—Una mamá —señaló el dibujo—. Tengo un bebé en brazos. ¿No lo ves?
—Ah, claro —su hija no sabía el dolor que le producían suspalabras. Ella apenas tenía tres años cuando Brenda falleció—. Ahora sí lo veo.
La niña retiró el papel.
—Camila ha dibujado un caballo —dijo en voz baja—. No puede ser un caballo de mayor —se rió.
Pedro sonrió y le acarició el cabello. Miró otro de los dibujos y preguntó:
—¿Y éste otro? — aparecía la misma figura rodeada de varias más pequeñas.
—Una profesora.
—Ah, claro.
Movió la cabeza para ver el tercer dibujo. Por algún motivo, enseguida supo lo que era. Quizá por la diadema que llevaba o por la forma en que estiraba los brazos por encima de la cabeza. O quizá porque a Abril siempre le gustaba jugar a que era bailarina.
—Una bailarina —murmuró él.
—Ajá —Abril se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre sus manos, en la mesa—. Este dibujo es el mejor. El abuelo dice que los pondremos en la nevera para que Nicolás los vea cuando venga.
—Es un buen plan —Pedro le alborotó el cabello.
Se preguntaba qué pensaría Abril si se enterase de que en el rancho vecino había una bailarina de verdad. Se quedaría fascinada y, tarde o temprano, la bailarina tendría que regresar a su vida normal. Lo último que su hija necesitaba era que otra persona la abandonara.
—El abuelo tendrá la cena preparada enseguida. Ve a lavarte las manos.
—Vale —se bajó de la silla, agarró a Bugsy, el conejito de punto que le había hecho su madre antes de nacer, y salió de la habitación.
Él se pasó la mano por el rostro y miró de nuevo el dibujo de la bailarina. No quería recordar a Paula Chaves. Ella lo estaba pasando mal. Se notaba por su rodilla hinchada y las cicatrices. Se frotó los ojos tratando de borrar la imagen de su cabeza. Pero no consiguió olvidar el dolor que ella sufría. Se dio una ducha de agua fría, se vistió y se sentó en la cama. Agarró la foto de Brenda que tenía en la mesilla y la miró. Su esposa siempre había sacado lo mejor de la gente. Incluso cuando no había muchas cosas buenas que sacar. Él era un claro ejemplo de ello. brenda tampoco se habría dado media vuelta ante el sufrimiento de alguien aunque hubiese querido.
Se habían conocido a los dieciséis años. Él era el hijo del borracho del pueblo y prefería meterse en peleas que hacer amigos, o no ir a clase por el placer de despreciar el esfuerzo de sus profesores. Ella era la chica nueva del colegio y no lo miraba con cara de lástima. Cuando se sentó a su lado en el comedor, ignorando su cara de advertencia, y le sonrió, él fue hombre muerto. Dos años más tarde, nada más terminar el instituto, ella se quedó embarazada de Nicolás y se fugaron juntos.
Pedro acarició la fotografía intentando sentir el tacto de su cabello. Pero lo único que sentía era el frío del cristal. Había perdido a su esposa y con ella la armonía que ella había instaurado en su vida. Y por mucho que lo intentara, ni siquiera podía recordar cómo era el tacto de su cabello. Dejó la foto sobre la mesilla y se dirigió al piso de abajo. Abril y su padre estaban sentados en la barra de bar que había en la cocina y la cena estaba servida. Comieron espaguetis y Pedro observó a Abril mientras los absorbía entre los labios y se reía al ver que su abuelo estaba haciendo lo mismo. Otra noche más en casa de los Alfonso. No había ningún motivo, excepto el inminente aniversario de la muerte de su esposa, por el que Pedro pudiera sentirse como si se le quedara pequeña la piel. Pero así era. Y antes de que su padre y su hija terminaran de comer, se levantó del taburete y dijo:
—¿Crees que ha sobrado suficiente comida, teniendo en cuenta que Nicolás vendrá muerto de hambre? —se acercó a los fogones para mirar dentro de la olla y comprobó que su padre había cocinado una gran cantidad.
—Sí —dijo Horacio, mientras absorbía otro espagueti.
Pedro los dejó con su juego particular y sacó un recipiente de plástico. Lo llenó de comida, lo tapó y se dirigió a la puerta.
—¿Vas a darles de comer a los pobres? —preguntó Horacio.
—A los heridos —miró a su padre—. Volveré antes de que sea la hora de acostar a Abril —su hija bajó la vista para que no viera que lo estaba mirando y él se contuvo para no suspirar antes de salir.
Su padre lo alcanzó antes de que pudiera subirse a la camioneta.
—¿Dónde vas?
Pedro dejó el recipiente con comida a su lado en el asiento.
—Me he olvidado algo en casa de los Chaves.
Horacio arqueó las cejas.
—¿Desde cuándo te olvidas de las cosas?
Desde que no podía recordar el tacto del cabello de su esposa. Pedro arrancó el motor. Volvía a llevarse bien con su padre, gracias a los esfuerzos de Harmony, porque reconocía que Horacio era un buen abuelo. Sin duda, ayudaba el hecho de que había dejado de beber cuando Nicolás era un niño y no había probado una gota desde entonces. Y en el momento en que Pedro se quedó solo, con su dolor y una hija de tres años a la que criar, Stan pasó a formar parte activa de su vida cuando se ofreció ayudarlo.
—Hasta hoy —dijo Pedro—. No tardaré mucho.
Horacio se retiró a un lado y cerró la puerta del coche.
—Supongo que has conocido a la hija.
—¿Qué?
—Cuando fui a recoger a Abril del campamento, oí que ha regresado. Todo el mundo hablaba de que anoche la vieron en Colbys antes de cerrar. Decían que entró prácticamente arrastrándose y que pidió que le sirvieran lo que tuvieran caliente en la cocina.
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