viernes, 21 de diciembre de 2018

Culpable: Capítulo 22

–Tengo sed.
Paula agarró el vaso vacío que había sobre la mesilla y se dirigió a la cocina para rellenarlo de agua.

–Solo bebe un sorbito. Humedécete los labios, ¿Mejor?

Valentina asintió y Paula besó la frente de la pequeña.

–Quiero que venga mamá –dijo con voz temblorosa.

Paula estaba segura de que, si Carolina hubiese visto a su hija en ese momento, habría tomado el primer avión de regreso. ¡Y Valentina se habría olvidado de que estaba enferma!

–Lo sé, cariño. ¿Qué te parece si llamo a tu tío Pedro?

Valentina asintió.

–Sí, quiero que venga el tío Pedro.

–No tardaré mucho. Acurrúcate y yo... –«iré a sacar a tu tío de la cama. Y de los brazos de su amada». Sintió una náusea y pensó si no tendría el mismo virus que Valentina–. Vuelvo enseguida –le prometió.

Cuando el primer día el ama de llaves le hizo un tour de la casa, Paula prestó mucha atención. Recordaba que la señora Mack le había mostrado la escalera que llevaba hasta los aposentos privados del señor Alfonso y le había dicho que no se podía pasar. Pero, a las tres de la madrugada, esa norma podía pasarse por alto. El tío de Valentina le echaría la culpa. Había estado esperando a que metiera la pata y probablemente estaría encantado de tener un motivo. «No es cierto y lo sabes», oyó que le decía una vocecita. Por muchos fallos que tuviera, no comportarse de manera protectora con su sobrina no era uno de ellos. De ninguna manera dejaría sufrir a la niña para demostrar que tenía razón. Pedro encontraría la manera de argumentar que había sido culpa de ella, y quizá no estaba tan equivocado. Ella había visto que Valentina tenía las mejillas sonrojadas a la hora de acostarla y en lugar de tomarle la temperatura le había dado un baño caliente. Era posible que Carolina dijera que ella era la que estaba a cargo, pero Paula sabía que en una situación como esa no esperaría que ella tomara una decisión unilateral. Lo más importante era que ella solo era... ¿Cómo la había llamado? Una cuidadora. Lo había dicho a modo de insulto, pero era una descripción precisa de su función. El hermano de Angel era la persona apropiada para decidir qué debían hacer y si había algún hombre capaz de tomar decisiones era el tío de Valentina. Tampoco tendría mucho tiempo para ello. ¡Y no creía que la indecisión fuera su estilo! Solo las mujeres altas, rubias y de piernas largas.

Al final de la escalera había un pasillo con cuatro habitaciones. En una de ellas se filtraba la luz por debajo de la puerta y se oía música en el interior. Ella frunció el ceño. ¿Pedro no dormía? ¿O es que tenía insomnio? Cuando encontró la explicación se sintió estúpida. No estaba durmiendo, estaba... Estaban... Negó con la cabeza para borrar las imágenes que se formaban en su cabeza y apretó la mano contra su vientre. No quería saber lo que Pedro y la bella Candela estaban haciendo tras aquella puerta. Respiró hondo, se armó de valor y llamó. Inquieta, esperó a que abrieran.

Candela no hablaba en serio cuando le sugirió a Pedro que, dadas las circunstancias, a lo mejor prefería no compartir la cama con ella esa noche.

–Aunque, si lo que sugieres es que hagamos un trío, sabes que estoy dispuesta a probar cosas nuevas –añadió.

Cuando él le contestó que tenía trabajo por hacer y que quizá fuera mejor que ella pasara la noche en la habitación de invitados, se quedó sorprendida y un poco molesta.  Y, debido a su escaso sentido del humor, allí estaba Pedro a las tres de la mañana, despierto y sin visos de quedarse dormido.

–¡Maldita pelirroja! –exclamó mientras cerraba el agua de la ducha.

Compartir casa con esa mujer le estaba robando años de vida. Al salir de la ducha oyó que llamaban a la puerta. Agarró una toalla y se la enrolló en la cintura antes de ir a abrir. Nadie lo molestaría a esas horas a no ser que fuera una emergencia.

Paula llamó de nuevo con más insistencia. Estaba a punto de abrir y gritar cuando se abrió la puerta. Pedro podía ser un machista, pero sin duda era el hombre más sexy del planeta. Siempre iba elegante e inmaculado, y esa noche las gotas de agua brillaban sobre su cuerpo bronceado y desnudo de cintura para arriba. La imagen de Pedro hizo que olvidara por qué estaba allí.

Él la miró con expresión casi feroz. El brillo de su mirada era intenso, como si estuviera tratando de alcanzar su alma, pero parecía que no la estuviera mirando a ella. Y podía ser, los hombres nunca la miraban de ese modo.

–Yo... –se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo–. Siento molestarte.

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