Él no esperaba que ella fuera tan pequeña. Pedro Alfonso miró de reojo a la mujer mientras terminaba de abrocharse el cinturón de herramientas. Y a pesar de su pequeña estatura, ella era una mujer con silueta de mujer. El hecho de que se hubiera fijado en cualquiera de las dos cosas, tanto en su estatura como en que fuera una mujer, lo irritaba.
Él no había ido a Lazy-B durante el amanecer de una mañana de julio para fijarse únicamente en la hija de su vecino. Además, se suponía que ella no iba a estar allí. Era bailarina y vivía en Nueva York desde hacía años. O eso había oído él. Sacó la caja de herramientas de la parte trasera de la camioneta y se dirigió al lateral de la casa. Eso significaba que también se estaba dirigiendo hacia ella porque ella estaba sentada en uno de los escalones de la entrada del porche con una taza entre las manos. Claro que parecía menuda. Prácticamente formaba una bolita. Él apretó los dientes. Miguel Chaves, su vecino y propietario del rancho, lo había contratado para aquel trabajo en concreto y lo había llamado la noche anterior. Supuestamente quería que revisara su proyecto para construir un añadido en la parte trasera de la casa de dos plantas que pertenecía a la familia Chaves. Pero Pedro sospechaba también que el vecino quería que se enterara de que su hija se disponía a pasar allí el resto del verano. Quizá Miguel pensaba que ella necesitaba que alguien la cuidara, aunque no se lo había dicho a él directamente. Sin embargo, sí le había comentado que ella estaba recuperándose de una lesión de rodilla.
Lo último que Pedro necesitaba era tener que cuidar de alguien. Ya estaba bastante ocupado teniendo que cuidar de su hija Abril. Sólo tenía seis años y era tan tímida que hablaba susurrando, incluso con su propio padre. Era muy diferente a su hermano Nicolás. El hijo de Pedro estaba a punto de cumplir veintiún años y estaba estudiando fuera, pero él recordaba muy bien cómo había sido de pequeño. Mientras que Abril era tímida y delicada, Nicolás había sido muy activo y charlatán. Pero pensar en sus hijos no hizo que la mujer del porche desapareciera. Pedro no podía dirigirse a la parte trasera de la casa sin decirle nada. Por un lado, era de mala educación. Él nunca había sido muy formal en las relaciones sociales, pero Brenda, su fallecida esposa, siempre había evitado que se desmarcara demasiado del camino de la buena educación.
Atravesó el camino de gravilla que rodeaba la casa y se dirigió hacia ella. Era rubia. Y tenía los ojos tan claros como un aguamarina, rodeados por unas pestañas oscuras. Vestía una blusa de tirantes de color rosa y unos pantalones anchos con corazones de color rosa y flores rojas. También un pañuelo alrededor de los hombros. En el rostro lucía una pequeña sonrisa. En los hombros, parecía que los huesos iban a atravesarle la piel fina. Llevaba el cabello recogido y algunos mechones caían sobre su cuello. No había ningún motivo para pensar que era deslumbrante. Pero lo era. ¿Y por qué él no era capaz de reconocerlo con la frialdad con la que cualquier persona reconocería algo bello? ¿Por qué diablos tenía que sentir un fuerte calor en su interior si, desde que había perdido a Brenda, lo único que había sentido era un fuerte vacío? Asintió levemente y dijo:
—Pedro Alfonso.
—El señor Alfonso. Lo suponía —ella dejó la taza a un lado y se puso en pie para darle la mano—. Soy Paula. Mis padres me han hablado del trabajo que está haciendo para ellos. Me alegro de conocerlo.
La piel de su mano era tan pálida como la de sus hombros, su palma estrecha, sus dedos finos y largos.
—Llámame Pedro —tuvo que hacer un esfuerzo para estrecharle la mano, ya que en su cabeza permanecía la imagen de su fallecida esposa agitando su cabello rojizo y diciéndole, adelante.
—Intentaré no molestarte demasiado —dijo él.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con sus ojos claros. Él había crecido en un rancho de Montana, pero a lo largo de la vida había aprendido todo lo que las mujeres pueden hacer con el maquillaje. Él estaba lo bastante cerca de Paula Chaves como para ver que no llevaba nada artificial en el rostro. Las pestañas negras que contrastaban con su cabello rubio eran naturales.
—¿Molestarme? ¿Bromeas? —sonrió y se le formó un hoyuelo en la mejilla derecha—. Estoy tan contenta de que mis padres se hayan decidido a ampliar la casa que ni siquiera me importaría que hicieras tanto ruido que tuviéramos que ponernos tapones —no parecía percatarse de que a él no le apetecía hablar—. Yo crecí aquí. Mi hermano Gonzalo y yo teníamos nuestro propio dormitorio, pero ninguna zona de la casa era especialmente amplia —lo miró y se colocó el pañuelo sobre los hombros—. La construyeron mis abuelos y supongo que era suficientemente grande para ellos —bajó el último peldaño.
Sí, era una mujer menuda. Su cabeza ni siquiera llegaba a la altura de los hombros de Pedro. Los pantalones que llevaba se apoyaban en su cadera mostrando la piel del vientre que quedaba por debajo de la blusa, y resaltando su cintura. Una cintura que él podría rodear con las manos sin problema. Apretó los dientes y dio un paso atrás, pasándose la caja de herramientas de una mano a otra. Se había fijado en que, al levantarse, ella había cargado más peso sobre una pierna que sobre la otra.
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