–O sea, que así piensa el hombre al que comparaban con un bloque de acero. ¡Vaya! Estoy impresionada.
Él arqueó una ceja y comentó:
–A veces, Paula, tus esfuerzos para desviar la conversación me parecen patéticos.
El aburrimiento que denotaba su tono de voz hizo que ella se sonrojara.
–Tan patéticos como tu amnesia selectiva. Nunca dije que hubiera tenido una aventura con él –le recordó–. Eso ha sido tu idea.
–Una idea que no desmentiste –recordó cómo había reaccionado al oír el nombre de Fernando–. Es evidente que no lo conocías, así que, ¿Cómo es posible que reaccionaras de ese modo cuando mencioné su nombre?
–Creo que disfrutas pensando lo peor de mí –dijo ella, recordando las numerosas veces que él la había mirado con desdén.
Aunque resultaba más fácil aguantar su desdén que... Bajó la mirada y tragó saliva. Incluso el recuerdo de su mirada ardiente la hacía estremecer. «Desnuda y bajo mi cuerpo». Era lo que él le había dicho. Anna se sentía muy expuesta. Sus emociones amenazaban con aflorar a la superficie y ella trató de mantener el control. Se sentía culpable por haber experimentado el deseo prohibido. A Paulina siempre había tratado de apoyarla y, por mucho que intentara no juzgarla, se había preguntado cómo era posible que su prima se hubiera enamorado del hombre que le había arruinado la vida. Paulina no era estúpida, era bella e inteligente. Podría salir con el hombre que quisiera, entonces ¿por qué había elegido a uno que pertenecía a otra mujer? ¿Y cómo había creído cada mentira que él le había contado? A Paula le parecía algo incomprensible, estaba convencida de que ella nunca desearía a alguien inadecuado. Sin embargo, allí estaba, mirando a aquel hombre ardiente de deseo. A diferencia de Paulina, a ella no la habían mentido y, además, pensaba protegerse.
–¿Qué otra cosa podía pensar? Tu nombre... –se fijó en su cabello–. Te ví, tu pelo... –negó con la cabeza–. Es evidente que no eras tú, pero te parecías muchísimo. Eras como la chica que ví con Fernando en el restaurante, ¡Y no lo desmentiste!
–No tengo derecho a contar su historia. Pauli me pidió que guardara el secreto. Nadie más sabe nada.
–¿Pauli es hermana tuya?
–Como si lo fuera... Es mi prima, pero nos criamos juntas. La tía Juana y el tío Gerardo nos adoptaron después de que mis padres sufrieran un accidente. Si hubiésemos sido hermanas de verdad, no podríamos haber estado más unidas.
–No sabía que eras huérfana.
–¿Por qué ibas a saberlo?
–¿Y el nombre?
–Yo me llamo Paula y ella Paulina. A mí me llaman Pau y a ella Pauli. Es la última persona a la que imaginarías teniendo una aventura con un hombre casado.
–¿Y tú qué tienes que ver en todo esto? No estoy juzgando a tu prima. Solo quiero saber los hechos.
Pero Pedro la estaba juzgando a ella. Paula lo había engañado. Se habría reído mientras él... Apretó los dientes. Tenía que dejar de culparla por un error que había cometido él.
–Me has juzgado a mí –dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento. Bajó la vista y trató de ocultar las lágrimas que inundaban su mirada.
Al ver que una lágrima rodaba por su mejilla, él sintió una fuerte presión en el pecho.
–Creía que no te importaba lo que pensara de tí –hacía mucho tiempo que nadie lo retaba tal y como había hecho aquella pelirroja.
–No me importa –se mordió el labio–. Pero no permitiré que ataques a Pauli.
–No estoy buscando un objetivo. Busco explicaciones –trató de controlar su impaciencia–. Mi mejor amigo acaba de venir pidiéndome ayuda y yo lo he echado de casa. Creo que eso me autoriza a tener un poco de información.
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