–Esto sí que es una sorpresa, Fernando. ¿Está Laura contigo? ¿Y los niños?
Fernando se rellenó el vaso, lo levantó hacia Pedro y negó con la cabeza.
–Laura me ha dejado... De hecho, me ha echado de casa – balbuceó.
–¿Ha descubierto lo de Pauli?
¿Se habría confesado Fernando? Pedro descartaba esa posibilidad. Fernando no era el tipo de hombre capaz de confesarse. Era de los que les contaba el problema a sus amigos y esperaba a que se lo solucionaran. ¿Cuántas veces habían imaginado esa escena durante los últimos cinco años? Al pensar en ello, experimentó un sentimiento de culpa. Estaba en deuda con Fernando. Y su amigo lo sabía. Su amigo continuaría contándole sus problemas. ¿Cómo lo llamaban los psicólogos? ¿Comportamiento adquirido?
Fernando frunció el ceño y pestañeó.
–¿Estás bien? Pareces... –de pronto puso una amplia sonrisa–. Quieres decir, Pauli, la maravillosa Pauli. Tan dulce... Tan ardiente... Era la mejor.
Pedro puso una mueca de disgusto. Cerró los puños a ambos lados del cuerpo y apretó los dientes.
–No, ella nunca descubrió lo de Pauli, pero Pauli era diferente, era auténtica. Ojalá... –suspiró sin acabar la frase–. No, esto no ha sido nada. Una aventura de una noche, eso es todo –chasqueó los dedos antes de beber otro trago de whisky–. Pero Laura no lo ve así. Y no quiere escucharme –se quejó.
Hizo una pausa como si esperara algún comentario de complicidad en respuesta a su queja y, al ver que Pedro no decía nada, bebió otro trago.
–Confiaba en que tú la hicieras entrar en razón, Pedro. Le caes bien. Tienes un don para las mujeres.
–No se trata de tener un don, se trata de no ser infiel.
Antes de que Fernando pudiera responder, se abrió la puerta y se percibió el sonido distante de la risa de Valentina, el ladrido de los perros. Paula entró en la habitación dispuesta a discutir. No hacía falta ningún talento especial para saberlo, todo su cuerpo lo mostraba. Pedro siguió a su instinto en lugar de a la lógica y se colocó delante de ella para taparle la vista a Fernando. Era una vista que merecía la pena contemplar. Los vaqueros ajustados que llevaba enfatizaban las curvas de su trasero, el jersey era del color de sus ojos y tenía un mensaje en el pecho que invitaba al observador a salvar el bosque para el futuro. Consideraba que la probabilidad de que un hombre leyera el mensaje y pensara en los árboles era muy escasa.
–¿No puedes esperar?
Paula apretó los dientes.
–Siento molestarte, pero he visto el coche y me dí cuenta de que habías regresado –comentó–. Y, puesto que me has pedido que te consulte antes de tomar decisiones importantes, he venido a hablar contigo. Mientras paseábamos a los perros, nos hemos encontrado con Noelia y su madre. Han invitado a Valentina a dormir a su casa. Les he explicado que tenía que consultarlo contigo ya que yo solo soy la cuidadora y no quería excederme en mi autoridad.
–Sí, está bien.
Paula se quedó boquiabierta. El anticlímax era intenso. Se sentía como si estuviera elegantemente vestida y no tuviera dónde ir.
–¿Está bien?
–Sí, está bien.
–Pero... –se calló.
¿Qué era lo que esperaba de él? ¿Una mala contestación? Se percató de que lo que quería era que Pedrose hubiera fijado en ella. Sentirse ignorada era mucho peor que recibir un insulto o una mala contestación.
–¿Eso es todo? –preguntó él con impaciencia.
Ella respiró hondo y se encogió de hombros.
–Sí, está bien, las llamaré para decírselo –de pronto percibió movimiento detrás de Pedro.
Pedro se cruzó de brazos y dió un paso hacia ella.
–Eso es todo, Paula Chaves.
La dureza de su tono de voz hizo que ella se fijara de nuevo en su rostro. Al instante, vió que alguien se levantaba del sofá y, tambaleándose, se acercaba a buscar la botella que había sobre el escritorio.
–Uy, lo siento –dijo ella–. No sabía que tenías compañía.
Pedro dió otro paso hacia ella y la miró fijamente. ¿Habría interrumpido un importante acuerdo de negocios? No lo parecía, teniendo en cuenta la cantidad de whisky que aquel extraño se estaba sirviendo en el vaso. Lo que era evidente era que estaba molestando.
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