martes, 18 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 6

—Todavía no me has respondido —dijo él, mirándola a los ojos—. ¿Quién te crees que soy?

—¿No eres un guardaespaldas? Lo digo por la forma en la que apartaste a aquellas personas para que no pudiesen oír...

Él no pudo evitar reírse ante aquello.

—¿Crees que soy uno de los perros guardianes de Carlos? —por primera vez esbozó una expresión relajada.

Se notaba que aquello le entretenía y a ella le deslumbró su sonrisa; el tipo de sonrisa que podía hacer que hasta la mujer más sensata se derritiera en diez segundos.

—Yo no diría perro guardián. Pero está claro que te preocupas por sus intereses. La manera en la que apartaste a aquella multitud era obviamente para protegerlo.

La sonrisa que estaba esbozando él se apagó.

—¿No se te ocurrió que tal vez hubiese sido más seguro para tí  acusarle de todo aquello en un lugar más privado? ¿No se te ocurrió pensar en cómo reaccionaría él si te enfrentabas a él delante de sus admiradores?

Ella sabía que él tenía razón.

—Sobre todo si le decía la verdad, ¿No?

—Exactamente. Cuando te relacionas con un hombre como Wakefield, debes entender que para ser realmente sincero con él debes encontrar el momento adecuado.

—Parece como si se te hubiera contagiado su discutible moralidad —acusó ella—. ¿Es así como trabajas? ¿Eligiendo no ser sincero? No entiendo cómo soportas trabajar con él.

Se creó un incómodo silencio en el ascensor y ella estaba convencida de que él se había enfadado. Se abrieron las puertas, pero él no respondió a su burla. Paula no sabía si sentirse aliviada o consternada mientras salían del ascensor y él la llevaba en brazos a lo largo del inmenso vestíbulo. Deseó poder desaparecer cuando pasaron al lado del sonriente portero y varios curiosos.

—Paula, si estás planeando luchar contra Wakefield, te vendrá bien recordar que las cosas no son siempre como parecen —le dijo él en bajito, para que sólo lo oyera ella.

Cuando estuvieron fuera, ella sintió cómo el aire caliente le rozaba las mejillas y evitó mirar a los ojos a otro empleado del hotel. Pero no necesitaba haberse preocupado... toda la atención del muchacho estaba puesta en Alfonso.

—Su coche está aquí mismo, señor.

—Gracias... Pablo —contestó él, leyendo la discreta placa con el nombre del chico.

—Por aquí, señor, señora —el empleado abrió la puerta del acompañante del coche.

Era un coche grande, plateado y aerodinámico. Paula no sabía mucho sobre los últimos modelos, pero tenías que vivir en la luna para no darte cuenta de que aquella belleza habría costado más del doble que un salario medio anual. Y seguramente que sería único en Australia. Por alguna razón ver aquel coche la asustó tanto como su enfrentamiento con Wakefield.

—He dicho que me puedes bajar y lo digo de verdad —susurró ella con virulencia—. No voy a ningún sitio contigo. No sé quién eres. E incluso si lo supiera, ya estoy bien. Puedo marcharme a mi casa.

La sonrisa que Pedro esbozó podría parecer íntima, pero ella, desde tan cerca, pudo ver el enfado que de repente reflejaban sus ojos.

—Está bien —dijo él—. Probablemente eso sea lo más sensato que hayas hecho en toda la noche.

De nuevo, Pedro esbozó una expresión muy difícil de leer y a ella le invadió la aprensión.

—Pero —continuó él—. ... no esperes ni por un segundo que te vaya a dejar deambular por ahí a estas horas de la noche, sola y manteniéndote en pie a duras penas, por no hablar de que no puedes conducir.

—No iba a conducir —espetó ella—. No soy tan estúpida.

—Yo te puedo llevar a tu casa con la misma seguridad que lo haría un taxi.

—¿Señor Alfonso? ¿Está todo bien? —preguntó el muchacho que esperaba sujetando la puerta del coche.

—¿Señor Alfonso? —repitió Paula. Había creído que ése era su nombre.

—Así es —dijo él, acercándose a su deportivo e introduciéndola dentro—. Pedro Alfonso.

Sonrió y le tomó la mano a Paula.

—Un placer conocerte.

Al sentir la breve presión de los dedos de él sobre los suyos, Paula sintió un cosquilleo por todo su cuerpo. Pero apenas se dió cuenta; estaba demasiado impresionada asimilando la identidad de aquel hombre. Si la arrogancia que expresaba la cara de él ante sus protestas no hubiese bastado, su coche debería haber sido suficiente para que ella se diese cuenta. O la manera con la que el botones lo miró, como si fuera un héroe. ¡Y cómo lo habían mirado todas las mujeres cuando salieron de la recepción! Recordaba la excitación que habían reflejado sus rostros; se lo habían comido con la mirada. Se echó para atrás en el lujoso asiento de cuero y trató de entender todo aquello.

—No te vayas a desmayar, Paula —le susurró cerca de la oreja mientras le abrochaba el cinturón.

—¡No me voy a desmayar! —se preguntó cómo se atrevía a insinuar eso. ¡Debía de tener un ego tan grande como el de Carlos Wakefield!—. Simplemente estoy cansada —levantó la barbilla—. Y nunca dije que me llevaras a casa.

—Vamos, Paula, deja que te lleve a tu casa. Me pasaría toda la noche preocupado si te dejo ir sola.

Mirando la preciosa cara de Pedro, Paula se preguntó por qué se había siquiera molestado en discutir. Se sintió exhausta y se entregó a lo inevitable.

—Gracias, lo agradecería.

Y así fue como Paula, todavía aturdida por el desastre de su encuentro con Wakefield, se encontró con que la llevaba a su casa el hombre más inquietante que jamás había conocido... Pedro Alfonso.

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