Lo odiaba. Él era el tipo de hombre del que ella había prometido mantenerse alejada, el tipo de hombre con el que uno podía obsesionarse. Con aplomo, se enfrentó a su mirada de acero. Y, de golpe, todo su aplomo se desvaneció. Paula tragó saliva y dio un paso hacia atrás.
–Tendrás muchas oportunidades para verme –dijo él, percatándose de que su rostro mostraba cierta expresión de pánico. Para ser una mujer que supuestamente tenía experiencia mintiendo y engañando, no se le daba muy bien ocultar sus sentimientos.
–Yo... Yo... Pensaba que viajabas a menudo.
Él la miró con ironía.
–Soy mi propio jefe.
–Me alegro por tí. ¡A mí me encantaría tener un trabajo fijo!
–¿Se supone que debo sentirme culpable por que estés desempleada? Si dejaste el trabajo antes de tener otro, debías de estar muy segura de tus posibilidades, ¿O es que te fuiste antes de que te echaran?
–Estoy segura de que soy buena en lo que hago –contestó ella con dignidad–. Y, si te hubieras molestado en leer mi currículum, sabrías que la escuela en la que trabajaba ha cerrado.
Él la miró a los ojos. Ya sabía todo lo que necesitaba saber sobre esa mujer sin leer su currículum.
–¿Y la situación laboral es tan mala que te viste obligada a trasladarte a la otra punta del país?
–¿Estás diciendo que solo busca trabajo la gente que ha sido rechazada en algún empleo?
–Estoy diciendo que una mujer como tú no duraría ni diez minutos aquí antes de aburrirse, y que los niños merecen continuidad.
Ella alzó la barbilla y contestó:
–Señor Alfonso, no sabe nada de las mujeres como yo.
Él soltó una carcajada.
–Te sorprenderías.
Paula levantó las manos irritada.
–No importa lo que yo diga, ¿Verdad? Nunca me escucharás porque ya te has formado una opinión sobre mí.
–Mi opinión personal no tiene nada que ver con todo esto.
–Afortunado tú –repuso Paula con tono de mofa.
–Mi hermana es su propia jefa.
Deseando que su blusa fuera más gruesa, Paula se cruzó de brazos para disimular la reacción física que había tenido su cuerpo ante el magnetismo animal que se escondía tras la aparente indiferencia que mostraba aquel hombre. ¿Cómo era posible odiar a un hombre y seguir siendo una víctima de su potente atractivo?
–Hablas como si fuera algo malo –suspiró–. Aunque supongo que para tí lo es.
Era evidente que él no era el tipo de hombre que consideraba como algo positivo el hecho de que una mujer tuviera opinión propia. Era fácil imaginar cuál era el tipo de mujer que le gustaba, aquellas que actuaban como si cada palabra suya fuera oro puro, solo porque era un hombre rico y famoso. Bueno, y probablemente también por otros motivos. Tenía que admitir que, aunque Pedro Alfonso no fuera rico, muchas mujeres pasarían por alto sus fallos con tal de disfrutar de su cuerpo musculoso y tremendamente masculino. Paula respiró hondo y lo miró de nuevo a los ojos tratando de recordar que ella no era una de esas mujeres. Ella prefería a los hombres tranquilos y centrados. Hombres como su ex, Marcos. ¡Y no era que su relación hubiese sido maravillosa! Reconocía que había cometido un error, pero al menos no se había quedado embarazada sin querer ni había llegado a un intento de suicidio. Opinaba que era mucho mejor que la abandonara un hombre al que no amaba que uno sin el que no pudiera vivir. Cerró los ojos con fuerza. Nunca se permitiría ser víctima de algo como lo que había vivido Paulina, ¡Nunca permitiría que un hombre le hiciera eso!
–Parece que mi hermana confía en tí.
Paula abrió los ojos y posó la mirada sobre sus labios sensuales. Al instante, sintió un nudo en el estómago.
–Si no cumples con sus expectativas, te arrepentirás –dijo él.
–¿Eso es una amenaza, Pedro Alfonso? –preguntó ella al cabo de unos instantes.
Él arqueó las cejas.
–Es un hecho, Paula Chaves–contestó él.
Paula alzó la barbilla y entornó sus ojos azules. Él le sostuvo la mirada un instante y después se fijó en la base de su cuello y el comienzo de su escote, imaginando cómo sería besarla en ese lugar mientras cubría con su mano la provocativa curva de sus senos. Respiró hondo y contestó:
–No tolero que mis empleados sean incompetentes.
–No soy tu empleada –contestó Paula–. Ahora, si me indicas el camino, podré sacar las cosas del coche y empezar mi trabajo.
–Estás en mi casa. Y yo pongo las reglas –dijo él con tono helador.
Pasó a su lado y se marchó. Paula permaneció inmóvil unos minutos porque no se atrevía a caminar con sus piernas temblorosas. Siempre había pensado que los hombres autoritarios escondían inseguridades, y se había mostrado despreciativa con las mujeres que se prendaban de ellos. ¡Si Pedro tenía alguna inseguridad, la disimulaba demasiado bien!
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