martes, 29 de enero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 12

Entonces, regresó el camarero con la segunda ronda y tomó nota de la comida. Melina llegó poco después. Una vez que estuvieron todas, Paula se relajó y disfrutó de su compañía. Sí, había echado mucho de menos aquello cuando estuvo fuera. Mientras jugaba con el borde de la copa de vino miró a la gente que había en el bar. Al ver la cabeza de un hombre con el cabello castaño se puso tensa. Sabrina se percató y le preguntó en voz baja:

—¿Tienes algún problema con el hombre que trabaja en casa de tus padres?

 —Para nada —contestó ella, apartando la vista de Pedro mientras él atravesaba el bar hasta una mesa.

 Él estaba con otros dos hombres. A juzgar por su parecido, Paula dedujo que el mayor debía de ser su padre y que el más joven debía de ser Nicolás. Gracias a la conversación con Abril que había tenido el día anterior, se había enterado de que Nicolás era el hermano mayor de Abril.

Pero Sabrina miró a Paula y ella suspiró y dijo:

—No sé qué pensar de él, ¿De acuerdo?

 Sabrina sonrió.

—Eso significa que al menos estás pensando algo.

—Acabo de salir de una relación y no estoy interesada en empezar otra. No me interesan los hombres —les había contado que Marcos se había ido con otra, pero no había asociado ese detalle con su lesión de rodilla. Y tampoco había comentado que el futuro de su carrera profesional pendía de un hilo.

—Todos los hombres, quizá sea exagerar, pero cuando se trata de Pedro Alfonso, probablemente sea lo mejor —murmuró Sabrina—. Es un hombre triste. He oído que la mitad de las solteras, y algunas casadas, se han insinuado ante él y que ni siquiera ha pestañeado.

Paula dudó un instante y continuó mirándolo. Estaba sentado en una mesa al otro lado del local y no podía verlo muy bien.

—¿Sabes lo que pasó?

—¿Con su mujer? —Sabrina negó con la cabeza—. Una compañera de trabajo tuvo a Abril en su clase el año pasado. Su esposa murió de cáncer hace unos años. Abril sólo tenía tres años. Carla me dijo que, meses más tarde, Pedro se mudó con toda la familia.

 Quizá se hubiera mudado de ciudad, pero por lo que Paula había visto, no había avanzado nada.

—En cualquier caso, si lo que quieres es superar lo de Lars, no creo que el señor Ventura sea la mejor opción —murmuró Sabrina.

—Por cierto, ¿Has sabido algo de Marcos desde que te marchaste? — preguntó Andrea.

 Paula negó con la cabeza.

—No. Según mi amiga Isabella, que es la supervisora de vestuario, está muy ocupado con la encantadora Natalia.

—Marcos era un idiota —dijo Jimena,  y señaló a Paula con el tenedor—. Y no merece ni un minuto de tu sufrimiento. Lo mejor para tí es que vuelvas al mercado.

—¿Sólo piensas en el sexo? —preguntó Andrea.

Jimena sonrió y se encogió de hombros.

—¿No estás de acuerdo conmigo? Todas se rieron cuando Andrea admitió que no era así.

 Paula negó con la cabeza y se levantó de la silla. No quería pensar en el sexo. Sobre todo porque sus pensamientos se centraban en Pedro.

 —Enseguida vuelvo.

Se dirigió al baño que estaba al fondo del local. De camino, se fijó en la mesa en que estaba Pedro, pero él nunca miró hacia ella. Se preguntaba dónde habría dejado a Abril. Se preguntaba si él conseguiría poner una sonrisa durante la visita de su hijo. Se preguntaba por qué no podía dejar de pensar en aquel hombre.

Había cola en el baño de mujeres y, cuando regresó a la mesa, había mucha más gente en ella. La noche de chicas se había truncado gracias a la presencia de los maridos. Después de saludarla y de darle la bienvenida, juntaron más mesas y pidieron más bebida y comida. Había un gran bullicio, y mucha gente. Era viernes noche en Colbys. Eso era estar en casa. Y más tarde, mientras las parejas se dirigían a la pista de baile o a saludar a otros amigos, Paula permaneció sentada en la mesa con el pie en alto y observando. Cuando estaba en Nueva York se había sentido como en casa. Sin embargo, allí también se sentía como en casa. ¿Y cuál de las dos era su casa? Jugueteó con la copa de vino y miró hacia la barra. Había más gente que antes y la gente que había ido a cenar con los niños ya se estaba marchando.

—¿Quiere algo más? —le preguntó el camarero.

—Estoy bien, gracias —contestó ella.

Él se marchó y Paula se encontró mirando directamente a Pedro, que había aparecido tras el camarero.  Se puso tensa.  Él se fijó en la pierna que tenía estirada y en cómo el vestido cubría su rodilla.

 —Parece que tienes la costumbre de excederte.

Ella levantó la copa y lo saludó.

 —Buenas noches para tí también, pedro.

 Él frunció los labios y comentó:

—Parece que todos te han abandonado.

—Igual que a tí —dijo ella.

Su hijo, Nicolás, estaba bailando con Melina. Su padre, estaba bailando con Susana Reeves, que había llegado con su sobrino Daniel, el marido de Jimena.

Pedro asintió. Ella bebió un sorbo de vino y lo miró. Esa noche llevaba una camisa de seda de color beis, unos vaqueros de color negro y unas botas y estaba muy sexy. Paula retiró la pierna de la silla. Gracias a que se había aplicado hielo y se había tomado una aspirina, le dolía menos que antes. Y estaba agradecida por ello.

La Danza Del Amor: Capítulo 11

Miró a Paula y después a Abril. ¿Cuántas veces expresaba su hija lo que deseaba hacer? Él le soltó la mano.

—Bien —dijo sin mirar a Paula. Era evidente que la mujer se encontraba bien y, además, si pasaba algo él estaría muy cerca—. Una hora —le advirtió a su hija—. Y después iremos a casa a ver a Nicolás.

 Abril lo miró y asintió. Él se volvió, para detenerse en seco cuando Paula lo agarró del antebrazo.

—Gracias.

Él no quería que le diera las gracias. Y tampoco quería sentir cómo reaccionaba su cuerpo cuando ella lo tocaba.  Era el mes de julio. Lo único que quería era sentir lo menos posible para superar el mes y pasar otro año sin su esposa antes de que el mes de julio llegara otra vez. Se giró y Paula retiró la mano.

—Si se pone pesada, grita.

 Paula sonrió.

—Estoy segura de que no será el caso —le guiñó el ojo a la pequeña.

Su niña tímida estaba fascinada. Él deseaba poder alegrarse por ello.

— Una hora —repitió, antes de alejarse del granero.

Paula contuvo un suspiro y miró a la niña, asegurándose de que la inquietud que le provocaba ese hombre no se mostraba en su rostro.

—Entonces, señorita Abril, ¿Cuántos años tienes?

—Seis.

La respuesta fue tan suave que Paula tuvo que inclinarse para oírla.

—Seis —le ofreció la mano y se alegró al ver que Paula la agarraba—. ¿Y en qué curso estás? ¿En sexto?

Abril negó con la cabeza.

—Sexto es para los niños mayores. Yo soy pequeña.

—Ah, ya. Entonces tú debes de ir a la guardería.

—¡No! Estoy en primero.

—Ah, claro —Paula se llevó la mano al pecho—. Tonta de mí. ¡A lo mejor tengo que volver a la escuela! —miró hacia donde estaban las mantas y las colchonetas—. ¿Quieres entrar en mi cuarto de juegos?

Abril asintió.

La pequeña se quitó los zapatos para pisar las colchonetas y Paula sonrió.

—¿Te gusta la música?

Abril asintió.

—¿Sabes qué tipo de música te gusta?

Abril se acercó al equipo de música y lo encendió.  Rachmaninov comenzó a sonar.

 —Me gusta esto —dijo la niña.

Paula se rió y bajó el volumen.

—Muy bien —le tocó la nariz con el dedo—. Cariño, tú y yo nos vamos a llevar muy bien.

 Y Abril sonrió.  Por fortuna, al menos un miembro de la familia Alfonso no se había olvidado de cómo hacerlo.



—¿Otra ronda, chicas? —la noche siguiente, el camarero de Colbys se detuvo junto a Paula y las miró.

Eran siete en total porque incluso Andrea, una prima que estaba a punto de dar a luz, había ido desde Sheridan con su familia para pasar el fin de semana. Siete mujeres y ni un solo hombre. Después de todo, era una quedada de mujeres.

—Yo sí —dijo Paula, y las demás repitieron sus palabras.

El camarero sonrió y recogió los vasos. Había una mezcla de copas de martini, botellas de cerveza, refrescos y agua, una mezcla tan variada como la de las mujeres que había en la mesa. Algunas eran primas. Otras esposas de los primos. Pero todas eran amigas. Paula miró al camarero mientras se marchaba. Era viernes por la noche y el local estaba lleno.

—¿Quién es ese chico? —peguntó—. Me resulta conocido.

 Celina se rió.

—Como debe ser. Es Matías Strauss. El hermano pequeño de Santiago Strauss.

Paula guiñó un ojo.

—Es que ya estamos mayores.

—No quiero ni oír esa palabra —intervino Sabrina—. Ayer, Valentina le dijo a Gabriel que no iba a casarse hasta que no fuera tan mayor como nosotros. Mira lo que dicen los pequeños.

Paula no pudo evitar reírse. Sabrina era un año más joven que ella. Y aunque su marido, Gabriel, era diez años mayor que ella, no entraba en la definición de viejo. El hombre trabajaba como sheriff y era atractivo como el pecado.  La verdad era que todas las mujeres que estaban allí tenían maridos muy simpáticos y atractivos. Paula era la única que no estaba casada y que no tenía familia. Y a veces se sentía mal por ello.

—¿Cuándo se supone que va a llegar Melina? —era una de las primas que no estaba casada. Trabajaba de enfermera y tenía veinticinco años. El resto eran todas más jóvenes, entre veinte y tres años.

 —Melina dijo que estaba cambiando turnos en el hospital — contestó Analía. Era ginecóloga y la esposa de Rafael, uno de los primos de Paula y hermano de Melina—. Sigue en el turno de noche.

—Bueno —Paula miró a Andrea, tenía las manos sobre su vientre abultado—. Supongo que, si Andy se pone de parto, estará bien tener a una ginecóloga entre nosotras. Cuando llegue Meli, tendremos todo un equipo médico.

—Me faltan dos semanas —dijo Andrea—. No voy a tener el bebé este fin de semana. Brody no me lo perdonaría. Tuve que emplear todas mis armas de mujer para conseguir que aceptara que viniéramos.

—Eso significa que a pesar de estar embarazada todavía tienes armas de mujer —dijo Jimena,  la hermana de Andrea.

—Como si Daniel y tú no hubiesen disfrutado hasta justo antes de que llegara Tomás.

 —Probablemente, el sexo apasionado es lo que provocó que me pusiera de parto —dijo Jimena con picardía, y todas se rieron.

La Danza Del Amor: Capítulo 10

—Viene de allí —susurró Shelby, señalando hacia el granero.

 Pedro sabía lo que había en el granero porque había guardado allí parte del material que necesitaba para el proyecto de ampliación.  Al pensar en Paula renqueando hasta el granero, se puso nervioso.  Dejó la caja de herramientas y la bolsa de Abril sobre un montón de maderas y agarró la mano de su hija.

—Vamos.

Ella lo miró asombrada, pero lo siguió hasta el granero.  La puerta estaba abierta y el volumen de la música era ensordecedor. Al entrar, estuvo a punto de parársele el corazón. Paula estaba tumbada boca abajo sobre una de las mantas azules. Blasfemó en voz baja. Tenía que haber pensado en evitar que Abril entrara allí.

—Quédate aquí —le dijo, y se acercó a Paula.

Se agachó a su lado y el recuerdo del día en que encontró a su esposa inconsciente invadió su cabeza. Se le formó un nudo en el estómago y comenzó a temblarle la mano cuando se disponía a tocar la cabeza de Paula.

—Paula…

Ella giró la cabeza de golpe.

—¡Pedro! —lo miró asombrada.

 Pedro se sintió aliviado. Y las náuseas desaparecieron. Sólo le quedaba un sentimiento de rabia.

—Maldita seas, Paula. ¿Qué diablos estás haciendo?

 —Ensayar —dijo ella con frialdad—. No es asunto tuyo.

Se levantó a cuatro patas y él pudo ver como el sudor cubría su rostro y sus hombros desnudos.

—¿Ensayar? Si anoche no podías ni subir por la escalera.

—Eso era anoche —estiró las rodillas y levantó en trasero con las manos apoyadas en el suelo—. Si no te importa, me gustaría terminar de estirar — agachó la cabeza y rozó la alfombra con el cabello.

Él se pasó la mano por el rostro y se sentó en el suelo. La imagen de Brenda retorciéndose de dolor y suplicándole que él la ayudara invadió su cabeza. También la de Paula, ágil y flexible, mirándolo con ojos seductores. Aunque estaba delgada, su cuerpo mostraba que era una mujer fuerte y con un cuerpo escultural.

 —¿Papá?

Él se volvió, sintiéndose como un niño al que han pillado mirando algo prohibido, y Paula levantó la cabeza de nuevo. Él estaba acostumbrado a oír los susurros de su hija, pero no comprendía cómo Paula había podido oírla con la música tan alta.  Ella se enderezó despacio y su mirada se volvió cálida al ver a la niña. Miró a Pedro de forma inquisitiva, atravesó la alfombra y apagó elequipo de música.

—¿Quién es esta niña? —preguntó ella mientras se acercaba a Abril.

 Abril miraba a Paula mientras abrazaba el conejito contra su pecho.

Pedro se puso en pie. A pesar del dolor que había visto en el rostro de Paula el día anterior, su manera de moverse le indicaba que no había tantos motivos para preocuparse.  Ella se movía con la suavidad del agua sobre las rocas. Y observarla resultaba cautivador. «Maldita sea», pensó él.

—Ésta es mi hija, Abril —se dirigió hacia ella—. Y vamos a dejarte tranquila.

Paula lo miró un instante y se colocó detrás de su hija para cortarle el paso. Después, se agachó para ponerse a la altura de Abril.

—Soy Paula —le dió la mano como si saludara a un adulto—. Y me alegro de conocerte, Abril.

Abril pestañeó una pizca y extendió la mano. Paula sonrió y se la estrechó.

—¿Y éste quién es? —preguntó tirando de la oreja del conejo.

—Bugsy —contestó Abril, tan deprisa que Pedro se sorprendió.

—Hola, Bugsy —Paula saludó al conejo y le estrechó un pata—. Estoy segura de que Abril y tú son buenas amigas.

Pedro sintió un nudo en la garganta.

—Vamos, Abril. Tengo que trabajar un poco antes de que el abuelo regrese con Nicolás —le dió la mano y trató de rodear a Paula para salir.

 —¿Has venido a trabajar? —Paula se enderezó y le bloqueó el paso otra vez.

—¿Para qué iba a venir si no?

Ella parpadeó y él recordó cómo se había sentido al llevarla al sofá la noche anterior. Y cuál había sido su aspecto. También, cómo la había mirado, igual que en esos momentos. Agarró la mano de Abril.

—Vamos, cariño.

—Espera —Paula lo llamó—. ¿Qué va a hacer Abril?

—Ha traído libros y juguetes.

—Puede quedarse conmigo —sugirió Paula—. Podemos conocernos —sonrió a Abril.

—Estará bien conmigo —dió otro paso hacia delante, pero la resistencia que sintió en la mano fue tan inesperada que miró a su hija.

—Quiero quedarme.

 Pedro apretó los dientes con fuerza.

—Paula está trabajando —dijo él—. Y no tiene por qué hacer de niñera.

 Abril bajó la vista y se puso seria.

—Abril puede decidir lo que quiere hacer —dijo Paula—. Y yo se lo he ofrecido —pasó la mano sobre su cabeza, después hacia un lado e hizo un plié—. Además, mi trabajo ha terminado por hoy.

 Él no quería aceptar. No era algo completamente lógico. A él no le importaba que Abril pasara tiempo lejos de él. Iba al colegio. Y al campamento de verano. Incluso en alguna ocasión había pasado la noche en casa de Camila Pope. Pero no quería que pasara tiempo con Paula Chaves.

La Danza Del Amor: Capítulo 9

Paula sabía que el resto de su familia no tardaría mucho en ir a verla. Por un lado, era como si hubiese anunciado su llegada por megáfono en el centro del pueblo, ya que la noche de su llegada había pasado por Colbys Bar & Grill. Y aunque había hablado con la mayor parte de su familia por teléfono para asegurarles que se las arreglaba bien sola, pronto empezaron a llegar visitas. Primero sus abuelos para llevarle café y bollos de canela que habían comprado en el trayecto desde el Double-C.

Gloria y Alberto Clay no era los abuelos de Paula. Paula  los recordaba casados desde siempre, pero sabía que antes de su matrimonio Alberto ya había criado a cinco hijos y Gloria había criado a Alejandra y a Mariela, su hermana gemela. Para los Clay, la familia era la familia. Y el amor, el amor. Así de sencillo. Así que Paula se calló y no protestó cuando Gloria, que era una enfermera retirada, hizo comentarios acerca de su rodilla, ni tampoco cuando Alberto, la acusó de haberse comido un bollo entero.  Espaguetis la noche anterior.  Y un bollo de canela esa mañana. Tendría que entrenar durante horas para calmar su conciencia.

Después, antes de que Gloria y Alberto se marcharan, Sabrina Scalise, una de las primas de Paula, apareció con sus tres hijos. La casa se fue llenando de gente a medida que avanzaba la mañana. Y aunque Paula se alegraba de verlos a todos, no podía evitar echar de menos el ruido de las herramientas que Pedro había estado utilizando el día anterior. Esa mañana no había pasado por allí. ¿Debido a cómo habían reaccionado cuando él le llevó los espaguetis? ¿O por algo que no tenía nada que ver con ella?

—Entonces nos veremos mañana por la noche en el Colbys? —dijo Sabrina desde la puerta, mientras vigilaba a Valentina y a Karen, sus hijas de trece años, que estaban en el jardín cuidando de su hermano Bruno, que sólo tenía cuatro—. Una noche de chicas —ya había quedado con el resto de sus primas para verse en el pueblo—. Nos pondremos al día de todo y beberemos hasta que nos tengan que llevar a casa. ¿Les parece bien?

—Estupendo —Paula contestó con una sonrisa a la vez que miraba hacia el camino en busca de una camioneta de color azul oscuro.

 —¿Estás segura de que no quieres que vengamos a buscarte?

—He venido conduciendo desde Nueva York — le recordó Paula—. Creo que podré llegar al pueblo desde aquí.

—Y no puedo creer que hayas alquilado un coche para venir —contestó Sabrina—. Habría sido más rápido venir conduciendo.

Paula se encogió de hombros.

—Me gusta conducir —no era que no le gustara volar, pero había pensado que le sentaría bien conducir durante horas para poder pensar y olvidarse de lo que dejaba atrás.

 Por un lado, había tenido éxito.  Ya era capaz de pensar en el cerdo canalla sin desear romper algo. Su cara, por ejemplo. Por otro lado, no había conseguido nada.  Porque seguía sin saber qué iba a hacer con su vida si no podía continuar siendo bailarina.

—Nos veremos mañana por la noche —contestó Sabrina, negando con la cabeza como si no pudiera comprender la decisión de Paula.

 Paula asintió, esperó a que metiera a los niños en el coche y los despidió con la mano. Después, permaneció un rato mirando a ver si aparecía Pedro. Al cabo de un rato decidió que aquello era ridículo y se marchó de allí. Por la mañana se había vestido con la ropa de entrenar. Después de pasar la noche en el sofá con la rodilla en alto se encontraba mucho mejor y había sido capaz de subir por las escaleras sin casi dificultad.  Llenó una botella de agua, agarró el teléfono móvil y se dirigió al granero que estaba cerca de la casa.  Allí era donde su padre había montado un pequeño gimnasio para que hiciera la rehabilitación cuando tenía doce años y ni siquiera podía caminar. Todo el equipo seguía allí, junto a la pista de baile portátil que había instalado ella diez años antes.  Había un equipo de música viejo, mantas y toallas. Al sacar una, percibió que olían a limpio, lo que probablemente significaba que Alejandra seguía utilizando aquel espacio como lugar de entrenamiento. Encendió el equipo de música, metió un CD de los que había en la estantería y estiró una manta frente al espejo que cubría la pared.  Entonces, se puso a trabajar con música new age.

Era la música lo que llamó su atención. En concreto, fue lo que llamó la atención de Abril y Pedro no pudo ignorarla porque suponía que algo tenía que ver con la bailarina.  De algún modo dudaba que Miguel Chaves fuera el que estaba escuchando música clásica.  Había tenido una mañana muy ocupada y, además, la monitora del campamento de verano al que asistía Paula se había puesto enferma y había cancelado las actividades. Horacio tenía una reunión en Alcohólicos Anónimos en Braden y después tenía que ir a Cheyenne a recoger a Nicolás que llegaba en avión desde Princeton. En cuanto Pedro paró la camioneta junto a la casa, Abril  salió con Bugsy, el conejo, en la mano.

—¿Qué es eso? —preguntó girando la cabeza en dirección a la música.

—Parece música —agarró la bolsa de libros y juguetes que había llevado para que estuviera entretenida y sacó la caja de herramientas—. Vamos —le acarició la cabeza—. Estoy trabajando en la parte trasera de la casa.

jueves, 24 de enero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 8

El dolor de su rostro había sido tan evidente como el blanco de sus nudillos en el momento de levantarse en la escalera. Su hermano no estaba allí para cuidar de ella, pero al menos ya tenía comida entre las manos y un sofá bajo el trasero. Pedro se había fijado en que tenía el teléfono móvil en la mesa, a su alcance. Y eso significaba que podría localizar a su familia con facilidad. No había motivos para quedarse allí. Pero sus pies no se movían hacia la puerta. De pronto, se encontró sentado a su lado en el sofá. Y deseó haber tenido el sentido común de sentarse en la silla que estaba junto al sofá. Apartó la vista del pedazo de piel que quedaba al descubierto en donde se cruzaba el batín a la altura del escote. Se llevó la mano al cuello al sentir la presión de la camiseta y cerró el puño. Era el mes de julio. El aniversario de la muerte de su esposa se cernía sobre él como un espectro cada vez que respiraba. ¿Qué diablos hacía fijándose en los atributos de la hija del vecino? Se disponía a levantarse del sofá cuando ella estiró la mano y le agarró el brazo.

—Espera.

¿Cuándo había sido la última vez que lo había tocado una mujer? Nada más pensar en ello, Paula retiró la mano para sujetar el plato que se balanceaba en su regazo.

 —Lo siento —miró el tenedor lleno de espaguetis—. Es un rollo comer sola.

—Supongo. No he comido solo desde hace mucho tiempo.  Ella lo miró un instante.

 —¿Vives con tu padre y con tu hija? —se metió el bocado en la boca.

 Él se percató de que la estaba mirando. La bailarina tenía buen apetito.

 —Sí —contestó él—. Solemos estar juntos a la hora de la comida — deseaba haber tenido tanto cuidado en ese aspecto cuando su mujer estaba viva.

 Paula tragó y se lamió la comisura de los labios.  Pedro sintió un potente impulso de escapar. La puerta abierta no era suficiente para enfriar el ambiente. Se puso en pie.

 —Necesitas algo de beber.

 —No hace falta que esperes a que acabe.

Pero él ya se había marchado a la cocina. Sacó un vaso del armario y abrió el grifo. Miró hacia atrás a través de la puerta. Sólo podía ver la parte trasera de su cabello rubio. Llevaba la melena suelta y su color era tan pálido como la luz de la luna. Al sentir que el agua se derramaba sobre su mano, cerró el grifo, se secó en la camiseta y llevó el vaso al salón. Lo dejó sobre la mesa de café y se sentó en la silla que estaba junto al sofá.

Paula jugueteó con el tenedor, intentando no mirar a Pedro con demasiada atención. Temía que, si lo hacía, lo asustaría. Y aunque no estaba segura de querer compañía, y menos cuando le dolía tanto la rodilla que se sentía enferma y deseaba tomarse las pastillas que estaban en la habitación del piso de arriba, no quería hacer nada que provocara que se fuera.

 —Tu padre es un buen cocinero —se llevó un bocado a la boca.

 —A veces —Pedro esbozó una sonrisa—. Pero lo hace mejor que yo, así que estamos contentos.

Paula se echó hacia delante para recoger el vaso de agua y notó que él la miraba. En ese mismo instante, ella notó que se le abría un poco el batín a la altura del escote.  Ella no era una exhibicionista. Así que no tenía motivo para sentarse más despacio de lo que debía. Ningún motivo. Pero fue lo que hizo. Se sentó despacio, y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. No sabía cuánta piel estaba mostrando, pero el no saber la excitaba tanto como la mirada atenta de Pedro.

Nada más sentarse, él posó la mirada en su rostro sin mirarla a los ojos. Ella respiraba de manera entrecortada y el roce de la tela contra su piel desnuda le pareció tremendamente erótico. Bebió un sorbo de agua, y notó que sus pezones se endurecían hasta provocarle dolor. El tipo de dolor que sólo podía calmar las caricias de un hombre.  Las caricias de Pedro.  Él se fijó en los dedos largos de Paula y, al verlo, ella se sonrojó. Levantó el vaso de agua y se lo bebió de golpe.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Weaver?

—Año y medio.

—¿Gonzalo me dijo que eres arquitecto? ¿Trabajabas en Denver?

Él asintió.

No continuó la conversación. Lucy no estaba acostumbrada a sentirse cohibida. Solía sentirse cómoda entre la gente y siempre encontraba algo de qué hablar. Miró a Pedro Alfonso, que todavía llevaba la alianza de matrimonio a pesar de su viudez, y sólo se le ocurrieron preguntas que no se atrevía a realizar. Además, percibía que la atracción que sentía era mutua. Se humedeció los labios.

—¿Qué te trajo de Denver a nuestro pequeño Weaver?

Su mirada se oscureció un instante. Pedro miró hacia la puerta como si deseara salir de allí tanto como ella había deseado ir a buscar los calmantes que odiaba tener que tomar, antes de que su rodilla fallara mientras estaba subiendo por las escaleras.

—Mi esposa nació aquí —contestó con brusquedad y se puso en pie—. Tengo que irme —se dirigió hacia la puerta y le preguntó—: ¿Necesitas algo?

Ella pensó en el frasco de calmantes que había intentado subir a buscar al ver que la dosis habitual no le había hecho ningún efecto.

—Estoy bien —dijo con sinceridad.

Finalmente había descubierto qué era lo que se ocultaba tras la solemnidad de su mirada.  ¿Y qué era una lesión de rodilla comparado con un corazón roto?

La Danza Del Amor: Capítulo 7

—¿Ah, sí? —preguntó Pedro—. La he visto de pasada.

—¿Y vas a llevarle comida? —añadió Horacio, como si no pudiera creer lo que veía.

—A lo mejor es que no quiero comer pasta durante los próximos cuatro días —contestó Pedro—. Has preparado comida para un regimiento.

—No tiene sentido cocinar para una sola comida cuando cuesta el mismo trabajo cocinar para dos.

 Pedro negó con la cabeza.

—No te olvides de colgar los dibujos de Abril en la nevera —dijo él, y se puso en marcha antes de que su padre pudiera decir nada más.

Oscureció durante el trayecto al Lazy-B, pero Pedro había recorrido el camino suficientes veces como para conocer cada bache y cada agujero. Veinte minutos más tarde, detuvo la camioneta frente al rancho de los Chaves. De pronto, empezó a preguntarse qué diablos estaba haciendo allí. Los Chaves eran parientes de la familia Clay y, por muy antisocial que él fuera, sabía que había muchos por la zona. Si ella necesitaba que alguien la cuidara, tendría algún familiar que pudiera hacerlo. Se pellizcó el puente de la nariz. La bailarina había dejado la puerta abierta, probablemente para que entrara el aire del anochecer, y él podía ver la cocina a través de la mosquitera. Blasfemó en voz baja. Ya que estaba allí le parecía ridículo darse la vuelta y marcharse. Así que agarró los espaguetis y se dirigió a la puerta.  Cuando se disponía a llamar vió la pierna de Paula estirada en la escalera. En lugar de llamar, abrió la puerta y entró corriendo, tratando de recordar lo que recordaba sobre primeros auxilios. Pero en lugar de encontrarse una mujer herida, se encontró con que Paula lo miraba desde el escalón en que estaba sentada.

—¡Pedro! —se alisó el batín que llevaba y se agarró a la barandilla que le quedaba a la altura de la cabeza—. ¿Qué diablos estás haciendo?

—Pensaba que te habías hecho daño.

Ella se quedó paralizada durante un instante.

—Gracias por preocuparte pero, como verás, no he hecho nada nuevo —agarrándose a la barandilla tiró de sí misma para ponerse en pie con un suave movimiento que disimulaba su lesión de rodilla.

 Pero Pedro había visto que sus nudillos se ponían blancos a causa de la fuerza que tenía que hacer para desplazarse una pizca. Dejó los espaguetis sobre la mesita que había contra la pared y se acercó al pie de la escalera.  Ella separó los labios un poco y enseguida se puso seria.

 —No estoy tan mal. Y mi habitación está arriba.

Él se acercó a ella y la tomó en brazos para llevarla hasta el salón.

—No me gusta que me lleven en brazos —murmuró cuando la dejó sobre el sofá.

 Él todavía podía sentir el tacto de la tela del batín de seda sobre la piel de su mano, pero puso una mirada neutra.

—Eres bailarina profesional. ¿No te llevan en brazos todo el rato?

—No es lo mismo —se apretó el cinturón del batín y se cubrió las piernas con la tela, llegando a taparse los pies.

 Él se fijó en que los tenía estrechos, con el arco pronunciado y las uñas pintadas de color rosa claro. Se enfadó consigo mismo.  No podían interesarle los pies de nadie.

 —Me las estaba arreglando muy bien —dijo ella.

—Eso era evidente —dijo él, mientras cruzaba el salón para buscar los espaguetis—. ¿Dónde está tu hermano?

 No había visto la camioneta de Gonzalo estacionada junto al granero. Aunque era cierto que Gonzalo no había pasado mucho tiempo en el rancho durante las semanas que Pedro había estado allí trabajando.

—Ha ido a devolver mi coche de alquiler y después se ha ido al pueblo.

 —¿Va a regresar?

—Es un hombre adulto. Estoy seguro de que sabrá volver a casa cuando quiera —levantó la mano—. Y no he venido a casa buscando que me ayudara, ni él ni nadie de mi familia que quisiera asignarse el puestode niñera.

—A lo mejor deberías haberlo hecho —dijo él—, ya que no puedes subir y bajar por las escaleras — le mostró el recipiente con comida—. Mi padre te envía la cena —era más fácil mentir que decir la verdad.

Aunque ni siquiera él sabía por qué había ido al Lazy-B aquella tarde.

 —Sí que puedo subir las escaleras —se defendió—. Y tu padre es muy amable, pero no era necesario.

Él se encogió de hombros y se dirigió a la cocina.

—Sólo es un gesto de buenos vecinos. Y no has visto que mi padre ha cocinado para todo un regimiento —dijo de camino.

Había estado en casa de los Chaves más de una vez. Sobre todo porque no había encontrado manera de rechazar las invitaciones de Alejandra para que se tomara un café o se quedara a comer. Aun así tuvo que abrir más de un armario para encontrar los platos. Sirvió una ración de espaguetis en uno de ellos y guardó el recipiente de plástico en la nevera. Buscó unos cubiertos y regresó al salón. Le entregó el plato a Paula.

 —Herirás su sentimiento si no te lo comes — otra mentira.

 Ella agarró el plato y dijo:

—Repito que es un detalle por su parte, pero puedo cuidar de mí misma.

—De acuerdo —él se agachó para retirarle el plato.

 Ella soltó una carcajada y se lo impidió.

—No soy tan tonta como para rechazar un plato de comida cuando está delante de mis narices — sonrió—. Y menos si no he tenido que cocinarlo — lo miró un instante—. ¿Vas a quedarte ahí mirando mientras como o te vas a sentar?

 Ya había hecho lo que había ido a hacer. Entregarle la comida y olvidar la preocupación constante que se había instalado en su cabeza desde que la había visto en el cortacésped ese día.

La Danza Del Amor: Capítulo 6

—Una mamá —señaló el dibujo—. Tengo un bebé en brazos. ¿No lo ves?

—Ah, claro —su hija no sabía el dolor que le producían suspalabras. Ella apenas tenía tres años cuando Brenda falleció—. Ahora sí lo veo.

La niña retiró el papel.

—Camila ha dibujado un caballo —dijo en voz baja—. No puede ser un caballo de mayor —se rió.

Pedro sonrió y le acarició el cabello. Miró otro de los dibujos y preguntó:

 —¿Y éste otro? — aparecía la misma figura rodeada de varias más pequeñas.

—Una profesora.

—Ah, claro.

Movió la cabeza para ver el tercer dibujo. Por algún motivo, enseguida supo lo que era. Quizá por la diadema que llevaba o por la forma en que estiraba los brazos por encima de la cabeza. O quizá porque a Abril siempre le gustaba jugar a que era bailarina.

 —Una bailarina —murmuró él.

 —Ajá —Abril se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla sobre sus manos, en la mesa—. Este dibujo es el mejor. El abuelo dice que los pondremos en la nevera para que Nicolás los vea cuando venga.

—Es un buen plan —Pedro le alborotó el cabello.

Se preguntaba qué pensaría Abril si se enterase de que en el rancho vecino había una bailarina de verdad. Se quedaría fascinada y, tarde o temprano, la bailarina tendría que regresar a su vida normal. Lo último que su hija necesitaba era que otra persona la abandonara.

—El abuelo tendrá la cena preparada enseguida. Ve a lavarte las manos.

—Vale —se bajó de la silla, agarró a Bugsy, el conejito de punto que le había hecho su madre antes de nacer, y salió de la habitación.

Él se pasó la mano por el rostro y miró de nuevo el dibujo de la bailarina. No quería recordar a Paula Chaves. Ella lo estaba pasando mal. Se notaba por su rodilla hinchada y las cicatrices. Se frotó los ojos tratando de borrar la imagen de su cabeza. Pero no consiguió olvidar el dolor que ella sufría.  Se dio una ducha de agua fría, se vistió y se sentó en la cama. Agarró la foto de Brenda que tenía en la mesilla y la miró. Su esposa siempre había sacado lo mejor de la gente. Incluso cuando no había muchas cosas buenas que sacar. Él era un claro ejemplo de ello. brenda tampoco se habría dado media vuelta ante el sufrimiento de alguien aunque hubiese querido.

Se habían conocido a los dieciséis años. Él era el hijo del borracho del pueblo y prefería meterse en peleas que hacer amigos, o no ir a clase por el placer de despreciar el esfuerzo de sus profesores. Ella era la chica nueva del colegio y no lo miraba con cara de lástima. Cuando se sentó a su lado en el comedor, ignorando su cara de advertencia, y le sonrió, él fue hombre muerto. Dos años más tarde, nada más terminar el instituto, ella se quedó embarazada de Nicolás y se fugaron juntos.

Pedro acarició la fotografía intentando sentir el tacto de su cabello. Pero lo único que sentía era el frío del cristal.  Había perdido a su esposa y con ella la armonía que ella había instaurado en su vida. Y por mucho que lo intentara, ni siquiera podía recordar cómo era el tacto de su cabello. Dejó la foto sobre la mesilla y se dirigió al piso de abajo. Abril y su padre estaban sentados en la barra de bar que había en la cocina y la cena estaba servida. Comieron espaguetis y Pedro observó a Abril  mientras los absorbía entre los labios y se reía al ver que su abuelo estaba haciendo lo mismo.  Otra noche más en casa de los Alfonso. No había ningún motivo, excepto el inminente aniversario de la muerte de su esposa, por el que Pedro pudiera sentirse como si se le quedara pequeña la piel.  Pero así era.  Y antes de que su padre y su hija terminaran de comer, se levantó del taburete y dijo:

 —¿Crees que ha sobrado suficiente comida, teniendo en cuenta que Nicolás vendrá muerto de hambre? —se acercó a los fogones para mirar dentro de la olla y comprobó que su padre había cocinado una gran cantidad.

 —Sí —dijo Horacio, mientras absorbía otro espagueti.

Pedro los dejó con su juego particular y sacó un recipiente de plástico. Lo llenó de comida, lo tapó y se dirigió a la puerta.

—¿Vas a darles de comer a los pobres? —preguntó Horacio.

—A los heridos —miró a su padre—. Volveré antes de que sea la hora de acostar a Abril —su hija bajó la vista para que no viera que lo estaba mirando y él se contuvo para no suspirar antes de salir.

Su padre lo alcanzó antes de que pudiera subirse a la camioneta.

—¿Dónde vas?

Pedro dejó el recipiente con comida a su lado en el asiento.

—Me he olvidado algo en casa de los Chaves.

Horacio arqueó las cejas.

—¿Desde cuándo te olvidas de las cosas?

Desde que no podía recordar el tacto del cabello de su esposa.  Pedro arrancó el motor. Volvía a llevarse bien con su padre, gracias a los esfuerzos de Harmony, porque reconocía que Horacio era un buen abuelo. Sin duda, ayudaba el hecho de que había dejado de beber cuando Nicolás era un niño y no había probado una gota desde entonces. Y en el momento en que Pedro se quedó solo, con su dolor y una hija de tres años a la que criar, Stan pasó a formar parte activa de su vida cuando se ofreció ayudarlo.

—Hasta hoy —dijo Pedro—. No tardaré mucho.

Horacio se retiró a un lado y cerró la puerta del coche.

—Supongo que has conocido a la hija.

—¿Qué?

—Cuando fui a recoger a Abril del campamento, oí que ha regresado. Todo el mundo hablaba de que anoche la vieron en Colbys antes de cerrar. Decían que entró prácticamente arrastrándose y que pidió que le sirvieran lo que tuvieran caliente en la cocina.

La Danza Del Amor: Capítulo 5

Con el cortacésped en marcha pasó junto a la pila de madera y herramientas y cortó la hierba que se extendía hasta la valla del picadero donde había montado a caballo por primera vez cuando era una niña. Sólo cuando llegó a la valla y dió la vuelta bajó la pierna que llevaba extendida. Levantó el sombrero para saludar a Pedro, se lo puso de nuevo y continuó cortando la hierba. Por desgracia, el dolor que sentía en la pierna le indicaba que pagaría por el gesto de chulería que había mostrado ante Pedro Alfonso. Como siempre, su orgullo había influido en su caída. Y esa vez, por culpa de un atractivo desconocido que llevaba una alianza en la mano y una mirada de vacío en los ojos.

EL calor de la tarde se había vuelto abrasador. Pedro estacionó la camioneta frente a su casa poco antes de la hora de cenar. Le apetecía darse una ducha de agua fría, tomarse una cerveza y ver la programación deportiva. Aunque estaba muy cansado, guardó las herramientas bajo llave antes de entrar en su casa. Sus vecinos más cercanos eran los Buchanan y estaban a unos ocho kilómetros de distancia. Pero era difícil perder las viejas costumbres. En Denver, si un hombre quería perder sus herramientas, o cualquier cosa que apreciara, lo único que tenía que hacer era dejarlas fuera durante la noche.  Se dirigió a la entrada lateral de la casa, pasando por delante del porche y de la puerta principal que apenas había utilizado desde que se mudó allí. Habría prescindido de todas las pertenencias que tenía en Denver si hubiera podido evitar la pérdida de lo que más le había importado en la vida.  Su esposa.  Cuando entró en la casa, su padre, que tenía sesenta años, levantó la vista del fogón. Horacio llevaba una toalla enrollada en la cintura y removía el contenido de una olla con una cuchara de madera. Era una imagen a la que Pedro todavía le costaba acostumbrarse porque, desde que era pequeño, si Horacio estaba en casa lo único que podía crear eran problemas. Problemas alimentados por el alcohol.

 —Abril está en el comedor —dijo el padre—. Estaba esperando a que regresaras como si fuera un pajarillo para enseñarte lo que ha hecho hoy en el campamento de verano.

Pedro trató de ignorar el sentimiento de culpa que experimentaba al hablar de su hija. Era algo que sentía cada vez que se separaba de su pequeña desde que su madre falleció. Daba igual que tuviera un buen motivo para hacerlo. Que supiera que ella se quedaba contenta al cuidado de Horacio, que resultó ser mucho mejor abuelo que padre, o en el colegio o en el campamento de verano.

Abril y Nicolás eran lo único que le quedaba de Brenda. Su hija merecía criarse con un padre y una madre, tal y como Pedro y Brenda habían planeado desde que se emparejaron en el instituto. Ella merecía lo que Nicolás, su hijo, había tenido. El amor de una madre. «Maldita sea».

Pedro odiaba el mes de julio. El resto del año podía arreglárselas sin ahogarse en el dolor que no conseguía superar. Pero ese mes de julio ni siquiera la idea de que Nicolás regresara a casa el fin de semana para celebrar su veintiún cumpleaños era suficiente para hacerlo más soportable.

 —¿Qué hay en la olla?

—Salsa marinara. El otro día ví la receta en el canal de cocina. He decidido probarla. La serviré con pasta.

 —Suena bien.

—Ya lo veremos —dijo Horacio—. Ya sabemos que si no está rica Nicolás me lo dirá claramente cuando llegue mañana por la noche —gesticuló con la cuchara y manchó la encimera de granito con la salsa—. No te olvides de Abril.

Como si pudiera hacerlo. Pedro se dirigió al comedor.  Su hija estaba sentada en una silla con dos guías de teléfono bajo el trasero para poder llegar mejor a la mesa. Tenía la cabeza agachada sobre unos papeles y, al oír los pasos de Pedro, volvió la cabeza para mirarlo. Él percibió timidez en sus ojos.

—Hola, cariño. ¿Qué estás dibujando?

—Dibujos —se inclinó hacia la mesa como si quisiera esconder lo que había querido enseñarle.

Desde el momento en que perdió a Brenda, Pedro había echado de menos a su esposa. Pero cuando más la echaba de menos era cuando despertaba por la mañana y pensaba, durante un segundo, que su vida seguía completa y que al volver la cabeza la encontraría a su lado. Y en momentos como aquél, cuando estaba con Abril y deseaba que Brenda estuviera allí para ayudarlo a ser el tipo de padre que su hija merecía tener.

 —¿Qué tipo de dibujos? —preguntó mientras se sentaba a su lado.

Ella se encogió de hombros. Llevaba una blusa de color rosa con flores y, durante un instante, la imagen de Paula Chaves apareció en su cabeza. Paula también iba vestida de rosa aquella mañana. Y aquella tarde, cuando conducía el maldito cortacésped.

—¿Puedo verlos? —tocó la esquina de uno de los dibujos.

—Supongo —dijo Abril con un susurro.

Era algo que no sólo hacía con él. El año anterior la profesora del colegio le había dicho que estaban intentando que Abril hablara más alto en clase.

—¿Eres tú? —señaló la figura que estaba en el centro de la página y que tenía el cabello castaño y un vestido rosa muy grande. Detrás había una casa y, en la esquina, un sol enorme.

—Ajá —mostrando un poco más de entusiasmo, Abril apoyó los codos en la mesa y se echó hacia delante.

—Teníamos que dibujar lo que queremos ser cuando seamos mayores —contó—. Camila Pope sólo hizo un dibujo, pero yo dibujé tres.

Camila era la amiga de Abril del jardín de infancia. Y había sido la madre de Camila la que sugirió que a Abril fuera al campamento de verano.

 —¿Por qué tres?

—Porque todavía no sé lo que quiero ser.

—Me parece normal —dijo él. Podría mirar cientos de dibujos al día si con eso conseguía que su hija le hablara—. ¿Y en este dibujo qué eres?

 Ella lo miró extrañada, como si él tuviera que haberlo averiguado.

martes, 22 de enero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 4

—Ja-ja —empujó hacia Gonzalo el pan de molde que estaba en una esquina de la encimera—. Toma. Mantequilla de cacahuete y mermelada—le sugirió—. Solía funcionar cuando tenías diez años — dejó su pañuelo sobre una de las sillas de la cocina y, con la taza de café en la mano, salió de la habitación.

 —Maldita sea, Pau. Caminas como una lisiada.

—Vaya manera de hablar con un paciente, doctor Chaves.

Él puso una mueca.

—No me había dado cuenta de lo mucho que cojeas. Dijiste que era un esguince moderado.

—Por las mañanas me duele más —mintió—. En un mes más, probablemente para cuando regresen papá y mamá, ya estaré bien.

Eso esperaba. Por que si no, todo lo que tenía en la vida, su carrera profesional, habría terminado. Trató de no pensar en ello.

—Puesto que eres muy simpático y vas a ocuparte de devolver el coche de alquiler, esta tarde cortaré la hierba por tí —le dijo a su hermano mientras salía de la cocina. Conducir el cortacésped no empeoraría su rodilla y, de paso, haría alguna actividad al aire libre—. Pero todavía puedes limpiar el estiércol de los establos —le gritó por encima del hombro y sonrió, sabiendo que era una tarea que a su hermano no le gustaba nada.

—Sólo por que seas mucho mayor que yo no significa que puedas darme órdenes —dijo Gonzalo.

Ella dejó de sonreír al llegar a la escalera que llevaba hasta su dormitorio en la segunda planta. Gonzalo estaba bromeando y ella lo sabía. Pero eso no sirvió para que la realidad fuera menos dolorosa.  Treinta y tres años.  Paula puso una mueca y subió las escaleras despacio. Cada peldaño era una agonía.

 A mitad de tarde, el sol pegaba con fuerza. Paula estaba sentada en el cortacésped, con unos pantalones cortos y una camiseta, recorriendo el terreno de hierba que se extendía delante de la casa.  Gotas de sudor le caían por la espalda y sentía calor en los músculos de su cuerpo. Era lo más parecido a entrenar que había sentido en las últimas tres semanas.  Llegó al borde del césped y se volvió para cortar la última franja de hierba que quedaba delante de la casa. Echó la cabeza hacia atrás, levantando el ala del sombrero, y entornó los ojos al sentir el brillo del sol. Olía a hierba recién cortada, a aire fresco y a verano. En esos momentos, tenía la sensación de que el principio de la temporada de ballet quedaba a años de distancia y cualquier cosa le parecía posible. «¿Incluso bailar?», susurró una vocecita en su cabeza. Ignorando la voz, miró de nuevo hacia delante y se colocó el sombrero para cubrirse los ojos del sol antes de dirigirse hacia el lateral de la casa.

Cuando había bajado un rato antes, después de hablar por teléfono con su abuela y la mayoría de sus primas, Gonzalo no estaba por ningún sitio. Su hermano había sacado el cortacésped del cobertizo y lo había llevado junto a la casa y también había llevado la camioneta hasta el granero.  Por fortuna, algunas cosas no cambiaban nunca.  Para su hermano Gonzalo, caminar no tenía ningún sentido siempre que pudiera moverse de otra manera. Puesto que no había rastro de su coche alquilado, Paula supuso que ya estaría de camino a Braden. Algo que tampoco había cambiado eran los macizos de flores que su madre tenía alrededor de la casa. Repasó los bordes con el cortacésped.  Y eso también le resultó agradable.  El sol. El sudor. Los pequeños detalles de su vida que permanecían igual a pesar de que ella lo había cambiado mucho tiempo atrás por las barras de ballet, los ensayos y el calor de las luces del escenario. Llegó a la parte trasera de la casa. Allí, había algo que no era una constante. El hombre que estaba de espaldas a ella, golpeando aquí y allá con una maza pesada. Después agarró una pistola de clavos y empezó a utilizarla a toda velocidad. Ella no era la única que estaba sudando. Podía ver el sudor en su nuca y en la parte trasera de su camiseta de algodón, provocando que la tela se ciñera aún más a su espalda musculosa. Mientras lo observaba, él se pasó el antebrazo por el rostro y se volvió para mirarla.  Paula notó que se le secaba la boca.

—¿Necesitas algo? —preguntó él, gritando para que la oyera a pesar del ruido del cortacésped.

Ella negó con la cabeza. Debía ser ella quien se lo preguntara. Estaba trabajando mucho más que ella. Quizá necesitaba agua o algo. Pero no consiguió pronunciar palabra. Él frunció el ceño al ver que el silencio se alargaba y ella tragó saliva.

 —Tiene buen aspecto —dijo al fin, y se alegró de que él no pudiera saber con seguridad si el color de su rostro se debía al sol o a la vergüenza.

Él tenía buen aspecto. Era alto y musculoso. Sin duda, era muy atractivo, y eso que ella estaba acostumbrada a estar rodeada de hombres en plena forma. Incluso Marcos, el cerdo canalla, tenía un cuerpo escultural. Por supuesto ninguno de esos especímenes llevaba un cinturón de herramientas pesado ni habría sabido qué hacer con cualquiera de los útiles que contenía. Casi le resultaba vergonzosa su manera de reaccionar ante toda esa virilidad. Y sobre todo cuando todavía estaba dolida por la infidelidad del cerdo canalla. A la luz del sol pudo ver que los ojos de Pedro no eran de color verde oscuro, sino una mezcla de verde y dorado. Y, al ver que él volvía a centrarse en el tema de la construcción, se sintió aliviada.

—Va saliendo.

Era un hombre de pocas palabras. Ya lo había comprobado aquella mañana, cuando él la saludó de mala gana.

Ella tampoco estaba interesada en charlar. Ni siquiera con la única persona que había conocido capaz de provocar que se le secara la boca, aparte del director artístico de la primera compañía de ballet que le había ofrecido un papel. En aquel entonces, ella tenía diecinueve años y vivía para el ballet como si no hubiera nada más en la vida. Se colocó el sombrero y llevó la mano al acelerador. Al ver que él la miraba de nuevo, dudó un instante.

—¿Deberías estar haciendo eso? —preguntó él—. ¿Montando ese trasto?

 —¿Por qué no? —preguntó ella a la defensiva.

 Él la miró de arriba abajo y ella tuvo que contenerse para no taparse las cicatrices de la rodilla. Algo que nunca había sentido necesidad de ocultarle a nadie.

—Soy perfectamente capaz de utilizar el cortacésped. Llevo haciéndolo desde que era una niña.

 Él arqueó las cejas como si no la creyera.

—Ya he cortado la parte delantera.

 —No quería decir que fueras incapaz. Sólo que pareces demasiado…

 —¿Débil? Puedo hacer todo lo que hacía antes de hacerme el esguince de rodilla.

Estiró el pie como si llevara las zapatillas de ballet en lugar de unas deportivas sucias y estiró la pierna hacia la nariz de Pedro. No sabía si él frunció el ceño porque estaba sorprendido o porque le disgustaba el color de su rodilla, pero ella no se dejó llevar por el calificativo débil y apretó el acelerador.

La Danza Del Amor: Capítulo 3

—Le pediré a alguien que me traiga —dijo, al mismo tiempo que empezó a oírse el sonido de una herramienta—. Pedro ha empezado muy temprano.

—¿Cuándo suele empezar?

Su hermano se encogió de hombros.

—Depende —miró la hierba que estaba pisando y puso una mueca—. Tenía que haberla cortado hace una semana.

 —¿Y por qué no lo has hecho? —lo golpeó en las costillas con un dedo, provocando que él saltara hacia un lado—. Que tengas vacaciones en la universidad no significa que puedas dejar las tareas de lado.

—Hablas como papá, Pau —con la taza en la mano, subió los escalones del porche—. Suponía que habrías cambiado después de todos esos años en Nueva York.

—Y tú parece que no has espabilado tanto como deberías después de pasar tres años en la universidad —lo siguió al interior de la casa y cerró la puerta. El ruido de la herramienta disminuyó—. ¿Cuánto te falta para terminar?

Estaba estudiando los cursos preparatorios de Medicina. Gonzalo se dirigió hacia la cocina y dejó las llaves sobre la encimera de granito.

—Un montón de tiempo —se terminó el café de Paula y dejó la taza vacía junto a las llaves, antes de abrir la nevera de acero inoxidable.

Al igual que la encimera, era diferente a la que ella recordaba de la infancia. Sus padres no habían ampliado la casa hasta entonces, pero sí que habían hecho mejoras.

Paula pasó la mano por la encimera y miró por la ventana que había encima del fregadero. Podía ver el cabello castaño de Pedro, pero no el resto de su cuerpo.  Atravesó la habitación. Desde allí pudo ver cómo cortaba un trozo de madera después de medirla y memorizó el movimiento de sus músculos bajo la camiseta blanca que llevaba. Entonces, él volvió la cabeza y la miró a través de la ventana, como si supiera que había estado observándolo. Notó que se le aceleraba una pizca el corazón, sonrió y lo saludó con la mano antes de darse la vuelta con naturalidad. Gonzalo estaba mirándola mientras se comía, sin calentarlas, las sobras de la carne que había cenado ella la noche anterior.

 —Y, en realidad, ¿A qué has venido, Pau?

—A dar una vuelta.

Él no parecía convencido por sus palabras y su duda ayudó a aliviar el sentimiento de culpabilidad que tenía Paula por no haberle contado a sus padres todos los detalles de su repentino viaje desde Nueva York a Wyoming. Si no conseguía convencer a su hermano pequeño de que todo iba bien, no podría convencer a sus padres.

Alejandra  y el padre de Paula habían emprendido las vacaciones de su vida dos semanas antes y ella había evitado contarles la gravedad de su lesión para que no retrasaran el viaje.  Tampoco les había contado cuál había sido el motivo que había provocado la caída con la que se había lesionado. ¿Qué habría ganado contándoles que había pillado a Marcos, el hombre con el que vivía, trabajaba y creía que amaba, con Natalia, una nueva bailarina, en la cama?  Conociendo a su padre, habría querido matar al hombre con el que su hija había estado viviendo dos años.  Tampoco le había contado a su madre que la caída que había provocado que tuviera que llevar una férula en la rodilla durante tres semanas, que no pudiera realizar la gira de verano y que se había cargado su reputación en NEBT, había ocurrido tras descubrir el incidente. Por supuesto, había omitido también el hecho de que desde entonces se había quedado en casa de su amiga Isabella, que era la encargada de vestuario de la compañía. Sacó una taza limpia y se sirvió otro café. ¿Se sentía culpable por ocultar esos detalles a sus padres? Sí. ¿Tenía algún sentido que se lo contara? No. Ellos habrían insistido en cancelar el viaje de seis semanas por Europa que tenían planeado desde hacía años. Miguel Chaves no solía alejarse del rancho con el que se ganaba la vida y no quería arruinarles el viaje.

—Mi rodilla va muy bien —le dijo a su hermano—. Pero me apetecía venir a casa —lo miró—. Sabes a qué me refiero, por eso pasas aquí todas tus vacaciones de verano. Puesto que no estoy trabajando, ¿Por qué no iba a complacer mis deseos?

—Supongo. ¿Has hablado con alguien desde que llegaste?

Ella negó con la cabeza.

 —Más tarde llamaré a Celina y al resto —Celina Taggart era una de sus primas y vivía en Weaver.

—Si no te llaman a ti primero —dijo Gonzalo, porque eso era lo que sucedería cuando se corriera la voz de que había regresado a casa. Miró por la ventana y añadió—: Parece que Pedro va a terminar la estructura hoy.

Ella no sabía a qué se refería, pero asintió.

—Parece simpático.

—Al menos trabaja bien —Gonzalo abrió de nuevo la nevera y curioseó su contenido—. Solía trabajar en Denver como arquitecto.

Sorprendida, ella miró de nuevo por la ventana.

—No recuerdo que ningún arquitecto haya montado nunca un estudio en Weaver. ¿Tiene ganado en su rancho?

—No creo que haya montado un estudio —dijo Gonzalo—. Sólo hace algún proyecto de vez en cuando. Y sí, tiene algunos animales. Suficientes como para mantenerse ocupado cuando no está construyendo nada — cerró la nevera y la miró—. Supongo que no habrás recibido ninguna clase de cocina últimamente, ¿Verdad?

—¿Es una forma sutil de preguntarme si he aprendido a cocinar mejor porque crees que voy a encargarme de llenarte el estómago?

—Eso esperaba. Lo único que has cocinado alguna vez son brownies y algún desayuno ocasional.

La Danza Del Amor: Capítulo 2

—Mis padres me contaron que habías comprado la casa de al lado.

Él se preguntaba si también le habrían contado que era un viudo antisocial.

 —Sí.

—Es una propiedad muy bonita.

—Supongo —sólo necesitaba un terreno donde poder vivir con lo que le quedaba de familia, ya que permanecer en Denver con todos los recuerdos le había resultado insoportable.

Además, había elegido mudarse a Weaver porque allí era donde había nacido Brenda.  Su padre, Horacio, le había comentado más de una vez durante los dieciocho meses que llevaban viviendo en la casa que Pedro había construido que aquel cambio no era un avance en su vida. Y en esos dieciocho meses Pedro había conseguido mantener al mínimo las relaciones sociales con todos aquéllos que no fueran su familia. El único motivo por el que había aceptado trabajar para Miguel y Alejandra Chaves había sido porque era el mes de julio y sabía que lo mejor era mantenerse muy ocupado en esas fechas. El trabajo en el rancho no era suficiente.  Y perder el tiempo fijándose en la belleza de la hija de su vecino tampoco era estar ocupado.

—Será mejor que me ponga a trabajar.

Ella se agachó para recoger la taza de café.

—Dímelo si necesitas algo.

 Él sonrió y se alejó.

 Esperó hasta doblar la esquina para suspirar.

—Lo único que necesitaba murió hace tres años —murmuró.

Hacía dos años, once meses y dieciséis días, para ser exactos.

Paula se sentó de nuevo en los escalones del porche y sujetó la taza entre sus manos mientras observaba alejarse al vecino de sus padres. Eran las seis de la mañana y el calor de la taza no era suficiente para contrarrestar el aire fresco. Y tampoco para contrarrestar la gélida mirada de Pedro Alfonso. Ella no sabía mucho acerca de aquel hombre excepto por los detalles que sus padres le habían contado. Que era su vecino más cercano, que no socializaba demasiado y que les estaba ampliando la casa. También que era viudo y que vivía con su padre y con su hija pequeña. Después de conocerlo sabía que era alto, delgado y de anchas espaldas. Sus ojos verdes tenían una mirada fría y dolorosa y Paula sabía que sólo había hablado con ella por obligación. Se recolocó el pañuelo sobre los hombros y bebió un sorbo de café antes de mirar hacia el terreno que rodeaba la casa.  Al menos el hombre había elegido un buen sitio para criar a su hija.

Se había acostumbrado a vivir en la Costa Este, pero se alegraba de haberse criado en el Lazy-B. El rancho de ganado pertenecía a la familia desde que su padre era niño, pero la mitad de los animales que pastaban en el Lazy-B llevaban la marca de Double-C, una de lasganaderías más importantes de Wyoming. Pertenecía a la familia Clay. Y también eran familia de Paula gracias a que su abuela Gloria se había casado con el señor Clay, el patriarca de la familia del rancho. Consideraba que su padre había sido inteligente al casarse con Alejandra, la hija de Gloria. No porque Alejandra fuera rica y perteneciera a la familia de Clay, sino porque ella hacía feliz a su padre. Alejandra había ido al Lazy-B un verano para ayudar a Paula  a recuperarse de una lesión de rodilla que provocó que tuviera que ir en silla de ruedas durante meses, y terminó convirtiéndose en la única madre que le importaba.

 Paula se arremangó la pernera del pantalón del pijama y se miró la rodilla que se había lesionado otra vez. Estaba cubierta de las cicatrices que se había hecho durante el paso de los años, pero su lesión de rodilla no le había dejado una cicatriz visible. La tenía hinchada y durante las últimas semanas había adquirido un tono amarillo verdoso.  Una camioneta que entraba en el rancho llamó su atención. Se bajó la pernera del pantalón y observó que se detenía junto a la camioneta azul oscuro de Pedro Alfonso. Dejó la taza de café a un lado y se puso en pie.

—¡Gonzalo!

 Su hermano bajó del vehículo con aspecto malhumorado pero se dirigió hacia ella con una sonrisa.

—Hola —dijo con voz grave. Se parecía mucho a su padre, pero tenía el cabello más oscuro, cortesía de Alejandra—. ¿Cuándo diablos has llegado?

—Anoche. ¿Y desde cuándo eres lo bastante mayor como para estar fuera toda la noche? —preguntó ella mientras él la abrazaba.

—¿Vas a chivarte a nuestros padres?

—No he interrumpido las vacaciones de mamá y papá para decirles que iba a venir hasta que llegué, así que no pienso interrumpirlos para contarle tus travesuras. ¿Has estado con Karina? —Karina Rasmusson había sido la novia de Gonzalo desde el instituto, y cuando él se marchó a la universidad ella se quedó esperándolo en Weaver.

Gonzalo puso una mueca.
 —Esta vez no —se agachó para agarrar la taza de Paula y bebió un trago—. ¿Has venido desde Nueva York en ese coche de alquiler? —señaló con la cabeza hacia el utilitario que estaba aparcado junto a las dos camionetas.

 Ella asintió.

—Tengo que devolverlo esta semana. Hay una oficina en Braden — el pueblo estaba cerca de Weaver y, aunque ambos lugares eran pequeños, entre las dos localidades ofrecían todo lo que los habitantes necesitaban.

—Esta tarde tengo que ocuparme de unos asuntos. Puedo llevarlo si quieres.

 Ella no pensaba rechazar la oferta.

—¿Y cómo volverás si dejas el coche allí?

 Su hermano se encogió de hombros.

La Danza Del Amor: Capítulo 1

Él no esperaba que ella fuera tan pequeña. Pedro Alfonso miró de reojo a la mujer mientras terminaba de abrocharse el cinturón de herramientas. Y a pesar de su pequeña estatura, ella era una mujer con silueta de mujer. El hecho de que se hubiera fijado en cualquiera de las dos cosas, tanto en su estatura como en que fuera una mujer, lo irritaba.

Él no había ido a Lazy-B durante el amanecer de una mañana de julio para fijarse únicamente en la hija de su vecino. Además, se suponía que ella no iba a estar allí. Era bailarina y vivía en Nueva York desde hacía años. O eso había oído él. Sacó la caja de herramientas de la parte trasera de la camioneta y se dirigió al lateral de la casa. Eso significaba que también se estaba dirigiendo hacia ella porque ella estaba sentada en uno de los escalones de la entrada del porche con una taza entre las manos.  Claro que parecía menuda. Prácticamente formaba una bolita.  Él apretó los dientes. Miguel Chaves, su vecino y propietario del rancho, lo había contratado para aquel trabajo en concreto y lo había llamado la noche anterior. Supuestamente quería que revisara su proyecto para construir un añadido en la parte trasera de la casa de dos plantas que pertenecía a la familia Chaves. Pero Pedro sospechaba también que el vecino quería que se enterara de que su hija se disponía a pasar allí el resto del verano. Quizá Miguel pensaba que ella necesitaba que alguien la cuidara, aunque no se lo había dicho a él directamente. Sin embargo, sí le había comentado que ella estaba recuperándose de una lesión de rodilla.

Lo último que Pedro necesitaba era tener que cuidar de alguien. Ya estaba bastante ocupado teniendo que cuidar de su hija Abril. Sólo tenía seis años y era tan tímida que hablaba susurrando, incluso con su propio padre. Era muy diferente a su hermano Nicolás. El hijo de Pedro estaba a punto de cumplir veintiún años y estaba estudiando fuera, pero él recordaba muy bien cómo había sido de pequeño. Mientras que Abril era tímida y delicada, Nicolás había sido muy activo y charlatán.  Pero pensar en sus hijos no hizo que la mujer del porche desapareciera. Pedro no podía dirigirse a la parte trasera de la casa sin decirle nada.  Por un lado, era de mala educación. Él nunca había sido muy formal en las relaciones sociales, pero Brenda, su fallecida esposa, siempre había evitado que se desmarcara demasiado del camino de la buena educación.

Atravesó el camino de gravilla que rodeaba la casa y se dirigió hacia ella. Era rubia.  Y tenía los ojos tan claros como un aguamarina, rodeados por unas pestañas oscuras. Vestía una blusa de tirantes de color rosa y unos pantalones anchos con corazones de color rosa y flores rojas. También un pañuelo alrededor de los hombros.  En el rostro lucía una pequeña sonrisa. En los hombros, parecía que los huesos iban a atravesarle la piel fina. Llevaba el cabello recogido y algunos mechones caían sobre su cuello. No había ningún motivo para pensar que era deslumbrante. Pero lo era. ¿Y por qué él no era capaz de reconocerlo con la frialdad con la que cualquier persona reconocería algo bello?  ¿Por qué diablos tenía que sentir un fuerte calor en su interior si, desde que había perdido a Brenda, lo único que había sentido era un fuerte vacío? Asintió levemente y dijo:

—Pedro Alfonso.

—El señor Alfonso. Lo suponía —ella dejó la taza a un lado y se puso en pie para darle la mano—. Soy Paula. Mis padres me han hablado del trabajo que está haciendo para ellos. Me alegro de conocerlo.

 La piel de su mano era tan pálida como la de sus hombros, su palma estrecha, sus dedos finos y largos.

—Llámame Pedro —tuvo que hacer un esfuerzo para estrecharle la mano, ya que en su cabeza permanecía la imagen de su fallecida esposa agitando su cabello rojizo y diciéndole, adelante.

—Intentaré no molestarte demasiado —dijo él.

Ella ladeó la cabeza y lo miró con sus ojos claros. Él había crecido en un rancho de Montana, pero a lo largo de la vida había aprendido todo lo que las mujeres pueden hacer con el maquillaje. Él estaba lo bastante cerca de Paula Chaves como para ver que no llevaba nada artificial en el rostro. Las pestañas negras que contrastaban con su cabello rubio eran naturales.

—¿Molestarme? ¿Bromeas? —sonrió y se le formó un hoyuelo en la mejilla derecha—. Estoy tan contenta de que mis padres se hayan decidido a ampliar la casa que ni siquiera me importaría que hicieras tanto ruido que tuviéramos que ponernos tapones —no parecía percatarse de que a él no le apetecía hablar—. Yo crecí aquí. Mi hermano Gonzalo y yo teníamos nuestro propio dormitorio, pero ninguna zona de la casa era especialmente amplia —lo miró y se colocó el pañuelo sobre los hombros—. La construyeron mis abuelos y supongo que era suficientemente grande para ellos —bajó el último peldaño.

 Sí, era una mujer menuda. Su cabeza ni siquiera llegaba a la altura de los hombros de Pedro. Los pantalones que llevaba se apoyaban en su cadera mostrando la piel del vientre que quedaba por debajo de la blusa, y resaltando su cintura. Una cintura que él podría rodear con las manos sin problema.  Apretó los dientes y dio un paso atrás, pasándose la caja de herramientas de una mano a otra. Se había fijado en que, al levantarse, ella había cargado más peso sobre una pierna que sobre la otra.

La Danza Del Amor: Prólogo

Treinta y tres años. Paula Chaves se miró en el espejo del camerino del teatro Northeast Ballet.  La habitación no era especialmente llamativa debido a su pequeño tamaño pero, puesto que era la bailarina principal de la compañía, era para su uso exclusivo.  O al menos, lo había sido. Posó la mirada sobre las fotografías que estaban colocadas sobre el borde del espejo. Muchas de ellas era de amigas del teatro Northeast Ballet, compañeras actuando o ensayando, pero muchas otras eran de otras personas que nada tenían que ver con el teatro. Sus padres. Su hermano pequeño, aunque a los veintiún años Gonzalo no era nada pequeño. Sus primos. Las familias de sus primos. Maridos. Bebés. Hijos. Todas esas cosas que, por haberse centrado en su carrera profesional, Paula todavía no tenía.

Ella evitó mirar el reflejo de sus ojos azules en el espejo mientras arrancaba los trocitos de celo que sujetaban las fotos en su sitio. Retiró las fotografías una por una, guardándolas con cuidado en el sobre que había dejado encima de una de las cajas donde había guardado todas las cosas personales que tenía en el camerino que había ocupado durante gran parte de los últimos diez años.  Colocó las cajas una sobre la otra y suspiró antes de salir del camerino. No había nadie en el pasillo y se dirigió hacia la entrada de la parte trasera del escenario. La temporada había finalizado. Las paredes que habitualmente estaban llenas de papeles donde se mostraban los avisos y los horarios de ensayo estaban vacías. Las tres salas de ensayo, en silencio. El resto de la compañía estaría de vacaciones, o representando el espectáculo del verano, o haciendo el resto de cosas que los bailarines hacían para ganar un dinero extra. Pero el local no cerraba nunca. Se alquilaba a otras escuelas o a otras compañías. Dobló la esquina y percibió la luz del día en la distancia. Carlos, el guarda de seguridad, levantó la vista del libro que estaba leyendo.

—Señorita Paula —no debería llevar nada de peso.

Él se dispuso a agarrarle las cajas, pero ella lo esquivó.

—El médico me ha dicho que el ejercicio me servirá para fortalecer la rodilla, Carlos.

Así que la fortalecería. Y quizá todavía tuviera oportunidad de volver a bailar. Pero no se lo mencionó a Carlos. Miró el título del libro que él había dejado sobre el escritorio.

 —¿Little Women?

Todos los veranos el hombre leía los libros que figuraban en la listade lectura del curso escolar que empezaría su única hija. Algo que el padre de Paula podía haber hecho mientras la criaba a solas, tal y como Carlos estaba haciendo con su hija, Nadia. Sólo por eso, Paula pensó que echaría de menos a Carlos. Lo miró y le sonrió con melancolía.

—¿Qué te parece?

El guarda sonrió y se encogió de hombros.

—Que Jo es auténtica. Espero que se junte con el profesor, pero creo que se está poniendo la zancadilla a sí misma al centrarse tanto en otras cosas cuando se trata de amor.

 —Es cierto —ella tuvo que forzar una sonrisa para no perder la compostura. Jo no era la única que hacía ese tipo de cosas.

Carlos abrió la puerta y el sol de las calles de Nueva York cegó la vista de Paula por un instante. Ella recordó la primera vez que había subido a un escenario y cómo la luz de los focos le impedía ver más allá. También recordaba la emoción que…

—¿Regresarás en el otoño, verdad? —a pesar de su protesta, Carlos le retiró las cajas de las manos y la acompañó al exterior—. ¿Serás la bailarina de honor del nuevo ballet?

Ella forzó aún más la sonrisa. Se dirigió hacia el coche que estaba estacionado en el área reservada del edificio y apretó el mando que colgaba del llavero que le había entregado la compañía de alquiler el día antes. El coche pitó y el maletero se abrió al instante.

—Ése es el plan —dijo ella, con más entusiasmo del que sentía.

Bailarina de honor. Era el puesto que se asignaba a las bailarinas que eran demasiado mayores o que ya no podían bailar.  Carlos echó a un lado la maleta que ocupaba casi todo el maletero y colocó las cajas.

—Es una maleta enorme para unas pocas semanas de vacaciones —comentó él.

Paula se encogió de hombros. No quería admitir que todas las pertenencias que tenía en el departamento que había compartido con Marcos cabían en una maleta grande y en una mochila normal.

—Ya sabes, las mujeres y la ropa.

Él sonrió y le sujetó la puerta del coche.

—Perdone mi atrevimiento, señorita Paula, pero esa tal Natalia no podrá sustituirla.

 Paula pestañeó con fuerza y abrazó al hombre.

—Las bailarinas siempre son sustituidas por otras, Hughes —dijo ella. Tanto en el escenario como en cualquier otro sitio—. Así es —le dió un golpecito en el hombro y se metió en el coche—. Disfruta del resto de Little Women.


Él asintió y se apartó al ver que ella arrancaba el motor. Paula salió despacio del estacionamiento, con la imagen de Carlos y de la puerta de entrada al escenario en el retrovisor.

 «Treinta y tres años», pensó de nuevo, y suspiró. También podrían ser ciento tres.

La Danza Del Amor: Sinopsis

La bailarina Paula Chaves había regresado al rancho de su familia con la idea de recuperarse de una lesión de rodilla. Sin embargo, empezaba a tener ideas románticas sobre su vecino, un ranchero muy sexy. Ni siquiera los malos modales de Pedro evitaron que ella se comportara como una vecina amable.

En pocas semanas, la bailarina había cambiado la vida de Pedro. Incluso antes de tomarla entre sus brazos en la pista de baile, supo que Paula era una mujer especial. ¿Habría llegado el momento de apostar por un futuro con la mujer que lo había cautivado con su magia y había conseguido llegar hasta su corazón?

viernes, 18 de enero de 2019

Culpable: Epílogo

Mientras el sol se ocultaba por el horizonte, Paula levantó la vista hacia las velas que se hinchaban sobre su cabeza con el fuerte viento que se había levantado después de cenar.

–Esto es perfecto –suspiró ella, apoyándose en el cuerpo de su marido.

Él la abrazó y ella frotó la mejilla contra el músculo de su brazo

–¿Cómo lo sabías? –Paula no recordaba haberle contado su fascinación por los veleros.

Siempre había soñado que algún día haría un crucero en uno de esos barcos elegantes, pero nunca había imaginado que poseería uno. El Teacher’s Pet, un velero de tres mástiles y con una tripulación al completo, había sido su maravilloso regalo de boda. Cesare decía que había sido una oferta de «dos por uno», un regalo de boda y la luna de miel al mismo tiempo. No habían tenido tiempo para irse de luna de miel después de la boda, solo habían pasado un fin de semana en París durante el que llovió todos los días. Claro que a los recién casados no les importó. Pedro le prometió que, puesto que era una ciudad que conocía bien, una día le mostraría París, ¡Y no solo el interior de la habitación de hotel!

Había regresado a Killaran un domingo y el lunes por la mañana Paula había empezado en su nuevo trabajo. Era la directora de la escuela de primaria de Killaran. Pedro le ofreció el puesto, de parte del consejo escolar, cuando la mujer a la que le habían dado el trabajo en un principio lo había rechazado en el último momento. Él estaba preocupado por su reacción, y le aseguró que él no había presionado a nadie. Paula no había podido evitar provocarlo una pizca pero enseguida lo tranquilizó diciéndole que no le importaba haber conseguido el trabajo por que aquella mujer lo hubiera rechazado. Por supuesto, bromeó diciéndole que estaba un poco decepcionada al descubrir que tenía que trabajar aunque estuviera casada con un hombre rico. Su broma provocó que Pedro le ofreciera una retribución, y aunque consistiera en terminar en la cama con él, Paula estaba encantada. Pedro había apoyado su decisión en todo momento y, a menudo, alardeaba de su inteligente esposa.

–No te muevas –dijo Pedro, abrazándola con fuerza mientras el barco escoraba una pizca y provocaba que se resbalara en la cubierta de madera.

Paula se había vestido para la cena y llevaba un par de zapatos de tacón y un vestido de seda que había elegido para aquella ocasión tan especial. Pedro no sabía todavía lo especial que era. Ella sintió un nudo en el estómago al preguntarse cuál sería su reacción.

–¿Creía que eras la mujer que soñaba con vivir sobre las olas del océano? –bromeó él, contento de tener una excusa para abrazarla–. Ni siquiera te han salido las piernas de sirena.

Paula se volvió entre sus brazos para mirarlo.

–¡Las tengo! –protestó indignada.

–No es bueno fingir. He oído que esta mañana has vomitado y que ayer... –se detuvo para sujetarle el rostro y mirarla fijamente a los ojos. Lo que vió allí lo hizo palidecer–. No estabas mareada, ¿Verdad?

Ella negó con la cabeza y miró a otro lado. De pronto, tenía miedo de mirarlo a los ojos y de lo que en ellos pudiera ver. Antes de casarse habían hablado de formar una familia y ambos estaban de acuerdo en que algún día lo harían. ¿Cómo reaccionaría él ante la noticia de un embarazo no planeado? Paula no esperaba que él se alegrara tanto como ella con la noticia, pero no creía que pudiera soportarlo si él odiaba la idea.

–¿Llevas a nuestro bebé en el vientre?

Paula nunca había oído ese tono en su voz, pero no era de rabia ni de decepción.

–¿Cuándo...? ¿Cómo te encuentras? ¿Qué ha dicho el médico?

No paró de hacerle preguntas hasta que ella le cubrió los labios con un dedo, riéndose.

–Basta. Lo he descubierto yo misma.

–¿No te ha visto un médico?

Ella negó con la cabeza y contestó:

–Pensé que estaría bien que fuéramos los dos juntos la primera vez.

–Por supuesto, pero no la primera vez. ¡Cada vez! Estaré a tu lado durante todo el camino –le prometió, tratando de no pensar en el momento del parto–. Ven, siéntate –le dijo, rodeándola por los hombros–. No deberías estar de pie, y quítate esos zapatos de tacón. Son mortales y si te caes...

–¿Estás contento?

Él la miró con incredulidad, la acompañó hasta una silla y se acuclilló a su lado.

–¿Estás bromeando? ¡Un bebé! Es increíble.

–¿Aunque no estuviera planeado?

–La vida no está planeada, cara. La vida es amor y esperanza, y ahora bebés. Les haría dar la vuelta a esta cosa endemoniada si pudiera pasar algo mientras estuviésemos en medio del océano.

–No va a pasar nada malo, Pedro –lo tranquilizó, agarrándolo de las manos. Ella era capaz de hablar con total seguridad mientras añadía en voz baja–: No mientras te tenga a tí.

–Siempre me tendrás, cara, para lo bueno y para lo malo. Te quiero con todo mi corazón... y mi alma... No, tú eres mi alma. Eso eslo que creo.

Paula sonrió con sinceridad mientras miraba al hombre al que amaba.

–Eso ya lo dijiste en una ocasión, delante de testigos. Entonces te creí y siempre te creeré –dijo ella sin más.



FIN

Culpable: Capítulo 45

Paula retiró la mano, pero no antes de que el roce de sus labios provocara que se estremeciera.

–Estabas discutiendo. A veces se me olvida lo delicada que eres.

Esta vez, ella lo siguió por voluntad propia, acelerando el paso para mantenerse a su lado mientras él se dirigía hacia la sombra de una palmera.

–He venido para llevarte a casa y no pienso marcharme sin tí. Si para que eso ocurra tengo que arrastrarme, lo haré.

La solemne declaración provocó que los ojos se le llenaran de lágrimas.

–No quiero que te arrastres por el suelo, Pedro. Solo quiero que... –negó con la cabeza, consciente de que quería algo imposible.

Pedro había descubierto que todavía deseaba tenerla en su cama y, aunque en algún momento se habría conformado con eso, ya no le parecía suficiente. Merecía algo más.

–¿Te quiera? –dijo él cuando ella se calló.

Paula asintió y lo miró entre lágrimas.

–Creía que me conformaría con las relaciones sexuales, pero no es así. Quiero más.

–Yo también –suspiró él, sintiéndose aliviado y sorprendido a la vez. Era fácil decirlo. ¿Qué había provocado que dijera algo tan importante?

Paula se quedó boquiabierta hasta que él le empujó la barbilla hacia arriba con el dedo pulgar.

–El pasado deja huella en todos nosotros –arqueó una ceja, invitándola a que respondiera.

Paula asintió.

–Yo siempre he tenido una visión diferente de las relaciones – dijo él–. El matrimonio de mis padres fue desastroso. Yo odiaba a mi padre por amar a mi madre incluso después de que ella lo abandonara. El amor terminó con él y para mí el amor implicaba debilidad, y mi madre... –se encogió de hombros y soltó una carcajada–. ¿Qué se puede decir de ella excepto que no es oro todo lo que reluce? Creo que le falta algo. ¿Sabes a lo que me refiero? –la miró.

–Eso creo –Paula estiró la mano para acariciarle el brazo, medio esperando que él lo retirara. Al ver que él sonreía, sintió un nudo en la garganta.

–Ella siempre decepciona. Carece de conciencia y de un sentido básico de la moralidad.  Combinado con su encanto y su concepto hedonístico y egoísta de la vida, va dejando una estela de desastres a su paso.

–Creo que puedes permitirte algunos problemas de confianza.

Pedro soltó una carcajada.

–Confío en tí plenamente, Paula.

Paula se quedó muy quieta.

–La pregunta es: ¿Tú confías en mí?

Paula miró la mano que él le tendía y, sin dudarlo, colocó la suya encima. Pedro sonrió y metió la mano libre en el bolsillo. Paula vió la cajita de terciopelo rojo y negó con la cabeza.

–No quiero el brazalete.

–Esto no es un brazalete.

Era un anillo, un círculo precioso de diamantes que rodeaba a un fabuloso zafiro. Paula lo miró asombrada.

–¿Esto es lo que creo que es?

–Si crees que pasar nuestra vida juntos es un compromiso, entonces sí, tienes razón –le sujetó la mano y le colocó el anillo en el dedo–. Paula, cásate conmigo. Soy un idiota, pero te quiero.

Paula se quedó helada durante un instante antes de mirar al hombre que estaba su lado.

–Mi querido idiota. Sí, por favor.

Él la tomó en brazos sin avisar.

–Menos mal. Durante un momento pensé que lo había estropeado todo...

Culpable: Capítulo 44

Después de pagar, salió por la puerta y se chocó con un hombre alto que pasaba por allí. Si él no la hubiese sujetado, se habría caído.

–Lo... Lo siento –tartamudeó ella, a pesar de que sabía que no había sido su culpa.

–Va a hacer falta algo más que un «Lo siento».

El comentario hizo que su coraza se partiera en mil pedazos.

–Pedro, ¿Qué estás...?

–Tenemos que hablar.

Paula tenía la sensación de que estaba furioso, pero luego se percató de que no era así. Lo que le pasaba era que una mezcla de emociones lo invadía por dentro, provocando que estuviera muy tenso. Como si fuera una adicta delante de su droga preferida, ella no podía dejar de temblar, ni de mirarlo. Se aclaró la garganta.

–Ella no está aquí. Carolina ya se la ha llevado.

Él frunció el ceño.

–¿Valen está aquí?

–Creía que... No lo comprendo. Estabas en Londres, te ví por la televisión. La princesa es muy guapa –se mordió el labio inferior.

–Romina, una mujer bonita pero muy aburrida. Lo único que hizo fue hablarme sobre Adrián.

–¿Quién es Adrián?

–El hombre con el que va a casarse –la miró y sonrió–. Estabas celosa –parecía disfrutar con el descubrimiento.

–Lo superaré –le prometió.

Él dejó de sonreír.

–Pues yo no. Si te viera con otro hombre, yo...

Sus palabras provocaron en Paula sentimientos encontrados. Él era el que la había echado y, sin embargo, lo que le decía en esos momentos hacía que ella tuviera que contenerse para no explicarle que no había ningún otro hombre en su vida y que nunca lo habría.

–¿Y qué esperas que haga? –preguntó ella–. ¿Que pronuncie un voto de celibato porque, aunque no me quieres, tampoco quieres que me posea otro hombre?

–Sí te quiero –dijo él–. Te necesito, Paula.

Su expresión de desesperación parecía sincera, pero ella no podía exponerse a que le hiciera daño otra vez.

–No querías que estuviera allí cuando regresaras –se quejó, incapaz de contener las lágrimas más tiempo. Se había llevado una terrible sorpresa.

Siempre había sabido que él terminaría cansándose de ella, pero no esperaba que la rechazara de ese modo y por eso se quedó tan afectada.

–No puedes imaginar la de veces que he estado a punto de dar la vuelta con el coche para regresar, pero era demasiado cobarde como para admitir lo que sentía.

–¿Y por qué estás aquí, Pedro?

Él soltó una carcajada.

–¿Por qué diablos crees que estoy aquí? Cuando regresé a Killaran, descubrí que te habías marchado. He venido a buscarte.

Consciente de que su interpretación estaba tintada por la nostalgia, Paula intentó no reaccionar ante su comentario. Eso no significaba que fuera capaz de controlar el fuerte calor que cubría su piel, ni el revoloteo que sentía en el estómago. El hombre la había ido a buscar. Eso tenía que significar algo, ¿Verdad?

Pedro apretó los dientes con frustración al ver que sus palabras no tenían efecto sobre ella. Se negaba a creer a la vocecita que oía en su cabeza y que le decía que lo había estropeado todo, así que, agarró a Paula por la muñeca y tiró de ella para estrecharla contra su pecho.

–Ven a casa conmigo.

–Este no es el camino a casa –dijo ella tratando de mantener su paso mientras él la sacaba de la terminal a través de las puertas de cristal.

–Es el camino hasta el jet de la empresa. ¿Cómo crees que he llegado hasta aquí, cara? –preguntó él al ver su cara de asombro–. No podemos tener una conversación en esa pecera de cristal.

Paula entornó los ojos y se frotó la piel de la zona donde él la había agarrado. Al verla, él puso una mueca de dolor.

–Te he hecho daño –le levantó la mano y la besó en la muñeca.

Culpable: Capítulo 43

Después de recorrer el castillo y los terrenos de alrededor, Pedro estaba de muy malhumor. Se había marchado de la gran fiesta, había abandonado a su bella compañera y probablemente había ofendido a uno de sus mejores amigos durante el proceso. Incluso dudaba que todavía quisiera que fuera el padrino de su boda, que se celebraría en verano. Después, había conducido desde Londres. Miró al ama de llaves con incredulidad.

–¿Qué quieres decir con que se ha ido? ¿A dónde?

–Al aeropuerto con Va...

–¡Al aeropuerto! –Pedro comenzó a pasear de un lado a otro como si fuera un gato enjaulado. Se detuvo frente a la mujer y la fulminó con la mirada–. ¿Has dejado que se marcharan al aeropuerto?

–No era mi trabajo detenerla.

Él se detuvo y pensó: «No, era el mío». Y, si hubiese estado dispuesto a decirle lo que ella había querido oír, lo que él no quería admitir, habría estado allí para evitar que se marchara. Lo único que ella le había dicho era «Te echo mucho de menos cuando no estás». Y él había estado a punto de tener un ataque de pánico. Aquello era el resultado de su incapacidad para aceptar que, en pocas semanas, ella había pasado a formar parte de su vida. Mientras buscaba a Paula, su casa, el lugar con el que sentía verdadera conexión y por el que habría hecho cualquier cosa para preservarlo, no le parecía más que una serie de cuartos vacíos. Pero su ausencia no solo afectaba a la casa. Él se sentía vacío sin ella. Pero conseguiría que regresara. La había echado con su discurso de que su relación era puramente sexual. Ella se había entregado al cien por cien, y él le había dicho que solo era sexo. Sabía que su frialdad la estaba matando y la había rematado ofendiéndola con el brazalete de diamantes. Al recordar que había reaccionado tirándoselo a la cara, esbozó una pequeña sonrisa. Paula era la persona menos avariciosa que había conocido nunca. Eso le encantaba. ¿De veras había pensado que ella no iba a tirárselo a la cara? ¿Sería que inconscientemente había intentado que ella lo rechazara? Había tratado de poner una barrera entre ambos desde el primer momento en que se conocieron, ¿ Y por qué? Porque sabía que ella era diferente, que no podría echarla de su cama a mitad de noche, y que tampoco podría separarse de ella. Paula lo hacía sentir todo lo que él nunca había querido sentir, aquello que creía que lo convertiría en un hombre débil.

–¿Y a dónde volaban? –le preguntó al ama de llaves.

–La señorita Carolina lo organizó todo. Creo que las recibirá en el aeropuerto.

–¿Carolina? ¡Si a Paula ni siquiera le gusta tomar el sol! –gritó, imaginándola tumbada en una playa tropical mientras la molestaban los hombres del lugar, fascinados por su tez blanquecina.

Cerró los ojos y blasfemó. Cuando los abrió, recibió la mirada de desaprobación que le dedicaba la señora que lo conocía desde queera un niño.

–Estoy segura de que la señora Chaves se pondrá crema con protección solar. Es muy inteligente.

Pedro ya estaba marcando un número en su teléfono móvil.


Paula sintió un nudo en la garganta cuando Valen se despidió de ella con la mano, mientras la miraba con la cara apoyada en el cristal del Jeep que conducía su madre. Permaneció allí hasta que el vehículo desapareció, y pestañeando para tratar de contener las lágrimas regresó a la terminal con aire acondicionado. El calor del exterior era intenso. Valen había revivido nada más desembarcar. Había pasado de parecer un fantasma a gozar de un aspecto saludable. La envidiaba por su capacidad para recuperarse. ¡Ella se sentía como si tuviera cien años! Cuando Carolina le dijo que Valen no era buena viajera, Paula se había sentido capaz de enfrentarse a una niña mareada y asustada. ¡Cómo se había equivocado! Le había partido el corazón ver a la niña tan nerviosa y el viaje había resultado una pesadilla. Además, al poco rato de estar en el sol se sentía como una flor marchita. Quizá con el tiempo pudiera aclimatarse a ese entorno, pero Anna sabía que nunca tendría un brillo dorado como el de Carolina. A ella le gustaba vivir en un lugar en el que pudiera disfrutar de todo tipo de clima en tan solo veinticuatro horas. Al pensar en ello, dejó de sonreír. No regresaría a Escocia. Su billete de vuelta era para una capital con un clima mucho más estable. Abstraída, pensó en su casa. Había pasado mucho tiempo acondicionando su apartamento y decorándolo con objetos reciclados personalizados a su gusto. Regresar a casa debería haber sido algo positivo, pero no era así. Amar a Pedro había hecho que cambiara todo. Ya no se sentía centrada estando en su casa, sino junto a una persona... La persona equivocada. ¿Volvería a sentirse en casa en otro lugar? Aunque tuviera que sentir aquella presión en el pecho durante el resto de su vida, nunca se arrepentiría de haber amado a Pedro.

Una vez dentro de la terminal se dirigió a las tiendas de dutyfree. Tenía que esperar tres horas hasta que saliera su vuelo y no quería tomar más café. Vió que en una tienda vendían ropa para bebé hecha a mano con diseños étnicos muy coloridos. Como sabía que era algo que podía gustarle a Pauli, pasó media hora eligiendo uno de los pijamitas.

Culpable: Capítulo 42

Paula estaba tan feliz que ni siquiera se le ocurrió preguntar por qué Carolina había cambiado de planes.

–Tendrás los billetes en el aeropuerto. Y no le des nada muy pesado de comer a Jas puesto que no es la mejor viajera del mundo. Te recogeré en el aeropuerto para llevarte al hotel. He reservado una semana en uno de los bungalows del jardín.

–Un detalle por tu parte, pero no podré quedarme, así que solo llegaré hasta el aeropuerto. Te entregaré a Valen y después regresaré directamente al Reino Unido. Tengo una entrevista el jueves –había pensado en decírselo a Pedro, confiando en que él le pidiera que no se marchara. O al menos que permanecieran en contacto. ¿Cómo había permitido que pasara eso? ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

–Oh, no, ¿Por qué no me lo has dicho? Olvida que te lo he preguntado. Buscaré otra solución. Esperaba no tener que involucrar a Pedro, pero no pasa nada. Cuéntame lo del trabajo.

–El colegio tiene muy buena reputación –dijo Paula, tratando de fingir el entusiasmo que sabía que debía sentir–. Pero no hay motivo por el que no pueda llevarte a Valen. Quiero ayudarte, en serio.

–No puedes volar hasta aquí y luego tomar otro vuelo de vuelta. Claro que no –protestó Carolina–. No puedo pedirte que hagas eso.

–No me lo estás pidiendo. Me estoy ofreciendo.

–Estaría bien mantener a Pedro al margen hasta que esté solucionado –admitió Carolina–. Por supuesto, se lo contaré cuando Valen esté aquí.

–Claro –dijo Paula, aunque no tenía nada claro.

–Es que Pedro puede ser un poco sobreprotector.

«Conmigo no», pensó Paula con amargura.

–¿De veras no te importa?

–Para nada.

–Eres un encanto –dijo Carolina–. Y ni siquiera me has preguntado por qué quiero que traigas a Valen. Te iba a pedir que no me lo preguntaras, pero no es un secreto, o dejará de serlo pronto. La cosa es que quiero que  conozca a su padre.

–¡Vaya!

Se oyó una risa nerviosa a otro lado de la línea.

–Eso digo yo, ¡Vaya! Pero no le digas nada a Valen.

–Por supuesto que no.

–Ni a Pedro.

–No te preocupes.

Culpable: Capítulo 41

Incapaz de mantener el contacto ocular, Pedro bajó la vista, acariciando con su mirada cada parte de su cuerpo. Ella era la representación de sus fantasías más oscuras.

–¿Y si prefiriera el dinero? –lo retó ella.

–No seas estúpida –dijo él, frunciendo el ceño.

–¿Por qué estúpida? –preguntó ella–. ¿Esto no es el pago por los servicios prestados? –dijo con tono de disgusto mientras miraba el brazalete.

Él blasfemó y se preguntó si algún día sería capaz de apreciar la ironía; era la única vez en su vida que se había sentido impulsado a entrar en una joyería porque había visto una pieza en el escaparate que había hecho que pensara en ella.

–No te comportes como una prostituta. No eres así –apretó los dientes y trató de calmarse–. Si no te gusta...

–Si a tí no te gusta que actúe como una prostituta, ¡No me trates como a una de ellas! –gritó ella, tirándole el brazalete.

Sin dejar de mirarla, él estiró la mano y alcanzó el proyectil.

–¡Lo odio y te odio! ¿Cómo te atreves a insultarme con un horrible brazalete? Si te has aburrido, dímelo, no pasa nada, ¡Pero no te atrevas a sobornarme!

Pedro apretó los dientes, dejó caer el brazalete y se pasó la mano por el cabello. Aquello no iba bien. Ella se estaba comportando de manera irracional y sentimental. Era todo lo que él odiaba y, sin embargo, deseaba abrazarla y llevarla a la cama. Era Paula.

–No puedo hacerlo.

Paula pestañeó para contener las lágrimas.

–Oh, sí que puedes. Has tenido mucha práctica. Esta es la primera vez para mí.

¿Creía que necesitaba que se lo recordaran?

–Así que lo siento si me estoy comportando como un ser humano –llorando, se tumbó boca abajo sobre la cama.

A Paula le pareció que él le acariciaba el cabello, pero debió de habérselo imaginado porque, más tarde, cuando se dió la vuelta, la habitación estaba vacía y ella tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

Paula, con los ojos hinchados de tanto llorar, trató de olvidar la monumental pelea que había tenido con Pedro y trató de concentrarse en lo que decía Carolina.

–¿A qué hora es tu vuelo mañana?

Al día siguiente ya no la necesitarían y Pedro había continuado con su vida. Era lo que ella había anticipado, pero él podía haber esperado a que hiciera las maletas, podía haberse quedado para decirle adiós.

–¿Pedro está por ahí?

Paula negó con la cabeza y, al recordar que Carolina no podía verla, contestó:

–No –lo observó en la pantalla, caminando por la alfombra roja y llamando la atención de la presentadora que, en lugar de entrevistar a los famosos de Hollywood, aprovechó la excusa de que él iba acompañado de una aristócrata para acorralarlo con el micrófono y tocarle el brazo repetidamente.

Pedro contestó con un monosílabo a las numerosas preguntas, pero no pareció desanimarla.

–Pues vaya.

–¿Supongo que no tendrás tu pasaporte ahí?

–Creo que sí –contestó Paula.

La aristócrata se conformó con mantenerse al margen y observar cómo la entrevistadora coqueteaba con él. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Podía permitirse sonreír, ya que sabía que de puertas para dentro él era todo suyo. Paula descubrió que los celos no eran solo un sentimiento, sino que también implicaban dolor físico.

–Eso es estupendo –dijo Carolina aliviada–. Tengo que pedirte un gran favor.

Paula escuchó la propuesta mientras Pedro y su compañera entraban en el teatro y escapaban de los medios de comunicación. Descubrió que la propuesta consistía en tomar un avión y alejarse de Pedro, así que aceptó encantada. Carolina lo tenía todo organizado hasta el último detalle.

jueves, 10 de enero de 2019

Culpable: Capítulo 40

Dos semanas más tarde, la mentira resultó mucho más difícil. Durante ese periodo las relaciones sexuales habían sido terminaría cansándose, y estaba continuamente pendiente de cualquier indicio, decidida a saltar antes de que la empujaran. De ese modo, ella se quedaría con recuerdos y un poco de orgullo. La decisión la hacía sentirse madura y en control de la situación. Al final, no estaba preparada para nada. Paula no anticipó el final hasta que no se lo ofrecieron en su propia cama, brillante y reluciente en forma de diamantes. Su reacción no fue ni madura ni controlada.

–Te echo mucho de menos cuando no estás. Ojalá... Me encantaría... Amor...

Mientras asimilaba las palabras que ella había pronunciado medio dormida, Pedro experimentó un instante de pánico, seguido por un auténtico rechazo.

Él ni siquiera habría oído aquella confesión si no hubiese estado demasiado cansado para mover a Paula después de una sesión de sexo salvaje. Sin embargo, lo había hecho mientras se separaba de su cuerpo. Durante las pasadas semanas las relaciones sexuales que habían mantenido no se parecían a nada que él hubiera experimentado antes, pero solo era sexo. Y ella lo sabía. Al sentir que lo invadía el resentimiento, la miró mientras dormía con una mezcla de emociones. Rabia, fascinación, atracción... Y, ajena a lo que pasaba, ella permanecía acurrucada con la cabeza apoyada sobre su hombro. En parte, por cobardía, deseaba ignorar lo que había oído. Sus palabras inocentes no suponían un problema, pero sí la respuesta que ellas requerían. Él no la echaba de menos. Echar de menos implicaba necesitar, y Pedro no necesitaba a nadie.

La noche anterior había sido increíble, así que, cuando ella despertó y vió a Pedro completamente vestido anunciándole que pasaría en Londres el resto de la semana, Paula no supo cómo responder. Se cubrió con la sábana hasta la barbilla y trató de aparentar que estaría bien sin verlo durante los cinco días siguientes.

–No lo sabía –tartamudeó y se apartó un mechón de pelo de la cara, miró el reloj y vio que solo eran las cinco de la mañana–. Te prepararé un café.

Él negó con la cabeza. Su tartamudeo siempre hacía que se derritiera por dentro.

–No, estoy bien.

Ella frunció el ceño. Él no tenía buen aspecto ni sonaba bien. «Distante» fue la palabra que le vino a la cabeza cuando lo miró.

–¿Carolina regresa el martes?

Ella asintió.

–No sé si lo han hablado, pero es evidente que ustedes tienen que decidir cuándo te marchas –vió el dolor reflejado en su mirada y se convenció de que estaba haciendo lo correcto. No podía ofrecerle lo que ella deseaba.

–Pero si no te veo...

Otro hombre se lo daría. Pedro cerró los ojos furioso e invadido por los celos, se aclaró la garganta y metió la mano en el bolsillo.

–Si no te veo antes...

Ella frunció el ceño. Al principio, Paula no se percató de qué era lo que él había tirado sobre la cama. Después, cuando lo reconoció, se quedó de piedra.

–¿Qué es esto? –preguntó mirando el brazalete de diamantes que sujetaba entre los dedos.

–¿No te gusta? –se encogió de hombros–. No pasa nada, puedes devolverla y cambiarla por algo que te guste más.

¿No pasaba nada? ¿No importaba que la tratara como a una prostituta a la que pagaba por sus servicios? Inundada por una mezcla de emociones, Paula suspiró despacio y se puso en pie. Estaba desnuda y temblaba con furia. Se dirigió hacia él, fulminándolo con la mirada.