. Pero él llegó antes y le acercó la toalla. Se puso tensa cuando él la miró un momento pero exhaustivamente y se ruborizó cuando observó que él lo había visto.  A duras penas se resistió a taparse las feas cicatrices que estropeaban su muslo izquierdo. Pero era demasiado tarde. Lo miró a la cara, pero no pudo vislumbrar ni desagrado ni lástima. Lo que sí pudo ver fue que sus ojos parecían más oscuros de lo normal, casi con el tormento reflejado en ellos.

Pedro no hizo ningún comentario sobre el horrible legado de su accidente de coche y ella era demasiado orgullosa como para referirse a ello. Sólo el orgullo la mantenía en pie en aquel momento. Se había quedado sin energías. Se acercó para tomar la toalla, pero una pierna le falló, aunque se recuperó apoyándose en su otro pie. Pero no lo hizo lo suficientemente rápido. En un abrir y cerrar de ojos, Pedro la tomó en brazos.

—No me tienes que llevar en brazos. Me puedo mantener en pie.

—Sí que lo tengo que hacer —rebatió él, acercándola hacia su cuerpo y dirigiéndose hacia la casa.

Aunque la excitación le recorría todo el cuerpo, Paula deseó estar en cualquier otra parte que no fuera en sus brazos.

—Pedro —dijo una vez dentro de la casa, tan calmada como pudo—. Tenías razón. Debería haber salido antes de la piscina. Pero no tienes que hacer esto. Puedo andar.

martes, 9 de julio de 2019

Venganza: Capítulo 32

Al mirar a Paula, allí sentada con la luz de una lámpara cercana sobre ella, se dió cuenta de que la lujuria que sentía era sólo una parte de todo lo que verdaderamente sentía hacia aquella mujer. También sentía una necesidad de protegerla y una calidez que le hacían sentirse... completo.

—El año pasado estuve unos meses en el extranjero. Tenía que cerrar algunas negociaciones y también estuve de vacaciones. Cuando regresé... —se agarró con fuerza a los brazos de la silla—. Cuando regresé, me encontré con que Wakefield había abandonado su costumbre de ir detrás de mis novias. Había centrado su atención en mi hermana.

Debería haber atacado al malnacido en aquel momento. Pero la vida no era tan simple.

—Laura es mucho más joven que yo. No tenía ni idea de mi historia con Wakefield ni de cómo es en realidad. Es despierta, lista y está llena de vida, pero es un poco ingenua.

O lo había sido.

—Se dejó embaucar por él. Se enamoró de él y creyó que él también lo estaba de ella. Le daba igual lo que le dijeran. Esperaba que le propusiese matrimonio.

Pedro pudo observar el horror que reflejaba la cara de Paula.

—¿Pedro? —dijo ella en tono bajo. Sus ojos reflejaban la preocupación que sentía.

—Nunca se lo propuso —dijo él abruptamente—. Y en vez de eso, Laura descubrió que estaba embarazada. Fue a decírselo, impaciente por hacerlo en persona. Pero nunca llegó a hacerlo. Fue el día que él la dejó de la manera más cruel posible; dejó que lo encontrara en la cama con otra mujer. Y tras ello le dijo que su relación había sido una farsa; simplemente había querido saber cómo era tener sexo con la hermana de Pedro Alfonso.

Pedro apenas se dió cuenta de la exclamación que emitió Paula ante el horror de todo aquello. Era la cara de Laura en la que estaba pensando. Recordó lo consternada que había estado por el dolor y el miedo cuando el médico le confirmó que había perdido el bebé que esperaba. No había llorado. No lo hizo en aquel momento. Se había quedado impresionada y en silencio. Las lágrimas no llegaron hasta después. No llegaron hasta que la depresión se apoderó de ella de la manera más desalentadora posible. Se le aceleró el corazón al recordar el desesperado trayecto hasta el hospital, la espera hasta que le hicieron el lavado de estómago debido a las pastillas para dormir que había tomado, la expresión de la cara de su madre cuando le dijeron que Laura tenía suerte de estar viva...

A Paula se le erizó la piel. ¿Podía Wakefield llegar a ser tan cruel? Era mucho más fácil pensar que Pedro había exagerado... pero no era una exageración. Recordó los fríos ojos de Wakefield. Había algo inhumano en la helada intensidad de su mirada. Su instinto le decía que aquello era la verdad. Pero estaba claro que todavía había más. El dolor reflejado en la cara de Pedro era tal que casi se acercó a consolarlo.

—Laura ha estado... mal desde entonces —dijo Pedro.

—¿Y el bebé?

—Lo perdió.

Paula se sintió enferma. Miró por la ventana, pero todo lo que podía ver era el profundo dolor y la intensa furia que reflejaban los ojos de Pedro.

—¿Wakefield no espera que actúes en su contra? ¿Después de lo que le hizo a tu hermana...?

—Wakefield no tiene claro que yo lo sepa. Laura podría no tener confianza en mí. Y lo que él no sabe es lo del embarazo. Pero es mi responsabilidad detenerlo antes de que haga más daño.

Todo cobraba sentido... la obsesiva necesidad que tenía Pedro de destruir a Wakefield, la disposición de defender su causa contra el enemigo común, su proteccionismo... incluso las abrasadoras miradas.  No era atracción lo que sentía por ella; la veía como a otra mujer vulnerable. Probablemente le recordaba a su hermana. Lo que sentía era pena por ella.