martes, 4 de diciembre de 2018

Culpable: Capítulo 8

–¿Podría dejar de llamarme así?

–¿Prefieres que te llame Pauli?

Ella pestañeó. Le resultaba extraño oír cómo aquel hombre la llamaba por el diminutivo con el que llamaban a su prima.

–Me llamo Paula. Y mis amigos me llaman Pau –tragó saliva. De pronto se sentía lejísimos de todos sus amigos.

–¿Ha oído alguna vez la frase quien siembra, cosecha, señorita Chaves?

–Si fuera cierto, caería algo del cielo y ¡Aplastaría su cabeza!

Una risa hizo que Paula se fijara en la mujer de cabello moreno, y vió que sonreía y levantaba los pulgares como signo de aprobación. Pedro miró a su hermana y después a Paula otra vez.

–¿Le importaría bajar el tono de voz?

–¿Por qué? Supongo que no es un secreto que usted es un abusón.

–Podemos intercambiar algunos insultos, si es lo que desea. ¿Cómo llamaría a una mujer que intenta seducir a hombres casados?

Paula lo miró boquiabierta.

–¿Perdón?

–Fernando Dane es un buen amigo mío.

Al oír el nombre, Paula palideció. De pronto, lo comprendió todo. ¡Aquel hombre creía que ella era Paulina!

–Ahora ya no tiene nada que decir.

Ella lo miró fijamente. Así que Fernando Dane y aquel hombre eran amigos.

–Un matrimonio contraído en el paraíso –murmuró ella.

–El matrimonio de Fernando sigue siendo fuerte, a pesar de que sus esfuerzos por separarlos.

–¿Mis esfuerzos? –negó con la cabeza–. Perdone, ¿Lo he comprendido bien? ¿Cree que su amigo Fernando es una víctima? –Paula soltó una carcajada.

Su prima había tardado mucho en recuperarse de la relación amorosa que había mantenido con el hombre casado que le había roto el corazón. Paulina, cuyo único pecado había sido ser confiada y seguir los deseos de su corazón. Y también había sido muy valiente. Otra persona se había quedado destrozada por lo que había sucedido, pero no Paulina. La admiración que Anna sentía por su prima estaba teñida de preocupación. Sí, Paulina había encontrado la felicidad, pero fácilmente podía haberse encontrado con otro hombre igual que Fernando Dane.

Paulina se había arriesgado, pero solo la idea de seguir su ejemplo hacía que Paula se estremeciera horrorizada. Todavía tenía pesadillas acerca de la noche en que había encontrado a su prima junto a un frasco semivacío de pastillas y una botella de licor. Sin embargo, había sacado algo positivo de aquella experiencia, saber que nunca permitiría que su corazón gobernara su cabeza. Miró a Pedro una vez más y resopló disgustada.

–Ha sido una pregunta estúpida, por supuesto que lo cree.

–Fernando también tuvo parte de culpa –admitió él, mirándola con impaciencia.

–Por lo menos lo reconoce –ladeó la cabeza y lo miró con desdén–. Así es como yo sé la historia. Un hombre casado que seduce a una chica inexperta y diez años más joven, un hombre que le dice que la quiere y que va a abandonar a su esposa para irse con ella –demasiado furiosa como para considerar sus palabras, soltó una carcajada y continuó–. Sí, la chica sabía que lo que hacía no estaba bien –la imagen de Paulina agarrada al frasco de pastillas invadió su memoria–. Pero lo hizo de todas maneras. Miente a su familia y, cuando él la abandona y regresa con su esposa, ella cree que su vida no tiene sentido. No estoy segura de cómo llamaría a un hombre así, pero le aseguro que «víctima» no sería la palabra.

Al menos no le había contado toda la historia. Aun así, Paula se sentía culpable y traicionera. Le había prometido a Paulina que nunca contaría a nadie lo que sabía, y era una promesa que había mantenido hasta ese momento. El único consuelo era que ese hombre pensaba que ella era la persona que había sido víctima de los actos de su amigo y, aunque odiaba que la consideraran como una víctima ingenua, prefería que la juzgara a ella antes de que despreciara a Paulina. Que pensara lo que quisiera. Estaba dispuesta a defender a su prima de sus burlas y acusaciones.

Pedro frunció el ceño. Aquella mujer había conseguido que él dudara brevemente acerca del hombre que le había salvado la vida. Era consciente de que, probablemente, ella había contado tantas veces aquella versión de lo sucedido que había llegado a creérselo. Resultaba más sencillo creer una mentira que admitir que había intentado seducir a un hombre casado. Respecto a la fidelidad dentro del matrimonio, Cesare lo tenía muy claro. O se era fiel o no se debía haber pronunciado unos votos que no se podían mantener. Ese era el motivo por el que él no pensaba contraer matrimonio. ¿Amar a la misma mujer durante toda la vida? ¿O incluso durante un año? Imposible. Y, si uno elegía la vía del matrimonio, descarriarse no era una opción. Era cierto que Fernando no se había comportado bien pero, al menos, había recapacitado a tiempo para salvar el matrimonio. En el fondo, Fernando era un buen hombre capaz de realizar actos desinteresados. Si no hubiese sido así, Pedro no estaría vivo,  su amigo le había salvado la vida de forma desinteresada.

–Sube al coche, Caro –le dijo a su acompañante antes de volverse para darle la espalda a Paula.

Furiosa, Paula dió un paso adelante y se acercó al borde de la acera. En ese momento, pasó un autobús y le manchó el traje al salpicarla con el agua de un charco.

–Ni siquiera ha disminuido la velocidad –se quejó ella, mirando su traje manchado.

Justo antes de meterse en el coche, Pedro volvió la cabeza. Sin decir nada, la miró de arriba abajo y sonrió. «¡Le odio!».

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