Y no habría tenido que reconocerlo si ella se hubiera marchado, pero no lo había hecho, y fingir que una situación no existía no servía de nada. No tenía más remedio que enfrentarse al problema y buscar una solución. Quizá Carolina confiara en ella para cuidar de Valentina, pero Pedro creía que la señorita Chaves se pasaría de la raya en menos de dos semanas y sería él quien estaría allí.
Paula respiró hondo y se colocó delante de Pedro.
–Lo siento, no debería estar aquí, pero es que me confundí en la tercera escalera –su risa temblorosa contrastaba con el frío silencio.
Pedro se sorprendió al ver que la mujer a la que había estado maldiciendo mentalmente aparecía entre las sombras. Contra la pared de piedra su rostro ovalado parecía más pálido. Llevaba el cabello suelto y alborotado, y sus mechones ondulados caían sobre su espalda. Los pantalones vaqueros que llevaba se ceñían a la curva de sus caderas, y el top de rayas azules que llevaba sujeto con un cinturón resaltaba el color cobalto de sus ojos. Mientras él trataba de interpretar su mirada, experimentó un fuerte calor en la entrepierna y sintió lástima por su amigo, que había sido incapaz de resistirse al atractivo de su boca sensual. Mezclado con el sentimiento de lástima, había otro sentimiento que, sospechosamente, se parecía demasiado a la envidia.
Paula atribuyó al vértigo la desagradable sensación de mareo que provocó que se agarrara a la barandilla de la balconada con vistas al enorme recibidor. Se humedeció los labios y trató de disimular el hecho de que había estado escuchando.
–No tengo muy claro dónde debía estar.
«En mi cama». Por un momento, Pedro estuvo a punto de verbalizar su
pensamiento. Tragó saliva e intentó controlar el deseo que lo invadía por dentro. Las debilidades lo enfurecían.
–¿Dónde quieres estar? –preguntó.
«En cualquier sitio menos aquí», pensó preguntándose cómo había sido capaz de aceptar ese trabajo. Debía de haber regresado a casa y buscar otro empleo. Y, en cuanto a vivir bajo el mismo techo que un hombre que la despreciaba tanto como ella a él, ¿en qué estaba pensando? Se fijó en las facciones de su rostro. Quizá lo odiara, pero eso no lo convertía en menos atractivo. «¡Maldita sea!», pensó. Paula sabía que debía recuperar la compostura. Si huía con el rabo entre las piernas, haría lo que él quería que hiciera, y lo que ella deseaba hacer, pero ese no era el objetivo. ¿Y cuál era el objetivo? Deseaba ayudar a Carolina y ¿Por qué aquella madre soltera no podía intentar hacer un buen trabajo por culpa de su hermano? Se quedaría allí y, al final, Pedro tendría que admitir que la había subestimado. Lo miró a los ojos y dijo:
–Intentaba encontrar la puerta por la que entré.
Él arqueó una ceja y la miró de manera hostil.
–¿Ya te marchas?
«No te hagas ilusiones», pensó ella.
–Cuando me comprometo con algo lo llevo a cabo.
–Es admirable, siempre y cuando ese algo no sea el marido de otra mujer. Imagino que has aceptado este trabajo como venganza para molestarme.
–No, no es ese el motivo, pero es un aliciente más –admitió ella–. Siento decirte esto, pero no todo gira a tu alrededor –se mordió el labio y se arrepintió de sus palabras, no por la expresión de rabia que había en su mirada sino porque no tenía sentido provocarlo mientras ella estuviera allí.
–He aceptado este trabajo porque...
Buena pregunta. ¿Por qué había aceptado ese trabajo?
–¿Cómo iba a perderme la oportunidad de verte cada día y disfrutar de una de nuestras maravillosas discusiones?
De pronto se acordó de Paulina, meses después de finalizar su aventura amorosa, describiendo cómo deseaba escuchar la voz de su amado o verlo un instante a pesar de todo lo que le había hecho. Inquieta por la conexión mental que había hecho y preguntándose si entre todo el sarcasmo que había en sus palabras no habría ni una pizca de verdad, Paula estuvo a punto de dejarse llevar por el pánico... Respiró hondo para tranquilizarse. No era ese tipo de mujer, y, si algún día deseaba a un hombre, ¡No sería a aquel!
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