—Lo siento. No lo sabía —suspiró y miró hacia el horizonte—. Odio el mes de julio —murmuró, y se volvió para mirar a Paula.
Su mirada no era de lástima, ni de condolencia. Era una mirada que expresaba que comprendía cómo se sentía. Era el tipo de mirada que él había visto una y otra vez en el rostro de la mujer. Pero él no quería esa comprensión. Ni la empatía de nadie. Sólo quería, y necesitaba, que lo dejaran solo. Regresar a su tumba emocional, donde nada pudiera herirlo. Pero aquella mujer no dejaba de meterse en medio. Y eso lo enervaba.
Ella tenía sus propios asuntos que solucionar, por ejemplo, su rodilla. ¿Por qué no se conformaba con eso?
—Por favor, siéntate de una vez —dijo enfadado.
Ella arqueó las cejas.
—¿Por que tú me lo pides de buenas maneras?
—Porque parece que eres demasiado cabezota como para cuidar de tí misma como deberías — contestó él, y se acercó a recoger las muletas que ella había apoyado contra el caballete. Su esposa había hecho lo mismo. Sólo que su dolencia estaba en un lugar donde él no pudo verla hasta que fue demasiado tarde para ayudarla—. Toma —le entregó las muletas.
Ella puso una mueca, las agarró y se las colocó en los brazos. Le servían para descargar el peso de la pierna lesionada, pero no hizo ademán de moverse ni de sentarse en ningún sitio. Era irritante y cabezota.
—¿Ella murió?
—No. Mi madre, mi madre biológica, está bien y vive en Europa según lo último que he oído. Sé que la muerte es lo peor que puede suceder pero, en cierto modo, habría sido más fácil lidiar con ello si hubiera muerto. Que te abandonen por elección deja muchas secuelas cuando se es una niña.
—¿Cuántos años tenías?
—Se marchó nada más nacer yo —se tocó la oreja con nerviosismo—. Era bailarina —miró hacia la casa—. ¿Podríamos entrar para hablar? Aquí hace mucho calor. Te serviré algo frío de beber.
—No deberías servirle nada a nadie —dijo él. Pero ella tenía razón. Hacía mucho calor—. Está bien. Vamos dentro.
Paula parecía aliviada y empezó a mover las muletas.
—Espera. No tenemos que ir por la puerta delantera —la sujetó del brazo y sintió que una ola de calor lo invadía por dentro—. Podemos entrar por la parte de atrás —le soltó el brazo y se aclaró la garganta al percatarse de que todavía no había escalones para llegar hasta la altura de los cimientos de la ampliación de la casa—. Te ayudaré a subir.
—De acuerdo —dijo ella, permitiendo que la levantara para dejarla en el suelo de los cimientos y le diera las muletas otra vez.
Él saltó detrás de ella y la siguió entre la estructura de la ampliación hasta la puerta trasera de la casa. Una vez en la cocina, ella se dirigió hacia la nevera y abrió la puerta.
—¿Limonada o té helado?
—Cualquiera.
Ella sacó una jarra y la dejó en la encimera. Él observó cómo sacaba dos vasos de un armario y los llenaba con limonada.
—Yo me rompí un hueso del pie hace unos años y tuve que llevar muletas —le contó Pedro—. Nunca llegué a acostumbrarme.
Paula se volvió y le entregó un vaso.
—Sí, bueno, yo tengo mucha práctica con ellas —agarró su vaso y dejó las muletas apoyadas en la encimera para dirigirse a la mesa a la pata coja.
Se sentó y puso la pierna en alto, de forma que su vestido dejó al descubierto el aparato ortopédico que le habían puesto. Pedro se fijó en la curva perfecta de su pantorrilla. Agarró una silla y se sentó al otro lado de la mesa, donde no pudiera verle la pierna. Y donde no pudiera oler el cálido aroma que desprendía su cuerpo. Pero entonces, acabó mirándole el rostro. Su tez era pálida y tenía pecas en la nariz. Como si fueran polvo dorado. Se preguntaba si tendría polvo dorado en otras partes del cuerpo. Levantó el vaso y se bebió la mitad de su contenido. Tenía que contenerse o acabaría sufriendo un ataque al corazón antes de que terminara el verano.
—¿Hace cuánto tiempo que te lesionaste?
—Hace un mes —se miró la pierna—. Durante un tiempo llevé un aparato mucho más limitante que éste —puso una mueca—. Creía que ya me había librado de ellos.
—A lo mejor lo habrías hecho si te lo hubieras tomado con más calma.
—Saber que tienes razón no hace que sea más agradable oírlo. Nunca me ha gustado estar lesionada —continuó—. Es un rollo.
—¿Te has lesionado muchas veces bailando?
—Alguna vez. De hecho, he tenido suerte en ese aspecto —bebió un sorbo de limonada—. Pero cuando tenía doce años me caí de un caballo y casi me destrocé la rodilla. Así es como Alejandra apareció en nuestra vida. Ella era mi última fisioterapeuta — sonrió—. Después de muchas otras, que se cansaron de vivir aquí o de su paciente poco colaboradora.
—¿Eras poco colaboradora?
Ella lo miró.
—Es difícil de creer, ya lo sé. En cualquier caso, cuando Belle apareció en nuestras vidas, mi padre y yo tuvimos la sensibilidad para darnos cuenta de lo que teníamos. Ella me ayudó a aprender a caminar otra vez…
—¿A caminar?
—Sí. Hasta que ella llegó yo ni siquiera era capaz de levantarme de la silla de ruedas porque era demasiado duro. Tuve mucha suerte. Los cirujanos consiguieron recolocarlo todo. Y mi padre reorganizó su vida para adaptarla a mí. Después, llegó Alejandra. Tardamos casi todo un año, pero lo conseguimos — se encogió de hombros y golpeó la prótesis—. Caminé. Y luego bailé —apretó los labios—. Hasta ahora.
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