martes, 18 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 8

—¿Qué pasa?

—No tengo horquillas —farfulló, dejando su pelo caer de nuevo.

Él sintió que le invadía de nuevo un sentimiento de protección y casi se acercó a ella para tocarla. Suponía que era sólo el orgullo lo que la mantenía entera en aquel momento.

—Dame tu dirección —repitió él—. Te llevaré a tu casa.

No sabía qué la había despertado, pero supuso que no había sido el coche al detenerse. Le pareció que llevaba aparcado un rato antes de que ella abriera los ojos y viera que estaban junto a su casa. Todo estaba muy oscuro y apenas podía ver a Ronan, pero sabía que la estaba mirando. Y la intensidad con que lo estaba haciendo hizo que se le pusiera la carne de gallina.

—Deberías haberme despertado —dijo.

A pesar del sofocante aire veraniego se estremeció.

—Acabamos de llegar —aclaró él—. Y pensé que no te vendría mal descansar unos minutos más —dijo, saliendo del coche.

Se acercó a la puerta del acompañante y la abrió, mientras que ella intentaba desabrocharse el cinturón de seguridad. Lo miró. Pudo ver lo alto que era y lo anchos que tenía los hombros. Proyectaba un aura de dominación. Referirse a él como atractivo era demasiado poco. Simplemente con mirarlo se le desbocaba el corazón.

—¿Paula? —dijo él, acercándose y tomándola en brazos para sacarla del coche.

El calor que desprendía su cuerpo, el aroma a hombre y la fuerza de sus brazos ya le eran familiares. Casi bienvenidos. ¡Debía de estar loca!

—Me puedo poner de pie, gracias —dijo, pero su voz denotaba que estaba sin aliento.

Él la ignoró y la acercó hasta la puerta principal con la misma facilidad que si fuese un niño. A toda prisa, Paula sacó la llave y la introdujo en la cerradura.

—Muchas gracias —le dijo, mirándola a la cara, pero evitando sus ojos—. Estoy muy agradecida de que me hayas traído. Mucho mejor que esperar a un taxi — susurró.

—Ha sido un placer —respondió él en un tono bajo que hizo que ella se estremeciera. Empujó suavemente la puerta y entró en la casa. Marina encendió la luz de la entrada—. ¿Por dónde te llevo?

—Ahora que ya estoy en casa, estoy bien —contestó ella, retorciéndose entre sus brazos como si —pudiera hacer que la soltara—. Puedo mantenerme en pie.

—Paula —Pedro se detuvo y la miró—. No tienes por qué preocuparte, te lo prometo. Lo que quiero es ver que estás a salvo metida en la cama.

Claro que eso era todo. Un hombre como él nunca estaría interesado en una mujer como ella. Incluso si fuese un donjuán como Wakefield, ella no tenía nada que temer. No era guapa, ni glamorosa ni sexy. Ni siquiera tenía experiencia. Pedro simplemente sentiría pena por ella porque se había humillado delante de la élite de los negocios de Sidney. Y porque no conseguía que sus malditas piernas anduvieran correctamente. Señaló con la barbilla hacia el fondo del vestíbulo.

—La tercera puerta a la izquierda es mi dormitorio —dijo, negándose a mirarlo.

Él se detuvo en la puerta y una vez más ella alargó la mano para encender la luz. Una tenue luz iluminó la acogedora habitación. Paula casi suspiró al ver la cama. Le dolían todos los huesos de su cuerpo por el cansancio que sentía. Pedro la dejó sobre la cama, con tanta delicadeza como si ella fuese un trozo de cristal.

—Siento haberte contestado de esa manera —dijo ella mientras él miraba la habitación.

Pudo ver cómo se quedaba mirando las muletas y las medicinas que había en su mesilla de noche.

—Ha sido grosero por mi parte. No creo que hubiese podido volver sin tu ayuda.

—¿No hay nadie más en la casa? ¿Nadie que te pueda ayudar? —quiso saber él, ignorando la gratitud que había mostrado ella.

—Vivo sola —aclaró—. Y puedo cuidar de mí misma.

Pedro frunció el ceño, evidencia de que no la creía, ante lo que ella prosiguió hablando.

—Mi hermano vive a diez minutos en coche —indicó el teléfono que había en su mesilla de noche—. Si necesito algo, siempre puedo telefonearle.

—Está bien. ¿Necesitas alguna medicina? —preguntó él tras mirarla durante un rato en silencio.

Paula miró hacia la caja de pastillas. No le gustaba tomarlas, ya que la dejaban aturdida, y estaba segura de que aquella noche no las necesitaría, ya que estaba tan cansada que, en cuanto su cabeza tocara la almohada, se dormiría. Pero nunca podía estar segura.

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