viernes, 21 de diciembre de 2018

Culpable: Capítulo 23

Él carraspeó y, sin decir palabra, dio un paso adelante y la agarró por la cintura estrechándola contra su cuerpo. Paula fue incapaz de hacer nada. Sintió como una explosión en el techo y se le cortó la respiración. Permaneció inmóvil durante unos instantes y, al notar el cuerpo musculoso de Pedro contra el suyo, se derritió por dentro y gimió contra sus labios antes de abrir la boca para recibirlo. Era incapaz de pensar, aturdida por el aroma que desprendía el cuerpo de Pedro y por el roce de su miembro erecto. Cuando su espalda golpeó contra la pared de piedra, sintió dolor, pero no el suficiente como para desear que aquello terminara. Se percató de que estaba de pie contra la pared opuesta a la puerta abierta de la habitación. Notó que cada vez le temblaban las piernas a medida que el fuerte deseo se apoderaba de ella. Al cabo de unos instantes no podría hacer nada, así que debía hacerlo cuanto antes. Reunió la fuerza necesaria, apoyó las manos sobre el torso desnudo de Pedro y lo empujó. Negó con la cabeza. ¿Cómo podía ser que un error tan grande pudiera parecer algo tan maravilloso?

–No. No, necesito... –se calló al ver que él le acariciaba el muslo derecho y metía la mano bajo el camisón.

Él la miró a los ojos y sonrió.

–Sé lo que necesitas.

Ella se estremeció. Lo más aterrador era que él parecía saber exactamente lo que ella necesitaba, o al menos lo que deseaba. Luchó contra su poderío sensual, consciente de que en cuanto aceptara lo que él le ofrecía, en cuanto se abandonara al placer, todo habría terminado. Se armó de valor y lo empujó de nuevo por el torso. Pedro la agarró de los codos y tiró de ella contra su cuerpo, de forma que pudiera sentir su miembro erecto en la entrepierna. A Paula se le nubló la visión. Él se había inclinado para besarla y ella se puso de puntillas para recibirlo a mitad de camino.

–Valentina está enferma... ven... –le dijo con unos labios que no parecían los suyos, hinchados por los besos y ansiosos por suplicarle que no dejara de besarla.

Pedro pestañeó y negó con la cabeza como si acabara de despertar de un sueño. Respiró hondo y la soltó.

–¿Por qué no lo has dicho antes? –preguntó.

Ella se quedó boquiabierta al oír la reprimenda. ¿Cómo era posible que alguien besara de ese modo? ¿O que acariciara con tanto ardor y que luego hablara con tanta frialdad? Se retiró de la pared y trató de agarrar el cinturón del albornoz. Le temblaban tanto las manos que decidió abrazarse antes de decir:

–No me has dado mucha oportunidad.

–¿Estás segura de que está enferma? Cuando está nerviosa tiene pesadillas...

–Estoy segura –contestó ella, frotándose los brazos.

Era surrealista que estuvieran hablando de ese modo. No había nada en la forma de comportarse de Pedro que indicara que momentos antes había estado a punto de llevarla a la cama. Si hubieran sido capaces de llegar tan lejos. Bajó la mirada y suspiró avergonzada. Se lo habría permitido. Pedro se pasó la mano por el cabello oscuro y la miró de forma acusadora.

–¿Valen está enferma y la has dejado sola? –«¡Y has aparecido en mi puerta con ese aspecto!».

Se fijó en que el albornoz de raso que llevaba dejaba entrever que el botón de arriba de su camisón estaba desabrochado y dejaba al descubierto parte de sus pechos. Aunque lo hubiera llevado abrochado hasta el cuello, no habría podido controlar el deseo que lo invadía por dentro. ¡Mal momento! Nunca habría un momento bueno para que esa bruja provocativa apareciera medio vestida en su puerta. El error era intentar racionalizar la atracción que sentía por ella. La locura era algo que no se podía racionalizar.

–Regresa con Valen. Iré en cuanto me vista –dijo él.

Paula respiró hondo y se marchó. Segundos más tarde, él apareció a su lado.

–No te asustes –lo tranquilizó–. No creo que sea nada grave.

–¿Me puedes repetir cuál es tu cualificación médica?

Ella respondió entre dientes y aceleró el paso para poder seguirlo.

–Cúlpame si así te sientes mejor, pero es posible que no sea culpa de nadie. Los niños tienen dolores de estómago, fiebre... A veces solo necesitan un abrazo para encontrarse mejor.

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