jueves, 20 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 11

Los labios de Pedro estaban calientes, eran fuertes y exigentes. Cuando la tocaron, Paula desistió de cualquier intento de resistirse. De repente, lo supo con toda certeza; aquello era lo que quería. El introdujo la lengua en su boca y ella se vio consumida por llamaradas. La apoyó en las almohadas, y se echó sobre ella.

El beso de Pedro no denotaba dudas. Sólo una urgencia que debería haberla asustado. Se sintió consumida por su fuerza, por lo implacable que era, por su absorbente energía. Pero Paula no estaba asustada. Se regocijó sintiendo la dureza del fuerte cuerpo de él contra el suyo, sintiendo cómo le acariciaba con la lengua la suya y sintiendo el sabor de él en su boca. Seguro que aquel sabor erótico que tenía él era adictivo, así como el picante aroma de su piel, que la estaba dejando sin sentido. No había nada de aquel hombre que ella no quisiera, que no necesitara. Le encantaba la sensación del torso de  él ejerciendo presión sobre ella y sentir su peso; ambas eran unas sensaciones muy reconfortantes y tentadoras. El deseo le invadió el cuerpo, haciendo que sus músculos se debilitaran, haciéndola flexible en sus brazos.

Él le acarició las mejillas, el pelo, sujetándole la cabeza para así poder besarla más intensamente. Ella lo recibió con emoción, devolviéndole beso tras beso y sintió cómo la pasión se apoderaba de ella. Se arqueó, deleitándose con la sorprendente sensación de sentir el pecho de él aplastando sus pechos. Pero todavía quería más. Cuando él le acarició un hombro, ella se estremeció, todas sus terminaciones nerviosas se excitaron al sentir la caricia de él. Tembló cuando exploró su cintura y no pudo evitar retorcerse sinuosamente. El bajó la mano, acarició su cadera para a continuación bajarla aún más. Ella perdió la cordura. Pedro deslizó la mano por su muslo, y ella se puso rígida. Empezó a recuperar la razón entre la niebla del deseo en la que estaba sumergida. Entonces la prudencia se apoderó de ella. Y después el miedo. En vez de abrazarse a su camisa, ejerció presión con las manos, desesperada por alejarlo de ella. Durante un segundo él no se movió. Pero dejó de acariciarla. Entonces, tras acariciarle la lengua seductoramente con la suya, se apartó de ella.

Paula tomó aire, angustiada ante las sensaciones de alivio y deseo que se habían apoderado de ella. Todavía podía sentir el sabor de él en sus labios.  Se convenció a sí misma de que estaba aliviada de que él hubiese parado. Había hecho lo correcto apartándolo de ella. Deseaba que nunca hubiese permitido que aquello ocurriera. La excitación le invadía el cuerpo, pero fue la sensación de vergüenza la que hizo que le ardieran las mejillas y se ruborizara. No podía mirarlo a los ojos.

—No quiero... —comenzó a decir, pero el dedo que Pedro le puso sobre los labios le impidió continuar.

—Pues claro que no quieres.

Asustada, levantó la mirada, pero él ya se había levantado y se estaba dando la vuelta. Ella no se arrepentía de los escrúpulos que había tenido a última hora. Claro que no. Como tampoco estaba disgustada por cómo él había estado tan dispuesto a finalizar el beso. Aquel sensual y extraordinario beso de los que sólo se disfruta una vez en la vida.  De nuevo, tomó aire profundamente para calmarse.


Cuando Pedro llegó a la puerta, se dió la vuelta para mirarla, pero su cara estaba en la sombra, ya que sólo alumbraba la luz de la lamparita. Paula no podía ver su expresión. Lo único que podía ver era el enigmático brillo de sus ojos. Sólo eso fue suficiente para que a ella la invadiera de nuevo el deseo y la necesidad.

—Buenas noches, Paula —dijo con una voz carente de cualquier tipo de emoción—. Me aseguraré de que la puerta principal se queda bien cerrada cuando salga.

Paula, con el corazón acelerado, se echó sobre las almohadas. Oyó cómo Pedro cerraba la puerta principal. Entonces el silencio se apoderó de la casa. Excepto por el sonido de la sangre agolpándose en sus oídos. Se tocó las mejillas y se dio cuenta de que tenía la cara ardiendo. Estaba tan agitada como si hubiese estado corriendo para salvar su vida. Sus pezones estaban duros y sensibles. Podía sentirlo en su lengua, sentir sus poderosas manos sobre su cara y sobre su pelo. Y más abajo, más profundamente, donde la sensación de necesidad todavía la tenía agitada, notó el abrasador líquido caliente del deseo. ¡Así que aquello era lujuria! Le había llevado demasiado tiempo sentirlo. Tras pasarse toda la vida cuidando de su familia, de su casa, por fin había descubierto la tentación, encamada en un atractivo hombre.

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