jueves, 21 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 32

—Creo que ahora es cuando puedo decirte: «Mira quién habla».

Pedro se puso mantequilla en el gofre y se sirvió más sirope.

—Puede ser.

Ella se mordió el labio.

—Aparte de lo de los gofres, ¿Cómo era tu mujer?

—Cabezota —dijo él, al cabo de un momento—. Muy guapa.

 —Eso se ve con sólo mirar a Abril —dijo ella. Además, había visto las fotos de la mujer en la habitación de Abril—. ¿Se conocieron muy jóvenes?

 —En el instituto —dijo él—. Cuando nos graduamos estaba embarazada de Nicolás. Y nos fugamos —la miró—. No sólo porque estuviera embarazada.

 —Eso ni se me había ocurrido.

—¿Por qué no? —la miró—. A otras personas sí.

—Porque es evidente que incluso ahora sigues enamorado de ella.

—Ya no está.

—Lo sé —entrelazó las manos para evitar tocarlo—. Lo siento.

—Nunca le he sido infiel.

A diferencia de Marcos, Pedro no era infiel con su pareja.

—¿Sientes que ahora le estás siendo infiel?

 Él dejó el tenedor sobre el plato.

—Paula…

—No debería haberte preguntado eso —dijo ella, deseando no haberlo hecho.

Él negó con la cabeza.

 —Solía oír su voz en mi cabeza. Como si fuera la voz de la conciencia. Me decía qué debía hacer. Lo que estaba bien. Pero ya no la oigo. Y además, cuando te miro, sólo te miro a tí.

A Paula se le secó la boca.

—No esperaba que me pasara eso. Y ahora… — la miró a los ojos— , ahora no sé lo que siento al respecto.

—Bueno, al menos eres sincero.

Él negó con la cabeza.

 —Soy sincero, o estoy completamente loco. Elige.

 Ella se humedeció los labios.

—Yo… Creo que tu conciencia funciona estupendamente.

—Puede ser. Cuando regreses a Nueva York, ¿Vas a volver con Marcos?

 Ella se quedó de piedra. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Ni siquiera al principio, lo que había sentido con Marcos podía compararse con lo que sentía estando con Pedro en la misma habitación.

—No. Él no me ha pedido que vuelva. Y aunque lo hiciera, la respuesta sería no. Lo único que quiero recuperar es mi carrera.

 —Bien —dijo él—. Te mereces algo mejor.

—Lo sé —apretó los labios—. No has estado con nadie desde que murió tu esposa, ¿Verdad?

—¿Eso es una proposición? —la miró.

—No — dijo ella, después de tragar saliva—. Sólo es que tres años es mucho tiempo.

Pedro partió un trozo de gofre con el tenedor.

—Últimamente empiezo a tener esa sensación.

—¿Ella fue tu primer amor?

—Nos hemos desviado mucho de la conversación de vecinos.

—Lo sé —dijo ella, sosteniéndole la mirada—. ¿Lo fue?

 Él entornó los ojos y posó la mirada sobre los labios de Paula.

—¿Y Marcos fue el tuyo?

—No.

—¿Taggart?

—¿Ezequiel? No, por favor. Ni siquiera nos aproximamos a ello. Sólo éramos amigos —sonrió ella—. A lo mejor sí nos besamos durante algún tiempo.

 —Entonces, ¿Quién?

—El coreógrafo de la primera compañía de baile con la que trabajé en Nueva York. Yo tenía diecinueve años.

—Veo que te gustan los coreógrafos. ¿Estabas enamorada de él?

 Ella negó con la cabeza.

—¿Y por qué te acostaste con él? ¿Para avanzar en tu carrera?

 —No. Él se acostaba con muchas bailarinas. Yo era la única virgen de la compañía y estaba cansada de ello. Él me parecía atractivo y poderoso y provocaba que mi corazón se acelerara, así que, me uní al grupo.

—Madre mía —dijo él arqueando las cejas—. Eso es sinceridad.

Pero no parecía disgustado. Al contrario de cuando ella hablaba de Marcos.

—Entonces, ¿Tu esposa fue tu primer amor?

Él negó con la cabeza.

—¿El segundo?

 Pedro negó con la cabeza otra vez.

—¿Quieres que te diga un número?

—Puede que no. Pero debías de ser muy joven.

—Sí —se terminó el gofre—. Tenía catorce años.

—¿Catorce?

—Era un demonio. Y probablemente seguiría siéndolo si no hubiera conocido a Brenda.

Paula no podía comprenderlo. A los catorce años ella soñaba con bailarinas. O con su primer beso pero, desde luego, no con el sexo. Recogió su plato.

—¿Quieres más?

—Te quiero a tí.

Paula metió los dedos en el plato sin querer, manchándose de sirope.

 —¿Lo de esta mañana no se trataba de eso? — preguntó él.

Ella suspiró despacio y dejó el plato en la encimera. Sacó el gofre de la plancha y la apagó.

—No. Sí —suspiró dándole la espalda—. No lo sé, Pedro.

Ella oyó que se levantaba de la silla y notó que se acercaba por detrás. Cerró los ojos.  Él le acarició el cabello y la besó en la nuca.

—¿Esto te ayudará a decidirte? —colocó una mano sobre el vientre de Paula y la deslizó hacia arriba para acariciarle los pechos.

Ella estuvo a punto de gemir y se apoyó en la encimera.

—Sí —«no», pensó—. Quiero decir, creo que anoche te controlaste tú y probablemente fuera lo más inteligente.

Pedro retiró las manos despacio. Tan despacio que ella no estaba segura de si iba a dejar de acariciarla, pero sabía que, si no lo hacía, no tendría fuerza para resistirse. 

Él se colocó a su lado, partió el gofre en dos y se sirvió la mitad en el plato antes de regresar a la mesa.

 —Eres un infierno para el orgullo de una mujer —dijo ella.

—Soy duro. Estoy hambriento. Dijiste que no, y todavía quedan gofres. ¿Qué quieres que haga?

 Ella se sonrojó y cuando sonó el teléfono se sobresaltó.

—Lazy-B —contestó.

—Hola, Pau.

Era su padre. Por algún motivo, ella se sintió como si tuviera diecinueve años y la hubieran pillado haciendo algo indebido.

—Hola, papá. ¿Qué tal en Barcelona?

Pedro se levantó de la silla. Se chupó los dedos y se detuvo junto a Paula para susurrarle al oído.

—Gracias por el desayuno.

Después, la rodeó, agarró la otra mitad del gofre y salió de la cocina. Momentos más tarde, ella oyó que se cerraba la puerta de la casa y se sentó en una silla.

—¿Pau?

—Estoy aquí, papá —le dijo, aunque la mayor parte de su persona había salido por la puerta detrás de Pedro.

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