—¿Ah, sí? —preguntó Pedro—. La he visto de pasada.
—¿Y vas a llevarle comida? —añadió Horacio, como si no pudiera creer lo que veía.
—A lo mejor es que no quiero comer pasta durante los próximos cuatro días —contestó Pedro—. Has preparado comida para un regimiento.
—No tiene sentido cocinar para una sola comida cuando cuesta el mismo trabajo cocinar para dos.
Pedro negó con la cabeza.
—No te olvides de colgar los dibujos de Abril en la nevera —dijo él, y se puso en marcha antes de que su padre pudiera decir nada más.
Oscureció durante el trayecto al Lazy-B, pero Pedro había recorrido el camino suficientes veces como para conocer cada bache y cada agujero. Veinte minutos más tarde, detuvo la camioneta frente al rancho de los Chaves. De pronto, empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo allí. Los Chaves eran parientes de la familia Clay y, por muy antisocial que él fuera, sabía que había muchos por la zona. Si ella necesitaba que alguien la cuidara, tendría algún familiar que pudiera hacerlo. Se pellizcó el puente de la nariz. La bailarina había dejado la puerta abierta, probablemente para que entrara el aire del anochecer, y él podía ver la cocina a través de la mosquitera. Blasfemó en voz baja. Ya que estaba allí le parecía ridículo darse la vuelta y marcharse. Así que agarró los espaguetis y se dirigió a la puerta. Cuando se disponía a llamar vió la pierna de Paula estirada en la escalera. En lugar de llamar, abrió la puerta y entró corriendo, tratando de recordar lo que recordaba sobre primeros auxilios. Pero en lugar de encontrarse una mujer herida, se encontró con que Paula lo miraba desde el escalón en que estaba sentada.
—¡Pedro! —se alisó el batín que llevaba y se agarró a la barandilla que le quedaba a la altura de la cabeza—. ¿Qué diablos estás haciendo?
—Pensaba que te habías hecho daño.
Ella se quedó paralizada durante un instante.
—Gracias por preocuparte pero, como verás, no he hecho nada nuevo —agarrándose a la barandilla tiró de sí misma para ponerse en pie con un suave movimiento que disimulaba su lesión de rodilla.
Pero Pedro había visto que sus nudillos se ponían blancos a causa de la fuerza que tenía que hacer para desplazarse una pizca. Dejó los espaguetis sobre la mesita que había contra la pared y se acercó al pie de la escalera. Ella separó los labios un poco y enseguida se puso seria.
—No estoy tan mal. Y mi habitación está arriba.
Él se acercó a ella y la tomó en brazos para llevarla hasta el salón.
—No me gusta que me lleven en brazos —murmuró cuando la dejó sobre el sofá.
Él todavía podía sentir el tacto de la tela del batín de seda sobre la piel de su mano, pero puso una mirada neutra.
—Eres bailarina profesional. ¿No te llevan en brazos todo el rato?
—No es lo mismo —se apretó el cinturón del batín y se cubrió las piernas con la tela, llegando a taparse los pies.
Él se fijó en que los tenía estrechos, con el arco pronunciado y las uñas pintadas de color rosa claro. Se enfadó consigo mismo. No podían interesarle los pies de nadie.
—Me las estaba arreglando muy bien —dijo ella.
—Eso era evidente —dijo él, mientras cruzaba el salón para buscar los espaguetis—. ¿Dónde está tu hermano?
No había visto la camioneta de Gonzalo estacionada junto al granero. Aunque era cierto que Gonzalo no había pasado mucho tiempo en el rancho durante las semanas que Pedro había estado allí trabajando.
—Ha ido a devolver mi coche de alquiler y después se ha ido al pueblo.
—¿Va a regresar?
—Es un hombre adulto. Estoy seguro de que sabrá volver a casa cuando quiera —levantó la mano—. Y no he venido a casa buscando que me ayudara, ni él ni nadie de mi familia que quisiera asignarse el puestode niñera.
—A lo mejor deberías haberlo hecho —dijo él—, ya que no puedes subir y bajar por las escaleras — le mostró el recipiente con comida—. Mi padre te envía la cena —era más fácil mentir que decir la verdad.
Aunque ni siquiera él sabía por qué había ido al Lazy-B aquella tarde.
—Sí que puedo subir las escaleras —se defendió—. Y tu padre es muy amable, pero no era necesario.
Él se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.
—Sólo es un gesto de buenos vecinos. Y no has visto que mi padre ha cocinado para todo un regimiento —dijo de camino.
Había estado en casa de los Chaves más de una vez. Sobre todo porque no había encontrado manera de rechazar las invitaciones de Alejandra para que se tomara un café o se quedara a comer. Aun así tuvo que abrir más de un armario para encontrar los platos. Sirvió una ración de espaguetis en uno de ellos y guardó el recipiente de plástico en la nevera. Buscó unos cubiertos y regresó al salón. Le entregó el plato a Paula.
—Herirás su sentimiento si no te lo comes — otra mentira.
Ella agarró el plato y dijo:
—Repito que es un detalle por su parte, pero puedo cuidar de mí misma.
—De acuerdo —él se agachó para retirarle el plato.
Ella soltó una carcajada y se lo impidió.
—No soy tan tonta como para rechazar un plato de comida cuando está delante de mis narices — sonrió—. Y menos si no he tenido que cocinarlo — lo miró un instante—. ¿Vas a quedarte ahí mirando mientras como o te vas a sentar?
Ya había hecho lo que había ido a hacer. Entregarle la comida y olvidar la preocupación constante que se había instalado en su cabeza desde que la había visto en el cortacésped ese día.
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