—¿Crees que durarán hasta final de semana? — se metió el resto en la boca y se dirigió a la nevera para sacar el cartón de leche y beber directamente.
—¿Eso es lo que has aprendido en la universidad? ¿Te has olvidado de los buenos modales?
Él sonrió y, antes de que ella pudiera detenerlo, partió otro pedazo de Browne.
—Me voy. No me esperes despierta, abuela.
—Será mejor que no hagas ninguna estupidez como conducir bebido cuando te quedas con Karina hasta altas horas de la madrugada — le dijo.
Él se volvió para mirarla.
—¿Quién te ha dicho que esté con Karina? — mordió un pedazo del brownie y se marchó.
Paula se acercó al teléfono y llamó a Sabrina.
—¿Con quién está saliendo Gonzalo?
—Con Karina Rasmusson, por supuesto. ¿Por qué?
—Por curiosidad —dijo ella, quitándole importancia—. ¿A Gabriel todavía le encantan los brownies caseros? He hecho una bandeja enorme y estoy dispuesta a compartirla.
—A mi marido le encanta todo lo que tenga chocolate —dijo Sabrina entre risas—. Y tú sólo enciendes el horno cuando estás estresada. ¿Qué pasa?
—Enciendo el horno cuando…
—¿Cuándo? —se rió Sabrina.
—Cuando tengo que encenderlo —Paula soltó una risita—. Mañana por la mañana tengo que ir al pueblo, así que se los llevaré.
—¿Qué hay mañana?
—El doctor Valenzuela viene a verme desde Cheyenne. Hemos quedado en el hospital —era el mismo doctor que la había tratado cuando era adolescente y todavía trabajaba en la clínica deportiva que su tío Adrián tenía en Cheyenne.
—¿Te va a mirar la rodilla?
—Sí —Paula pasó el dedo por el borde de la fuente de los brownies para probar la cobertura de chocolate.
—Por eso estás nerviosa —concluyó Sabrina—. Sabía que te pasaba algo, pero pensé que tendría que ver con tu vecino el viudo.
—No estoy nerviosa.
—Lo que quieras —dijo Sabrina—. ¡Valentina! —gritó—. No metas a ese perro lleno de barro en casa. Tengo que irme Paula. Te veré mañana.
Paula colgó el teléfono. Regresar a casa también significaba rodearse de toda la gente que la conocía bien. Se lavó las manos y metió una docena de brownies en un recipiente. Después, buscó las llaves de una de las camionetas de su padre y se marchó de casa. Al cabo de un rato llegó al rancho de Pedro Alfonso. Atravesó el arco de piedra que marcaba la entrada y se dirigió hacia la casa. Nunca había pensado que Pedro podía tener dinero. Esa cantidad de dinero que permitía que alguien comprara una finca en Wyoming. Avanzó por un camino rodeado de lilas y pastos donde pacía el ganado. Recordaba que las lilas habían estado allí desde siempre. Descuidadas. Sin embargo, ese día estaban bien cortadas y Paula imaginó lo bonitas que debían de estar en plena floración.
La casa era de dos plantas y tenía un porche cubierto que ocupaba toda la fachada principal. Era grande, pero no demasiado, y mantenía el estilo rústico del lugar con un toque de elegancia. Estaba claro que habían invertido bastante dinero en ella, pero no de forma ostentosa. Paula detuvo el vehículo frente a la casa y se bajó. La camioneta de Pedro no se veía por ningún sitio. Quizá no estuviera allí. Mordiéndose el labio inferior, subió las escaleras del porche y, cuando se disponía a llamar a la puerta, ésta se abrió de par en par. Pedro la recibió vestido con unos vaqueros, una camisa y un sombrero negro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con tono serio.
Ella sintió un nudo en el estómago. Alzó la barbilla y se obligó a mirarlo, mostrándole el recipiente.
—Haciendo de buena vecina —le dijo—. Te devuelvo el recipiente y les traigo unos brownies.
Él la miró un instante, suspiró y dió un paso atrás para dejarla pasar.
—¡Paula! — Abril apareció corriendo y se abrazó a ella.
Paula no tuvo tiempo de prepararse para recibirla. Pero Pedro apoyó la mano contra su espalda y la equilibró. Su contacto provocó que sintiera un fuerte calor en la espalda y que no pudiera escapar. Estaba atrapada entre el cuerpo de Abril y la mano de Pedro. Sonrió y trató de ignorar la presencia del hombre que tenía detrás.
—Hola, ¿Cómo estás?
—No hemos tenido campamento —susurró como siempre, y encogió los hombros de manera dramática—. Otra vez.
—¡Vaya! ¿Y qué has estado haciendo?
—Dibujar en mi habitación. ¿Quieres ver los dibujos? —miró a Paula con una mezcla de timidez y esperanza, provocando que se le encogiera el corazón.
Paula le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Por supuesto —contestó.
Pero al decirlo, Pedro puso cara de consternación. Agarró el recipiente que Paula llevaba en la mano mientras Abril la guiaba hasta la escalera. Paula puso una mueca al ver lo larga que era y, cuando ya estaban por la mitad, comenzó a sudar debido al esfuerzo que hacía para no cargar la rodilla lesionada. Miró hacia el recibidor y vió que Pedro estaba mirándolas. Desde la distancia puedo ver que entornaba los ojos, mirándola con desaprobación. Ella no quería disgustarlo. Pero tampoco quería decepcionar a Abril. Todavía recordaba cómo se había sentido antes de que Alejandra entrara en sus vidas. Cómo había sido no tener madre. No importaba que supiera que su padre la había querido con locura. Ella deseaba tener una mamá. Y además, quería recibir la atención de una mujer mayor. Le habría servido casi cualquiera.
—Mi habitación está aquí, Paula —Abril la esperaba en al parte alta de la escalera.
Faltaban seis escalones. Ella se agarró a la barandilla y continuó subiendo, tratando de moverse con naturalidad. Pedro blasfemó en voz baja y subió los escalones de tres en tres, alcanzando a Paula cuando todavía no había llegado arriba.
—No digas nada —murmuró él cuando la tomó en brazos y la llevó hasta arriba, dejándola junto a la pequeña.
Abril los miró asombrada. Entonces, él se marchó por el pasillo y desapareció por una puerta. El portazo que se oyó hizo que Abril y Paula se sobresaltaran. Paula apretó la mano de la niña, tratando de que no se percatara de cómo la inquietaba su padre.
Tarde o temprano va a tener que asumir lo que le pasa... Que duró es este hombre!
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