martes, 4 de junio de 2019

Eres Irresistible: Capítulo 43

—Tómate esto —dijo Sofía, dando a Paula una infusión—. Te quitará el dolor de cabeza.

—Gracias —dijo Paula, sin querer aclarar a su amiga que lo que le dolía era el corazón.

—Y luego deberías ducharte y meterte en la cama.

—¡Pero Sofi, si es mediodía! —protestó Paula.

—Sí, pero una siesta te hará bien.

Paula se encogió de hombros. Sabía que la única cura para su mal era que Pedro apareciera y le dijera que la amaba y que creía su versión de los hechos. Una hora más tarde, seguía sentada en el sofá de Sofía, que se había ido a comer con sus padres. Quería pasar tiempo a solas para repasar la escena con él, y cada detalle transcurrido desde que había llegado a su rancho dos semanas atrás. Recordó las palabras de odio con las que la había despedido antes de marcharse, y cómo ella había tenido la tentación de esperarlo para intentar explicarse. Pero después se había dado cuenta de que nada de lo que le dijera podría hacerle cambiar de idea. Pedro no la creía. Había conducido hasta la casa de Sofía con la vista nublada por el llanto. Inicialmente había tomado la decisión de no prolongar su estancia en Denver, pero con el paso de las horas se dijo que, puesto que sus caminos no tenían por qué cruzarse, sería mejor quedarse un poco más y esperar a que su corazón empezara a recuperarse.




Pedro sabía que sus hombres lo observaban y que llevaban haciéndolo las dos últimas semanas, pero había decidido actuar como si no lo notara. La razón era obvia. Querían algo que no podía proporcionarles: querían que Paula volviera. Aunque había hablado con Norma antes de que recuperara su puesto en la cocina, su actitud había vuelto a empeorar tras la primera semana. Los trabajadores, como él, no podían evitar comparar lo que tenían con lo que acababan de perder. Una parte de él quería gritarles que por muy buena cocinera que Paula fuera, les había engañado, que no había sido más que una artimaña para obligarle a hacer algo que no quería. Sonó su teléfono y agradeció tener una excusa para levantarse de la mesa. Entró en el salón y contestó tras comprobar la identidad de quién llamaba.

—¿Qué hay, Marcos?

—Me han pedido que te llame y trate de convencerte de que te quites de encima el peso con el que cargas desde hace diez años y que en las dos últimas semanas parece haberse hecho insoportable.

Pedro se pasó la mano por la cara. Era verdad que estaba de mal humor, pero nadie sabía por qué.

—No necesito que me agobies, Marcos.

—Muy bien, pero ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Sí.

—¿La amas?

Pedro no había esperado esa pregunta, pero con Marcos no tenía sentido mentir.

—Sí.

Marcos hizo una pausa antes de decir:

—Puede que inicialmente te engañara, pero tú mismo has dicho que intentó darte una explicación y que le pediste que esperara.

—Sí, pero sólo porque creía que quería hablar de otra cosa.

—¿Y eso importa? Yo no puedo evitar pensar en la mujer que a lo largo de dos semanas se levantó a las cinco de la mañana para cocinar el desayuno y el almuerzo de tus hombres; y que además, los trató con amabilidad y afecto. Si lo piensas, es cierto que podía haberte dejado en la estacada. Y tú mismo has admitido que en las dos semanas que ella ha estado en el rancho, los hombres han trabajado mejor que nunca.

Pedro echó la cabeza hacia atrás.

—¿Qué quieres decir, Marcos?

—Lo mismo que me dijiste tú hace unos meses: que en determinadas circunstancias, debía aprender a ser más flexible y especialmente, si había una mujer de por medio.

—Yo no quiero que Paula forme parte de mi vida.

—¿Estás seguro?

Pedro sólo estaba seguro de que seguía amándola. Tomó aire. En cierto sentido, Marcos tenía razón. No tenía por qué haber hecho el trabajo de cocinera con la dedicación que lo había hecho, o podía haberlo dejado plantado después del primer día. Pero no lo había hecho. Además, le había dicho que lo amaba, pero él no había tenido la oportunidad de decirle que sentía lo mismo por ella. Muy al contrario, la había echado de su casa. ¿Se habría marchado de la ciudad? Esa idea lo obsesionaba.

Aquella tarde seguía sin poder quitársela de la cabeza mientras jugaba una partida de billar con Nicolás. La convicción de que si Paula dejaba la ciudad la perdería para siempre le taladraba la mente, en la misma medida que lo obsesionaba poder decirle que le agradecía lo que había hecho por sus hombres aquellas dos semanas. También era verdad que había sido él quien, temiendo lo peor, le había rogado que retrasaran la conversación que tenían pendiente. Y aunque las intenciones originales de ella hubieran sido deshonestas, lo cierto era que había cumplido y había mejorado la vida de todos los que la rodeaban. Volvió a pensar en la posibilidad de que hubiera dejado la ciudad. La duda se le hizo tan insoportable que le pasó el taco a Nicolás.

—Voy a buscarla —dijo.

Nicolás se limitó a poner los ojos en blanco y a contestar:

—Ya era hora.

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