jueves, 6 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 3

—¿De la misma manera como te has ocupado de los de la señora Chaves?

Paula se quedó mirando al hombre que se había atrevido a interrumpir al magnate. No parecía perturbado por el hecho de que acababa de meterse en los asuntos de su furioso jefe. Quien fuera que fuese aquel tipo, no se acobardaba fácilmente. Carlos Wakefield la había mirado a ella con desprecio. Pero aquello no era nada comparado con el odio que se reflejaba en su mirada cuando miró a aquel hombre.

—Te agradecería que te mantuvieses al margen de esto, Alfonso. Esta mujer está equivocada, pero yo puedo aclararlo todo —dijo Wakefield—. Ah, aquí viene el jefe de seguridad.

—No hay necesidad de ello —dijo Pedro—. Yo acompañaré a la señora Chaves.

¡Como que ella se lo iba a permitir! Todavía tenía muchas cosas que decirle a Carlos Wakefield.

—¡De ninguna manera! No he terminado todavía —indignada, miró al hombre de los ojos azules—. Si cree que puede hacer que no cuente lo que él ha hecho, está muy equivocado.

Despacio, el hombre agitó la cabeza y a Paula le pareció ver reflejado en sus ojos que la entendía. Quizá no le gustaba hacer su trabajo, pero tenía que cumplir con su deber.

—No es que quiera que no lo cuente —le explicó Pedro, acercándose a ella tanto, que ésta pudo sentir la calidez de su cuerpo—. Aquí no puede ganar esta partida. No es ni el momento ni el lugar.

Paula, al notar movimiento a su alrededor, dirigió su mirada para ver a unos fornidos hombres con traje que se acercaban a ellos. Carlos Wakefield habló con el que parecía el jefe.

—Oficial de seguridad —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza a los recién llegados—. Ahora tiene que elegir. Puede dejar que la saquen de aquí por la fuerza. Probablemente la sujeten hasta que llegue la policía para investigar la queja de Wakefield sobre que usted está alterando el orden público.

Hizo una pausa, mirándola a los ojos.

—O puede venir conmigo.

¡Como si pudiese confiar en él! Era uno de los hombres de Wakefield y además su sexto sentido le decía que se anduviera con cuidado con aquel hombre; quería algo. Indignada, Paula se dió la vuelta, pero un hombre con traje negro le impidió ver nada. Alfonso tenía razón; Wakefield la sacaría de allí de muy malas maneras. No permitiría que sus invitados se disgustasen oyendo los detalles de lo que ella tenía que contar.


—Le puedo prometer que la sacaré de aquí preservando su dignidad —le susurró Pedro al oído.

Aquellas palabras la tentaban. Pero se tenía que resistir a ellas. Quizá aquélla sería la única oportunidad que tendría de enfrentarse a Wakefield y tenía que intentarlo de nuevo, sin importar las consecuencias. Negó con la cabeza y sintió cómo una mano la agarraba por el codo. La forma con la que Pedro la tocó era delicada pero firme. Se acercó para hablarle de nuevo al oído.

—No significa que salga corriendo —instó él, como si pudiese leerle los pensamientos—. Pero necesita encontrar una manera mejor de acercarse a él.

Pedro hizo una pausa y Paula, al sentir la cálida respiración de él sobre su piel, sintió cómo la excitación le recorría el cuerpo.

—A no ser que prefiera que la arresten —concluyó él firmemente, pero sin utilizar un tono amenazador.

Justo en ese momento alguien la agarró del otro codo con fuerza. Paula miró al hombre que lo hizo y vio que su cara no reflejaba amabilidad. Era inexpresivo. Se le había acabado la suerte. Le había prometido a Gonzalo que se iba a ocupar de todo. Pero en vez de eso había dejado que sus emociones acabasen con su sentido común. Había echado a perder la posibilidad de resolver aquella pesadilla. Y, de repente, demoledoramente, la debilidad física contra la que había estado luchando toda la noche volvió. Sintió cómo la invadía y tuvo que utilizar toda su energía para mantenerse de pie. El médico le había advertido que reposase un poco, para así darle a sus heridas una oportunidad de curarse. En aquel momento se dio cuenta de que tenía razón. El temblor de sus piernas le advertía que pronto le iban a fallar. Y no podría soportar la humillación de caerse a los pies de Wakefield. Vencida por todo aquello, se desplomó. Pero inmediatamente un fuerte brazo la sujetó, haciendo que el otro guardaespaldas la soltara. Obviamente Alfonso tenía bastante autoridad.

—No se molesten en acompañarnos —dijo él—. Yo me aseguraré de que la señora Chaves llegue a su casa.

La cara de Wakefield reflejó el enfado que sentía. Fue a protestar, pero no lo hizo.

—Buenas noches, Carlos. Caballeros —Pedro asintió con la cabeza afablemente al grupo allí congregado—. Ha sido una noche inesperadamente… interesante. Nos marchamos.

Mientras salían de la sala, Paula deseó que pareciera que ambos iban andando, aunque la verdad era que, sin la fuerza del brazo de él sujetándola, ella se habría caído al suelo. Respiraba con dificultad, como si acabase de correr una maratón y el dolor había vuelto.

—¿Puedes llegar a la puerta? —preguntó él.

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