jueves, 20 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 9

—Sería estupendo si me pudieses traer un vaso de agua. La cocina está al final del pasillo y los vasos...

—Los encontraré —dijo él mientras se daba la vuelta.

En cuanto Pedro se marchó hacia la cocina ella se sintió mejor; sin la tensión de tener que aparentar ser autosuficiente. Se dispuso a dirigirse al cuarto de baño, ya que la inestabilidad de sus piernas parecía haber disminuido. Se acababa de lavar la cara y cepillar los dientes cuando oyó que él había vuelto a su habitación.

—Te dejo el agua en la mesilla de noche —dijo él en tono bajito desde el otro  lado de la puerta—. ¿Necesitas ayuda?

—No. Ya estoy bien —contestó, prefiriendo quedarse en el cuarto de baño que ver aquellos penetrantes ojos de nuevo—. Muchas gracias por tu ayuda. Si no te importa, cierra la puerta principal con fuerza cuando salgas. Tiene un sistema de seguridad que la bloquea sola.

Hubo un momento de silencio.

—Me acordaré —dijo finalmente él.

—Gracias otra vez... —no sabía cómo referirse a él—. Entonces buenas noches —dijo finalmente, pero no hubo respuesta: Él ya se había marchado.

«Ves, sólo sentía pena por tí. Ahora que ya estás segura en casa no ha podido esperar para marcharse», se dijo a sí misma. Cuando salió del cuarto de baño, la habitación estaba oscura y vacía. Sólo estaba encendida la lamparita de la mesilla de noche. El había apagado la luz del techo para que no lo tuviera que hacer ella. Pedro Alfonso era muy atento, pero también testarudo y muy atractivo. Paula bostezó y buscó su camisón bajo la almohada. Se desnudó y se lo puso, disfrutando por la sensación que éste le causaba, ya que era de seda y muy suave. Se acercó para tomar las muletas. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera para ir a comprobar la puerta principal o no sería capaz de dormir.

—Trae, déjame —dijo Pedro de repente, asustándola y haciendo que se le acelerara el corazón... por el susto que le había dado... o por excitación.

Entró en el dormitorio llevando una taza en una mano y agarrando las muletas. Puso la taza sobre la mesilla de noche y se acercó a ella, tomándola por el codo.

—¿Dónde quieres ir? —preguntó, acercándole las muletas, pero ella no podía apartar la mirada de su cara; sus profundos ojos azules tenían un brillo especial, lo que hacía que a ella se le derritieran hasta los huesos.

Pero aquel brillo desapareció de repente para mostrar sólo una educada  preocupación.

—¿Paula?

—Pensaba que te habías ido. Iba a comprobar que hubieses cerrado bien —dijo ella, deseando haber tenido un albornoz para poder taparse.

—Vamos, no deberías estar de pie —dijo con severidad y— con una dura expresión, como si temiera tener que tomarla en brazos de nuevo cuando le fallaran las piernas.  Pero no eran las heridas las que en ese momento estaban haciendo que le temblaran las rodillas. Era algo distinto. Algo nuevo... era el deseo.

Pedro la acompañó a su cama y una extraña tensión se apoderó del cuerpo de Paula cuando la ayudó a acostarse. Aguantó la respiración ante los escalofríos que le subieron por las piernas. Pensó que él  también debía estar sintiendo su incontrolable temblor. Fervientemente deseó que pensara que era por su debilidad y que no se diera cuenta de que era una reacción a que él la estuviera tocando.

—Por favor... —ante su estupor, su voz sonó como una ronca súplica, revelando el poco control que tenía sobre su cuerpo—. Por favor, yo... —dejó de hablar cuando Pedro levantó la cabeza.

Tenía una dura expresión y sus ojos denotaban voracidad; brillaban de tal modo, que la pusieron nerviosa.

—Como me lo has pedido tan amablemente, Paula...

Pedro se tendió en la cama. El calor que desprendía su cuerpo abrasó a Paula, que alzó las manos para pedirle que se levantara de allí. Pero él se inclinó hacia ella, que lo detuvo colocando las manos en su pecho, sintiendo los sólidos músculos que había debajo y cómo le latía el corazón. Trató de concentrarse en apartarlo. Pero de alguna manera sus dedos comenzaron a acariciarlo, sintiendo cómo una sensación abrasadora le subía por los dedos, por las palmas de las manos y por todo su cuerpo... nublándole los pensamientos. Paralizada por una marea de deseo, Paula sintió cómo él colocaba las manos sobre sus hombros desnudos y al sentir su piel contra la suya se estremeció. Aquello era peligroso. Demasiado peligroso. Tenía que protestar, encontrar las palabras adecuadas para detener aquella locura. Pero Pedro se acercó aún más hacia ella y su mente quedó en blanco.

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