Paula sonrió y asintió. «Adelante», pensó. El orgullo provocó que saliera de la sala con la espalda derecha y la cabeza bien alta, deteniéndose un instante para mostrar su agradecimiento a los miembros del comité. No estaba dispuesta a permitir que Pedro Alfonso tuviera el placer de verla derrumbarse.
Pedro no evitó mirarla ni trató de ocultar su sonrisa condescendiente. La expresión de su rostro indicaba que estaba satisfecho con el trabajo que había hecho. Los otros miembros del comité permanecieron en silencio, sin mirarla, y quizá fuera mejor así porque, si le hubieran hecho algún comentario amable, se habría derrumbado.
–Le pediré un taxi.
Su oferta no denotaba amabilidad, así que Paula pudo mantener la compostura hasta que su mirada se cruzó con la de su acosador. Mantener la compostura sí, pero no ocultar el dolor que transmitía la mirada de sus ojos azules. Él fue el primero en bajar la vista para apuntar algo en la hoja de papel que había sobre la mesa. Ella sospechaba que había trazado una línea sobre su nombre. ¿Por qué lo había hecho? ¿Solo porque podía hacerlo? ¿Y por qué ella se lo había permitido?
Una vez en el pasillo, Paula sintió que el coraje la abandonaba y se derrumbó como si fuera una marioneta a la que le habían cortado los hilos. Empezaba a tener una fuerte migraña y se apoyó en la pared, sintiendo el frío de los baldosines a través de la tela de la blusa. Se había dejado el abrigo en una silla de la sala, pero prefería agarrar una neumonía antes que entrar a por él. Se fijó en el reloj que había colgado en la pared de enfrente y comprobó que solo habían pasado cinco minutos después de que hubiera estado a punto de conseguir el trabajo de sus sueños. Pedro Alfonso había necesitado menos de cinco minutos para lograr que aparentara ser una estúpida incompetente. ¡Y ella se lo había permitido! Con una mueca de disgusto, comenzó a avanzar por el pasillo.
El taxi estaba esperándola fuera. Una vez dentro, comenzó a pensar en todas las respuestas posibles para las preguntas aparentemente inocentes que él le había hecho. Él la había guiado hacia el borde de un agujero, pero ella lo había saltado. ¡Y él lo había disfrutado! Paula era una persona que creía firmemente que, por lo general, la gente era buena y no quería pensar que él había disfrutado gracias a su nerviosismo. Pero era cierto. Se miró las manos y vió que estaba temblando. En ese momento, tomó una decisión. Habían llegado a su hotel.
–¿Le importaría esperarme? – no se sentía segura para conducir de vuelta hasta Inverness con el coche de alquiler, y no le importaba cuánto podía cobrarle el taxista por el trayecto.
Después de contactar con la empresa de alquiler de vehículos y asegurarles que pagaría por los gastos de recogida del vehículo, Paula juntó sus cosas en menos de treinta segundos. Había reservado una habitación para dos noches en un hotel con vistas al puerto, pero el lugar había perdido su encanto, igual que las Highlands. El recuerdo de un entorno seguro y familiar provocó que se sintiera nostálgica. Todos tenían razón. Mudarse allí había sido una idea malísima, y no porque no hubiera hombres, tal y como le había sugerido Martina, sino porque estaba aquel hombre. Alguien en quien ni siquiera podía pensar sin desear romper algo. Su cabeza, por ejemplo. Subió al taxi de nuevo, se abrochó el cinturón y cerró la puerta.
–A la estación de Inverness, por favor.
Paula ya estaba sentada en el tren cuando pidieron a los pasajeros que se bajaran de nuevo. Los trenes de la línea entre Inverness y Glasgow no podían circular debido a las fuertes lluvias.
–Dicen que el granizo es del tamaño de pelotas de golf.
A los pasajeros que pidieron el horario de autobuses les dijeron que los conductores tampoco querían arriesgarse y que no había servicio. Paula solía tomarse las cosas con filosofía, pero ese día la invadía la rabia y la frustración. ¿Era posible que tuviera un día peor? Por supuesto que sí. No paraban de sucederle cosas, y ese hombre no hacía más que aparecer. Dos veces no eran demasiadas, pero a ella le parecían muchas más. Pedro Alfonso estaba junto a un lujoso coche que indicaba que no provenía de un hogar tradicionalmente pobre. Paula estaba segura de que él se había convertido en un hombre tan desagradable a causa de tener dinero. Lo que Pedro había hecho con ella era un abuso de poder. Era inexplicable que una persona pudiera disfrutar haciendo sufrir a otra. Y tenía la sensación de que había sido algo personal. Si el hombre no hubiese sido un completo desconocido, habría pensado que la entrevista podía haber estado amañada. Quizá a él no le gustaran las mujeres pelirrojas quienes, en su opinión, tenían mala fama. Su personalidad no era más fuerte que la de los demás. De hecho, se consideraba una mujer tranquila.
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