—Lo siento —murmuró ella, con las manos apoyadas contra su pecho—. Supongo que tengo que trabajar más el equilibrio o cuando regrese a Nueva York haré piruetas fuera del escenario — Paula soltó una risita y se separó de él—. Tamara Taggart —dijo ella—. Tú hijo tiene buen gusto. Es una buena chica. Su hermano está casado con mi prima. Ezequiel Taggart. Es veterinario y tiene una clínica no muy lejos de aquí —se cambió la cerveza a la mano izquierda y le ofreció la derecha a Horacio para presentase—. Tú eres el abuelo de Abril — añadió rápidamente.
Demasiado rápido para Pedro.
Estaba aturullada. ¿Porque se había tambaleado? ¿O porque al tambalearse había chocado contra Pedro y se había dado cuenta del estado en que estaba?
—Fuiste muy amable al enviarme a Pedro con los espaguetis la otra noche —continuó—. Debería haberme sentido culpable por comérmelos todos, pero estaban buenísimos.
—Un placer —le aseguró Horacio mientras miraba a Pedro con una sonrisa.
—Mmm, me aseguraré de devolverte el recipiente cuanto antes — dijo mientras se dirigía a la entrada del bar—. Será mejor que vuelva con mi familia —sin mirar a Pero, se despidió con la mano y entró en el local.
—Bueno —dijo Horacio cuando ella se marchó—. Ha sido muy interesante.
—No empieces.
—Es un bombón.
Pedro miró a su padre. Horacio levantó las manos.
—Está bien. Está bien. No voy a recordarte que todavía tienes que vivir la vida.
Pedro lo fulminó con la mirada porque, al final, Horacio lo había hecho. Y durante el último año se lo había recordado frecuentemente. Se dirigió hacia la puerta.
—Es tarde. Voy a buscar a Nicolás.
—¿Crees que esto es lo que Brenda querría para ti? Ella te hizo prometer que seguirías adelante con tu vida, ¿Recuerdas? —su padre lo siguió.
Igual que había hecho otras veces, Pedro ignoró la pregunta. Pero mientras atravesaba el bar buscando a su hijo, que ya era un adulto, posó la mirada sobre Paula. Ella estaba de pie junto a una mesa de billar donde una de las profesoras del colegio de Abril estaba preparándose para tirar. Como si Paula hubiese notado que él la estaba mirando, levantó la vista hacia él. La piel de su antebrazo aumentó de temperatura, como si ella lo hubiera vuelto a tocar y Pedro miró a otro lado. Siempre había ignorado el comentario de Horacio acerca de que debía continuar viviendo la vida. Nunca le había resultado difícil. Pero esa noche sí.
El fin de semana pasó sin que Pedro pasara por el Lazy-B. Paula no esperaba que fuera a trabajar durante el fin de semana, y menos mientras su hijo estaba en casa de visita. Aun así, ella estuvo todo el fin de semana pendiente de su camioneta. Al menos, ella tampoco había pasado demasiado tiempo en el rancho. Sus abuelos decidieron hacer una barbacoa el sábado en el Double-C y se alargó hasta la madrugada. Y el domingo, Paula fue a misa en el pueblo. Rara vez había ido a misa en Nueva York. Pero en Weaver era una de las cosas que la gente hacía. En Weaver había varias iglesias y ella sabía que Pedro no asistía a la misma que ella. Primero porque nunca lo había visto, y segundo porque Sabrina, que estaba sentada detrás de ella, se había acercado para susurrarle que Pedro nunca iba a misa allí. Lo que significaba que ella había estado escuchando el servicio a medias mientras se preguntaba si él asistiría a alguna iglesia. Después de misa, asistió a la comida que la familia Clay celebraba todos los domingos en casa de alguno de ellos. No importaba cuánta gente pudiera ir. Aquéllos que podían ir, iban. Y los que no, normalmente iban la siguiente semana. Era una tradición. Y a Paula le parecía bien ir, aunque tuviera que enfrentarse a que todo el mundo se preocupara de nuevo por su rodilla. Ese día la comida era en casa de Rafael y Analía. Tenían una hija de siete años, Melina, y a Paula le recordaba a Abril, que era un año menor.
El lunes por la mañana Paula tuvo que enfrentarse al hecho de que, aunque no había visto a Pedro en todo el fin de semana, sabía lo que sucedía. No importaba que fuera consciente de su tristeza. Ni que supiera que centrarse en otra cosa que no fuera ponerse en forma era otra manera de afrontar la incertidumbre del futuro. Aunque él no quisiera admitirlo, era evidente que se sentía atraída por ella. Tan evidente como que él no quería que fuera así.
Al medio día, Pedro todavía no había aparecido por allí y Paula estaba hecha un manojo de nervios. Había limpiado la mitad de los establos y había dejado la otra mitad para que lo hiciera Gonzalo. También había fregado el suelo de la casa, recogido la cocina y preparado unos brownies. Todo para evitar quedarse junto a la ventana mirando…
—Huele bien —Gonzalo entró en la cocina y se acercó a la fuente del horno.
—No lo toques —le advirtió ella, dándole una palmadita en la mano.
—Eh —la miró—. Sólo quería probarlo. ¿Qué celebramos?
—Te dejaré probarlo cuando esté terminado. Y no celebramos nada.
Él arqueó las cejas.
—Has hecho muchos brownies. ¿Vas a ir a una gran fiesta?
Ella le partió un pedazo y se lo puso en una servilleta. Gonzalo se metió la mitad en la boca.
—Pareces un cerdo. Pensaba que podría llevarlos a la comida del domingo —«y a lo mejor a casa de los Ventura, para devolverles el favor de los espaguetis», pensó ella.
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