jueves, 7 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 18

Él frunció el ceño.

—Estoy protegiendo a mi hija. Y te agradecería que te mantuvieras al margen de algo que desconoces. Por favor —añadió al ver que ella abría la boca para protestar.

 Paula lo miró y, al ver que la puerta se abría y que Abril aparecía con Bugsy en la mano, se tragó lo que pensaba decir.

—Sé más de lo que crees —dijo sin más, y sonrió a Abril, que no dejaba de mirar a Paula y a Pedro—. Disfruten de la comida —dijo antes de encaminarse hacia la camioneta.

—Hasta luego, Paula —dijo Abril.

Ella mantuvo la sonrisa mientras se despedía de la niña con la mano. Pero nada más entrar en la camioneta, su sonrisa se desvaneció. Pedro Alfonso podía opinar que estaba protegiendo a su hija, pero ella sabía que, sobre todo, se estaba protegiendo a sí mismo. Y comprendía por qué. Paula  estaba segura de que se sentía atraído por ella, igual que ella se sentía atraída por él. Pero el hombre seguía enamorado de su esposa. No podía luchar contra eso. Tampoco estaba segura de querer hacerlo. No podría luchar contra un fantasma. ¿Pero respecto a Abril? Pedro no sabía tanto como creía acerca de las necesidades de una niña que no tenía madre.

Paula pisó una raíz en el camino y el volante se giró entre sus manos.  Automáticamente, agarró el volante con fuerza y frenó, sintiendo un fuerte dolor en la rodilla.  Puso una mueca de dolor y permaneció quieta, sin atreverse a mover el pie hasta que se le pasó el dolor. Finalmente, cuando pudo pisar el acelerador, continuó hasta su casa, conduciendo con mucho cuidado. Al llegar, aparcó cerca de la puerta y llevó el dibujo de Abril  para colgarlo en la nevera. Sacó una bolsa de gel helado y se sentó en el suelo para ponérselo en la rodilla, ya que llegar hasta una silla le suponía demasiado esfuerzo. Con la cabeza apoyada en el armario de la cocina, miró el dibujo de Abril con detenimiento. Pedro tenía que comprender que por mucho que se esforzara, un padre no podía satisfacer la necesidad que tenía su hija de recibir la atención de una mujer. Quizá no pudiera recuperarse de la lesión de rodilla por mucho que lo intentara, pero sí podría conseguir que Pedro se diera cuenta de la realidad. Y cuando lo hiciera sabría que, al menos, su caída por las escaleras había traído algo bueno.  Iba andando con muletas.


Pedro observó a Paula salir de la camioneta que había estacionado en el lateral del rancho y vió que agarraba las muletas antes de volverse hacia él.  Pedro hizo una mueca y se concentró en lo que estaba haciendo. No quería tener otro encuentro con una mujer enfadada.  Y menos cuando ya había tenido uno con su hija de seis años aquella mañana.

Habían vuelto a anular el campamento de verano para ese día. Y cuando Pedro le dijo a Abril que no podía ir al Lazy-B, ella le hizo ver que no estaba contenta con la decisión.  Su hija, que normalmente era una niña tímida, había tenido una gran rabieta.  Incluso entonces, medio día después, estaba asombrado y se sentía dolido. Al ver que Paula se dirigía hacia él con cara seria, aprovechó para adelantarse en la ofensiva.

—A lo mejor, ahora que vas con muletas, ya has aprendido cuál es el precio que hay que pagar por excederte.

Ella apretó los labios. Dejó las muletas a un lado y se sentó encima de un caballete de serrar madera. Entonces, Pedro se fijó en la aparato de ortopedia que asomaba bajo el borde del vestido rosa que llevaba Paula.  Ella movió la falda del vestido y se la tapó.

 —Quiero hablar de Abril.

—Yo no —se volvió para sacar otra tabla del montón con el que estaba trabajando.

 —Sólo porque tú quieras meterte en una tumba no quiere decir que tu hija se merezca entrar contigo en ella.

 La tabla cayó con fuerza sobre el montón. Pedro se volvió para mirarla.

 —¿Cuántas hijas has criado?

—Ninguna. Pero yo…

—¿Cuántos maridos has enterrado?

 —Ninguno.

—Entonces, hasta que lo hayas hecho, no creo que necesite tu consejo, ¿No crees?

—Sí, necesitas mi consejo —contestó ella, poniéndose en pie con dificultad—. O al menos algunas nociones de cómo es algo que no has vivido —lo miró a los ojos—. ¿O es que también te has criado sin madre?

Pedro apretó los dientes con fuerza. Su madre estaba viva y se había mudado a Florida después de divorciarse de Horacio, cuando él tenía dieciocho años. En esos momentos, su relación sólo se basaba en el intercambio de tarjetas y regalos en los cumpleaños y en Navidad. Pero sabía que Ana había invertido mucho en su papel de madre y esposa. Y también que su vida no había sido nada fácil, teniendo en cuenta que, en aquel entonces, Stan tenía muchos problemas con el alcohol.

—Como si tú sí. He conocido a tus padres.

 Ella lo miró con lástima.

—Alejandra es mi madre en todos los sentidos. Pero no lo fue hasta que llegué a la adolescencia.

Maldita sea.  Él se volvió y dejó la pistola de clavos sobre el montón de madera.

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