jueves, 27 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 20

—¿No te parece que son demasiado? ¿Demasiado provocativas? —preguntó Paula, mirando las elegantes sandalias de tacón que se estaba probando, que se anudaban en la pierna.

—Debes de estar de broma —dijo Daniela Montrose—. Lo que quieres es dinamita, cariño, y eso es exactamente lo que tienes ahí.

Paula miró a la elegante estilista personal que la había estado acompañando durante los últimos tres días. Desde que Pedro había telefoneado para anunciar que la estilista llegaría a las nueve para supervisar su transformación.

—¿Bueno? —dijo Daniela, esbozando una sonrisa que en mujeres menos refinadas podría ser de autosatisfacción—. Sabes que te encantan. Simplemente estás siendo obstinada otra vez.

—Si puedo decirlo... —dijo la dependienta— para una noche especial son las sandalias más sensacionales que tenemos. Las tiras centran la atención en la encantadora curva de su pierna.

Paula se miró en el espejo. No se parecían en nada a los zapatos que ella tenía. Pero tenía unos pies bonitos, cosa de la que nunca antes se había percatado, unos tobillos elegantes y sus pantorrillas parecían... femeninas. Se miró una vez más el corte de pelo. ¡Vaya transformación! Todas las horas que había estado en el caro salón de belleza habían merecido la pena. No entendía lo que había hecho con ella el equipo de estilistas. Pero el resultado no se parecía en nada a la indomable mata de pelo que tenía. Sus rizos habían pasado a ser ondas que perfilaban perfectamente su cara. Incluso sus manos parecían distintas, más femeninas, con las uñas elegantemente pintadas. Parpadeó. ¿Era realmente ella la que se reflejaba en el espejo?

—Me las llevaré —dijo en un impulso.

Con Daniela, casi estaba aprendiendo a disfrutar de ir de compras.

—Y también se va a llevar los rojos —dijo ésta.

Paula fue a protestar. Pero Daniela tenía razón. Los zapatos rojos irían perfectos con el conjunto que había comprado hacía un rato. Hasta ella, con su inexperiencia, podía verlo. Incluso se había comprado ropa íntima de seda, seductora y extremadamente decadente. Había insistido en que era innecesario. Pero Daniela había sido muy firme en que necesitaba una transformación completa. Y sabía de lo que estaba hablando. Sentir el delicado tacto de la seda sobre su piel hacía que se sintiera... diferente. Distinta a como había sido siempre. Se sentó para quitarse las sandalias. Eran tan frágiles, tan extravagantes. No como ella.  La invadieron las dudas. ¿Funcionaría aquel plan de Pedro? ¿Podría ella realmente distraer a Wakefield de sus negocios durante el suficiente tiempo como para suponer una trampa? Negó con la cabeza ante aquel pensamiento tan ridículo. Un cambio de ropa no la cambiaría tanto. Ella todavía era esencialmente la misma; no sabía utilizar las artimañas femeninas. Pero entonces levantó la cabeza y vió a la extraña que se reflejaba en el espejo. No parecía ella. La distrajo de sus pensamientos el teléfono móvil de Daniela.

—¡Pedro! —dijo ésta con verdadero entusiasmo.

Paula se puso tensa. Aquello era absurdo, pero sólo saber que era Pedro el que estaba telefoneando era suficiente para desequilibrarla.

—Claro, te la paso —dijo Daniela, acercándole el teléfono a Paula.

—¿Hola? —dijo, dirigiéndose a mirar por la puerta.

—Paula —dijo él con su voz profunda y suave. Ella se estremeció ante la excitación que le recorrió el cuerpo—. ¿Cómo van las compras? ¿Te ha convencido por fin Daniela de que te gastes mi dinero?

Paula miró a Daniela, que estaba hablando con la dependienta. Se preguntó cuánto le habría contado ésta sobre sus negativas a utilizar su tarjeta de crédito.

—Está yendo bien, gracias. Es imposible ir de compras con Daniela sin gastarse una pequeña fortuna.

—Estoy seguro de que cada céntimo que os gastéis merecerá la pena —dijo él en un tono bajito que hizo que a ella se le disparara el pulso—. Tengo muchas ganas de ver el resultado.

—¿Por qué has telefoneado? —preguntó con brusquedad, aunque eso era mejor que dejar entrever lo nerviosa que estaba.

—Para invitarte a salir. ¿Puedes?

Por un momento, Paula se planteó si alguna vez podría ser capaz de contrarrestar el efecto que Pedro Alfonso tenía sobre ella. Sólo con oír su voz se revolvía por dentro.

Venganza: Capítulo 19

—Mi traje no tiene nada de malo.

—Salvo que es dos tallas más grande que tú. Oculta demasiado.

—Quizá yo quiera ocultarme.

Pedro agitó la cabeza y se acercó a ella.

—La mayoría de las mujeres que tienen un cuerpo como el que yo ví anoche lo exhibirían contentas. Estoy seguro de que podrás hacerlo durante unas pocas semanas. Para salvar a tu hermano.

—Pero soy demasiado... —se le apagó la voz ante la mirada de él—. Demasiado alta —terminó de decir de manera poco convincente. De ninguna manera diría lo que realmente pensaba; que también era rellenita.

—Demasiado alta —Pedro se sentó frente a ella y sonrió—. Yo tampoco soy bajo —dijo por fin—. Estaría ridículo con una mujer pequeña del brazo. Las mujeres con las que he estado han sido siempre altas.

—Pero Wakefield es de mi altura —dijo ella, como si realmente importara.

—¿No sabes que muchos hombres fantasean con mujeres altas? Cómprate los zapatos de tacón más altos que encuentres. Le tendrás babeando tras de tí enseguida.

Paula agitó la cabeza, apartando de su mente los ridículos pensamientos que la invadían. Ella vestida como una sexy vampiresa. Si no fuese tan patético, se reiría.

—De todas maneras es todo muy teórico —dijo ella con dureza—. Incluso si pudiera apartar la atención de Wakefield de los negocios durante un tiempo, eso no nos devolverá la empresa.

Pedro se quedó mirándola en silencio durante tanto tiempo, que hizo que ella se preguntara cuánta de la confusión interna que sentía podía él percibir.

—Estás equivocada. He trabajado en esto. Sé lo precaria que realmente es la situación económica de Wakefield. Está en el límite.

Pedro se echó para atrás en la silla y puso un tobillo sobre el otro.

—Tengo un negocio que va a colocarle justo donde quiero. Pensará que es la oportunidad de su vida para tomarme por sorpresa. Y cuando reaccione, cuando trate de superarme haciéndose con otra compañía, forzará las cosas demasiado. Y será entonces cuando me haga con él y exija el pago inmediato de algunas de sus deudas.

La cara de Pedro brilló al pensar en aquella satisfacción. Su sonrisa parecía malévola y Paula experimentó una breve sacudida de simpatía por su enemigo. Pedro Alfonso no mostraría ningún tipo de compasión hacia el hombre que había hecho daño a su mujer.

—El momento es perfecto —continuó diciendo—. Con tu ayuda le podremos dar a Wakefield donde le duele más; en su amor propio y en su bolsillo. Si me ayudas, tu hermano y tú recuperarán su empresa y se librarán de la deuda que tienen con él.

Hacía que pareciera fácil. Muy fácil. Y ella sabía que nada era tan simple.  Miró al hombre que se había apoderado de su vida en menos de un día. Ella no era la clase de mujer por la que los hombres se vuelven locos. Ni siquiera había tenido un novio formal.

—Lo siento —dijo por fin—. Esto no va a funcionar.


Horas después todavía le resonaba en los oídos lo que le había dicho Pedro Alfonso. Su presencia la perseguía. Anduvo por su dormitorio; estaba demasiado despierta para dormir. No sabía cómo salir de aquel embrollo. Se detuvo delante del espejo que había detrás de la puerta. Le llamó la atención su vergonzosa mata de pelo con rizos. Debería cortárselo. Los espejos nunca habían sido su objeto favorito. No desde que cumplió trece años y, sin tener mucha confianza en sí misma, desarrolló unas curvas femeninas antes que las otras chicas. Miró su camisón de seda. Se planteó cómo la habría visto Ronan la noche anterior. Él tenía razón. Las curvas de sus pechos y caderas todavía estaban ahí. Pero eran más armoniosas de lo que fueron en el pasado. ¡Uno de los beneficios de estar en rehabilitación! Dieta ligera y ejercicio para lograr que sus piernas funcionaran de nuevo.

El teléfono sonó y ella frunció el ceño. ¿Quién llamaría tan tarde? Quince minutos después colgó, sintiéndose aturdida. Ver que podían perder la empresa había hecho que Seb entrara en razón. Había trabajado noche y día, tratando de encontrar una manera de hacer que Wakefield no se quedara con la empresa. Había madurado, dándose cuenta de la responsabilidad que tenía con su familia y con sus empleados. Pero claramente las noticias de aquel día le habían puesto nervioso. Se sentó, inmóvil, planteándose qué podía hacer. Miró la tarjeta de Pedro, que había insistido en darle su número de teléfono personal en caso de que cambiara de opinión. Respiró despacio. ¿Había cambiado de idea? No importaba si lo había hecho o no. No con las noticias que le había dado Gonzalo de que no eran los únicos que habían perdido la herencia. No sabiendo que Mariana estaba embarazada. Sabía lo que habría hecho su padre; lo que fuera por asegurar la empresa para la nueva generación. Afrontó la realidad. Sólo tenían una oportunidad para recuperar lo que les pertenecía. Tomó el teléfono, negándose a pararse a pensar en lo que estaba haciendo.

—Alfonso —respondió él inmediatamente, con una voz que aun en la distancia hacía que el deseo se apoderara de ella.

Sabía que se iba a arrepentir de aquello. Pero no podía permitirse el lujo de elegir.


—Soy yo —susurró ella—. Paula Chaves. He cambiado de idea.

Venganza: Capítulo 18

No podía permitirse ese lujo. Estaban hablando sobre la vida de Laura. No podía correr el riesgo.

—Wakefield le hizo daño a unas personas que me importan. Les hizo mucho daño —hizo una pausa—. Y no quiero que se lo vuelva a hacer.

—No soy cotilla —dijo ella como si nada—. Pero si hay más cosas que deba saber sobre Carlos Wakefield me gustaría oírlas. Prefiero estar prevenida.

El sentimiento de culpabilidad se apoderó de él. Si le hubiese advertido a Laura... Al mirar a Paula, sintió que se apoderaba de él un sentimiento de protección muy fuerte.

—No te puedo dar los detalles. No es mi historia. Pero te puedo decir que tengas cuidado, porque Wakefield utilizará cualquier táctica para conseguir lo que quiere. Y lo que le pasó a mi... amiga fue adrede. La única razón por la que fue a por ella fue porque estaba relacionada conmigo.

Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón.

—Suena melodramático, pero lo que empezó como una rivalidad entre colegiales se ha convertido en una peligrosa obsesión. Wakefield tiene la fijación de vencerme de la manera que sea.

—Ya... veo. ¿Pero cuál es mi papel en todo eso?

—La reputación de Wakefield como mujeriego es bien merecida —dijo Ronan bruscamente—. Y ésa es su debilidad. Una de las pocas cosas que le puede distraer de hacer dinero.

Ella asintió con la cabeza. La reputación que tenía Wakefield de casanova era conocida por todo el mundo.

—Durante los últimos años, ha tomado un particular interés por las mujeres con las que yo me he relacionado sentimentalmente. De vez en cuando incluso ha salido con ellas tras hacerlo yo. Ha ocurrido demasiadas veces como para que sea una coincidencia. Unas pocas incluso se han quejado de que él fue demasiado persistente, llegando incluso casi a acecharlas.

La confusión que sentía Paula se puso de manifiesto en la manera como fruncía el ceño.

—El interés que tiene en ellas, como el nuevo interés que está mostrando por los transportes, me dice que la vieja rivalidad que teníamos sigue viva en su mente. ¡Es tan predecible!

Miró a Paula. Aquel saco que llevaba por vestido insinuaba sus curvas, haciéndola parecer una tentación escondida bajo un hábito de monja. La necesitaba. Mucho. Pero tenía que andarse con cuidado.

Paula se quedó mirando aquellos hombros anchos que se encorvaron, como para combatir el frío... o la presión de aquellos dolorosos recuerdos.  Aquella historia sobre rivalidad y celos era tan rocambolesca! Apenas se la podía creer. En cualquier otra circunstancia, no lo hubiese creído. Pero tenía la evidencia del tormento de Pedro Alfonso para convencerla. Nadie era tan buen actor. Su dolor era tan intenso, tan crudo que emanaba de él en oleadas. Y el odio que reflejaban sus ojos cuando había culpado a Wakefield de todo aquello había sido verdadero. La enorme angustia que denotaba su mirada dejaba claro que aquella mujer debía haber sido su amante, no sólo una amiga.

—Está destruyendo a gente —dijo por fin Pedro—. Pero yo soy su verdadero objetivo, así que soy yo el que tengo que detenerlo. Wakefield tomará nota si cree que eres mía.

El calor se apoderó de Paula, desde sus mejillas hasta mucho, mucho más abajo...

—Su instinto competitivo no le dejará descansar. Tratará de que seas suya. Y mientras te está persiguiendo no estará concentrado en sus negocios.

—¡Pero él me miró como si yo acabara de salir de debajo de una piedra! De ninguna manera me perseguirá.

—Te infravaloras —le aseguró él—. Así como también infravaloras su egocentrismo. Él piensa que puede conseguir a cualquier mujer que quiera. Cuanto más difícil sea, más importante es para él conseguirla.

—No viste cómo me miraba. Le avergoncé en su fiesta. ¡Nunca me verá como una posible conquista!

—Conozco a Wakefield —dijo él con toda confianza—. Si cree que eres mía, tratará de seducirte de todas las maneras. Tu enfrentamiento con él no importará si piensa que hay una oportunidad de quedar por encima de mí.

Paula agitó la cabeza. Se preguntó por qué no podía Pedro ver lo que tenía delante de sus narices. Estaba tan cegado con su afán de venganza que estaba ciego ante lo que era obvio.

—Necesitas a alguien glamoroso —dijo ella, ignorando su ultrajado orgullo—. Necesitas a alguien que tenga el aspecto de ser tu amante.

—¿Y tú no lo tienes?

Paula apretó los labios, decidida a no contestar.

—¿Y si te digo que estás equivocada? ¿Que me gustan las mujeres con fuego y pasión, que defienden lo que creen sin importarles las consecuencias?

A Paula se le detuvo el corazón durante un segundo. ¡Deseaba tanto creerle! Pero ella vivía en el mundo real. Aquello no funcionaría.

—Yo no tengo el aspecto de la amante de nadie —repitió.

—Ropa —dijo él, quitándole importancia—. Eso lo arreglaremos pronto. Necesitas algo sensacional. No ese traje que llevabas anoche.

Venganza: Capítulo 17

—Necesito una diversión con la que se entretenga mientras yo preparo la trampa —la miró a los ojos—. Y ahí es donde entras tú.

—Todavía no entiendo.

—Tú eres perfecta —aclaró él—. Tienes una razón para odiar a Wakefield, así que no caerás rendida ante sus encantos.

—¿Encantos? —dijo ella, asombrada—. Esa culebra tiene tanto encanto como un recaudador de impuestos.

—Le estás juzgando con el beneficio de lo que sabes de él. Es guapo y rico. Y, créeme, puede convencer a la mayoría de las mujeres de que es el hombre de sus sueños.

—Precisamente por eso es por lo que te necesito.

Paula, perpleja, se echó para delante en la silla. Miró fijamente a Pedro, quien se sintió invadido por una llamarada por dentro. Ella era como una diosa seductora, escondiéndose bajo aquellas ropas poco atractivas. Pero no podía ocultar la pasión, la voluptuosa feminidad que él había descubierto en ella. No había sido capaz de conciliar el sueño aquella madrugada pensando en su boca. Y aquel cuerpo... Estaba muy tentado de olvidarse del sentido común y echarse sobre ella en aquel momento. Deseaba acariciarle las mejillas y besarla de manera apasionada. Pero aquello sería un error. Se contentó pensando que pronto sería posible. Tenía planes para Paula. Planes que no tenía intención de revelar en aquel momento. Mientras tanto, había mucho que hacer. No le gustaba compartir sus sentimientos ni hablar sobre el pasado. Pero tenía que hacerlo si quería convencerla.

—Wakefield es peligroso —dijo—. Ha hecho daño a demasiada gente y hay que detenerle antes de que destroce más vidas.

Hizo una pausa, pensando en lo que era necesario contar.

—Nos conocimos en el internado —continuó finalmente—. El padre y el abuelo de Wakefield eran ex alumnos del mismo colegio. Pero yo era el hijo de un empresario; mi padre comenzó de la nada. Para Wakefield, eso nos hacía inferiores a ellos, pero yo estaba orgulloso de mi padre. Todavía lo estoy.

Pedro pudo observar cómo en la expresión de Paula se reflejaba la comprensión.

—Wakefield nunca me aceptó y yo nunca me doblegué ante él. Trató de convertir el colegio en un infierno para mí, pero yo me negué a marcharme. Una vez incluso trató de darme una paliza, pero no lo logró.

Pudo observar cómo Paula tenía la sorpresa reflejada en los ojos y algo más que no pudo identificar. ¿Desagrado?

—Tras aquello, fuimos rivales en todo; en los estudios, en los deportes, en lo que fuera —hizo una pausa, recordando los métodos brutales que empleaba Wakefield... hacía lo que fuese para ganar. Había sido un joven matón y no había mejorado con los años—. Y en nuestro último año, hubo una chica.

—¿Tu chica? —interrumpió Paula.

—No, la suya. Él rompió con ella. Ella fue la que sufrió, no él. El estaba demasiado ocupado fanfarroneando por ahí...

Pedro observó que de nuevo Paula entendía y se hacía una idea de lo que pasó.

—El hermano de ella era compañero mío. Pero Carlos decidió que había algo entre ella y yo. Él no quería estar con ella, pero tampoco quería que yo lo estuviese. Y me advirtió de ello. Pero cuando lo ignoré se volvió peligroso. No nos podía hacer daño ni a ella ni a mí, pero estaba su hermano. Lo encontraron una noche; le habían dado una paliza y estaba sangrando. Dijo que no había reconocido a su atacante. Pero Wakefield se aseguró de que yo supiera que él lo había hecho. Cuando no había ningún testigo alrededor, desde luego.

—¡Estás bromeando! —gritó Paula ahogadamente—. Debía de estar loco.

—Se desquicia cuando le llevan la contraria —Pedro pensó que era un pena que al mal nacido no le hubiesen forzado a recibir ayuda profesional hacía años.

Quizá eso hubiese ayudado a que no hubiese hecho tanto daño a personas inocentes. El silencio se apoderó de la habitación mientras ella asimilaba lo que él había contado.

—Hasta hace poco no habíamos tenido mucho contacto —explicó Pedro—. Pero últimamente, por una serie de razones, le estoy vigilando. Incluso he asistido a varias de sus recepciones. Nuestros intereses comerciales están en diferentes esferas. O por lo menos lo estaban. Durante los últimos doce meses él ha estado pisándome los talones, tratando de expandir sus negocios a la industria del transporte.

Paula frunció el ceño al darse cuenta del significado de sus palabras. Él había tenido razón.

—Tú has creado la conexión —asintió él con la cabeza—. No es una coincidencia que quiera quedarse con su empresa. Le gustaría convertirse en un serio competidor.

—¿Y eso te molesta? —preguntó ella, arqueando las cejas.

—Déjale que lo intente. Me fascinará ver cómo se las arregla en otro campo que no sea el inmobiliario.

—Hay algo más, ¿No es así? —preguntó Paula, frunciendo el ceño de nuevo.

Pedro dudó si revelarle toda la verdad. No sabía si podía hacerlo, ya que en el fondo ella era una extraña. Se quedó mirándola, frunciendo el ceño, preguntándose si sería tan inocente como parecía. Su instinto le incitaba a confiar en ella. Pero... y si se equivocaba... No.

martes, 25 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 16

Paula se echó para atrás como si la hubiesen abofeteado. ¿A qué estaba jugando Pedro? Él la miró con arrogancia. Por un momento, ella dudó si le habría oído bien. Entonces, apartó su silla. Pero la manera en la que él estaba allí sentado, tranquilo y sereno, le provocó. En vez de levantarse de la silla se acercó a él por encima de la mesa, consumiéndose por la furia y el dolor. Quizá había hecho el ridículo cuando él la besó, pero no se merecía aquello.

—Si ésa es la forma que tienes de ser gracioso, a mí no me hace gracia.

Pedro no respondió. Sólo la miró fijamente, examinándola como si fuera un escarabajo bajo un microscopio.

—Y si es una alusión a lo que pasó anoche... —apartó de su mente los recuerdos del cuerpo de él sobre el suyo, de sus persuasivos labios— puedes estar seguro de que no volverá a ocurrir.

—Esto no tiene nada que ver con lo que pasó anoche, Paula, aunque fue maravilloso —dijo él, empleando un tono muy seductor.

Ella se estremeció de placer, alimentando su enfado.

—Mi propuesta es poco convencional, pero funcionará. Te devolveré tu compañía... si cooperas conmigo.

—¡Sí, seguro! Siendo tú amante. ¡Me lo puedo imaginar!

—¿Por qué no? —Pedro se acercó a ella por encima de la mesa. Sus caras estaban muy juntas.

Furiosa, Paula sintió cómo reaccionaba su cuerpo ante él; un cosquilleo le invadió el cuerpo, así como una llamarada de calor. Se despreciaba a sí misma por aquello.

—¿Tu novio se opondría? ¿Es ése el problema?

Paula se dispuso a marcharse, pero él la tomó por la mano, impidiéndoselo.

—Suéltame —gruñó ella.

—En un momento. Cuando me digas por qué no funcionaría —Pedro hizo una pausa, analizando la cara de ella—. ¿Es porque hay algún hombre en tu vida? ¿Un amante?

Paula negó con la cabeza.

—¿Entonces cuál es el problema?

-Lo primero... —espetó ella— es que tu vida sexual no tiene nada que ver con Carlos Wakefield y no me va a devolver la empresa. Y segundo... ¡Es tan ridículo!

—¿Por qué es ridículo?

—Ya he tenido suficiente. Suéltame.

—Cuando me lo expliques.

Paula trató de soltarse, pero él se lo impidió.

—Yo no estoy hecha para ser la amante de nadie. Cualquiera puede verlo —dijo ella.

—Todo lo contrario —aclaró él en un tono sensual que hizo que ella se estremeciera—. Yo sí que te veo como mi amante.

Paula aguantó la respiración al pensar en lo que él proponía. Aquel hombre y ella. Teniendo intimidad. Algo dentro de ella se derritió cuando pensó en ello. Sus pezones se endurecieron y le invadió el calor.

—Siento no haberlo dejado claro, Paula —dijo él suavemente—. Debería haber dicho fingir que eres mi amante.

¿Fingir? Ella se quedó mirándolo, tratando de entender aquello.

—Si podemos convencer a Wakefield de que tenemos una relación... — murmuró él— se crearía la oportunidad que necesito. Contigo como cebo, puedo atraerlo hasta tal punto que devolverles su empresa sea la menor de sus preocupaciones.

Estaba hablando en serio. Paula se quedó atónita. Lo que estaba sugiriendo él era de muy mal gusto. Agitó la cabeza.

—Yo no sería convincente —no lo sería si tenía que hacer el papel de mujer fatal. Aquella idea era ridícula—. Sea lo que sea lo que tienes en mente, no funcionará.

—Pues claro que funcionará. ¿No puedes confiar en mí? ¿Ni siquiera un poco?

Paula trató de calmarse. Lo que importaba era salvar la compañía de su familia.

—No confío en tí —dijo, sorprendida por lo calmada que parecía su voz—. Pero te escucharé.

—Bien —dijo él, soltándole la mano, ante lo que ella, consternada, echó de menos su calidez—. Iremos a algún lugar más privado para hablar sobre ello —dijo, levantándose y tomándola por debajo del codo.

Con sólo ese gesto logró que ella se estremeciera.

—Me ibas a explicar lo que tienes en mente —le recordó Paula cuando se sentaron en el salón de su casa. Él centró su atención en ella.

—Hace algún tiempo decidí que iba a actuar contra Wakefield —dijo Pedro desapasionadamente—. Durante el último año, no ha sabido aprovechar bien las oportunidades que se le han presentado y eso, a pesar de su fortuna, lo hace vulnerable. Y sufrir una gran pérdida en el momento oportuno le dejaría desesperado.

Esbozó una sonrisa de depredador que asustó a Paula.

Venganza: Capítulo 15

—¡Vaya mal nacido!

—Exactamente.

Paula miró su plato y vió lo que quedaba de comida, que se había quedado fría. Se estremeció y lo apartó. ¡Si todo aquello hubiese sido un mal sueño!

—Pero la compañía es de ambos. Tu hermano no podía firmar algo que no era sólo suyo.

—¿Y qué podía haber hecho yo? —exigió saber ella, furiosa—. ¿Ver cómo él sufría con una deuda que nunca sería capaz de pagar? ¿Tenerlo en la lista negra por bancarrota?

Paula sentía cansancio en cada hueso de su cuerpo. Estaba a punto de dejar de luchar... y eso la asustaba.

—Mi hermano apostó la empresa y otras cosas. Wakefield no aceptará ninguna alternativa.

—¿Así que vas a vender la casa de tu familia para ayudar?

—¿Cómo lo...?

—Te llevé en coche hasta tu casa ayer por la noche, ¿Te acuerdas? Había un gran cartel que lo indicaba —hizo una pausa—. ¿Dónde vivirás cuando se venda la casa?

Paula se quedó mirándolo. Se preguntó qué le importaba a él dónde iba a vivir ella.

—Me preocuparé por eso cuando llegue el momento. Dijiste que sabías qué podíamos hacer para quedarnos con la compañía —provocó ella, esperando que él respondiera con evasivas.

Pero en vez de eso, Pedro la miró a los ojos y esbozó una leve sonrisa.

—Tienes un plan, ¿No es así? —dijo ella, que comenzó a sentirse más animada.

—Es poco convencional.

Ella se preguntó qué querría decir aquello.

—¿Es ilegal? ¿Es eso? —preguntó con recelo.

—No. Quizá sea creativo en lo que a los negocios se refiere, pero siempre me muevo en el lado legal de las cosas.

Paula se preguntó por qué se estaría él molestando en todo aquello. Volvió a sentir desconfianza. Sabía a qué atenerse con Wakefield, que era un mujeriego, un canalla y un estafador. ¿Pero Pedro Alfonso? Sabía que era rico, innovador e inteligente. La noche anterior se había dado cuenta de que era sorprendentemente atento para ser tan rico como era. Su dura expresión escondía una apasionada e increíblemente sensual naturaleza. También se había dado cuenta de que besaba con la pericia e implacable erotismo de un ángel caído.

—¿Por qué te estás involucrando en todo esto? —preguntó entrecortadamente.

Él volvió a esbozar aquella sonrisita que hacía que a ella le diera un vuelco el corazón. Se acercó a ella. Su aroma la invadió... limpio, masculino y provocativo.

—Tu hermano y tú no son los únicos que sufrís por estar en las manos de Wakefield.

Mantuvo silencio durante un momento, como eligiendo lo que iba a decir.

—Puede ser peligroso cuando quiere algo y los resultados pueden ser desastrosos.

Paula observó cómo la emoción se reflejaba en los ojos de Pedro. Creía que era dolor.

—Así que quieres vengarte —dijo ella.

—Tal vez —respondió él—. Pero, lo más importante, quiero que Wakefield esté tan ocupado trabajando para mantener su cabeza fuera del agua, que no tenga tiempo para destruir a nadie más.

Destruir. Era una palabra fuerte. Pero exactamente era eso lo que Wakefield estaba haciendo. Destruyendo el futuro de Gonzalo y el suyo. Robando lo que su padre había ganado trabajando duro.

—¿Qué tienes en mente?

—Sólo funcionaría si cooperaras —advirtió él.

—Así que nos necesitas a mi hermano y a mí.

—No —dijo él, sin levantar la voz pero enfáticamente—. No necesito a tu hermano. Sólo a tí.

A Paula aquello la alteró... olía a peligro. Pero no se podía echar atrás.

—¿Qué tengo que hacer?

—Quiero que te conviertas en mi amante.

Venganza: Capítulo 14


Aunque aquello supusiera destruir la empresa. Nunca se recuperarían financieramente.

—Pero ahora ya nunca accederá a ello. No después de lo que le dije —Paula se estremeció. Se le revolvió el estómago al recordar el desastre de la noche anterior.

—Ve más despacio, Paula —Pedro le acarició la mano tranquilizadoramente.Ella sintió un cosquilleo por su piel. Pero sabía que aquello no significaba nada para él—. Cuéntame qué pasó.

Paula esbozó una mueca con la boca al pensar en dejar al descubierto la ingenua estupidez de su hermano ante aquel hombre. Trató de apartar su mano, pero él no se lo permitía.

—Cuéntame —insistió él.

Paula miró la mano de él sobre la suya y sintió cómo el calor le invadía todo el cuerpo.

—Mi padre quería que Gonza tomara las riendas de la empresa —dijo por fin.

Ella alzó la mirada y vió que él estaba mirándola muy de cerca... tan de cerca, que ella no se podía concentrar en nada más que no fuera él. De nuevo se le aceleró el corazón. Le miró los labios, que parecían esculpidos. La envolvió el deseo... ¡Tenía que concentrarse!

—Yo soy contable. Trabajo en el equipo financiero de la empresa y soy una de las directoras de la compañía —no tenía que decirle que durante el último año más o menos había estado dirigiendo la empresa junto con su padre—. Mi padre murió hace unos meses en un accidente de tráfico.

El tono de voz de Paula no dejaba entrever ninguna sensación, pero él le apretó aún más la mano para transmitirle calidez. Se había quedado fría.

—Y tú resultaste herida en el mismo accidente —no era una pregunta—. Dime, ¿Hace cuánto que saliste del hospital?

—Eso no tiene importancia.

—Me gustaría saberlo —dijo él con suavidad, acariciándole los nudillos con su dedo pulgar.

Aquel pequeño movimiento hizo que ella sintiera una ola de seducción que le subía por la mano hasta el brazo. Algunas de sus débiles defensas se quebraron.

—Hace dos semanas salí de rehabilitación. Y puedo cuidar de mí misma. He cuidado de mi padre y de Gonza desde que tenía trece años.

—¿Y ahora quién está cuidando de tí?

Furiosa, apartó su mano de la de él. En esa ocasión, Pedro le permitió hacerlo.

—Estoy perfectamente bien sola. Gonza no puede estar siempre a mi entera disposición. Tiene una esposa.

—¿Se ha casado con veintiún años?

Pedro debía de tener una memoria sensacional para acordarse de aquel detalle. 

—Estaban enamorados —y, según le había asegurado su padre, casarse con Mariana era lo que Gonzalo necesitaba para sentar la cabeza—. Pero no veo por qué necesitas saber todo esto.

—Porque me gusta saber en lo que me voy a meter —respondió él, con una expresión seria—. Entonces... tu hermano y tú ahora son  los dueños de la compañía.


—¿Y...?

—Mi padre había fallecido y yo estaba en el hospital —Paula se sintió de repente muy cansada—. Mi hermano estaba ansioso por hacerlo lo mejor que pudiese. Quería probarse a sí mismo.

Nunca se había dado cuenta de lo mucho que Gonzalo quería llegar a ser como su padre.

—Incluso antes del accidente él había estado trabajando en algunos planes para expandir la empresa. Había creado algunos contactos nuevos y había hablado de que le prestaran dinero mientras el mercado estaba bien. Era un buen plan... si lo hubiese hecho bien.

—Pero no lo hizo —afirmó Pedro.

Ella agitó la cabeza, sintiendo de nuevo esa sensación de angustia por las náuseas que le causaba la gran estupidez de su hermano.

—Algunos de sus nuevos contactos de negocios resultaron ser muy ricos. Se celebraron varias fiestas que duraban todo el fin de semana para hacer grandes apuestas. A Gonzalo lo invitaron a algunas.

Todavía no entendía cómo su hermano, con lo guapo y ambicioso que era, se había relacionado con ese tipo de personas.

—Carlos Wakefield fue el anfitrión de una fiesta para apostar sobre carreras de caballos —continuó—. Mariana estaba fuera, así que Gonza fue solo. Apostó hasta que perdió todo lo que pudo. Pero entonces Wakefield le persuadió para que se quedara más tiempo. Después, cuando Gonzalo ya había bebido demasiado, Wakefield mencionó lo fácil que sería conseguir el dinero para la expansión si ganaba.

Paula respiró profundamente y prosiguió hablando.

—Gonzalo sabía que no le quedaba dinero para apostar, pero Wakefield le aseguró que no pasaba nada. Dijo algo sobre acuerdos entre caballeros.

 ¡Y en el estado de embriaguez en el que estaba, Gonzalo  le había creído!

—Mi hermano perdió. Y al día siguiente Wakefield le dijo que había puesto a la empresa como garantía. Que lo había firmado.

—¿Era seguro que era su firma? —Pedro se acercó a ella, el único gesto que mostró de animación.

—Oh, sí. Era la suya —dijo con amargura—. Wakefield no dejó escapar ningún detalle. Resultó que uno de sus abogados estaba allí y lo presenció todo. El documento es legal... lo hemos comprobado. Y Wakefield tenía testigos que pueden testificar que Gonza sabía lo que estaba haciendo cuando firmó el documento. 

Venganza: Capítulo 13

—¿Cómo te encuentras hoy, Paula?

—Mucho mejor, gracias —cuanto antes dejaran el asunto de su salud apartado, mejor—. ¿Has dicho que tenías una proposición que hacerme?

—¿No necesitas hoy las muletas?

—No —Paula lo miró, pero la expresión de éste no reflejaba más que educación. Respiró profundamente, recordándose que aquel hombre podría ayudarles—. Ya casi no necesito las muletas —él fue a decir algo, pero ella se apresuró a seguir hablando; no quería hablar sobre sus heridas—. Me sorprendió tu llamada. No entiendo qué puedes hacer para ayudamos.

Pedro levantó una ceja, recordándole el inmenso poder que tenía. Si él se dignaba a ayudarles, quizá las cosas podrían funcionar.

—Ten un poco de fe, Paula. Y mientras tanto... —Pedro miró a la camarera, que apareció detrás de ellos— pidamos la comida.

Paula se dió cuenta de que no había quien hiciese cambiar de opinión a Pedro. Era un hombre acostumbrado a hacer lo que quería. La había invitado a comer... y eso harían. Le costó seguir allí tranquila y fingir que aquello era normal. Él, por un lado, estaba muy relajado. Era el perfecto anfitrión. Sacó temas de conversación y contó algunas anécdotas que la hicieron reír a pesar de la tensión que sentía. Cuando les llevaron los mariscos, Paula se dió cuenta de que estaba hambrienta. La noche anterior había estado demasiado nerviosa como para comer y por la mañana sólo había tomado un té y una tostada.

—Bon appetit —murmuró él, levantando su copa de vino hacia ella.

Ella respondió automáticamente, pensando por un momento que quizá hubiese otra razón por la que él la había invitado a comer.

—Por el éxito de nuestro plan —brindó él.

—Por una segunda oportunidad —corrigió ella.

El vino blanco estaba frío y le calmó la garganta, que tenía muy seca, cuando bebió un sorbo. Bebió otro sorbo y casi suspiró de alivio cuando Pedro Alfonso puso su vaso sobre la mesa y miró su plato. De repente, la tensión que se había apoderado de ella se disipó. Luchando contra las ganas de mirarlo, centró su atención en la comida. Antes o después, él explicaría su brillante idea.

—He estado investigando un poco desde que te dejé en tu casa —dijo finalmente él—. Y conozco un poco de tu situación.

Pedro tenía toda la atención de Paula.

—Pero necesito saber más.

—Dijiste que sabías cómo podíamos recuperar la empresa.

Él asintió con la cabeza.

—Te lo explicaré cuando llegue su momento. Primero quiero asegurarme de que entiendo las circunstancias completamente. Mis contactos sólo me pudieron dar un poco de información ayer por la noche.

—¿Los llamaste ayer por la noche? —Paula recordó que cuando la había dejado era casi medianoche.

—No sólo se trabaja de nueve a cinco —dijo él, como si medianoche fuese una hora perfectamente razonable para telefonear a contactos financieros.

—¿Qué es lo que sabes?

—Que nuestro amigo Wakefield está en el proceso de adquirir otra compañía. Una compañía de transportes de tamaño mediano que es bastante rentable —dijo, mirándola a los ojos—. La compañía se llama Paula. Y es propiedad de una familia llamada Chaves.

—Así es —dijo ella rotundamente—. Mi padre creó la empresa de la nada. Pero ahora somos mi hermano Gonzalo y yo los dueños —respiró profundamente—. O lo éramos...

—Hasta que apareció Carlos Wakefield en escena —dijo él.

A Paula le pareció percibir compasión en su tono de voz, cosa que no necesitaba. Necesitaba acción.

—Gonza le debe a Wakefield mucho dinero —dijo bruscamente—. La compañía era la garantía que puso mi hermano. Wakefield exige que paguemos todo lo que se le debe. Inmediatamente. Legalmente él tiene razón —Paula tragó saliva para tratar de quitarse el amargo sabor a injusticia que tenía—. Gonza ha tratado de conseguir el dinero por todos los medios, pero no puede conseguir tanto.

—Así que Wakefield se queda con la empresa.

—No veo nada que tú puedas hacer —espetó—. Pensé que si hablaba con Wakefield podría ser capaz de persuadirle para que nos diera más tiempo. Podríamos pedir un préstamo... vender algunos de los activos de la empresa.

jueves, 20 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 12

Pedro se echó para atrás en su silla y dirigió su mirada hacia la entrada del restaurante. Había llegado antes de lo previsto. Deliberadamente. Sonrió, saboreando la importante negociación que iba a realizar. Paula Chaves. No tenía ninguna duda de que sería obstinada. Y crítica. Sintió un cosquilleo en el estómago. Inmediatamente reconoció lo que era; nervios por lo que iba a pasar. Lo había sentido la noche anterior y aquella misma mañana, cuando se había despertado y se había quedado tumbado pensando en Paula. Había sido tan apasionada, le había respondido de tal manera... que él tenía ganas de más. Había tenido que utilizar toda su fuerza de voluntad para apartarse de ella. Incluso en aquel momento, al recordar la generosa sensualidad de ella, casi le dolía el sexo. Pero no había sido el momento. No debía haber dejado que las cosas llegaran así de lejos tan rápidamente.

Esperaría a que llegara el momento oportuno. Paula merecía la pena. Cuando había hablado por teléfono ese mismo día para quedar para comer, había notado en la voz de ella que no quería verlo. Quizá estaba avergonzada por la manera como le había respondido. Las mujeres tenían algunas ideas muy raras. ¿O habría otra razón? A pesar de todo lo que había aprendido sobre ella, Paula Chaves seguía siendo un enigma. Tenía seguridad en sí misma y era sumamente apasionada. Pero había algo extraño en ella. Cuando se besaron, por un instante ella pareció asustada, poco dispuesta. Parecía... insegura, incluso patosa, como si no supiera de aquello. Agitó su cabeza al pensar en lo absurdo que era aquello. Después de unos segundos lo había besado con un fervor que hizo que todo él se revolucionara. Realmente era muy sexy. Sabía que ella recelaba de verlo, pero a la vez estaba desesperada. Y la desesperación ganaba a la cautela. Él contaba con eso.

Algo que se movió en la calle llamó su atención. Se enderezó al verla venir por una de las avenidas. Iba sin muletas. Andaba despacio pero a un ritmo constante. Iba peinada para atrás con una trenza. Y llevaba... ¿qué era aquello? Era como una especie de túnica, dos tallas más grande que la que debería usar ella y diseñada para una mujer de mediana edad. Pedro frunció el ceño, preguntándose qué mensaje se suponía que debía darle aquella ropa. ¿Que mantuviese las manos quietas?  Sonrió y pensó que ya era demasiado tarde para eso. Al verla acercarse su cuerpo reaccionó, el deseo le ardía por dentro. Seguramente Paula no se había dado cuenta de que aquel saco se transparentaba cuando se miraba a contraluz. Se le aceleró el pulso. Aquel camuflaje sólo hacía aumentar el erotismo de aquella mujer. Sabía de primera mano que tesoro trataba de esconder. Disfrutó viéndola acercarse hacia él. Pero cuando ella llegó al restaurante, él se echó para atrás en la silla y esbozó una fría expresión en su cara.

Paula se detuvo en la sombra para respirar profundamente. Parecía que Pedro Alfonso estaba muy seguro de que tenía la solución a sus problemas. Pero en realidad lo seguro era que no había solución. No después de la manera como ella había estropeado todo con Wakefield. Se preguntó cómo podría mirar a la cara a Pedro tras el desastre de la noche anterior. Se acaloró con sólo recordar lo que había pasado. Su orgullo insistía en que ignorara aquella cita. Pero las obligaciones familiares le dictaban que tenía que acudir. La tentación de darse la vuelta y salir corriendo era grande. Su conciencia le decía que le traería problemas. Pero no tenía más opción. Se reuniría con el mismo diablo si hubiese alguna posibilidad de sacar a su hermano del lío en el que se encontraba. Tendría que fingir que lo que había pasado en su dormitorio no había ocurrido. Después de todo, sólo había sido un beso. Una experiencia sensual y catastrófica para ella. Pero para él probablemente no significaría nada. Abrió la puerta del restaurante y se quedó allí de pie. Cuando lo vió, Sintió cómo el calor se apoderaba de ella e hizo que se quedara allí de pie. Cuando él la miró a los ojos, algo parecido a la excitación le recorrió la espina dorsal. ¿O era aprensión?

Una camarera la llevó hasta la mesa. Pedro Alfonso se levantó. Le tendió la mano como si aquello fuese otra de sus reuniones de negocios, como si no la hubiese abrazado la noche anterior ni la hubiese besado hasta que ella perdió el control. Se ruborizó cuando él tomó su mano. De alguna manera, la forma en que lo hizo parecía íntima. Él era tan atractivo como ella recordaba. Parecía un modelo de portada de revista.

—Paula, me alegra que hayas podido venir —murmuró con un tono de voz bajo que hizo que ella se estremeciera.

—Señor Alfonso —dijo ella, recordándose a sí misma que aquello eran negocios. Si fingía que nada había pasado entre ambos, él tendría que seguirle la corriente—. Es muy amable por su parte haber encontrado un hueco para mí.

Pedro sonrió abiertamente, con la diversión que sentía reflejada en la cara.

—No hay necesidad de que seas tan formal —dijo, apretándole la mano. Ella se quedó sin aliento—. Llámame Pedro.

—Gracias —dijo ella, asintiendo con la cabeza mientras apartaba la mano.

Se sentó en la silla que sujetaba él y colocó el bolso a su lado. Cuando se dió la vuelta para mirarlo, Pedro estaba echado para atrás en su silla, mirándola perezosamente. Aquella indolencia enfadó a Paula. Por mucho que todo aquello fuese divertido para él, por muy tonta que ella hubiese sido derritiéndose en sus brazos, aquella reunión era importante. Su futuro y el de Gonzalo dependían de ella.

Venganza: Capítulo 11

Los labios de Pedro estaban calientes, eran fuertes y exigentes. Cuando la tocaron, Paula desistió de cualquier intento de resistirse. De repente, lo supo con toda certeza; aquello era lo que quería. El introdujo la lengua en su boca y ella se vio consumida por llamaradas. La apoyó en las almohadas, y se echó sobre ella.

El beso de Pedro no denotaba dudas. Sólo una urgencia que debería haberla asustado. Se sintió consumida por su fuerza, por lo implacable que era, por su absorbente energía. Pero Paula no estaba asustada. Se regocijó sintiendo la dureza del fuerte cuerpo de él contra el suyo, sintiendo cómo le acariciaba con la lengua la suya y sintiendo el sabor de él en su boca. Seguro que aquel sabor erótico que tenía él era adictivo, así como el picante aroma de su piel, que la estaba dejando sin sentido. No había nada de aquel hombre que ella no quisiera, que no necesitara. Le encantaba la sensación del torso de  él ejerciendo presión sobre ella y sentir su peso; ambas eran unas sensaciones muy reconfortantes y tentadoras. El deseo le invadió el cuerpo, haciendo que sus músculos se debilitaran, haciéndola flexible en sus brazos.

Él le acarició las mejillas, el pelo, sujetándole la cabeza para así poder besarla más intensamente. Ella lo recibió con emoción, devolviéndole beso tras beso y sintió cómo la pasión se apoderaba de ella. Se arqueó, deleitándose con la sorprendente sensación de sentir el pecho de él aplastando sus pechos. Pero todavía quería más. Cuando él le acarició un hombro, ella se estremeció, todas sus terminaciones nerviosas se excitaron al sentir la caricia de él. Tembló cuando exploró su cintura y no pudo evitar retorcerse sinuosamente. El bajó la mano, acarició su cadera para a continuación bajarla aún más. Ella perdió la cordura. Pedro deslizó la mano por su muslo, y ella se puso rígida. Empezó a recuperar la razón entre la niebla del deseo en la que estaba sumergida. Entonces la prudencia se apoderó de ella. Y después el miedo. En vez de abrazarse a su camisa, ejerció presión con las manos, desesperada por alejarlo de ella. Durante un segundo él no se movió. Pero dejó de acariciarla. Entonces, tras acariciarle la lengua seductoramente con la suya, se apartó de ella.

Paula tomó aire, angustiada ante las sensaciones de alivio y deseo que se habían apoderado de ella. Todavía podía sentir el sabor de él en sus labios.  Se convenció a sí misma de que estaba aliviada de que él hubiese parado. Había hecho lo correcto apartándolo de ella. Deseaba que nunca hubiese permitido que aquello ocurriera. La excitación le invadía el cuerpo, pero fue la sensación de vergüenza la que hizo que le ardieran las mejillas y se ruborizara. No podía mirarlo a los ojos.

—No quiero... —comenzó a decir, pero el dedo que Pedro le puso sobre los labios le impidió continuar.

—Pues claro que no quieres.

Asustada, levantó la mirada, pero él ya se había levantado y se estaba dando la vuelta. Ella no se arrepentía de los escrúpulos que había tenido a última hora. Claro que no. Como tampoco estaba disgustada por cómo él había estado tan dispuesto a finalizar el beso. Aquel sensual y extraordinario beso de los que sólo se disfruta una vez en la vida.  De nuevo, tomó aire profundamente para calmarse.


Cuando Pedro llegó a la puerta, se dió la vuelta para mirarla, pero su cara estaba en la sombra, ya que sólo alumbraba la luz de la lamparita. Paula no podía ver su expresión. Lo único que podía ver era el enigmático brillo de sus ojos. Sólo eso fue suficiente para que a ella la invadiera de nuevo el deseo y la necesidad.

—Buenas noches, Paula —dijo con una voz carente de cualquier tipo de emoción—. Me aseguraré de que la puerta principal se queda bien cerrada cuando salga.

Paula, con el corazón acelerado, se echó sobre las almohadas. Oyó cómo Pedro cerraba la puerta principal. Entonces el silencio se apoderó de la casa. Excepto por el sonido de la sangre agolpándose en sus oídos. Se tocó las mejillas y se dio cuenta de que tenía la cara ardiendo. Estaba tan agitada como si hubiese estado corriendo para salvar su vida. Sus pezones estaban duros y sensibles. Podía sentirlo en su lengua, sentir sus poderosas manos sobre su cara y sobre su pelo. Y más abajo, más profundamente, donde la sensación de necesidad todavía la tenía agitada, notó el abrasador líquido caliente del deseo. ¡Así que aquello era lujuria! Le había llevado demasiado tiempo sentirlo. Tras pasarse toda la vida cuidando de su familia, de su casa, por fin había descubierto la tentación, encamada en un atractivo hombre.

Venganza: Capítulo 10

Los labios de Pedro estaban calientes, eran fuertes y exigentes. Cuando la tocaron, Paula desistió de cualquier intento de resistirse. De repente, lo supo con toda certeza; aquello era lo que quería. El introdujo la lengua en su boca y ella se vio consumida por llamaradas. La apoyó en las almohadas, y se echó sobre ella.

El beso de Pedro no denotaba dudas. Sólo una urgencia que debería haberla asustado. Se sintió consumida por su fuerza, por lo implacable que era, por su absorbente energía. Pero Paula no estaba asustada. Se regocijó sintiendo la dureza del fuerte cuerpo de él contra el suyo, sintiendo cómo le acariciaba con la lengua la suya y sintiendo el sabor de él en su boca. Seguro que aquel sabor erótico que tenía él era adictivo, así como el picante aroma de su piel, que la estaba dejando sin sentido. No había nada de aquel hombre que ella no quisiera, que no necesitara. Le encantaba la sensación del torso de  él ejerciendo presión sobre ella y sentir su peso; ambas eran unas sensaciones muy reconfortantes y tentadoras. El deseo le invadió el cuerpo, haciendo que sus músculos se debilitaran, haciéndola flexible en sus brazos.

Él le acarició las mejillas, el pelo, sujetándole la cabeza para así poder besarla más intensamente. Ella lo recibió con emoción, devolviéndole beso tras beso y sintió cómo la pasión se apoderaba de ella. Se arqueó, deleitándose con la sorprendente sensación de sentir el pecho de él aplastando sus pechos. Pero todavía quería más. Cuando él le acarició un hombro, ella se estremeció, todas sus terminaciones nerviosas se excitaron al sentir la caricia de él. Tembló cuando exploró su cintura y no pudo evitar retorcerse sinuosamente. El bajó la mano, acarició su cadera para a continuación bajarla aún más. Ella perdió la cordura. Pedro deslizó la mano por su muslo, y ella se puso rígida. Empezó a recuperar la razón entre la niebla del deseo en la que estaba sumergida. Entonces la prudencia se apoderó de ella. Y después el miedo. En vez de abrazarse a su camisa, ejerció presión con las manos, desesperada por alejarlo de ella. Durante un segundo él no se movió. Pero dejó de acariciarla. Entonces, tras acariciarle la lengua seductoramente con la suya, se apartó de ella.

Paula tomó aire, angustiada ante las sensaciones de alivio y deseo que se habían apoderado de ella. Todavía podía sentir el sabor de él en sus labios.  Se convenció a sí misma de que estaba aliviada de que él hubiese parado. Había hecho lo correcto apartándolo de ella. Deseaba que nunca hubiese permitido que aquello ocurriera. La excitación le invadía el cuerpo, pero fue la sensación de vergüenza la que hizo que le ardieran las mejillas y se ruborizara. No podía mirarlo a los ojos.

—No quiero... —comenzó a decir, pero el dedo que Pedro le puso sobre los labios le impidió continuar.

—Pues claro que no quieres.

Asustada, levantó la mirada, pero él ya se había levantado y se estaba dando la vuelta. Ella no se arrepentía de los escrúpulos que había tenido a última hora. Claro que no. Como tampoco estaba disgustada por cómo él había estado tan dispuesto a finalizar el beso. Aquel sensual y extraordinario beso de los que sólo se disfruta una vez en la vida.  De nuevo, tomó aire profundamente para calmarse.


Cuando Pedro llegó a la puerta, se dió la vuelta para mirarla, pero su cara estaba en la sombra, ya que sólo alumbraba la luz de la lamparita. Paula no podía ver su expresión. Lo único que podía ver era el enigmático brillo de sus ojos. Sólo eso fue suficiente para que a ella la invadiera de nuevo el deseo y la necesidad.

—Buenas noches, Paula —dijo con una voz carente de cualquier tipo de emoción—. Me aseguraré de que la puerta principal se queda bien cerrada cuando salga.

Paula, con el corazón acelerado, se echó sobre las almohadas. Oyó cómo Pedro cerraba la puerta principal. Entonces el silencio se apoderó de la casa. Excepto por el sonido de la sangre agolpándose en sus oídos. Se tocó las mejillas y se dio cuenta de que tenía la cara ardiendo. Estaba tan agitada como si hubiese estado corriendo para salvar su vida. Sus pezones estaban duros y sensibles. Podía sentirlo en su lengua, sentir sus poderosas manos sobre su cara y sobre su pelo. Y más abajo, más profundamente, donde la sensación de necesidad todavía la tenía agitada, notó el abrasador líquido caliente del deseo. ¡Así que aquello era lujuria! Le había llevado demasiado tiempo sentirlo. Tras pasarse toda la vida cuidando de su familia, de su casa, por fin había descubierto la tentación, encamada en un atractivo hombre.

Venganza: Capítulo 9

—Sería estupendo si me pudieses traer un vaso de agua. La cocina está al final del pasillo y los vasos...

—Los encontraré —dijo él mientras se daba la vuelta.

En cuanto Pedro se marchó hacia la cocina ella se sintió mejor; sin la tensión de tener que aparentar ser autosuficiente. Se dispuso a dirigirse al cuarto de baño, ya que la inestabilidad de sus piernas parecía haber disminuido. Se acababa de lavar la cara y cepillar los dientes cuando oyó que él había vuelto a su habitación.

—Te dejo el agua en la mesilla de noche —dijo él en tono bajito desde el otro  lado de la puerta—. ¿Necesitas ayuda?

—No. Ya estoy bien —contestó, prefiriendo quedarse en el cuarto de baño que ver aquellos penetrantes ojos de nuevo—. Muchas gracias por tu ayuda. Si no te importa, cierra la puerta principal con fuerza cuando salgas. Tiene un sistema de seguridad que la bloquea sola.

Hubo un momento de silencio.

—Me acordaré —dijo finalmente él.

—Gracias otra vez... —no sabía cómo referirse a él—. Entonces buenas noches —dijo finalmente, pero no hubo respuesta: Él ya se había marchado.

«Ves, sólo sentía pena por tí. Ahora que ya estás segura en casa no ha podido esperar para marcharse», se dijo a sí misma. Cuando salió del cuarto de baño, la habitación estaba oscura y vacía. Sólo estaba encendida la lamparita de la mesilla de noche. El había apagado la luz del techo para que no lo tuviera que hacer ella. Pedro Alfonso era muy atento, pero también testarudo y muy atractivo. Paula bostezó y buscó su camisón bajo la almohada. Se desnudó y se lo puso, disfrutando por la sensación que éste le causaba, ya que era de seda y muy suave. Se acercó para tomar las muletas. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera para ir a comprobar la puerta principal o no sería capaz de dormir.

—Trae, déjame —dijo Pedro de repente, asustándola y haciendo que se le acelerara el corazón... por el susto que le había dado... o por excitación.

Entró en el dormitorio llevando una taza en una mano y agarrando las muletas. Puso la taza sobre la mesilla de noche y se acercó a ella, tomándola por el codo.

—¿Dónde quieres ir? —preguntó, acercándole las muletas, pero ella no podía apartar la mirada de su cara; sus profundos ojos azules tenían un brillo especial, lo que hacía que a ella se le derritieran hasta los huesos.

Pero aquel brillo desapareció de repente para mostrar sólo una educada  preocupación.

—¿Paula?

—Pensaba que te habías ido. Iba a comprobar que hubieses cerrado bien —dijo ella, deseando haber tenido un albornoz para poder taparse.

—Vamos, no deberías estar de pie —dijo con severidad y— con una dura expresión, como si temiera tener que tomarla en brazos de nuevo cuando le fallaran las piernas.  Pero no eran las heridas las que en ese momento estaban haciendo que le temblaran las rodillas. Era algo distinto. Algo nuevo... era el deseo.

Pedro la acompañó a su cama y una extraña tensión se apoderó del cuerpo de Paula cuando la ayudó a acostarse. Aguantó la respiración ante los escalofríos que le subieron por las piernas. Pensó que él  también debía estar sintiendo su incontrolable temblor. Fervientemente deseó que pensara que era por su debilidad y que no se diera cuenta de que era una reacción a que él la estuviera tocando.

—Por favor... —ante su estupor, su voz sonó como una ronca súplica, revelando el poco control que tenía sobre su cuerpo—. Por favor, yo... —dejó de hablar cuando Pedro levantó la cabeza.

Tenía una dura expresión y sus ojos denotaban voracidad; brillaban de tal modo, que la pusieron nerviosa.

—Como me lo has pedido tan amablemente, Paula...

Pedro se tendió en la cama. El calor que desprendía su cuerpo abrasó a Paula, que alzó las manos para pedirle que se levantara de allí. Pero él se inclinó hacia ella, que lo detuvo colocando las manos en su pecho, sintiendo los sólidos músculos que había debajo y cómo le latía el corazón. Trató de concentrarse en apartarlo. Pero de alguna manera sus dedos comenzaron a acariciarlo, sintiendo cómo una sensación abrasadora le subía por los dedos, por las palmas de las manos y por todo su cuerpo... nublándole los pensamientos. Paralizada por una marea de deseo, Paula sintió cómo él colocaba las manos sobre sus hombros desnudos y al sentir su piel contra la suya se estremeció. Aquello era peligroso. Demasiado peligroso. Tenía que protestar, encontrar las palabras adecuadas para detener aquella locura. Pero Pedro se acercó aún más hacia ella y su mente quedó en blanco.

martes, 18 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 8

—¿Qué pasa?

—No tengo horquillas —farfulló, dejando su pelo caer de nuevo.

Él sintió que le invadía de nuevo un sentimiento de protección y casi se acercó a ella para tocarla. Suponía que era sólo el orgullo lo que la mantenía entera en aquel momento.

—Dame tu dirección —repitió él—. Te llevaré a tu casa.

No sabía qué la había despertado, pero supuso que no había sido el coche al detenerse. Le pareció que llevaba aparcado un rato antes de que ella abriera los ojos y viera que estaban junto a su casa. Todo estaba muy oscuro y apenas podía ver a Ronan, pero sabía que la estaba mirando. Y la intensidad con que lo estaba haciendo hizo que se le pusiera la carne de gallina.

—Deberías haberme despertado —dijo.

A pesar del sofocante aire veraniego se estremeció.

—Acabamos de llegar —aclaró él—. Y pensé que no te vendría mal descansar unos minutos más —dijo, saliendo del coche.

Se acercó a la puerta del acompañante y la abrió, mientras que ella intentaba desabrocharse el cinturón de seguridad. Lo miró. Pudo ver lo alto que era y lo anchos que tenía los hombros. Proyectaba un aura de dominación. Referirse a él como atractivo era demasiado poco. Simplemente con mirarlo se le desbocaba el corazón.

—¿Paula? —dijo él, acercándose y tomándola en brazos para sacarla del coche.

El calor que desprendía su cuerpo, el aroma a hombre y la fuerza de sus brazos ya le eran familiares. Casi bienvenidos. ¡Debía de estar loca!

—Me puedo poner de pie, gracias —dijo, pero su voz denotaba que estaba sin aliento.

Él la ignoró y la acercó hasta la puerta principal con la misma facilidad que si fuese un niño. A toda prisa, Paula sacó la llave y la introdujo en la cerradura.

—Muchas gracias —le dijo, mirándola a la cara, pero evitando sus ojos—. Estoy muy agradecida de que me hayas traído. Mucho mejor que esperar a un taxi — susurró.

—Ha sido un placer —respondió él en un tono bajo que hizo que ella se estremeciera. Empujó suavemente la puerta y entró en la casa. Marina encendió la luz de la entrada—. ¿Por dónde te llevo?

—Ahora que ya estoy en casa, estoy bien —contestó ella, retorciéndose entre sus brazos como si —pudiera hacer que la soltara—. Puedo mantenerme en pie.

—Paula —Pedro se detuvo y la miró—. No tienes por qué preocuparte, te lo prometo. Lo que quiero es ver que estás a salvo metida en la cama.

Claro que eso era todo. Un hombre como él nunca estaría interesado en una mujer como ella. Incluso si fuese un donjuán como Wakefield, ella no tenía nada que temer. No era guapa, ni glamorosa ni sexy. Ni siquiera tenía experiencia. Pedro simplemente sentiría pena por ella porque se había humillado delante de la élite de los negocios de Sidney. Y porque no conseguía que sus malditas piernas anduvieran correctamente. Señaló con la barbilla hacia el fondo del vestíbulo.

—La tercera puerta a la izquierda es mi dormitorio —dijo, negándose a mirarlo.

Él se detuvo en la puerta y una vez más ella alargó la mano para encender la luz. Una tenue luz iluminó la acogedora habitación. Paula casi suspiró al ver la cama. Le dolían todos los huesos de su cuerpo por el cansancio que sentía. Pedro la dejó sobre la cama, con tanta delicadeza como si ella fuese un trozo de cristal.

—Siento haberte contestado de esa manera —dijo ella mientras él miraba la habitación.

Pudo ver cómo se quedaba mirando las muletas y las medicinas que había en su mesilla de noche.

—Ha sido grosero por mi parte. No creo que hubiese podido volver sin tu ayuda.

—¿No hay nadie más en la casa? ¿Nadie que te pueda ayudar? —quiso saber él, ignorando la gratitud que había mostrado ella.

—Vivo sola —aclaró—. Y puedo cuidar de mí misma.

Pedro frunció el ceño, evidencia de que no la creía, ante lo que ella prosiguió hablando.

—Mi hermano vive a diez minutos en coche —indicó el teléfono que había en su mesilla de noche—. Si necesito algo, siempre puedo telefonearle.

—Está bien. ¿Necesitas alguna medicina? —preguntó él tras mirarla durante un rato en silencio.

Paula miró hacia la caja de pastillas. No le gustaba tomarlas, ya que la dejaban aturdida, y estaba segura de que aquella noche no las necesitaría, ya que estaba tan cansada que, en cuanto su cabeza tocara la almohada, se dormiría. Pero nunca podía estar segura.

Venganza: Capítulo 7

Pedro permaneció en silencio mientras se abrochaba el cinturón de seguridad y arrancaba el coche. No necesitaba mirar a su acompañante para saber que había agotado sus últimas fuerzas. A pesar de lo luchadora que era, Paula Chaves estaba a punto de desvanecerse. Estaba pálida y tenía bolsas bajo sus oscuros ojos. ¡Demonios! Estaba tan débil, que no debía estar levantada. Aquella mujer tenía más fuerza de voluntad que sentido común. Cuando detuvo el coche en unos semáforos, la miró con curiosidad. Ella estaba mirando hacia el frente y se mordió el labio inferior. Él miró su boca antes de volver a prestar atención al tráfico. Se preguntó quién sería ella. Se planteó si le tendría rencor a Wakefield porque había sido su amante; Pedro sabía que éste era un mujeriego. ¿O sería verdad lo que decía, que era la hermana de una víctima inocente de las sucias tácticas de Wakefield? Frunció el ceño. También se preguntó por qué iría vestida con aquellas ropas que camuflaban su figura. Había sentido las seductoras curvas de su cuerpo cuando la tomó en brazos y no le cabía ninguna duda de que merecía la pena acercarse más a Paula Chaves. Nadie había hablado a Carlos Wakefield como lo había hecho ella en mucho tiempo, si es que alguna vez alguien lo había hecho. Aplaudía en silencio su coraje. Si no hubiese sido tan peligroso para ella, él se hubiese reído a carcajadas de la cara que se le quedó a Wakefield. Ella había conseguido que Wakefield, extraño en él, no supiera qué decir. Aquella mujer tenía agallas. Y esa boca... la utilizaba como un arma. A Pedro le gustaría verla utilizándola para otras cosas. Esos seductores labios maduros... tenían que ser lo más erótico que había visto nunca. Cuando el semáforo se puso en verde siguió adelante. Oyó un ruido, no sabía si era un gemido o un sollozo.

—¿Qué es? —exigió saber, mirándola de nuevo.

—Sólo lo normal —respondió ella con sarcasmo—. Me estaba preguntando cómo he llegado a discutir con dos multimillonarios en la misma noche. Debe de ser un récord.

Él sonrió. Para sus adentros. Paula Chaves era muy interesante.

—No suelo pasar así los viernes por la noche —dijo ella tras suspirar.

—¿Y qué sueles hacer los viernes por la noche? —Pedro estaba realmente interesado. Paula era la mujer más intrigante que había conocido desde hacía mucho tiempo.

—No suelo cenar con la jet set.

—Había poca gente de la jet set —replicó él—. Había mucha gente que trabaja muy duro.

—Y también muchos personajes que no han trabajado un solo día de su vida.

Pedro dejó pasar aquello, ya que habían asistido también los típicos parásitos amantes de las fiestas gratuitas.

—Deberías habérmelo dicho —dijo ella tras un momento de silencio.

—¿Decirte qué?

—Quién eres —contestó rotundamente—. Me siento como una completa idiota.

—No entiendo por qué —Pedro siempre trataba que su cara y su nombre se mantuvieran alejados de la prensa.

Le gustaba su relativo anonimato. No quería que lo reconociesen. Pero el silencio de ella era acusador.

—Quizá tengas razón —admitió él—. Te lo podía haber dicho antes. Pero no se me ocurrió al principio... estaba demasiado ocupado preocupándome por si te desmayabas.

—¿Y después...? —persistió ella.

Aquella era una buena pregunta. ¿Por qué no se lo había dicho? Su franqueza y su obvia debilidad habían despertado en él un instinto de protección. Así como sus hormonas.

—Era agradable hablar con alguien que no medía todo lo que decía, que no se preocupaba por impresionarme. Pero no te debes castigar por lo que ha pasado esta noche —dijo él, ya que sabía lo destrozada que estaría por haberse enfrentado a Wakefield—. ¿Por qué crees que Wakefield estaba tan preocupado? No podía hacer que te callaras. Sabía que tenías la entereza de causarle problemas.

—Pero eso no ayudó, ¿Verdad que no? Él se ha salido con la suya y no hay nada que yo pueda hacer. Absolutamente nada.

A Pedro le pareció que le temblaba la voz. Se dispuso a detener el coche en el bordillo.

—¿Por qué paras el coche?

—Estoy esperando las instrucciones —contestó él—. No sé dónde vives.

—Oh —dijo ella, esbozando una graciosa mueca con sus labios que le hizo a Pedro muy difícil volver a mirarla a los ojos—. Dirígete hacia el norte. Da lo mismo si vas por el puente o por el túnel. Pero si vas en otra dirección me puedes dejar en una parada de taxis.

—Yo también me dirijo hacia el norte —contestó él, mirándola fijamente—. Dime dónde vives y échate para atrás y cierra los ojos. Parece que estás exhausta.

Paula frunció el ceño y él supo que aquello no era lo que ella había querido oír. ¿A qué mujer le gustaría?

—Maldita sea —susurró ella al intentar arreglarse el pelo.

Venganza: Capítulo 6

—Todavía no me has respondido —dijo él, mirándola a los ojos—. ¿Quién te crees que soy?

—¿No eres un guardaespaldas? Lo digo por la forma en la que apartaste a aquellas personas para que no pudiesen oír...

Él no pudo evitar reírse ante aquello.

—¿Crees que soy uno de los perros guardianes de Carlos? —por primera vez esbozó una expresión relajada.

Se notaba que aquello le entretenía y a ella le deslumbró su sonrisa; el tipo de sonrisa que podía hacer que hasta la mujer más sensata se derritiera en diez segundos.

—Yo no diría perro guardián. Pero está claro que te preocupas por sus intereses. La manera en la que apartaste a aquella multitud era obviamente para protegerlo.

La sonrisa que estaba esbozando él se apagó.

—¿No se te ocurrió que tal vez hubiese sido más seguro para tí  acusarle de todo aquello en un lugar más privado? ¿No se te ocurrió pensar en cómo reaccionaría él si te enfrentabas a él delante de sus admiradores?

Ella sabía que él tenía razón.

—Sobre todo si le decía la verdad, ¿No?

—Exactamente. Cuando te relacionas con un hombre como Wakefield, debes entender que para ser realmente sincero con él debes encontrar el momento adecuado.

—Parece como si se te hubiera contagiado su discutible moralidad —acusó ella—. ¿Es así como trabajas? ¿Eligiendo no ser sincero? No entiendo cómo soportas trabajar con él.

Se creó un incómodo silencio en el ascensor y ella estaba convencida de que él se había enfadado. Se abrieron las puertas, pero él no respondió a su burla. Paula no sabía si sentirse aliviada o consternada mientras salían del ascensor y él la llevaba en brazos a lo largo del inmenso vestíbulo. Deseó poder desaparecer cuando pasaron al lado del sonriente portero y varios curiosos.

—Paula, si estás planeando luchar contra Wakefield, te vendrá bien recordar que las cosas no son siempre como parecen —le dijo él en bajito, para que sólo lo oyera ella.

Cuando estuvieron fuera, ella sintió cómo el aire caliente le rozaba las mejillas y evitó mirar a los ojos a otro empleado del hotel. Pero no necesitaba haberse preocupado... toda la atención del muchacho estaba puesta en Alfonso.

—Su coche está aquí mismo, señor.

—Gracias... Pablo —contestó él, leyendo la discreta placa con el nombre del chico.

—Por aquí, señor, señora —el empleado abrió la puerta del acompañante del coche.

Era un coche grande, plateado y aerodinámico. Paula no sabía mucho sobre los últimos modelos, pero tenías que vivir en la luna para no darte cuenta de que aquella belleza habría costado más del doble que un salario medio anual. Y seguramente que sería único en Australia. Por alguna razón ver aquel coche la asustó tanto como su enfrentamiento con Wakefield.

—He dicho que me puedes bajar y lo digo de verdad —susurró ella con virulencia—. No voy a ningún sitio contigo. No sé quién eres. E incluso si lo supiera, ya estoy bien. Puedo marcharme a mi casa.

La sonrisa que Pedro esbozó podría parecer íntima, pero ella, desde tan cerca, pudo ver el enfado que de repente reflejaban sus ojos.

—Está bien —dijo él—. Probablemente eso sea lo más sensato que hayas hecho en toda la noche.

De nuevo, Pedro esbozó una expresión muy difícil de leer y a ella le invadió la aprensión.

—Pero —continuó él—. ... no esperes ni por un segundo que te vaya a dejar deambular por ahí a estas horas de la noche, sola y manteniéndote en pie a duras penas, por no hablar de que no puedes conducir.

—No iba a conducir —espetó ella—. No soy tan estúpida.

—Yo te puedo llevar a tu casa con la misma seguridad que lo haría un taxi.

—¿Señor Alfonso? ¿Está todo bien? —preguntó el muchacho que esperaba sujetando la puerta del coche.

—¿Señor Alfonso? —repitió Paula. Había creído que ése era su nombre.

—Así es —dijo él, acercándose a su deportivo e introduciéndola dentro—. Pedro Alfonso.

Sonrió y le tomó la mano a Paula.

—Un placer conocerte.

Al sentir la breve presión de los dedos de él sobre los suyos, Paula sintió un cosquilleo por todo su cuerpo. Pero apenas se dió cuenta; estaba demasiado impresionada asimilando la identidad de aquel hombre. Si la arrogancia que expresaba la cara de él ante sus protestas no hubiese bastado, su coche debería haber sido suficiente para que ella se diese cuenta. O la manera con la que el botones lo miró, como si fuera un héroe. ¡Y cómo lo habían mirado todas las mujeres cuando salieron de la recepción! Recordaba la excitación que habían reflejado sus rostros; se lo habían comido con la mirada. Se echó para atrás en el lujoso asiento de cuero y trató de entender todo aquello.

—No te vayas a desmayar, Paula —le susurró cerca de la oreja mientras le abrochaba el cinturón.

—¡No me voy a desmayar! —se preguntó cómo se atrevía a insinuar eso. ¡Debía de tener un ego tan grande como el de Carlos Wakefield!—. Simplemente estoy cansada —levantó la barbilla—. Y nunca dije que me llevaras a casa.

—Vamos, Paula, deja que te lleve a tu casa. Me pasaría toda la noche preocupado si te dejo ir sola.

Mirando la preciosa cara de Pedro, Paula se preguntó por qué se había siquiera molestado en discutir. Se sintió exhausta y se entregó a lo inevitable.

—Gracias, lo agradecería.

Y así fue como Paula, todavía aturdida por el desastre de su encuentro con Wakefield, se encontró con que la llevaba a su casa el hombre más inquietante que jamás había conocido... Pedro Alfonso.

Venganza: Capítulo 5

—No te creo —dijo ella rotundamente—. Nadie tiene tanto poder.

Pedro esbozó una expresión de pura arrogancia.

—¿Crees que no? —murmuró finalmente—. Quizá tengas razón. La decapitación tal vez sea demasiado drástica. Quizá podamos hacer que tenga lo que se merece.

—Y los cerdos tal vez vuelen —masculló Paula.

Ignoró la mano que le tendía él y se apoyó en el borde del diván para ayudarse a levantarse. Inmediatamente, Pedro la tomó por el codo para sostenerla. Pero aquello no era suficiente, teniendo en cuenta la forma en la que le temblaban las rodillas. Así que él, con un movimiento decisivo, la tomó en brazos. Fue tan rápido, que la impresión la dejó muda durante unos segundos. Él la miró a los ojos.

—¿Qué crees que estás haciendo? —ella respiró profundamente, demasiado pendiente de la recepción que se estaba celebrando en la sala contigua—. ¡Bájame!

—¿Por qué? ¿Para que te puedas desplomar a mis pies? No estoy tan desesperado por tener adulación femenina, gracias.

Todo el miedo, el odio y el enfado que ella había sentido por Carlos Wakefield se fusionaron de manera inmediata e irrazonable en una inmensa furia dirigida hacia aquel nuevo torturador. Tuvo que contenerse para no darle una bofetada.

—He dicho que me dejes en el suelo. ¡Ahora mismo!

Pero él no movió un músculo. Simplemente se quedó allí de pie mirándola. Ella se sintió desvalida. Y abochornada. En cualquier momento alguien podría salir y verla.

—Voy a gritar —amenazó.

—Pensé que querías salir de aquí sin armar mucho escándalo. ¿O estaba equivocado? ¿Te excita de alguna manera ser el centro de atención?

Paula frunció el ceño ante la injusticia de aquel comentario. Mientras tanto, él la miró despacio, analizando la reacción de ella ante su pregunta. Apretó los puños, levantó la barbilla y respiró agitadamente. Trató de calmarse y bajó la mirada en la misma dirección que la de él. Se dió cuenta de que se le había abierto la chaqueta. Tenía la camisa al descubierto y a través de ella se podía observar el sujetador, blanco como la camisa. Fue a decir algo, lo que fuera, pero él la miró a la cara y no lo hizo. Su mirada parecía de deseo. No había otra manera de describirlo. Parpadeó, tratando de leer la expresión de la cara de él. Pero no pudo. Sólo pudo ver esa persuasiva llamarada que hizo que ella quisiera bajarse al suelo. ¿O acurrucarse más cerca de él? Nadie la había tomado en brazos de aquella manera y sintió millares de nuevas sensaciones perturbadoras. Los brazos de él le transmitían calidez. El aroma que desprendía aquel hombre, puro y masculino, la estaba excitando sexualmente.

—Bueno, ¿Qué hacemos? —preguntó él con una voz profunda y dulce que hizo que ella sintiera un cosquilleo por el cuerpo—. ¿Nos vamos en silencio o vas a montar una escena?

—No quiero ninguna escena —lo miró furiosa, furiosa por haber descubierto otra debilidad que añadir a su lista; chocolate, películas románticas... y unos ojos azules profundos.

¡Maldita sea! No necesitaba aquello en aquel momento. Simplemente se quería marchar a su casa, donde se podría recuperar de sus heridas.

Como si le hubiese leído la mente, él se dió la vuelta y se dirigió hacia el ascensor.

—¿No deberías volver a la recepción? —preguntó ella, tratando de mostrar un educado interés, como si estar en los brazos del hombre más sexy que había visto nunca no fuera nada del otro mundo.

—No, ya me iba —contestó él, observando en los botones cómo subía el ascensor.

—¿Pero no necesitas volver a tu trabajo? ¿Con Carlos Wakefield?

Pedro la miró, levantando una ceja.

—¿Trabajar para Wakefield? ¿Quién crees que soy?

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor. Cuando se introdujeron en él, las paredes de éste reflejaron la imagen de ambos... y aquello fue suficiente para acabar con la poquita confianza en sí misma que le quedaba a Paula. Parecía una muñeca rota en sus brazos, con su oscuro pelo todo alborotado y la ropa desarreglada.

—Ya me puedes bajar.

—Dale al botón, ¿Puedes? —dijo él, ignorando la petición de ella, que a su vez ignoró la de él.

Pedro presionó el botón y ella pudo sentir cómo su aroma se intensificaba.

—De verdad, me puedes dejar ya en el suelo. Me puedo mantener en pie.

jueves, 6 de junio de 2019

Venganza: Capítulo 4

—Sí. Puedo llegar a la puerta.

Paula sintió cómo todos los miraban, cómo cuchicheaban mientras pasaban. Pero al observar las miradas de arrobo de muchas mujeres, se dió cuenta de que el centro de atención no era ella, sino él. Varias personas le hablaron y él les contestó sin detenerse. No lo hizo hasta que un hombre les cortó el paso. Pedro se lo presentó a ella, que esbozó una sonrisa y le tendió la mano. Hablaron un momento, pero a ella le estaba invadiendo el dolor. Volvieron a andar, despacio, hacia la puerta. Cuando llegaron al vestíbulo, el relativo silencio que allí había fue como una manta de calor reconfortante. No había guardaespaldas. Ni policía. El alivio la inundó. Tropezó y se detuvo. Respiró profundamente, luchando contra el dolor que sentía.

—Venga por aquí —dijo Pedro con voz autoritaria mientras la dirigía a un pequeño diván que había apoyado en la pared.

—Gracias. Ya estoy bien —dijo ella, tratando de soltarse de él.

—Pues no lo parece —respondió él—. Parece como si fuera a desmayarse.

Paula se dió por vencida del intento de apartar el brazo de él y lo miró a los ojos.

—Bueno, soy mucho más fuerte de lo que aparento.

Aquellos ojos azules la miraron a su vez y ella tuvo la desconcertante sensación de que él podía ver todo lo que ella trataba tan trabajosamente de ocultar. Apartó su mirada.

—Por favor, deje que me marche —pidió y, ante su sorpresa, él la soltó inmediatamente, haciendo que ella se estremeciera al no sentir el calor de su cuerpo cerca del suyo—. Gracias por su ayuda. Estoy agradecida, pero ya puedo cuidar de mí misma.

Pero él no se fue. Se quedó de pie mirándola, como pensando en lo que ella le había pedido. Tras lo cual no hubo tiempo para fingir durante más tiempo. Paula se desplomó sobre el diván.

—No se mueva —le ordenó él mientras se dirigía de nuevo hacia la recepción.

¡Como si pudiese hacerlo! Ella hizo una mueca de dolor, preguntándose cómo demonios iba a salir de allí por su propio pie. Se echó para atrás y sintió cómo sus músculos se relajaban.

—Tome, bébase esto —una cálida mano tomó la de Paula para que agarrara un vaso frío.

—Gracias, pero me las puedo arreglar sola —no le pasaba nada a sus manos, sólo a sus piernas.

Tomó el vaso y bebió el agua helada, ignorando la dura expresión que él tenía reflejada en su cara. Paula se arrepintió de su arrebato. No era culpa de aquel hombre que ella hubiera echado a perder la oportunidad de hacer que Wakefield entrara en razón. O de que ella fuese tan débil como un gatito. Y tenía que reconocer que él la había ayudado.

—Lo siento —dijo—. Usted se ha portado estupendamente conmigo, de verdad —suspiró—. Es sólo que...

—No se preocupe por eso —la interrumpió él, con la impaciencia reflejada en la voz.

La miró a los ojos y ella se preguntó qué estaría haciendo un hombre como él trabajando para Carlos Wakefield; parecía muy inteligente.

—¿Estará bien si la dejo sola? —Pedro interrumpió los pensamientos de Paula.

—Claro. Sólo tengo que reponerme un poco.

Él asintió con la cabeza y se dio la vuelta, sacando un teléfono móvil de su bolsillo mientras se marchaba andando por el vestíbulo. Estúpidamente, Paula se quedó muy decepcionada de que él le hubiese tomado la palabra. Había insistido en quedarse sola, pero en aquel momento se sentía perdida. En vez de quedarse mirando cómo él se marchaba, cerró los ojos y se planteó cómo iría a volver a su casa. Había ido en autobús, en varios. ¿Llevaría suficiente dinero como para permitirse el lujo de tomar un taxi? Si no, tenía un problema. Estaba demasiado débil como para ir andando hasta la parada del autobús. Suspiró y se acurrucó en los cojines, extremadamente cansada. También le estaba doliendo la cabeza. Pensó que seguramente era por la tensión. Se soltó el pelo; ya no importaba si tenía el aspecto de un animal salvaje. Ya había echado a perder su oportunidad con Wakefield. Se arrimó al borde del diván para levantarse, sin importarle la manera en que la falda se le subió. Abrió los ojos y contuvo la respiración al ver a un hombre de pie delante de ella. Era Alfonso. Por primera vez lo vió bien y lo que vió hizo que se quedara paralizada. Aquel hombre lo tenía todo. Tenía sex appeal. Tenía magnetismo animal... o como se llamara. Tenía algo más que simplemente una buena apariencia física. Algo infinitamente mucho más peligroso. Especialmente cuando la miraba de aquella manera.  Pudo sentir cómo sus partes más femeninas respondían ante la promesa de un hombre como aquél. Y en aquel momento, la mirada de él era una promesa. Su masculinidad y su fuego hicieron que el aire alrededor de ellos echase chispas. A ella se le desbocó el corazón y se quedó sin aliento. Y, de repente, él cambió la expresión de su cara, la endureció.

Paula parpadeó. ¿Se estaría imaginando cosas o había sido real aquella abrasadora mirada? Él la miró firmemente y ella se sintió culpable, como si él hubiese sido capaz de leerle sus locos pensamientos. ¡Sí, seguro! Como si un hombre como él la fuese a mirar de esa manera. Paula Chaves, la mujer menos glamorosa que conocía. Demasiado alta, demasiado rellenita... demasiado franca. Bajó la mirada y observó el vaso vacío que tenía en las manos.

—Paula —dijo él.

Ella miró hacia arriba a regañadientes. Volvió a ocurrirle lo mismo; Sintió un cosquilleo por el cuerpo que la hizo temblar.

—Nos tenemos que marchar. Si me permites que te hable de tu... te voy a llevar a casa.

—¿Y por qué querrías hacer eso? —preguntó, todavía sin aliento.

—Porque soy el hombre que te puede hacer con seguir lo que quieres; la cabeza de Carlos Wakefield en una bandeja.

¿Un príncipe azul que llega para matar al dragón y rescatar a la dama? ¡Sí, sí! Paula se quedó mirándolo, pensando si habría desarrollado un problema de audición. O tal vez él, en vez de agua mineral, le había puesto vodka en el vaso. Una cosa estaba clara... ningún hombre, aparte de su padre, le había ofrecido resolverle sus problemas. Y era lo suficientemente mayor como para saber que no volvería a pasar.

Venganza: Capítulo 3

—¿De la misma manera como te has ocupado de los de la señora Chaves?

Paula se quedó mirando al hombre que se había atrevido a interrumpir al magnate. No parecía perturbado por el hecho de que acababa de meterse en los asuntos de su furioso jefe. Quien fuera que fuese aquel tipo, no se acobardaba fácilmente. Carlos Wakefield la había mirado a ella con desprecio. Pero aquello no era nada comparado con el odio que se reflejaba en su mirada cuando miró a aquel hombre.

—Te agradecería que te mantuvieses al margen de esto, Alfonso. Esta mujer está equivocada, pero yo puedo aclararlo todo —dijo Wakefield—. Ah, aquí viene el jefe de seguridad.

—No hay necesidad de ello —dijo Pedro—. Yo acompañaré a la señora Chaves.

¡Como que ella se lo iba a permitir! Todavía tenía muchas cosas que decirle a Carlos Wakefield.

—¡De ninguna manera! No he terminado todavía —indignada, miró al hombre de los ojos azules—. Si cree que puede hacer que no cuente lo que él ha hecho, está muy equivocado.

Despacio, el hombre agitó la cabeza y a Paula le pareció ver reflejado en sus ojos que la entendía. Quizá no le gustaba hacer su trabajo, pero tenía que cumplir con su deber.

—No es que quiera que no lo cuente —le explicó Pedro, acercándose a ella tanto, que ésta pudo sentir la calidez de su cuerpo—. Aquí no puede ganar esta partida. No es ni el momento ni el lugar.

Paula, al notar movimiento a su alrededor, dirigió su mirada para ver a unos fornidos hombres con traje que se acercaban a ellos. Carlos Wakefield habló con el que parecía el jefe.

—Oficial de seguridad —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza a los recién llegados—. Ahora tiene que elegir. Puede dejar que la saquen de aquí por la fuerza. Probablemente la sujeten hasta que llegue la policía para investigar la queja de Wakefield sobre que usted está alterando el orden público.

Hizo una pausa, mirándola a los ojos.

—O puede venir conmigo.

¡Como si pudiese confiar en él! Era uno de los hombres de Wakefield y además su sexto sentido le decía que se anduviera con cuidado con aquel hombre; quería algo. Indignada, Paula se dió la vuelta, pero un hombre con traje negro le impidió ver nada. Alfonso tenía razón; Wakefield la sacaría de allí de muy malas maneras. No permitiría que sus invitados se disgustasen oyendo los detalles de lo que ella tenía que contar.


—Le puedo prometer que la sacaré de aquí preservando su dignidad —le susurró Pedro al oído.

Aquellas palabras la tentaban. Pero se tenía que resistir a ellas. Quizá aquélla sería la única oportunidad que tendría de enfrentarse a Wakefield y tenía que intentarlo de nuevo, sin importar las consecuencias. Negó con la cabeza y sintió cómo una mano la agarraba por el codo. La forma con la que Pedro la tocó era delicada pero firme. Se acercó para hablarle de nuevo al oído.

—No significa que salga corriendo —instó él, como si pudiese leerle los pensamientos—. Pero necesita encontrar una manera mejor de acercarse a él.

Pedro hizo una pausa y Paula, al sentir la cálida respiración de él sobre su piel, sintió cómo la excitación le recorría el cuerpo.

—A no ser que prefiera que la arresten —concluyó él firmemente, pero sin utilizar un tono amenazador.

Justo en ese momento alguien la agarró del otro codo con fuerza. Paula miró al hombre que lo hizo y vio que su cara no reflejaba amabilidad. Era inexpresivo. Se le había acabado la suerte. Le había prometido a Gonzalo que se iba a ocupar de todo. Pero en vez de eso había dejado que sus emociones acabasen con su sentido común. Había echado a perder la posibilidad de resolver aquella pesadilla. Y, de repente, demoledoramente, la debilidad física contra la que había estado luchando toda la noche volvió. Sintió cómo la invadía y tuvo que utilizar toda su energía para mantenerse de pie. El médico le había advertido que reposase un poco, para así darle a sus heridas una oportunidad de curarse. En aquel momento se dio cuenta de que tenía razón. El temblor de sus piernas le advertía que pronto le iban a fallar. Y no podría soportar la humillación de caerse a los pies de Wakefield. Vencida por todo aquello, se desplomó. Pero inmediatamente un fuerte brazo la sujetó, haciendo que el otro guardaespaldas la soltara. Obviamente Alfonso tenía bastante autoridad.

—No se molesten en acompañarnos —dijo él—. Yo me aseguraré de que la señora Chaves llegue a su casa.

La cara de Wakefield reflejó el enfado que sentía. Fue a protestar, pero no lo hizo.

—Buenas noches, Carlos. Caballeros —Pedro asintió con la cabeza afablemente al grupo allí congregado—. Ha sido una noche inesperadamente… interesante. Nos marchamos.

Mientras salían de la sala, Paula deseó que pareciera que ambos iban andando, aunque la verdad era que, sin la fuerza del brazo de él sujetándola, ella se habría caído al suelo. Respiraba con dificultad, como si acabase de correr una maratón y el dolor había vuelto.

—¿Puedes llegar a la puerta? —preguntó él.

Venganza: Capítulo 2

«Lo conoces lo suficiente como para quitarle todo lo que posee, así como también otras cosas que no son suyas», pensó Paula.

—Lo siento, señora... Chaves, pero no recuerdo quién es. ¡Conozco a tanta gente! —miró a su alrededor—. Muy pocos de ellos me impactan lo suficiente como para que los recuerde.

Paula ignoró las risitas disimuladas de la gente y siguió mirando a su objetivo. Sintió cómo le invadía la furia; con una fiereza nueva para ella. Había esperado que los guardaespaldas la hubiesen echado, o, si tenía mucha suerte, que accediera a regañadientes a tener una reunión con ella para hablar de la situación. ¡Era una ingenua! Incluso había creído que podía razonar con aquel hombre y ampliar el plazo. No había esperado aquel desprecio. Por lo menos no de alguien que no ganaba nada humillándola.

—Me sorprende, señor Wakefield —dijo con la voz dura y temblorosa, pero no se iba a echar atrás—. Seguro que recuerda el nombre del hombre al que le robó la empresa.

En aquel momento los cuchicheos cesaron y se creó un tenso silencio.

—¿O hace eso tan frecuentemente, que tampoco lo recuerda? —continuó diciendo ella, mirándolo a los ojos, que en aquel momento denotaban furia.

Paula miró hacia su izquierda al sentir a la gente acercarse y pudo ver de nuevo los ojos más sorprendentes que jamás había visto. Azul índigo, con unas pestañas negras preciosas. De cerca, el hombre era impresionante. No era sólo el aura de poder ni su altura. Eran sus facciones. Estaba claro por qué las mujeres se agolpaban a su alrededor. El hombre se acercó y murmuró algo que hizo que la gente retrocediera. Paula pensó que era un guardaespaldas de Wakefield y se sintió muy decepcionada.

—Me temo, señora Chaves, que está totalmente equivocada —dijo Wakefield, mirándola. Ella se estremeció—. No debería realizar tales acusaciones cuando no conoce los hechos. Eso es una calumnia. Y un error que puede costar muy caro.

Puala sintió cómo el miedo se apoderaba de ella. ¿Qué más quería aquel hombre? ¿Sangre? Se dio cuenta vagamente de que el guardaespaldas de Wakefield y su asistente habían apartado a los curiosos. Ella estaba allí de pie, sola frente al hombre que había destruido el futuro de su hermano y el suyo propio.

—Veo que está reconsiderando sus acusaciones —dijo Wakefield, con la satisfacción reflejada en la mueca que esbozaba.

La estaba mirando como lo hace un hombre que sabe que ha ganado la partida. Pero... ¡Qué demonios! Ya no le podía quitar nada más. No había nada más que le pudiese robar.

—No —contestó ella—. No estoy reconsiderando nada. Ambos sabemos que es verdad. ¿Cómo si no llamaría a engañar a un inocente para quedarse con su herencia?

Para sorpresa de Paula, Wakefield miró frunciendo el ceño al hombre que estaba a su lado. Se preguntó si tendría reparos en airear sus trapos sucios delante de su personal.

—Señora Chaves —dijo Wakefield, esbozando una sonrisa. Si no fuese por sus ojos, que eran fríos como los de un reptil, la habría engañado—. Obviamente ha habido un malentendido —continuó diciendo—. Su hermano no le ha contado todo.

—¿Así que admite que conoce a Gonzalo?

—Ahora le recuerdo. Un hombre joven muy... impetuoso. Pero para nada inocente.

—¿Y usted califica como una operación de negocios legítima el robar una próspera compañía como hizo?

Paula pudo observar cómo de nuevo Wakefield miraba de reojo al hombre que estaba de pie a su lado.

—Vamos, vamos, señora Chaves. Paula, yo no le robé la compañía.

A Paula le enfureció que lo estuviese negando. Nunca había pegado a nadie, pero en aquel momento, teniendo tan cerca a aquel arrogante playboy, estaba a punto de hacerlo.

—Entonces dice que es una práctica normal en los negocios —dijo ella, que no se reconocía la voz—. Hacer que un chico de veintiún años de edad se emborrache tanto, que no sepa ni lo que hace, para luego hacer que firme sus documentos.

Durante unos segundos, nadie dijo nada ni se movió. Incluso los dos hombres que flanqueaban a Wakefield se pusieron tensos.

—Obviamente su hermano sabía que usted se disgustaría y por eso no le contó toda la verdad —dijo por fin Wakefield, rompiendo el silencio y como si estuviese hablando con un niño.

—¡Eso es mentira! Sé perfectamente lo que pasó y...

A Paula le interrumpió una profunda voz antes de que pudiese proseguir.

—Carlos, éste no es ni el momento ni el lugar, ¿No te parece? ¿Por qué no discuten sobre esto en un lugar más discreto? —dijo el guardaespaldas y, a pesar de su enfado, Paula no pudo evitar que su cuerpo respondiera ante aquella voz, que parecía que le había acariciado la piel.

—¿Y hacer que esta acusación tan absurda tenga más credibilidad? Gracias por la sugerencia, pero me puedo ocupar de mis propios negocios —le aclaró Wakefield al hombre.

Venganza: Capítulo 1

Pedro Alfonso observó a la glamorosa muchedumbre que se agolpaba en la recepción del hotel. No era posible que una serpiente como Wakefield tuviese tantos amigos. Sintió ganas de darle un puñetazo, aunque eso sólo la consolaría temporalmente. Pronto, muy pronto, Wakefield tendría lo que se merecía. Pedro se encargaría de que así fuera. Pensó en lo que iba a pasar. Aquella noche había insinuado cuál iba a ser su próximo paso en una importante operación comercial. No le cabía ninguna duda de que a la mañana siguiente Wakefield estaría impaciente por seguir el ejemplo. Sería el momento en el que acabaría con él. Era simple. Y lo tenía preparado desde hacía mucho tiempo. Se encogió de hombros y se dió la vuelta para marcharse de allí. Pero algo en la colorida y ruidosa sala llamó su atención. Alguien. La vió entrar y mezclarse con la multitud. Estaba sola y vestía de forma descarada para un lugar como aquél, con toda aquella gente vestida de manera elegante. Parecía una mujer con una meta; se reflejaba en sus brillantes ojos oscuros y en su palpable aire de determinación. La mujer se detuvo para preguntarle algo a alguien, tras lo cual cambió de rumbo y se dirigió hacia donde estaba Wakefield. Momento en el cual Pedro decidió que se quedaría un poco más. Algo le decía que aquello iba a ponerse mucho más interesante.


Paula respiró profundamente y siguió hacia delante. Las sensaciones de miedo y triunfo se agolpaban en su mente al mismo tiempo. Le dió un vuelco el corazón de manera reveladora. «Puedes hacer esto, Paula. Tienes que hacerlo». «Es tu última oportunidad». Necesitaba tener mucha suerte. No podía permitirse el lujo de fallar. Sobre todo cuando su futuro y el de su familia dependían de ello. Se acercó a él entre la muchedumbre, sintiéndose totalmente fuera de lugar. Notó cómo la gente la miraba y levantó con orgullo la barbilla. Tenía negocios importantes con Carlos Wakefield y nada, ni las tácticas de evasión de él ni su propio temor, la iba a detener en aquella ocasión. Anteriormente, sus guardaespaldas le habían dado evasivas, diciéndole que no podía verla porque estaba muy ocupado. ¡Pero en aquel momento no tenía otra opción que hacerlo!  Levantó la mirada y se detuvo ante unos ojos azules que la miraban de tal manera que parecía que traspasaban sus barreras y llegaban hasta lo más profundo de sus temores. Se le quedó la garganta seca al observar la cara del hombre que sobresalía entre la muchedumbre. No lo conocía, pero sabía, ya que lo había visto en los periódicos, que no era Wakefield. El hombre tenía unos rasgos duros e intrigantes. Era más que guapo. Su altura y lo ancho de sus hombros denotaban pura masculinidad. Potente. Vital. Su presencia imponía. Paula tragó saliva con fuerza, tratando de apagar el calor que la estaba invadiendo por dentro. Pero en aquel momento alguien se rió y la empujaron hacia delante. Ella recordó su cometido.

Wakefield estaba de pie cerca de las ventanas, sonriendo. Tenía el aspecto de lo que era; uno de los hombres más ricos de Australia. Aquélla era la oportunidad de Paula. Se tenía que concentrar en lo que había ido a hacer; en Wakefield. Pero no se movió. Se quedó mirándolo, pero en lo que pensaba era en el hombre de pelo negro que estaba cerca de ella. Podía sentir cómo la estaba mirando. Resistió la tentación de volver la cabeza y mirarlo de nuevo. No podía distraerse. Respirando profundamente, se acercó a Wakefield... el hombre que estaba destrozando su vida. Tenía una sonrisa escalofriante, que hizo que ella se estremeciera por la aprensión que sintió.

—Señor Wakefield —dijo Paula en un tono demasiado estridente, que hizo que todos se volvieran a mirarla. Se ruborizó al observar que todos se callaron a su alrededor.

Se puso tensa al ver el desprecio que denotaba la mirada de Wakefield.

—Soy Paula Chaves, señor Wakefield —dijo, esbozando una forzada sonrisa y tendiéndole la mano.

—Señora... Chaves —dijo él, sonriendo y apretándole la mano—. Bienvenida a mi pequeña fiesta. ¡Damián! Anota lo que tenga que decir.

—No, señor Wakefield. Yo no soy una empleada suya —su voz denotó el enfado que sentía, pero no le importó. El sabía perfectamente quién era ella—. Pero estoy aquí por un asunto de negocios. Esperaba poder concertar una reunión privada con usted.

—Ah, Damián —Wakefield se dirigió al elegante hombre que apareció a su lado—. La señora Chaver quiere una cita.

—Señor Wakefield, mi apellido es Chaves, Paula Chaves—aclaró, acercándose aún más hacia él. Sintió cómo la satisfacción la invadía cuando observó que tenía toda su atención—. Estoy segura de que recuerda el apellido. Después de todo conoce a mi hermano, Gonzalo.