–Iré a ayudar a Valen a preparar su bolsa.
–De acuerdo.
Pedro esperó a que se cerrara la puerta.
–¿De qué va todo esto?
–¿El qué?
–Paula.
–Pauli... Creo que fue el amor de mi vida. Si Laura no hubiese estado embarazada... Le dije a Pauli que, si quería tener al bebé, la ayudaría, aunque quizá fue mejor que lo perdiera.
–¿Estaba embarazada?
–Probablemente fue una falsa alarma.
–¿Y no te molestaste en averiguarlo?
–Rompimos sin mantener contacto. La chica... Esa pelirroja... Supongo que se parece a Pauli. Admito que por un instante pensé que esa chica era ella.
Pedro apretó los dientes, enojado porque ambos hubieran hecho como si no se conocieran.
–Esa chica es Paul Chaves.
Fernando miró a su amigo antes de dejarse caer en el sofá de cuero.
–Una coincidencia, pero ella no es mi Pauli. Mi Pauli era más alta, más delgada y no tenía pecas. Su piel era lisa como una perla.
Pedro estuvo a punto de salir en defensa de la piel de Paula y se detuvo. ¿Qué estaba diciendo Fernando? Estaba borracho, pero no tanto. Por primera vez empezó a pensar que quizá fuera cierto que no se conocían.
–¿Quieres decir que no tuviste una aventura con la mujer que acaba de entrar aquí?
Fernando negó con la cabeza y sonrió.
–Pero si se me presenta la oportunidad...
No pudo terminar la frase. De pronto, su amigo lo agarró por el cuello de la camisa y lo arrinconó contra la pared. Él levantó las manos, derramando el whisky.
–Lo siento, no quería decir eso. Debí de acordarme que a tí siempre te han gustado las pelirrojas –soltó una carcajada–. ¿La hija del director? Si esa noche no te hubiera encubierto cuando estábamos en... ¿Sexto? ¿O quinto? Si te hubieran pillado...
Pedro miró a su amigo y negó con la cabeza. ¿Cuánto tiempo llevaba buscando excusas para ese hombre? ¿Cuánto tiempo llevaba tolerando comportamientos que habría condenado en cualquier otra persona? Resopló disgustado y soltó a Fernando.
–Eh, amigo, ¿Qué diablos te pasa?
–He crecido. Y te sugiero que hagas lo mismo.
La frialdad de su tono de voz hizo que Fernando pestañeara.
–Claro, claro, tienes razón. Dime qué tengo que hacer. No puedo vivir sin Laura y los niños...
Pedro negó con la cabeza y se preguntó cuántas veces había respondido a esa pregunta.
–¿Cuántos años tenía Rosie cuando estuviste liado con ella, Fernando?
–No lo sé.
–Creo que sí.
–Unos veinte, me parece.
–¿Unos veinte que son diecinueve?
–Era muy madura.
Pedro sintió ganas de golpear a su amigo. Sin embargo, metió las manos en el bolsillo y cruzó la habitación para pulsar el timbre.
–La señora Mack te pedirá un taxi.
Su amigo lo miró atónito.
–¿Me estás echando? ¿No vas a ayudarme? ¿Y qué voy a hacer?
–Te has buscado el problema, Fernando, pues resuélvelo –al momento, el ama de llaves entró en la habitación–. Señora Mack, el señor Dane necesita que un taxi lo lleve al pueblo.
Fernando estiró la mano y agarró el brazo de su amigo.
–Pero, Pedro... –al ver cómo lo miraba, retiró la mano.
–Te voy a hacer una sugerencia, Fernando... Deja de pensar que la víctima eres tú. No es así. Las víctimas son Laura y los niños. También la chica que has seducido. Ya es hora de que demuestres la valentía que tuviste cuando arriesgaste tu vida buceando en el río para sacarme de aquel coche –llegó a la puerta y se volvió–. Tienes lo que muchos hombres desearían tener. Buena suerte–añadió–. Eres afortunado. Espero que reacciones y te des cuenta de lo afortunado que eres antes de que sea demasiado tarde.
–¿Y sí ya lo es?
Por primera vez, Pedro oyó verdadero temor en la voz de su amigo.
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