jueves, 24 de enero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 8

El dolor de su rostro había sido tan evidente como el blanco de sus nudillos en el momento de levantarse en la escalera. Su hermano no estaba allí para cuidar de ella, pero al menos ya tenía comida entre las manos y un sofá bajo el trasero. Pedro se había fijado en que tenía el teléfono móvil en la mesa, a su alcance. Y eso significaba que podría localizar a su familia con facilidad. No había motivos para quedarse allí. Pero sus pies no se movían hacia la puerta. De pronto, se encontró sentado a su lado en el sofá. Y deseó haber tenido el sentido común de sentarse en la silla que estaba junto al sofá. Apartó la vista del pedazo de piel que quedaba al descubierto en donde se cruzaba el batín a la altura del escote. Se llevó la mano al cuello al sentir la presión de la camiseta y cerró el puño. Era el mes de julio. El aniversario de la muerte de su esposa se cernía sobre él como un espectro cada vez que respiraba. ¿Qué diablos hacía fijándose en los atributos de la hija del vecino? Se disponía a levantarse del sofá cuando ella estiró la mano y le agarró el brazo.

—Espera.

¿Cuándo había sido la última vez que lo había tocado una mujer? Nada más pensar en ello, Paula retiró la mano para sujetar el plato que se balanceaba en su regazo.

 —Lo siento —miró el tenedor lleno de espaguetis—. Es un rollo comer sola.

—Supongo. No he comido solo desde hace mucho tiempo.  Ella lo miró un instante.

 —¿Vives con tu padre y con tu hija? —se metió el bocado en la boca.

 Él se percató de que la estaba mirando. La bailarina tenía buen apetito.

 —Sí —contestó él—. Solemos estar juntos a la hora de la comida — deseaba haber tenido tanto cuidado en ese aspecto cuando su mujer estaba viva.

 Paula tragó y se lamió la comisura de los labios.  Pedro sintió un potente impulso de escapar. La puerta abierta no era suficiente para enfriar el ambiente. Se puso en pie.

 —Necesitas algo de beber.

 —No hace falta que esperes a que acabe.

Pero él ya se había marchado a la cocina. Sacó un vaso del armario y abrió el grifo. Miró hacia atrás a través de la puerta. Sólo podía ver la parte trasera de su cabello rubio. Llevaba la melena suelta y su color era tan pálido como la luz de la luna. Al sentir que el agua se derramaba sobre su mano, cerró el grifo, se secó en la camiseta y llevó el vaso al salón. Lo dejó sobre la mesa de café y se sentó en la silla que estaba junto al sofá.

Paula jugueteó con el tenedor, intentando no mirar a Pedro con demasiada atención. Temía que, si lo hacía, lo asustaría. Y aunque no estaba segura de querer compañía, y menos cuando le dolía tanto la rodilla que se sentía enferma y deseaba tomarse las pastillas que estaban en la habitación del piso de arriba, no quería hacer nada que provocara que se fuera.

 —Tu padre es un buen cocinero —se llevó un bocado a la boca.

 —A veces —Pedro esbozó una sonrisa—. Pero lo hace mejor que yo, así que estamos contentos.

Paula se echó hacia delante para recoger el vaso de agua y notó que él la miraba. En ese mismo instante, ella notó que se le abría un poco el batín a la altura del escote.  Ella no era una exhibicionista. Así que no tenía motivo para sentarse más despacio de lo que debía. Ningún motivo. Pero fue lo que hizo. Se sentó despacio, y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. No sabía cuánta piel estaba mostrando, pero el no saber la excitaba tanto como la mirada atenta de Pedro.

Nada más sentarse, él posó la mirada en su rostro sin mirarla a los ojos. Ella respiraba de manera entrecortada y el roce de la tela contra su piel desnuda le pareció tremendamente erótico. Bebió un sorbo de agua, y notó que sus pezones se endurecían hasta provocarle dolor. El tipo de dolor que sólo podía calmar las caricias de un hombre.  Las caricias de Pedro.  Él se fijó en los dedos largos de Paula y, al verlo, ella se sonrojó. Levantó el vaso de agua y se lo bebió de golpe.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Weaver?

—Año y medio.

—¿Gonzalo me dijo que eres arquitecto? ¿Trabajabas en Denver?

Él asintió.

No continuó la conversación. Lucy no estaba acostumbrada a sentirse cohibida. Solía sentirse cómoda entre la gente y siempre encontraba algo de qué hablar. Miró a Pedro Alfonso, que todavía llevaba la alianza de matrimonio a pesar de su viudez, y sólo se le ocurrieron preguntas que no se atrevía a realizar. Además, percibía que la atracción que sentía era mutua. Se humedeció los labios.

—¿Qué te trajo de Denver a nuestro pequeño Weaver?

Su mirada se oscureció un instante. Pedro miró hacia la puerta como si deseara salir de allí tanto como ella había deseado ir a buscar los calmantes que odiaba tener que tomar, antes de que su rodilla fallara mientras estaba subiendo por las escaleras.

—Mi esposa nació aquí —contestó con brusquedad y se puso en pie—. Tengo que irme —se dirigió hacia la puerta y le preguntó—: ¿Necesitas algo?

Ella pensó en el frasco de calmantes que había intentado subir a buscar al ver que la dosis habitual no le había hecho ningún efecto.

—Estoy bien —dijo con sinceridad.

Finalmente había descubierto qué era lo que se ocultaba tras la solemnidad de su mirada.  ¿Y qué era una lesión de rodilla comparado con un corazón roto?

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