—¿Quieres sentarte?
Él negó con la cabeza pero no se movió.
—Pensé que a lo mejor preferirías estar ahí — comentó mirando hacia la pista de baile.
—¿Me estás sacando a bailar?
—Había pensado en ello —la miró de arriba abajo—. No es que crea que debes hacerlo, teniendo en cuenta que estás lesionada y todo eso.
Paula sintió un nudo en el estómago. Él la miró como si deseara no haber dicho nada. Paula dejó la copa de vino y se puso en pie.
—Entonces, ¿Cómo podría rechazar esa irresistible invitación?
Como si fuera lo más natural del mundo, ella lo agarró de la mano y lo guió hasta la pista de baile. Pedro tenía que haberse mordido la lengua. Pero ya era demasiado tarde. La bailarina había puesto una mano sobre su pecho, y había dejado la mano que le estaba sujetando sobre su espalda.
—¿Dónde está Abril esta noche? —le preguntó.
—Se ha quedado a dormir en casa de su amiga Camila Pope.
—Ah. Mencionó a Camila. Está claro que ella quiere ser un caballo —sonrió—. ¿También me contó que su hermano ha venido para celebrar su cumpleaños?
—A pasar el fin de semana, sí. Se va mañana por la noche. Está recibiendo clase durante el verano.
—Qué bien. Debe de ser un buen estudiante.
—Es un buen chico —dijo él, mirando a su hijo.
—¿Cuántos años tiene?
—Hoy cumple veintiuno.
—Ah. ¿Ha salido a tomarse la primera copa?
—Al menos la primera copa legal. Está en la universidad.
—¿Y qué estudia?
—Arquitectura.
—Siguiendo tus pasos —comentó ella—. Eso hace que un padre se sienta orgulloso.
Pedro consideraba que el éxito que habían tenido con Nicolás se debía tanto al esfuerzo de Brenda como al suyo.
—He de decir que no pareces tan viejo como para tener un hijo tan mayor —continuó ella.
—Me siento lo bastante viejo —murmuró él.
Ella se humedeció los labios, desconcertada.
—¿Te gusta la música country?
—Es lo único que he oído que pongan aquí.
Ella arqueó las cejas y le soltó la mano que tenía en su espalda. De pronto, le rodeó el cuello con ambas manos. Él miró por encima de su cabeza y se preguntó qué diablos estaba haciendo allí.
—Eso no ha sido una respuesta —dijo ella al cabo de un momento.
—Es música —dijo él—. Es tan buena como cualquier otra.
El ritmo de la música era cada vez más lento y ellos comenzaron a moverse cada vez más despacio. Era un auténtico tormento.
—En otras palabras, no te importa un pimiento.
Él la miró y contestó esbozando una sonrisa.
—En realidad, no.
Ella pestañeó y miró a otro lado.
—Así que recuerdas cómo hacerlo.
De pronto, Pedro sintió que una ola de calor recorría su cuerpo y llegaba a su entrepierna. Deseaba blasfemar. Abrazarla había sido un error. Porque él recordaba cómo hacer un montón de cosas, y todas ellas le recordaban cuánto tiempo había pasado desde que había estado con una mujer.
—Me refería a que recuerdas cómo sonreír — continuó Paula.
—Sí —Pedro se aclaró la garganta—. Lo recuerdo —la canción terminó y él dio un paso atrás—. Por mí ha sido suficiente —dijo él—. Gracias.
Ella no dijo nada y simplemente lo miró mientras se dirigía hacia la salida. Una vez fuera, respiró hondo, se pasó la mano por el cabello y se sentó en el banco de la calle. Suspiró y miró la alianza que llevaba en el dedo. A los dieciocho años había comprado las alianzas de matrimonio y, veintiún años más tarde, todavía la llevaba puesta. Cerró el puño. Durante todo ese tiempo la alianza había sido parte de su persona como el dedo que la llevaba.
—¿Estás bien?
Pedro levantó la vista.
Paula estaba de pie a su lado con dos botellas en la mano.
—¿Acostumbras a espiar a los hombres?
Ella esbozó una sonrisa.
—Al parecer sí —le ofreció una cerveza—. ¿La quieres?
Él deseaba muchas cosas, y la mayoría comenzaban y terminaban con una tumba en Colorado. De no ser porque tenía a Nicolás y a Abril, se habría planteado meterse en una también. Pero no lo había hecho. Estaba allí. Y tenía una mujer tremendamente atractiva a su lado, transmitiéndole más vida de lo que a él le gustaba reconocer.
—Probablemente esté prohibido beber en la calle —dijo después de aceptar la cerveza.
—Probablemente —ella abrió su cerveza y se sentó a su lado—. Pero el sheriff es familia mía — chocó su botella contra la de Pedro—. No te preocupes.
Él abrió su botella. Permanecieron en silencio varios minutos. Él miró hacia el parque que estaba al otro lado de la calle. Unos chicos estaban jugando a perseguirse y sus risas flotaban en el aire.
—Hay un pabellón allí en el parque donde los chicos solían ir a besuquearse —dijo ella—. Al menos solían hacerlo cuando yo me crié aquí.
Él no la miró. Hacía mucho tiempo que no hablaba de algo que no fuera el trabajo o su familia.
—¿Y tú lo hacías?
—¿Besuquearme con alguien? Claro. Algunas veces —jugueteó con la botella entre los dedos.
Él se fijó en que no había bebido demasiado. La cerveza sólo había sido una excusa para salir a hablar con él. Ser consciente de ello era una cosa. Y saber qué hacer era otra.
—Siento lo de tu esposa, Pedro.
Él se quedó de piedra. Montones de gente le había ofrecido sus condolencias durante los últimos tres años. Sus compañeros del estudio de arquitectura en el que solía trabajar. Sus amigos. Su familia. Incluso desconocidos. Debería estar acostumbrado a oírlo.
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