—Te deseo —dijo él, y observó cómo a Paula se le oscurecía la mirada. Al percatarse de que estaba a punto de tirar la toalla y el sentido común y de acercarse otra vez a ella, se aclaró la garganta.
—Pero eso es todo lo que te puedo ofrecer — añadió—. Así que a menos que estemos buscando otra manera de pasar el tiempo hasta que regreses a Nueva York, será mejor que paremos aquí antes de que se nos vaya de las manos —sintiéndose como un idiota, se secó el cuerpo con la toalla.
Paula salió del agua y se cubrió rápidamente con otra toalla.
—Si pretendías molestarme, lo has conseguido —dijo con voz temblorosa—. Primero, nunca he pretendido que Abril y tú fueran un entretenimiento para el verano. Y, segundo, soy perfectamente capaz de tomar decisiones acerca de lo que quiero y con quién. Y de decidir si correr el riesgo de sufrir otra vez merece la pena o no.
Recogió la silla plegable, sacó las sandalias de su bolsa y se las puso.
—Vecinos cercanos —murmuró mientras recogía sus pantalones cortos del suelo—. Ya te digo — sin mirarlo, llevó sus cosas hacia el coche.
Pedro miró hacia las estrellas y blasfemó en voz baja. Después, agarró sus cosas y la siguió. Paula ya había arrancado el motor cuando él se subió a la camioneta. Durante el trayecto, no pronunció ni una sola palabra. Ni siquiera cuando llegaron a su casa. Él sabía que probablemente debía disculparse. Agarró sus cosas y abrió la puerta.
—Gracias por traerme.
—¿Para qué están los vecinos? —dijo ella con tono tenso y, cuando él cerró la puerta, arrancó de nuevo.
Pedro subió al porche y se dejó caer sobre una de las butacas. Las luces del coche de Paula desaparecían en la distancia. Y él continuó allí sentado.
—¿Qué diablos estoy haciendo, Brenda?
Pero esa vez nadie le dio la respuesta en su cabeza. Igual que Horacio y Abril, la mujer que había sido la voz de su conciencia durante la mayor parte de su vida, lo había abandonado aquella noche. No era de extrañar que él hubiera estropeado las cosas de esa manera. Por fin, después de mucho tiempo, entró en la casa vacía. Solo.
Cuando Paula llegó a casa lo último que esperaba era encontrarse con su hermano. Y menos con su hermano liándose con una rubia que no era Karina Rasmusson. Ellos se quedaron tan asombrados como ella cuando la vieron entrar en el salón. Aunque ella estaba segura de que ya se le habían secado las lágrimas que había derramado, trató de limpiarse lo mejor posible antes de acercarse a ellos.
—Soy Paula —dijo extendiendo la mano—. La hermana de Gonzalo.
—Soy Ailén —dijo la joven, sintiéndose un poco incómoda.
—Ailén y yo vamos juntos a la universidad.
Paula estaba demasiado cansada como para hacer ningún comentario más, así que le dijo a Ailén que se alegraba de conocerla y se dirigió a las escaleras.
—Cojeas otra vez —dijo Gonzalo.
Ella asintió sin más y continuó. Sí, estaba cojeando porque se había torcido la pierna mientras avanzaba entre los árboles para huir de Pedro. Empezaba a pensar que nunca se recuperaría de su lesión, igual que él nunca se recuperaría de la pérdida de su esposa. Quizá él tuviera razón. Quizá había cosas por las que no merecía correr el riesgo.
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