Esperaría a que llegara el momento oportuno. Paula merecía la pena. Cuando había hablado por teléfono ese mismo día para quedar para comer, había notado en la voz de ella que no quería verlo. Quizá estaba avergonzada por la manera como le había respondido. Las mujeres tenían algunas ideas muy raras. ¿O habría otra razón? A pesar de todo lo que había aprendido sobre ella, Paula Chaves seguía siendo un enigma. Tenía seguridad en sí misma y era sumamente apasionada. Pero había algo extraño en ella. Cuando se besaron, por un instante ella pareció asustada, poco dispuesta. Parecía... insegura, incluso patosa, como si no supiera de aquello. Agitó su cabeza al pensar en lo absurdo que era aquello. Después de unos segundos lo había besado con un fervor que hizo que todo él se revolucionara. Realmente era muy sexy. Sabía que ella recelaba de verlo, pero a la vez estaba desesperada. Y la desesperación ganaba a la cautela. Él contaba con eso.
Algo que se movió en la calle llamó su atención. Se enderezó al verla venir por una de las avenidas. Iba sin muletas. Andaba despacio pero a un ritmo constante. Iba peinada para atrás con una trenza. Y llevaba... ¿qué era aquello? Era como una especie de túnica, dos tallas más grande que la que debería usar ella y diseñada para una mujer de mediana edad. Pedro frunció el ceño, preguntándose qué mensaje se suponía que debía darle aquella ropa. ¿Que mantuviese las manos quietas? Sonrió y pensó que ya era demasiado tarde para eso. Al verla acercarse su cuerpo reaccionó, el deseo le ardía por dentro. Seguramente Paula no se había dado cuenta de que aquel saco se transparentaba cuando se miraba a contraluz. Se le aceleró el pulso. Aquel camuflaje sólo hacía aumentar el erotismo de aquella mujer. Sabía de primera mano que tesoro trataba de esconder. Disfrutó viéndola acercarse hacia él. Pero cuando ella llegó al restaurante, él se echó para atrás en la silla y esbozó una fría expresión en su cara.
Paula se detuvo en la sombra para respirar profundamente. Parecía que Pedro Alfonso estaba muy seguro de que tenía la solución a sus problemas. Pero en realidad lo seguro era que no había solución. No después de la manera como ella había estropeado todo con Wakefield. Se preguntó cómo podría mirar a la cara a Pedro tras el desastre de la noche anterior. Se acaloró con sólo recordar lo que había pasado. Su orgullo insistía en que ignorara aquella cita. Pero las obligaciones familiares le dictaban que tenía que acudir. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo era grande. Su conciencia le decía que le traería problemas. Pero no tenía más opción. Se reuniría con el mismo diablo si hubiese alguna posibilidad de sacar a su hermano del lío en el que se encontraba. Tendría que fingir que lo que había pasado en su dormitorio no había ocurrido. Después de todo, sólo había sido un beso. Una experiencia sensual y catastrófica para ella. Pero para él probablemente no significaría nada. Abrió la puerta del restaurante y se quedó allí de pie. Cuando lo vió, Sintió cómo el calor se apoderaba de ella e hizo que se quedara allí de pie. Cuando él la miró a los ojos, algo parecido a la excitación le recorrió la espina dorsal. ¿O era aprensión?
Una camarera la llevó hasta la mesa. Pedro Alfonso se levantó. Le tendió la mano como si aquello fuese otra de sus reuniones de negocios, como si no la hubiese abrazado la noche anterior ni la hubiese besado hasta que ella perdió el control. Se ruborizó cuando él tomó su mano. De alguna manera, la forma en que lo hizo parecía íntima. Él era tan atractivo como ella recordaba. Parecía un modelo de portada de revista.
—Paula, me alegra que hayas podido venir —murmuró con un tono de voz bajo que hizo que ella se estremeciera.
—Señor Alfonso —dijo ella, recordándose a sí misma que aquello eran negocios. Si fingía que nada había pasado entre ambos, él tendría que seguirle la corriente—. Es muy amable por su parte haber encontrado un hueco para mí.
Pedro sonrió abiertamente, con la diversión que sentía reflejada en la cara.
—No hay necesidad de que seas tan formal —dijo, apretándole la mano. Ella se quedó sin aliento—. Llámame Pedro.
—Gracias —dijo ella, asintiendo con la cabeza mientras apartaba la mano.
Se sentó en la silla que sujetaba él y colocó el bolso a su lado. Cuando se dió la vuelta para mirarlo, Pedro estaba echado para atrás en su silla, mirándola perezosamente. Aquella indolencia enfadó a Paula. Por mucho que todo aquello fuese divertido para él, por muy tonta que ella hubiese sido derritiéndose en sus brazos, aquella reunión era importante. Su futuro y el de Gonzalo dependían de ella.
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