jueves, 6 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 4

—Sí. Puedo llegar a la puerta.

Paula sintió cómo todos los miraban, cómo cuchicheaban mientras pasaban. Pero al observar las miradas de arrobo de muchas mujeres, se dió cuenta de que el centro de atención no era ella, sino él. Varias personas le hablaron y él les contestó sin detenerse. No lo hizo hasta que un hombre les cortó el paso. Pedro se lo presentó a ella, que esbozó una sonrisa y le tendió la mano. Hablaron un momento, pero a ella le estaba invadiendo el dolor. Volvieron a andar, despacio, hacia la puerta. Cuando llegaron al vestíbulo, el relativo silencio que allí había fue como una manta de calor reconfortante. No había guardaespaldas. Ni policía. El alivio la inundó. Tropezó y se detuvo. Respiró profundamente, luchando contra el dolor que sentía.

—Venga por aquí —dijo Pedro con voz autoritaria mientras la dirigía a un pequeño diván que había apoyado en la pared.

—Gracias. Ya estoy bien —dijo ella, tratando de soltarse de él.

—Pues no lo parece —respondió él—. Parece como si fuera a desmayarse.

Paula se dió por vencida del intento de apartar el brazo de él y lo miró a los ojos.

—Bueno, soy mucho más fuerte de lo que aparento.

Aquellos ojos azules la miraron a su vez y ella tuvo la desconcertante sensación de que él podía ver todo lo que ella trataba tan trabajosamente de ocultar. Apartó su mirada.

—Por favor, deje que me marche —pidió y, ante su sorpresa, él la soltó inmediatamente, haciendo que ella se estremeciera al no sentir el calor de su cuerpo cerca del suyo—. Gracias por su ayuda. Estoy agradecida, pero ya puedo cuidar de mí misma.

Pero él no se fue. Se quedó de pie mirándola, como pensando en lo que ella le había pedido. Tras lo cual no hubo tiempo para fingir durante más tiempo. Paula se desplomó sobre el diván.

—No se mueva —le ordenó él mientras se dirigía de nuevo hacia la recepción.

¡Como si pudiese hacerlo! Ella hizo una mueca de dolor, preguntándose cómo demonios iba a salir de allí por su propio pie. Se echó para atrás y sintió cómo sus músculos se relajaban.

—Tome, bébase esto —una cálida mano tomó la de Paula para que agarrara un vaso frío.

—Gracias, pero me las puedo arreglar sola —no le pasaba nada a sus manos, sólo a sus piernas.

Tomó el vaso y bebió el agua helada, ignorando la dura expresión que él tenía reflejada en su cara. Paula se arrepintió de su arrebato. No era culpa de aquel hombre que ella hubiera echado a perder la oportunidad de hacer que Wakefield entrara en razón. O de que ella fuese tan débil como un gatito. Y tenía que reconocer que él la había ayudado.

—Lo siento —dijo—. Usted se ha portado estupendamente conmigo, de verdad —suspiró—. Es sólo que...

—No se preocupe por eso —la interrumpió él, con la impaciencia reflejada en la voz.

La miró a los ojos y ella se preguntó qué estaría haciendo un hombre como él trabajando para Carlos Wakefield; parecía muy inteligente.

—¿Estará bien si la dejo sola? —Pedro interrumpió los pensamientos de Paula.

—Claro. Sólo tengo que reponerme un poco.

Él asintió con la cabeza y se dio la vuelta, sacando un teléfono móvil de su bolsillo mientras se marchaba andando por el vestíbulo. Estúpidamente, Paula se quedó muy decepcionada de que él le hubiese tomado la palabra. Había insistido en quedarse sola, pero en aquel momento se sentía perdida. En vez de quedarse mirando cómo él se marchaba, cerró los ojos y se planteó cómo iría a volver a su casa. Había ido en autobús, en varios. ¿Llevaría suficiente dinero como para permitirse el lujo de tomar un taxi? Si no, tenía un problema. Estaba demasiado débil como para ir andando hasta la parada del autobús. Suspiró y se acurrucó en los cojines, extremadamente cansada. También le estaba doliendo la cabeza. Pensó que seguramente era por la tensión. Se soltó el pelo; ya no importaba si tenía el aspecto de un animal salvaje. Ya había echado a perder su oportunidad con Wakefield. Se arrimó al borde del diván para levantarse, sin importarle la manera en que la falda se le subió. Abrió los ojos y contuvo la respiración al ver a un hombre de pie delante de ella. Era Alfonso. Por primera vez lo vió bien y lo que vió hizo que se quedara paralizada. Aquel hombre lo tenía todo. Tenía sex appeal. Tenía magnetismo animal... o como se llamara. Tenía algo más que simplemente una buena apariencia física. Algo infinitamente mucho más peligroso. Especialmente cuando la miraba de aquella manera.  Pudo sentir cómo sus partes más femeninas respondían ante la promesa de un hombre como aquél. Y en aquel momento, la mirada de él era una promesa. Su masculinidad y su fuego hicieron que el aire alrededor de ellos echase chispas. A ella se le desbocó el corazón y se quedó sin aliento. Y, de repente, él cambió la expresión de su cara, la endureció.

Paula parpadeó. ¿Se estaría imaginando cosas o había sido real aquella abrasadora mirada? Él la miró firmemente y ella se sintió culpable, como si él hubiese sido capaz de leerle sus locos pensamientos. ¡Sí, seguro! Como si un hombre como él la fuese a mirar de esa manera. Paula Chaves, la mujer menos glamorosa que conocía. Demasiado alta, demasiado rellenita... demasiado franca. Bajó la mirada y observó el vaso vacío que tenía en las manos.

—Paula —dijo él.

Ella miró hacia arriba a regañadientes. Volvió a ocurrirle lo mismo; Sintió un cosquilleo por el cuerpo que la hizo temblar.

—Nos tenemos que marchar. Si me permites que te hable de tu... te voy a llevar a casa.

—¿Y por qué querrías hacer eso? —preguntó, todavía sin aliento.

—Porque soy el hombre que te puede hacer con seguir lo que quieres; la cabeza de Carlos Wakefield en una bandeja.

¿Un príncipe azul que llega para matar al dragón y rescatar a la dama? ¡Sí, sí! Paula se quedó mirándolo, pensando si habría desarrollado un problema de audición. O tal vez él, en vez de agua mineral, le había puesto vodka en el vaso. Una cosa estaba clara... ningún hombre, aparte de su padre, le había ofrecido resolverle sus problemas. Y era lo suficientemente mayor como para saber que no volvería a pasar.

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