jueves, 21 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 32

—Creo que ahora es cuando puedo decirte: «Mira quién habla».

Pedro se puso mantequilla en el gofre y se sirvió más sirope.

—Puede ser.

Ella se mordió el labio.

—Aparte de lo de los gofres, ¿Cómo era tu mujer?

—Cabezota —dijo él, al cabo de un momento—. Muy guapa.

 —Eso se ve con sólo mirar a Abril —dijo ella. Además, había visto las fotos de la mujer en la habitación de Abril—. ¿Se conocieron muy jóvenes?

 —En el instituto —dijo él—. Cuando nos graduamos estaba embarazada de Nicolás. Y nos fugamos —la miró—. No sólo porque estuviera embarazada.

 —Eso ni se me había ocurrido.

—¿Por qué no? —la miró—. A otras personas sí.

—Porque es evidente que incluso ahora sigues enamorado de ella.

—Ya no está.

—Lo sé —entrelazó las manos para evitar tocarlo—. Lo siento.

—Nunca le he sido infiel.

A diferencia de Marcos, Pedro no era infiel con su pareja.

—¿Sientes que ahora le estás siendo infiel?

 Él dejó el tenedor sobre el plato.

—Paula…

—No debería haberte preguntado eso —dijo ella, deseando no haberlo hecho.

Él negó con la cabeza.

 —Solía oír su voz en mi cabeza. Como si fuera la voz de la conciencia. Me decía qué debía hacer. Lo que estaba bien. Pero ya no la oigo. Y además, cuando te miro, sólo te miro a tí.

A Paula se le secó la boca.

—No esperaba que me pasara eso. Y ahora… — la miró a los ojos— , ahora no sé lo que siento al respecto.

—Bueno, al menos eres sincero.

Él negó con la cabeza.

 —Soy sincero, o estoy completamente loco. Elige.

 Ella se humedeció los labios.

—Yo… Creo que tu conciencia funciona estupendamente.

—Puede ser. Cuando regreses a Nueva York, ¿Vas a volver con Marcos?

 Ella se quedó de piedra. Se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Ni siquiera al principio, lo que había sentido con Marcos podía compararse con lo que sentía estando con Pedro en la misma habitación.

—No. Él no me ha pedido que vuelva. Y aunque lo hiciera, la respuesta sería no. Lo único que quiero recuperar es mi carrera.

 —Bien —dijo él—. Te mereces algo mejor.

—Lo sé —apretó los labios—. No has estado con nadie desde que murió tu esposa, ¿Verdad?

—¿Eso es una proposición? —la miró.

—No — dijo ella, después de tragar saliva—. Sólo es que tres años es mucho tiempo.

Pedro partió un trozo de gofre con el tenedor.

—Últimamente empiezo a tener esa sensación.

—¿Ella fue tu primer amor?

—Nos hemos desviado mucho de la conversación de vecinos.

—Lo sé —dijo ella, sosteniéndole la mirada—. ¿Lo fue?

 Él entornó los ojos y posó la mirada sobre los labios de Paula.

—¿Y Marcos fue el tuyo?

—No.

—¿Taggart?

—¿Ezequiel? No, por favor. Ni siquiera nos aproximamos a ello. Sólo éramos amigos —sonrió ella—. A lo mejor sí nos besamos durante algún tiempo.

 —Entonces, ¿Quién?

—El coreógrafo de la primera compañía de baile con la que trabajé en Nueva York. Yo tenía diecinueve años.

—Veo que te gustan los coreógrafos. ¿Estabas enamorada de él?

 Ella negó con la cabeza.

—¿Y por qué te acostaste con él? ¿Para avanzar en tu carrera?

 —No. Él se acostaba con muchas bailarinas. Yo era la única virgen de la compañía y estaba cansada de ello. Él me parecía atractivo y poderoso y provocaba que mi corazón se acelerara, así que, me uní al grupo.

—Madre mía —dijo él arqueando las cejas—. Eso es sinceridad.

Pero no parecía disgustado. Al contrario de cuando ella hablaba de Marcos.

—Entonces, ¿Tu esposa fue tu primer amor?

Él negó con la cabeza.

—¿El segundo?

 Pedro negó con la cabeza otra vez.

—¿Quieres que te diga un número?

—Puede que no. Pero debías de ser muy joven.

—Sí —se terminó el gofre—. Tenía catorce años.

—¿Catorce?

—Era un demonio. Y probablemente seguiría siéndolo si no hubiera conocido a Brenda.

Paula no podía comprenderlo. A los catorce años ella soñaba con bailarinas. O con su primer beso pero, desde luego, no con el sexo. Recogió su plato.

—¿Quieres más?

—Te quiero a tí.

Paula metió los dedos en el plato sin querer, manchándose de sirope.

 —¿Lo de esta mañana no se trataba de eso? — preguntó él.

Ella suspiró despacio y dejó el plato en la encimera. Sacó el gofre de la plancha y la apagó.

—No. Sí —suspiró dándole la espalda—. No lo sé, Pedro.

Ella oyó que se levantaba de la silla y notó que se acercaba por detrás. Cerró los ojos.  Él le acarició el cabello y la besó en la nuca.

—¿Esto te ayudará a decidirte? —colocó una mano sobre el vientre de Paula y la deslizó hacia arriba para acariciarle los pechos.

Ella estuvo a punto de gemir y se apoyó en la encimera.

—Sí —«no», pensó—. Quiero decir, creo que anoche te controlaste tú y probablemente fuera lo más inteligente.

Pedro retiró las manos despacio. Tan despacio que ella no estaba segura de si iba a dejar de acariciarla, pero sabía que, si no lo hacía, no tendría fuerza para resistirse. 

Él se colocó a su lado, partió el gofre en dos y se sirvió la mitad en el plato antes de regresar a la mesa.

 —Eres un infierno para el orgullo de una mujer —dijo ella.

—Soy duro. Estoy hambriento. Dijiste que no, y todavía quedan gofres. ¿Qué quieres que haga?

 Ella se sonrojó y cuando sonó el teléfono se sobresaltó.

—Lazy-B —contestó.

—Hola, Pau.

Era su padre. Por algún motivo, ella se sintió como si tuviera diecinueve años y la hubieran pillado haciendo algo indebido.

—Hola, papá. ¿Qué tal en Barcelona?

Pedro se levantó de la silla. Se chupó los dedos y se detuvo junto a Paula para susurrarle al oído.

—Gracias por el desayuno.

Después, la rodeó, agarró la otra mitad del gofre y salió de la cocina. Momentos más tarde, ella oyó que se cerraba la puerta de la casa y se sentó en una silla.

—¿Pau?

—Estoy aquí, papá —le dijo, aunque la mayor parte de su persona había salido por la puerta detrás de Pedro.

La Danza Del Amor: Capítulo 31

Allí estaba. Con su sombrero y los pantalones vaqueros. Ella no estaba segura de cómo lo prefería. Si con sombrero vaquero o con el cinturón de herramientas.

—¿Vas a dejarme pasar? —preguntó él al cabo de un momento.

 Ella se sonrojó y se echó a un lado.

—Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. Mi prima, Andrea, se ha puesto de parto esta mañana —menos mal que tenía una excusa—. Acabo de hablar con Jimena. Son hermanas. Bueno, a lo mejor te fijaste en Andrea la noche del Colbys —se volvió para dirigirse a la cocina—. Ella estaba enorme —colocó las manos por delante del vientre—, y aun así parecía que hubiera salido de una revista.

 El beicon volvía a echar humo y ella tuvo que correr hasta el fogón. Pedro tosió una pizca.

—A lo mejor si abrimos la ventana —sugirió, y se acercó a abrirla.

—Puedo cocinar sin quemarlo todo —dijo ella.

—Muy bien —se sentó a la mesa y agarró uno de los pedazos de naranja para metérselo en la boca.

—Lo dices con escepticismo. Puedo cocinar.

Él dejó el sombrero sobre la mesa y esbozó una sonrisa.

—Ayer hice los bollos —le dijo—. Esos pegajosos que ví que tenías en la mano en más de una ocasión.

—Estaban ricos —dijo él—. Y también los brownies que hiciste. ¿Por qué estás disgustada?

 Ella suspiró y se volvió para abrir la plancha de los gofres. Se había pegado. Arriba y abajo, y no pudo evitar que se rompiera por la mitad.

 —¡Por favor! —soltó la plancha de hierro sobre el fregadero y miró a Pedro—. No me lo digas. Encima las naranjas están amargas.

Él tuvo el detalle de no sonreír demasiado.

—Están muy dulces — le aseguró.

Ella se rió.

—Al menos todavía tenemos las croquetas — porque todavía no se habían quemado—. Y Gofres, cuando limpie este desastre.

—Me habría bastado con un gofre —dijo él—. Es una de mis cosas favoritas.

 —Estoy segura de que tratas de ser agradable — se volvió hacia el fregadero. Seguro que su mujer había sido una gran cocinera—. Será mejor que lo dejes. No estoy acostumbrada.

 —Brenda hacía los gofres muy mal —dijo él.

Parecía que le había leído la mente. Ella lo miró y arqueó las cejas una pizca.

—Ah.

—Siempre los hacía yo. Todos los sábados por la mañana. Si no, desayunaríamos productos congelados.

Ella no pudo evitar sonreír.

 —Ya. ¿Estabas encargado de hacer algo más?

—El café —levantó su taza vacía—. Aunque el tuyo es mejor que el mío. Ella lo miró sorprendida.

Él sonrió una pizca.

—Me he servido café del que haces por las ma ñanas en un par de ocasiones, cuando estabas en el granero haciendo tus cosas.

—Me alegro de que no lo hayas tirado—dijo ella.

 Al ver que él seguía sujetando la taza vacía, se sonrojó y le sirvió uno. Después terminó de recoger los pedazos de gofre, engrasó la plancha mejor y puso otra ración de masa. Más tarde, sacó las croquetas del fuego.

—Espero que no te importe la cebolla —dejó la mantequilla y el sirope sobre la mesa y se comió un pedazo de naranja antes de regresar junto a la plancha de gofres.

Esta vez le había quedado perfecto. Se lo sirvió a Pedro y le dijo:

—Empieza a comer —se acercó al fregadero y se limpió una mancha de naranja que se le había caído en el vestido—. Voy a ponerme algo que pueda mancharme con el próximo desastre que haga.

—Paula.

Ella lo miró.

—Siéntate y descansa, ¿Quieres? —partió el gofre en dos y puso una mitad en el plato de ella—. Y come.

 —No, yo ya no como gofres. — Entonces, ¿Por qué los has preparado?

—Porque pensé que te gustarían.

A Gonzalo le gustan.

—Tú nunca comes gofres.

 —Bueno, nunca no —se sentó en la silla—. Tienen muchas calorías —agarró un pedazo de naranja.

 —Y como eres bailarina no quieres tantas calorías —dijo él.

—Así es. Cada gramo se nota, ¿Sabes? Ya fue bastante malo cuando me comí todos los espaguetis que me envió tu padre la primera noche.

 Él negó con la cabeza.

—Si me preguntas, te diré que podrías engordar algún que otro kilo.

 —Bueno, eso no es lo que dirá Marcos si regreso a Nueva York.

—¿Si regresas?

—Cuando regrese —rectificó ella.

—¿Y por qué quieres regresar a trabajar con él?

—Porque mi trabajo está allí.

 —Baila en otro sitio.

—Si fuera tan fácil. He estado en esa compañía casi diez años. Y he trabajado muy duro para llegar allí. Empezar de nuevo… —negó con la cabeza—, no es una opción.

—¿Por tu rodilla?

—O por mi edad —admitió—. Elige la opción que te guste.

—Pero esperan que regreses. Después del Día del trabajo.

—Así es —pero no esperaban que regresara como estrella de la compañía.

Algo que no pensaba admitir ante nadie. Todavía no. Se levantó para sacar el siguiente gofre y lo miró.

 —¿Sí?

Él le tendió su plato. Ella sonrió y le sirvió el gofre en el dentro del plato lleno de sirope. Después se sentó de nuevo. Prepararía otro gofre si él quería más. Si no, guardaría la masa por si Gonzalo quería uno más tarde. Se comió un poco de la cebolla que había junto a la croqueta que él no se había comido y, al verla, Pedro comentó:

—Supongo que tampoco comes patatas.

Ella se encogió de hombros.

—No muy a menudo.

—Te pierdes algunos de los placeres de la vida.

La Danza Del Amor: Capítulo 30

Ella negó con la cabeza. Debía marcharse de allí. Había ciertas cosas que nunca podría tener, y el corazón de Pedro era una de ellas.

—Mira, a lo mejor podemos empezar de nuevo —le sugirió—. Ya sabes, olvidar lo que pasó ayer.

—Eres muy optimista si crees que voy a olvidar ciertas cosas —se encogió de hombros—. Pero si tú puedes olvidar… Yo puedo intentarlo.

Por desgracia, ella tampoco podría olvidarlo con facilidad. Ni la conversación. Ni las sonrisas ni las risas. Ni tampoco el hecho de que él la hubiera deseado. Físicamente, al menos.

—De acuerdo —dijo como si no estuviera temblando por dentro—. Si quieres desayunar cuando termines, pasa por casa.

—Creía que ibas a la iglesia —dijo él.

—He cambiado de opinión —forzó una sonrisa—. Aquí no se considera un gran delito. Y preparar desayunos se me da muy bien — temiendo que él encontrara algún motivo para rechazar su oferta, añadió—: Puedes rechazar la oferta si quieres, vecino —y se dirigió a la camioneta.

Pedro arrancó de nuevo el cortacésped. Ella suspiró y continuó avanzando hacia la camioneta, pero al ver que él se acercaba con el cortacésped lo miró asombrada.

—¿Qué vas a preparar?

—¿Qué te apetece?

Pedro la miró.

—Buena pregunta —murmuró.

Paula notó que se le aceleraba el corazón y se le secaba la boca. Era una mujer adulta y no podía perder la capacidad de pensar sólo porque un hombre la mirara así.

—¿Tortitas? ¿Gofres? —se aclaró la garganta—. ¿Tostadas francesas?

 —Sorpréndeme —dijo él, y sonrió antes de alejarse con el cortacésped.

—Entonces, ¿Te espero? —gritó ella.

—Eso parece —dijo él.

Paula se preguntaba cuánto tiempo tardaría en cortar el césped. También si tendría ingredientes para preparar un buen desayuno. Se dirigió a la casa y, nada más entrar, se detuvo al ver a Gonzalo tumbado en el sofá del salón.

 —¿Cuándo has llegado?

—Hace un momento.

Parecía destrozado y, a pesar de que iba pensando en prepararle el desayuno a Pedro, Paula se acercó a su hermano.

 —¿Qué pasa?

—Le he dicho a Ailén que teníamos que dejar de vernos.

 —Ah —murmuró ella y se sentó en la mesa de café para mirar a su hermano—. No pareces muy contento.

—No lo estoy —se cubrió los ojos con el brazo—. Pero era lo correcto.

—¿Por qué?

 —Por Karina, evidentemente. Este verano es un asco.

—Gonza, ¿Estás enamorado de Karina?

—No lo sé —contestó Gonzalo al cabo de un rato.

—¿Y de Ailén?

 —Sí.

Habló sin dudarlo. Ella lo miró.

—Si Karina no es la chica que te hace feliz, ¿Por qué no rompes con ella?

 —¿Cómo? Llevamos juntos desde hace tiempo —se levantó del sillón—. Es una relación cómoda. Y no he dicho que no la quiera.

—No. Has dicho que no estás seguro de si estás enamorado de ella. A lo mejor hay una pequeña diferencia, pero creo que es importante. Y si de veras Karina te importa, ella merece algo más que un chico que se queda a su lado por comodidad. Quizá deberías pensar en ello.

—Voy a ver si el ganado tiene agua y a dar de comer a los caballos —contestó él, y se dirigió al jardín.

Paula suspiró.

—Bueno, al menos ya es algo —dijo ella en voz alta.

Gonzalo tenía veintiún años y ya se había enamorado al menos de una chica. A juzgar por su expresión, no era algo pasajero.  Cuando ella tenía veintiún años, sólo estaba enamorada de la danza. Negando con la cabeza, se dirigió a la cocina y abrió la nevera. No tenía suficientes huevos para hacerlos revueltos o fritos, pero podía hacer gofres. Sacó la plancha de hierro y preparó la masa. Terminaría de cocinarlos cuando llegara Pedro. Sacó el beicon del congelador, cortó una cebolla y preparó unas patatas para hacer una especie de croquetas. Después, cortó unas naranjas y las puso en un cuenco.  Cuando ya lo tenía todo preparado, se disponía a subir al piso de arriba para cambiarse de ropa cuando sonó el teléfono.

—¿Diga?

—Tenemos bebé en camino —dijo Jimena con alegría.

—¿Cuándo se ha puesto de parto Andrea?

—Poco antes del amanecer. Antonio ha llamado hace un par de minutos. Dice que cree que todavía le faltan unas horas. Papá y mamá están yendo hacia allá.

 —¿Tú vas a ir?

—No puedo. Hoy llega un caballo desde Idaho. Algo grave, por lo que me han dicho. No quiero que llegue cuando yo no esté, así que iré a verlos esta noche o por la mañana. La comida sigue en pie. Trae a tu sexy vecino. Te avisaré cuando nazca el bebé.

Antes de que Paula pudiera decirle que Pedro no querría ir, su prima ya había colgado. Se percató de que el beicon empezaba a echar humo y se acercó al fuego para darle la vuelta antes de que se quemara. Después tuvo que airear la cocina para que se fuera el humo. Y ya no le quedaba tiempo para ir a cambiarse de ropa porque llamaban al timbre. Pedro había llegado. Echó parte de la masa en la plancha de hierro y se dirigió a abrir.

La Danza Del Amor: Capítulo 29

Paula encontró a Bugsy a la mañana siguiente. El conejito de Abril estaba entre las toallas que estaba sacando de la bolsa. Agarró al conejito y se sentó en el borde de la cama. Desde que conocía a la hija de Pedro, nunca la había visto sin su conejito. Bugsy iba a todos los sitios con Abril. Pero la noche anterior no. Se mordió el labio y agarró el teléfono. Peor no llamó a Pedro para ver si Abril había preguntado por su conejo. Decidió llamar a Rafael y a Analía. Ésta contestó enseguida.

—Pau —la saludó sorprendida—. ¿Qué pasa?

 —Nada. Sólo quería ver qué tal con las niñas anoche.

—Bien. Se quedaron dormidas mucho antes de lo que esperábamos. Rafa les está preparando el desayuno. Tostadas con nata montada —se rió—. Como si eso sirviera para que se queden sentadas en misa.

 —Estupendo. Sólo tenía curiosidad.

—La niña es un encanto. ¿Cómo te fue con Pedro cuando nos marchamos?

Paula se sonrojó y se alegró de que aquello fuera una conversación telefónica.

—Bien — mintió—. Terminamos de recoger y nos marchamos.

—Mmm —Analía no parecía convencida—. ¿Te veremos después en la comida?

Paula se había olvidado de la comida del domingo.

—Sí. Es en casa de Jime, ¿Verdad?

—Sí. Espero no tener que salir corriendo al hospital para atender un parto —se rió Analía—. No es que deba quejarme de que las mamás de Weaver me den trabajo. Nos veremos más tarde.

 —Hasta luego —dijo Paula.

Acarició las orejas al muñeco y le dijo:

—No te preocupes. Abril te sigue queriendo.

Dejó al conejito sobre la mesilla de noche y se levantó de la cama. Su rodilla le dolía una pizca, pero no lo bastante como para ponerse la férula que estaba en la silla. Salió de la habitación y vió que la puerta de la habitación de Gonzalo estaba abierta. De camino al piso de abajo, echó un vistazo al interior. Estaba vacía. La cama estaba muy mal hecha, y no podía estar segura de si su hermano la había utilizado o no la noche anterior. Se preparó un café y regresó al piso de arriba para prepararse para la iglesia. Después, colocó a Bugsy en el asiento del copiloto para devolvérsela a Abril cuando la viera en la iglesia. De camino hacia allí, al pasar cerca de la casa de Beck, no pudo evitar girar en su dirección.  Al llegar frente a la casa, vió que Pedro estaba cortando el césped en el jardín de delante, vestido con unos pantalones vaqueros, una camiseta blanca y un sombrero marrón. Supo que él la había visto llegar porque se había dado cuenta de que había vuelto la cabeza.

—Bueno, Bugsy —murmuró mientras agarraba el muñeco—.Deséame suerte.

Salió del vehículo y se acercó a él. Pedro apagó el cortacésped, pero no se bajó para recibirla.

—He encontrado esto en mi bolsa —le mostró el conejito—. No lo había visto hasta esta mañana.

Él agarró el muñeco.

 —Veo que vas vestida para ir a la iglesia. Podías habérselo dado a Abril personalmente.

 Él tenía razón. Iba vestida para la iglesia. Y podía habérselo dado a su hija.

—Lo sé.

—Entonces, ¿Por qué has venido? Después de lo de anoche, pensé que no querrías saber nada de mí.

—Bueno, puede que no me asuste tan fácilmente —dijo ella—. Sé que ésa era tu intención, pero la pregunta es: ¿Sólo por el día que era o por algo más?

—Era un día difícil para mí —dijo al fin—. No debería haberlo pasado con ustedes.

—A veces los días difíciles son los que hay que pasar con gente a la que importas —dijo ella—. Sólo porque yo no haya perdido a mi pareja no significa que no sepa lo doloroso que es para tí. Y, sinceramente, Pedro, lo último que quiero es empeorar las cosas. Ni para ti ni para nadie. Estoy aquí para pasar el verano. Yo sólo… —se encogió de hombros—. Creo que eres una buena persona.

 —No has empeorado las cosas —dijo él, en voz baja—. Y eres mejor persona que yo —después le mostró el muñeco—. Brenda le hizo esto a Shelby antes de que naciera. Abril nunca había pasado una noche sin él.

Paula sintió que se le encogía el corazón.

—Está claro que significa mucho para ella.

—Puede ser.

Ella se humedeció los labios.

—Sólo porque Abril se lo haya olvidado anoche no significa que esté olvidándose de su madre.

—Ella apenas se acuerda de Brenda. Para Abril sólo es un rostro que aparece en muchas fotografías —miró hacia otro lado y suspiró.

 A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas. Por él. Por su corazón. Y por sí misma, porque nunca llegaría a conocer un amor tan verdadero.  Se aclaró la garganta para tratar de disolver el nudo que se le había formado.

 —Bueno, supongo que será mejor que te deje continuar con tus quehaceres. Yo… Sé que tú te arrepientes, pero yo me alegro de que vinieran ayer.

—No me arrepiento de todo. Sólo de la parte en la que me comporté como un idiota.

martes, 19 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 28

—Te deseo —dijo él, y observó cómo a Paula se le oscurecía la mirada. Al percatarse de que estaba a punto de tirar la toalla y el sentido común y de acercarse otra vez a ella, se aclaró la garganta.

—Pero eso es todo lo que te puedo ofrecer — añadió—. Así que a menos que estemos buscando otra manera de pasar el tiempo hasta que regreses a Nueva York, será mejor que paremos aquí antes de que se nos vaya de las manos —sintiéndose como un idiota, se secó el cuerpo con la toalla.

Paula salió del agua y se cubrió rápidamente con otra toalla.

—Si pretendías molestarme, lo has conseguido —dijo con voz temblorosa—. Primero, nunca he pretendido que Abril y tú fueran un entretenimiento para el verano. Y, segundo, soy perfectamente capaz de tomar decisiones acerca de lo que quiero y con quién. Y de decidir si correr el riesgo de sufrir otra vez merece la pena o no.

 Recogió la silla plegable, sacó las sandalias de su bolsa y se las puso.

 —Vecinos cercanos —murmuró mientras recogía sus pantalones cortos del suelo—. Ya te digo — sin mirarlo, llevó sus cosas hacia el coche.

 Pedro miró hacia las estrellas y blasfemó en voz baja. Después, agarró sus cosas y la siguió. Paula ya había arrancado el motor cuando él se subió a la camioneta. Durante el trayecto, no pronunció ni una sola palabra. Ni siquiera cuando llegaron a su casa.  Él sabía que probablemente debía disculparse. Agarró sus cosas y abrió la puerta.

—Gracias por traerme.

—¿Para qué están los vecinos? —dijo ella con tono tenso y, cuando él cerró la puerta, arrancó de nuevo.

Pedro subió al porche y se dejó caer sobre una de las butacas. Las luces del coche de Paula desaparecían en la distancia. Y él continuó allí sentado.

—¿Qué diablos estoy haciendo, Brenda?

Pero esa vez nadie le dio la respuesta en su cabeza. Igual que Horacio y Abril, la mujer que había sido la voz de su conciencia durante la mayor parte de su vida, lo había abandonado aquella noche. No era de extrañar que él hubiera estropeado las cosas de esa manera.  Por fin, después de mucho tiempo, entró en la casa vacía.  Solo.


Cuando Paula llegó a casa lo último que esperaba era encontrarse con su hermano. Y menos con su hermano liándose con una rubia que no era Karina Rasmusson. Ellos se quedaron tan asombrados como ella cuando la vieron entrar en el salón. Aunque ella estaba segura de que ya se le habían secado las lágrimas que había derramado, trató de limpiarse lo mejor posible antes de acercarse a ellos.

 —Soy Paula —dijo extendiendo la mano—. La hermana de Gonzalo.

—Soy Ailén —dijo la joven, sintiéndose un poco incómoda.

—Ailén y yo vamos juntos a la universidad.

Paula estaba demasiado cansada como para hacer ningún comentario más, así que le dijo a Ailén que se alegraba de conocerla y se dirigió a las escaleras.

—Cojeas otra vez —dijo Gonzalo.

Ella asintió sin más y continuó.  Sí, estaba cojeando porque se había torcido la pierna mientras avanzaba entre los árboles para huir de Pedro.  Empezaba a pensar que nunca se recuperaría de su lesión, igual que él nunca se recuperaría de la pérdida de su esposa. Quizá él tuviera razón. Quizá había cosas por las que no merecía correr el riesgo.

La Danza Del Amor: Capítulo 27

Él se encogió de hombros.

—No lo sé. Encajan muy bien.

—Es cierto. Ninguno de los que han estado aquí ha estado casado tanto tiempo —miró al fuego—. O incluso no se ha casado —dijo refiriéndose a sí misma.

—Eres joven. Tienes mucho tiempo por delante.

Ella se rió y tiró el palo al fuego.

—No soy tan joven, y no hace falta que hables como si fueras muy mayor —se puso en pie y se quitó el jersey de los hombros—. Ven.

Pedro miró la mano que ella le ofrecía.

—¿Dónde?

—Al agua.

Él negó con la cabeza.

—Estás loca. El agua está helada.

—Pero ahora te parecerá caliente —le aseguró—. En cuanto te acostumbres.

Pedrp se puso en pie a pesar de que no la creía. Había disfrutado del agua cuando hacía sol. Pero era oscuro y sólo se veía el brillo de las brasas y la luz de la luna. Paula se desabrochó los pantalones en el borde del agua y se quedó en biquini. Se dirigió a la roca donde estaba la cuerda y, en lugar de lanzarse desde ella, se metió en el agua despacio.

 —Métete, Pedro —le dijo—. El agua está estupenda. Él lo dudaba, pero estaba ardiendo por dentro. Se acercó a la roca y se metió en el agua también.

—No está caliente —dijo él, y vió que ella sonreía.

—Lo estará —le prometió—. Hay cosas que llevan su tiempo. Dale unos minutos. Y después no querrás salir del agua —se tumbó boca arriba.

Su biquini de color rojo contrastaba con su piel pálida.  Pedro se pasó la mano por el rostro.

 —Cuando era más joven solía venir aquí por las noches.

—¿Venías aquí con Taggart?

—¿Te sorprenderías si te dijera que sí?

—¿Sorprenderme? —negó con la cabeza—. ¿Ponerme celoso? —se encogió de hombros.

Ella lo miró sorprendida y nadó a su lado.

 —Resulta que no. Ya te lo he dicho. Sólo éramos amigos.

 —¿Y con alguien más?

Ella se rió.

—Por desgracia, no —volvió a tumbarse boca arriba y su cabello acarició el pecho de Pedro.

Él no se movió.

—Es cierto que fantaseé un par de veces con ello —continuó.

Pedro se puso tenso. ¿Cuáles serían sus fantasías en esos momentos? La pregunta revoloteaba en su cabeza a pesar de que se contuvo para no hacerla.

—Parece que tu padre y Susana se han hecho muy amigos.

—Sí —Pedro estaba más interesado en ella que en su padre y Susana.

 Y no podía evitar sentirse culpable por ello. Racionalmente, sabía que no tenía motivo para sentirse culpable.

Pero el peso del anillo de boda que llevaba en la mano le indicaba lo contrario.

—Hoy hace tres años que murió mi esposa — dijo de pronto—. Sólo pasaron tres meses desde que la encontré inconsciente en el salón de casa hasta que el cáncer se la llevó para siempre.

 —Pedro —Paula nadó hacia él—. Lo siento —lo rodeó por los hombros y lo abrazó.

Ésa no era la respuesta que él necesitaba.

—¿Por qué no lo dijiste antes? —le acarició la espalda un instante y se separó de él.

—No debería habértelo dicho ahora —y no lo habría hecho si hubiese sabido que ella iba a abrazarlo en lugar de mantener más la distancia. Alguien necesitaba tener autocontrol y Pedro no estaba seguro de que pudiera ser él.

—¿Por qué no? —lo siguió hasta la orilla—. Pensaba que empezábamos a ser amigos.

 Entonces, él se volvió, la rodeó por la cintura y la estrechó contra su cuerpo.  Con tanta fuerza que sus pezones erectos presionaban contra su torso. Paula lo rodeó por la cintura con las piernas.

 —¿Eres así con todos tus amigos?

Ella separó los labios y lo miró, negando con la cabeza.

—Entonces, no estoy seguro de que seamos amigos —murmuró él.

Entre sus cuerpos sólo estaba la tela de los bañadores. La idea era demasiado tentadora. Y retirarlos era demasiado fácil. Entonces, no habría nada entre sus cuerpos. Ni siquiera el agua templada. Porque él notaría algo más cálido y suave. Pedro llevó la mano hasta la parte baja de su espalda, donde el biquini cubría su trasero. Ella separó los labios y apretó las piernas sobre su cintura, estrechándolo contra su cuerpo. Él podía sentir la presión de sus senos contra su torso.

 —Entonces, ¿Qué somos? —susurró ella.

Podrían ser amantes si él quisiera. Pero ¿Y luego qué? Aunque era lo último que deseaba hacer, se obligó a soltarla. Aquella noche no caería en la tentación. Porque ella merecía más de lo que él podría darle jamás.

—Será mejor si lo dejamos en que somos vecinos —dijo él, con incredulidad—. Vecinos cercanos.

 Esa vez, Paula no trató de detenerlo cuando él se disponía a salir del agua.

—Creo que somos algo más —dijo ella—. No pasa nada porque admitas que tienes miedo. Puede que yo también lo tenga.

Él la miró mientras agarraba una toalla.

—A veces la gente tiene miedo por un buen motivo.

—No hay nada que temer respecto a mí —le aseguró ella.

 Él estuvo a punto de reír. Pero no había nada de divertido en todo aquello.

La Danza Del Amor: Capítulo 26

Paula llevaba un jersey sobre los hombros y tenía las piernas estiradas hacia el fuego. Tenía el cabello alborotado y sus ojos eran tan oscuros como la poza que tenían detrás. No estaba seguro de si alguna vez había deseado tanto a una mujer.

—Sí —dijo al fin—. Puedes ir.

Las pequeñas comenzaron a saltar de alegría. Rafael se acercó al fuego y tiró un palillo a las llamas.

—A lo mejor deberían quedarse en tu casa —le dijo a Pedro—. Van a tardar horas en tranquilizarse —se puso en pie y tomó a Martina en brazos para darle un beso. Después la dejó en el suelo—. Agarren sus cosas y luego nos vamos.

Paula se puso en pie y se acercó a las mesas para ayudar a Analía a recoger lo que faltaba. Mientras Analía y Rafael llevaban las neveras portátiles al coche, Pedro se acercó a la mesa.

—Éstas también hay que llevárselas, ¿No?

 —No —Paula se volvió y se sentó en una de ellas—. Pueden quedarse aquí. Las utilizaremos más de una vez antes de que termine el verano — balanceó las piernas un par de veces.

—Parece que tienes muy bien la rodilla.

Ella estiró la pierna y dijo:

—Un paso adelante, dos para atrás —murmuró—. Pero sí, hasta el momento va bien.

 Pedro estuvo a punto de agarrarle el tobillo, pero vió que Rafael y Analía regresaban y metió la mano en el bolsillo de sus pantalones.

—Abril no tiene ropa limpia —les dijo.

 —Puede ponerse algo de Martina —dijo Analía—. Y tenemos varios cepillos de dientes nuevos —le dió una palmadita en el brazo—. No te preocupes por nada, Pedro. Cuidaremos bien de ella —sonrió—. Soy médico —le recordó.

 Pedro sonrió. Se acercó a Abril para despedirse de ella con un beso.

 —Sé buena.

—Siempre soy buena —dijo ella, medio indignada—. ¿No lo recuerdas?

Él le acarició el cabello.

—Lo recuerdo —le aseguró.

—Hasta mañana —dijo la niña mientras se adentraba entre los árboles agarrada de la mano de Martina.

Pedro sintió un nudo en la garganta. Asintió y observó alejarse a su pequeña. Esperó a oír el ruido del motor del coche.

—Bueno —dijo Paula—, supongo que deberíamos apagar el fuego.

Tenía razón. Debían apagar el fuego y salir de allí para retirarse a un lugar seguro. Pero cuando se bajó de la mesa para dirigirse a la hoguera, él no pudo evitar sujetarla del brazo.

—No es tan tarde —dijo él.

—No —dijo ella, y lo miró—. No lo es. ¿Quieres quedarte?

Él retiró la mano de su brazo y metió las dos manos en los bolsillos del pantalón.

—Sí, quiero quedarme.

—Muy bien.

Paula sacó una botella de agua del bolso y se dirigió a las sillas otra vez. Al sentarse el jersey se cayó de sus hombros. Él se fijó en la curvatura de su cuello y se sentó en otra silla, bastante lejos de ella.

—Esto es ridículo —se quejó Paula, arrastrando su silla junto a la de él—. Estoy segura de que no he tenido piojos desde cuarto curso.

 Él soltó una carcajada.

—Dudo que nadie pudiera pensar que tenías piojos. Ni siquiera cuando estabas en cuarto.

Ella sonrió y se llevó la botella de agua a los labios.

—Sin embargo, yo tuve un montón —miró hacia el fuego—. Brenda era la única que era inmune a ellos.

—¿Cómo se conocieron?

 —En el instituto. Ella ha sido a la única mujer a la que he amado.

—Tuviste suerte —se movió y el jersey se deslizó por su brazo—. Bueno, no por el hecho de haberla perdido, sino por haber encontrado a alguien a quien amar de verdad.

—¿Tú no querías al cerdo canalla?

 —Sí —suspiró ella—. Al menos eso creía. Y pensaba que algún día tendríamos algo más.

—¿Algo más? ¿Que se casarían?

—Y tendríamos familia —admitió ella—. Lo que las mujeres quieren tarde o temprano, supongo. Incluida yo —se arropó con el jersey—. Pero sólo estaba engañándome a mí misma. Marcos no quería nada de eso. Tenía que haberme dado cuenta. Y ahora me doy cuenta de que sobre todo hirió mi orgullo.

 —¿Y antes que él?

Ella se encogió de hombros.

—Nada digno de recordar. Estaba demasiado centrada en mi carrera —sonrió—. Pero mucho antes que él salí con Ezequile durante algún tiempo.

—¿Taggart? —frunció el ceño—. ¿El marido de Celina?

 —El mismo. Supongo que es a él a quien podría llamar mi primer amor. Cuando cumplí los trece años vino a la fiesta que Alejandra y mi padre celebraron para mí. Aunque yo tenía la pierna destrozada, bailamos en el granero —sonrió—. Se me derritió el corazón.

—¿Y qué pasó?

 —Nos hicimos mayores. Éramos amigos y nos veíamos mucho durante el instituto. Pero yo estaba más interesada en bailar que en otra cosa. Él estaba más interesado en Leandra, aunque no tuvo el valor de admitirlo hasta que fue demasiado tarde y ella se casó con su compañero de habitación en la universidad.

—Vaya.

—Tardaron mucho tiempo y tuvieron grandes dramas antes de que pudieran encontrar un camino en común —agarró un palo y removió las brasas—. Llevan sólo unos años casados, pero es difícil imaginárselos con otras parejas. Son perfectos el uno para el otro.

—Creía que llevaban casados mucho tiempo.

Ella lo miró un instante y sonrió.

—¿Por qué?

La Danza Del Amor: Capítulo 25

 Al sentir que le caían unas gotas de agua sobre el brazo, levantó la vista y vió que Abril estaba frente a él. El pelo mojado caía sobre su rostro y estaba tiritando.

—¿Ya quieres que te seque? —buscó una toalla, pero ella negó con la cabeza.

—Ven a nadar con nosotras.

Pedro suspiró. Quizá cuanto antes se bañara, antes podrían marcharse.

—Está bien.

Su hija sonrió y corrió hacia el agua. Paula la estaba esperando. Pedro se quitó la camiseta y se lanzó al agua. Cuando salió a la superficie, su hija estaba aplaudiendo y Paula lo miraba con una sonrisa.

—¿Preparada? —le preguntó Paula a la niña.

La pequeña asintió. Y al instante, ambas se abalanzaron sobre él y le hicieron una aguadilla. Pedro rodeó a ambas con los brazos y se impulsó a la superficie.

—Son dos contra uno —le dijo a Abril, lanzándola al aire. Miró a Paula y le preguntó—. ¿Es así como tratas a todos tus invitados?

—Sólo a los especiales —contestó ella, mientras intentaba liberarse. Él la tomó en brazos con facilidad y la colocó sobre su cabeza.

—No te atreverás —dijo ella, agarrada a sus brazos.

Él la lanzó al agua. Cuando asomó la cabeza, le dijo:

—Se me ha caído el bañador al lanzarme.

—¿Lo has encontrado? —no se veía nada debajo del agua.

—Sí.

—Una lástima —dijo él, y al ver que ella ponía cara de sorpresa, se rió.

Paula lo miró.

—Te estás riendo —dijo ella.

—Sabía que iba a pasar —dijo sin dejar de sonreír.

Ella sonrió también y él empezó a reír. De pronto, Paula se sintió como si hubiera ocurrido un milagro delante de sus ojos.

—Quiero tirarme desde la cuerda —Abril se acercó a Paula y le rodeó el cuello con los brazos—. ¿Puedo?

Paula pataleó con más fuerza para mantener la cabeza fuera del agua.

—Pregúntaselo a tu padre —le dijo.

—¿Puedo tirarme, papá?

Pedro miró hacia la cuerda.

—No creo.

—¿Por favor? —Abril lo agarró de un hombro sin soltar a Paula.

Ambos quedaron enfrentados y, al moverse, sus piernas se rozaron, provocando que a Paula se le entrecortara la respiración.

 —En la piscina me tiro del trampolín. Y nado mejor que los mayores de clase de natación. Por favor…

 —Está bien. Pero primero lo haremos los dos juntos.

 Le retiró la mano del cuello de Lucy y rozó su piel con los nudillos. Paula notó que una oleada de calor la invadía por dentro y se retiró una pizca. Pedro se dirigió con Abril hacia la orilla y la llevó en brazos hasta la roca. Ella lo observó mientras subía a su hija a caballito y agarraba la cuerda con la otra mano.

—Vas a desbordar la poza si no dejas de babear —Sabrina se acercó a Paula nadando.

—No estoy babeando —contestó ella.

—No vas a engañarme. Admítelo, Pau —dijo Sabrina—. No se trata de ser buena vecina.

 Paula miró a su prima un instante y enseguida miró a Pedro otra vez.

 —Es un buen hombre. Y me parece agradable ver cómo juega con su hija —se rió al ver que Pedro daba un salto y la pequeña gritaba antes de caer al agua.

—Eso parece. Pero no puedes engañarme, cariño. ¿Cuándo fue la última vez que pensaste en Marcos?

Paula miró a Sabrina de reojo.

—¿Qué?

—Me da la sensación de que no tienes el corazón roto por ese canalla, sino que deseas tener una relación con tu vecino.

 Paula se quedó sin habla y Sabrina añadió:

 —Ten cuidado.

—¿Para no enamorarme de un hombre que no ha superado lo de su esposa? —Paula sonrió al ver que Pedro y Abril se dirigían hacia la orilla para tirarse otra vez. Pedro seguía sonriendo y cada vez que Paula veía su sonrisa notaba cierta presión en el pecho—. No te preocupes —le dijo a Sabrina mientras se dirigía a la orilla—. Sé cuidar de mí misma.

No era necesario que se preocupara de qué era lo que sentía por Pedro. Porque ya era demasiado tarde.

El sol ya se había ocultado cuando el grupo empezó a disminuir. Esteban y Benjamín se marcharon al Colbys, Melina se marchó con ellos porque entraba de guardia en el hospital. Celina y Ezequiel, se marcharon con sus hijos. Sabrina, Gabriel y su clan se marcharon también junto a Jimena, Daniel y los gemelos.  Paula se quedó sentada con los pies cerca del fuego. No tenía ninguna prisa por regresar a Lazy- B. Pedro todavía estaba allí con su hija y su padre, que seguía muy interesado en la tía de Daniel. Analía, que estaba sentada junto a Paula, comentó:

—Siempre pensé que Susana se había quedado en Weaver por Pedro y los gemelos pero, al verla ahora, creo que tenía otros motivos.

 Paula sonrió y asintió. No podía dejar de mirar a  Pedro, que estaba sentado frente a ella al otro lado del fuego.

 —Mira. Ya se van —susurró Analía.

Paula se fijó en que Susana comenzaba a recoger sus cosas mientras que Horacio se acercaba donde estaba Pedro para decirle algo. Vió que Pedro ponía una mueca y que decía:

 —¿En serio?

Horacio susurró algo más y Pedro se dirigió a Paula.

—¿Te importaría llevarnos a Abril y a mí cuando regreses a casa?

—Por supuesto que no —dijo ella, tratando de ocultar su sorpresa.

Él miró a su padre, rebuscó entre las toallas y le dio unas llaves. Al cabo de un momento, Horacio y Susana se dirigieron hacia los vehículos agarrados de la mano.

 —Bueno, bueno, bueno —dijo Rafael cuando se marcharon—. El amor acecha de nuevo.

Analía se rió.

—Me parece precioso.

Paula también se rió. Pero Pedro permaneció en silencio. Por suerte, Martina y Abril se acercaron corriendo antes de que el silencio se volviera incómodo. Las pequeñas iban decididas a convencer a sus padres para que Abril pudiera pasar la noche en casa de Martina.

—La llevaremos a la iglesia con nosotros —le dijo Analía a Pedro—, y después la llevaremos a tu casa, si te parece bien.

 Con una niña agarrada a cada brazo y suplicándole que les diera permiso, Pedro sintió que empezaba a perder el control de la situación. Primero su padre. Después su hija. Deseaba decirles que no tanto como había deseado decirle que no a su padre. Pero Horacio era un hombre adulto y tenía que seguir adelante con su vida. Abril, por otro lado, era su hija pequeña. Una niña que ya no hablaba susurrando y que había perdido la inseguridad con aquellas personas. Miró hacia el otro lado de la hoguera.

jueves, 14 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 24

Bajaron del coche y Pedro agarró las sillas plegables y las toallas. Cuando llegaron a la poza, lo primero que vió fue a Paula. Llevaba la parte de arriba de un biquini de color rojo y un pantalón corto, tan bajo en la cintura que él no pudo evitar preguntarse si llevaba algo más debajo.  Estaba de pie en una roca, agarrándose a una cuerda y a punto de balancearse para lanzarse al agua dando un grito. Tras sumergirse salió riéndose y quitándose el cabello de la cara, y cuando miró en su dirección, el brillo de sus ojos azules lo afectó de lleno.

 —¡Hola! —nadó hacia ellos hasta que llegó a donde hacía pie y salió del agua.

 —Han venido —sonrió—. Empezaba a pensar que a lo mejor habían cambiado de opinión. Me alegro de que no sea así —sonrió y se agachó para saludar a Abril.

La pequeña se rió y se abrazó a su cintura.

—Si te vas a mojar dándome un abrazo —dijo Paula—, lo mejor es que te des un baño. Tienes que recuperar el tiempo perdido. Llevamos en el agua más de una hora.

Abril se volvió hacia su padre.

—¿Puedo?

Pedro asintió.

—Para eso hemos venido.

Al instante, Abril se había quitado el vestido y las sandalias, quedándose con el bañador morado que llevaba debajo. Agarró a Paula de la mano y se metió en el agua con ella.  El padre de Pedro apoyó las manos sobre los hombros de sus hijos.

—Eso es bueno —dijo Horacio, y se dirigió hacia la poza. Allí estaba Susana Reeves en una tumbona, mirando cómo se acercaba.

Pedro dejó las sillas y las toallas en el suelo y se agachó para recoger a Bugsy, que se había quedado tirada junto al vestido de Abril. Después, abrió las sillas.

—Toma —Daniel Forrest se acercó a él y le entregó una lata de cerveza—. Parece que la necesitas.

—¿Lo parece?

Daniel esbozó una sonrisa y se sentó en una de las sillas de Pedro con una cerveza en la mano.

—¿Has cambiado de opinión acerca del trabajo que te propuse?

Pedro contuvo un suspiro y se sentó.

—No.

—Pensaba que un hombre como tú se aburriría de jugar a los pequeños trabajos como el que estás haciendo para Miguel y Alejandra.


—Entonces, estabas equivocado —Pedro se llevó la cerveza a los labios—. Me crié trabajando en la construcción igual que en el rancho. Fue sólo tras la muerte de mi esposa cuando decidí estudiar arquitectura — miró hacia Paula, que estaba de pie en una roca con su hija—. ¿Es profunda la poza?

 —Lo bastante como para que no se hagan daño al saltar —le aseguró Daniel—. ¿Por qué dejaste la arquitectura?

Pedro miró al otro hombre.

—No es asunto tuyo —contestó.

 Pedro no parecía desconcertado. Quizá había dejado de lado una carrera profesional exitosa, pero desde luego nunca había dirigido una empresa como Forco, que contrataba a gente de todo el país.

 —Mi padre está interesado en tu tía —comentó para cambiar de tema.

 —Ella también parece interesada en él. ¿Supone un problema? — Daniel se echó hacia delante.

—No —contestó Pedro—. Ningún problema.

 Daniel se quedó en silencio un momento.

—¿Al menos estarías dispuesto a venir a ver la finca?

Pedro agarró la cerveza con fuerza. Antes de encontrar una manera bastante educada para dar su negativa, la voz de una mujer lo interrumpió.

 —Dejen de hablar de cosas serias —la mujer se sentó en el regazo de Daniel con una sonrisa—. Soy Jimena —se presentó y rodeó el cuello de Daniel con un brazo.

—Mi esposa —dijo Daniel.

—Y ustedes están hablando de trabajo —dijo Jimena mirando a su marido a los ojos.

—¿Y?

—Que es un día para divertirse —miró a Pedro—. Divertirse —repitió.

—¿Desde cuándo piensas que lo relacionado con tus queridos caballos no es divertido? —le preguntó Daniel.

—Bueno, eso es cierto —dijo Jimena con una sonrisa—. Pero tus hijos están a punto de volver loca a la pobre Karen, así que quizá deberías bañarte con ellos otra vez.

 Daniel suspiró y la levantó de su regazo.

—Está bien —le dió la cerveza y se dirigió hacia el agua—. Seguiremos hablando —le dijo a Pedro.

—Hablar no hará que cambie de opinión —dijo Pedro.

Pero Daniel esbozó una sonrisa y se metió en el agua salpicando los pies de Pedro. Jimena se sentó en la silla que había dejado libre su marido y se llevó la botella de cerveza a los labios.

—Paula no es tan dura como parece — dijo al cabo de un momento.

 —¿Perdón? —preguntó Pedro, y apretó los dientes.

Jimena lo miró.

—Ha perdido dos años de su vida con un hombre que no tenía la intención de darle lo que se merece.

—Pensaba que era la bailarina principal.

—No me refería a la danza.

Pedro no quería saber a qué se estaba refiriendo la prima de Paula. O peor aún, no quería enfrentarse al hecho de que sabía muy bien a qué se refería.

—No quiero volver a verla sufrir —dijo Jimena.

—¿Ella sabe que vas por ahí haciendo advertencias?

—No. Y cuando lo descubra va a matarme.

—No puedo culparla —dijo él.

Jimena sonrió.

—Todo el mundo cree que se ha vuelto una neoyorquina dura, pero los que la conocemos sabemos que es de otra manera.

—Sabía que no tenía que haber venido —murmuró él.

—Vaya, yo creo que es estupendo que hayas venido.

—¿De veras?

—Sólo quería que supieras que Paula tiene un corazón sensible, así que, por favor ve con cuidado.

 —No voy a ningún sitio.

—Ah —se puso en pie y lo miró—. Eso sí que es una lástima —dejó la cerveza sobre la silla y se dirigió al agua.

 Pedro se presionó el puente de la nariz y se preguntó en qué lío se estaba metiendo.

La Danza Del Amor: Capítulo 23

—Lo han llamado para que fuera a ver a un caballo enfermo —dijo Celina—. Intentará venir más tarde.

—¿Hay noticias de Andrea?

 Jimena negó con la cabeza.

—Esta mañana he hablado con la impaciente de mi hermana. No está muy contenta porque todavía no ha tenido el bebé. La semana pasada tuvo una cita con el médico y le dijeron que, si no se ponía de parto, tendrían que provocárselo.

—¿Vas a ir a ayudarla unos días?

—No, no va a ir —dijo Daniel desde la orilla.

 Jimena sonrió.

—Tiene miedo de quedarse a solas con Tomás y los niños — susurró—. Odia cambiar pañales. El otro día lo pillé tratando de sobornar a Pablo para que lo hiciera él.

—El típico hombre —dijo Noelia, con un montón de platos de papel en una mano y su hijo Ariel, de un año, en la otra—. Adrián siempre se las arregla para desaparecer cuando hay que cambiar un pañal.

 Paula agarró los platos y se agachó para saludar al pequeño. Él sonrió y le acarició la cara con una sonrisa.

—¿Puedo tomarlo en brazos?

—Por supuesto —sonrió Noelia, y Paula agarró al pequeño para abrazarlo. El niño balbuceó y ella sonrió.

—No sé qué estás diciendo, pero es fascinante.

—Habla sin parar —dijo Adrián, cargado con una cesta de hielo que dejó sobre la mesa—. ¿A que sí? —le preguntó a su hijo.

—Papá, papá…

—Eso sí que se entiende —admitió Paula, y se lo entregó a su padre.

Adrián colocó a su hijo sobre sus hombros y dijo:

—Parece que ya está aquí la mayor parte de la gente —saludó a Daniel y a Gabriel—. Rafael y Analía están de camino. Creo que incluso he visto a Melina sentada en la parte de atrás con Martina.

 —Y Benjamín y Esteban han ido a por cerveza —añadió Celina, nombrando a dos de sus primos—. Regresarán en cualquier momento.

Paula se frotó las manos en los vaqueros.

—Yo he invitado a alguien más —admitió ella, y notó que varios la miraban.

 —Cuantos más, mejor —dijo Adrián mientras se dirigía a la orilla.

—A tu simpático vecino, ¿Quizá? —preguntó Sabrina.

—Sí —Paula se encogió de hombros—. A toda la familia Alfonso — miró a Susana Reeves—. Aquella noche en el Colbys parecía que Horacio estaba muy encandilado contigo. Y Abril se llevará muy bien con los niños. Es muy tímida, pero lo pasará bien.

Sabrina asintió, pero no iba a dejarse engañar.

—Sabes que estoy de acuerdo con Adri. Cuantos más, mejor. Pero ¿Estás segura de que no te estás metiendo en nada más?

 —Sólo quiero que lo pasen bien —insistió Paula—. Y quizá ver una sonrisa en el rostro de Pedro.

—Te deseo suerte con eso —murmuró Jimena mientras abría una bolsa de patatas fritas—. Daniel quedó con él para ver si estaba interesado en construir los establos para nuestro rancho y dijo que nunca había conocido a alguien tan serio.

 —¿Pedro está trabajando en Crossing West? — Jimena había conocido a Daniel Forrest cuando trabajaba para él como domadora de caballos. Después, se habían casado y estaban viviendo en Crossing West.

 —No —contestó Jimena—. Pedro rechazó la propuesta de Daniel. No dió ninguna explicación —esbozó una sonrisa—. Pero como ya sabemos, no hay mucha gente que rechace las ofertas de mi marido. Sólo consiguió que Dani esté más decidido a conseguir que Pedro acepte realizar el proyecto. Dice que es uno de los arquitectos más conocidos de su generación, pero que abandonó la práctica hace unos años.

—Bueno, pues dijo que vendría. Así que espero que a todo el mundo le parezca bien.

 —Por supuesto —le aseguró Sabrina.

—Claro que sí —dijo Jimena—. Mi marido aprovechará para tratar de sacar ventaja de la situación, pero a lo mejor consigo mantenerlo ocupado de otra manera —batió las pestañas.

—Quitándote la camiseta que llevas encima del bañador —dijo Celina—. Suele funcionar.

 Jimena se rió y se quitó la camiseta. El bañador que llevaba resaltaba su figura. Se dirigió al agua y todos se rieron al ver que Daniel volvía la cabeza para mirar a su esposa.

 —Siguen siendo recién casados —dijo Sabrina.

—Para mí, todos están recién casadas —comentó Paula.

Al fin y al cabo, nadie llevaba más de tres o cuatro años casada. Benjamín y Esteban regresaron con las cervezas y Paula los ayudó a guardarlas en las neveras. Cuando terminaron, se quitó la camiseta y se dirigió hasta una de las rocas que había en la poza. Se agarró a la cuerda que colgaba de los árboles y se balanceó en ella varias veces antes de tirarse al agua.

—¡Oh, cielos! —dijo riéndose cuando salió a la superficie—. ¡Me había olvidado de lo fría que está!

Pedro oía los gritos y las risas desde el lugar donde había estacionado la camioneta.

 —Estás haciendo lo correcto —dijo Horacio, que estaba sentado a su lado.

Pedro miró a su padre y puso una mueca. Los años anteriores no le había servido de nada pasar el aniversario de su esposa encerrado como un ermitaño, pero dudaba seriamente que pasarlo entre desconocidos fuera a resultarle mejor.  ¿Por qué diablos había aceptado ir allí?

 —Vamos, papá —Abril se movió para que le quitara el cinturón de seguridad.

 Quizá el motivo por el que había ido era porque su hija había dejado de susurrar. Llevaba una semana sin hacerlo y lo único que había cambiado en su vida eran las clases de ballet con Paula. Se alegraba por ello, pero eso no significaba que le gustara la fascinación que su hija sentía por aquella mujer. Tarde o temprano, ella se marcharía, y no quería que Abril sufriera por ello.

La Danza Del Amor: Capítulo 22

Él giró la cabeza y la miró de arriba abajo.

—Lo sabía. ¿Y bien?

Ella se movió a su lado y levantó las manos.

—¿Dónde tengo que…?

Él le agarró una mano y se la colocó en la base del armario.

—He puesto una tabla para sujetar el peso, pero viene bien otro par de manos —se estiró de nuevo y encendió el taladro.

Si ella giraba la cabeza, su nariz rozaría el pecho de Pedro. Se mordió la lengua y cerró los ojos. Pero no le sirvió de nada porque comenzó a imaginarse lo que sentiría al acariciar ese torso desnudo. Abrió los ojos. Probablemente, Pedro tenía razón. Lo mejor era que permanecieran lo más lejos posible el uno del otro.  Nada de invitaciones de buenos vecinos. Se dedicarían a hacer lo que tenían que hacer. Él  terminaría la obra en casa de sus padres. Y ella, pasaría tiempo con Abril. Y no con el padre de Abril, un hombre tremendamente sexy pero emocionalmente inaccesible. Se percató de que miraba con deseo la fina línea de vello que se extendía desde sus pectorales hasta el abdomen. Todos los hombres que conocía en Nueva York se habrían depilado.  Apretó los labios y tragó saliva. Por suerte, momentos más tarde, cesó el ruido estridente y él se retiró de su lado.

—Puedes soltar ya —dijo al fin—. El armario está colocado.

Ella se sonrojó y bajó las manos.

—Estás avanzando mucho aquí.

Él se agachó para recoger la botella de agua que había en el suelo y sus pantalones se ciñeron a su trasero.

 —Debería terminar hoy con los armarios —se volvió hacia ella—. Después puedo mover los electrodomésticos y limpiar el cuarto de la lavadora antiguo —se llevó la botella a los labios y bebió.

 Ella se percató de que no le estaba escuchando porque lo estaba mirando atentamente.

—Eso estaría bien —dijo al fin, y se dirigió hacia la puerta—. ¿Necesitas más agua o algo?

Él negó con la cabeza.

—De acuerdo —Paula salió de allí y suspiró. Era una cobarde, eso es lo que era.

Sólo era una invitación para pasar el día con su familia. Abril lo pasaría bien por que habría muchos niños. Y Pedro podría llevarse a su padre si quería. No era una invitación para hacer algo especial ellos dos solos. De todos modos, probablemente él iba a rechazar la invitación. Aunque había aceptado su propuesta respecto a Abril cuando ella no esperaba que lo hiciera. Confusa, se apoyó contra la puerta del cuarto de la lavadora.

 —¿Ocurre algo? —preguntó él al verla.

—No —sonrió ella—. Mañana hemos quedado unos cuantos familiares para darnos un baño y comer en el campo —se humedeció los labios—. Iremos al Double-C. Mis abuelos viven allí y no se tarda mucho en llegar…

 —He oído hablar de ese lugar —dijo él, y ella se sonrojó.

—Ya —metió las manos en los bolsillos para disimular su nerviosismo—. Puedo garantizar un baño de agua helada, cerveza fría, refrescos, y la mejor carne, del Double-C, por supuesto. Abril me dijo que sabe nadar y…

—De acuerdo.

Ella se quedó boquiabierta y no pudo decir palabra.

—A menos que quieras seguir hablando —dijo él, con tono ligeramente divertido—. Haz lo que tengas que hacer, porque sé que ése es tu estilo de todas maneras. Pero quiero terminar con los armarios. Y sí, Abril nada como un pez.

—De acuerdo, entonces. Mañana al mediodía. ¿Quieres que los vaya a recoger?

—No.

—Muy bien. Cuando llegues al rancho, continúa hacia el este de la casa grande. La poza está rodeada de árboles y lilos, no es difícil de encontrar. Nos podemos sentar en el suelo, pero lleven sillas si quieren. Y toallas. No hace falta nada más.

Él asintió y regresó al cuarto donde estaba trabajando. Paula regresó a la casa. Necesitaba una ducha de agua fía. Permanecer en aquella casa con Pedro trabajando al otro lado hacía que sintiera claustrofobia. Así que agarró el bolso y salió de allí.

—Me voy al pueblo —gritó por si él podía oírla.

Pero mientras conducía hacia Weaver en una de las camionetas de su padre supo que, en realidad, estaba huyendo. Era evidente que el interés que sentía por Beckett Ventura iba más allá de su relación como vecinos.


—¿Dónde está Gonzalo? —preguntó Sabrina cuando Paula se bajó del vehículo que había estacionado junto a los otros, cerca de la poza.

Paula se acercó a su camioneta para sacar la comida y se fijó en que ninguno de los vehículos era el de Pedro.

—Le dejé un mensaje en su contestador. Esta mañana he visto que había dejado una nota en la nevera diciendo que vendría si podía —se volvió para darle a Sarah parte de la comida—. Ésa es la prueba de que anoche estaba en casa y de que se ha vuelto a ir esta mañana. No tengo ni idea de qué es lo que lo mantiene tan ocupado.

Llegaron al claro entre los árboles donde Celina y Jimena ya estaban colocando la comida en una mesa plegable. Karen y Valentina, los dos hijos mayores de Sabrina, estaban al borde del agua. Gabriel, el marido de Sabrina, estaba en el agua con Bruno, su hijo de cuatro años en brazos. Paula también vio a Mateo y Pablo, los hijos adoptivos de Jimena., que también estaban en el agua. Su padre, Daniel, estaba vigilándolos desde la orilla con Tomás, el bebé que tenía con Jimena en brazos. Su tía Susan estaba leyendo en una tumbona.

— ¿Dónde está Ezequiel? —Paula no había visto al marido de Celina.

La Danza Del Amor: Capítulo 21

-Bueno, ¿Cómo van la nueva bailarina y su atractivo padre?

Paula sujetó el teléfono entre la oreja y el hombro y aplaudió despacio para marcar el ritmo a Abril y a su amiga Camila, que estaban ensayando junto a la barra de ballet.

—Su padre no lo sé, pero ella se está multiplicando —le dijo a Sabrina.

 —Te lo advertí —dijo su prima—. Si se corre la voz de que estás dando clases de ballet en el granero, empezarán a aparecer niñas. Deberías retirarte y abrir un local en el pueblo.

Paula dejó de aplaudir y sujetó el teléfono con la mano.

 —Estupendo, chicas. Sigan así.

Ambas niñas volvieron la cabeza con una sonrisa.

—Enseguida vuelvo —les dijo—. Sigan practicando. Eso es el noventa por ciento del ballet. Práctica.

Se acercó a la puerta del granero y continuó hablando con Sabrina.

—En serio, Sabri, son tan lindas que me vuelven loca —admitió.

Era la octava clase que daba y Camila se había incorporado a partir de la quinta. Miró en dirección a la casa, donde Pedro estaba trabajando. No pudo verlo. Prácticamente había terminado el exterior de la ampliación y estaba trabajando en el interior.  Y a pesar de que había aceptado que su hija recibiera clases de ballet, parecía que él se había vuelto todavía más reservado.

 —Tienes en camino a dos Paula Chaves en miniatura —bromeó Sabrina—. A lo mejor tienes una nueva carrera en ciernes. Piensa en la huella que puedes dejar en el futuro del baile.

 —Al menos será una huella en lugar de un manchón, que es todo lo que he conseguido hasta ahora —contestó—. ¿Me llamabas para ver si Karen también puede recibir clases de ballet, o qué?

Sabrina se rió.

—Si quiere ir a clase, no lo ha dicho. No, Celina y yo hemos estado hablando antes y hemos decidido que ya es hora de que pasemos una tarde en el agujero.

 El agujero, como Sabrina lo llamaba, era un pequeño lago que estaba en el Double-C.

—Me parece estupendo —dijo Paula—. Hace un calor horrible.

—Exacto. Mañana es sábado, así que todo el mundo debería estar libre. Asegúrate de que tu hermano se entera. Celina me dijo que incluso Tamara intentará ir sólo para hablar con Gonzalo. Dice que lleva años sin verlo.

Tamara y Gonzalo habían sido grandes amigos en el instituto.

—Hace años que nadie sale con mi hermano — contestó Paula—. Nunca está por aquí. Pero se lo diré si lo veo.

 —Comeremos filetes y mazorcas de maíz a la brasa. A tí te han tocado los postres. A Jimena vamos a encargarle los aperitivos, pero tampoco lo sabe todavía.

—Por suerte, prefiero hacer un postre que comprar bolsas de patatas fritas, que es lo que hará ella —dijo Paula—. ¿A qué hora van a ir para allá?

—Al mediodía o así. Un poco antes si no podemos controlar a los niños. Ya sabes cómo va. Nadamos, comemos y volvemos a nadar, así con un poco de suerte los niños caerán rendidos temprano y nos dejarán pasar una noche tranquila.

—Suena estupendo —le dijo a Sabrina—. Nos veremos entonces.

Guardó el teléfono en el bolsillo trasero de los pantalones cortos y volvió junto a las jóvenes bailarinas. Poco después, el padre de Camila Pope fue a recogerlas para llevarlas al campamento de verano.

Paula se quedó ensayando en el granero pero, aunque había puesto sus músculos al servicio de las diferentes posturas, su mente estaba pendiente de otra cosa.  Por ejemplo, en la ampliación de la casa donde  Pedro estaba trabajando. Sus padres le habían dicho que él no terminaría la obra hasta después de que regresaran de su viaje en agosto. Pero le daba la sensación de que la tendría terminada mucho antes de eso.  El hombre había trabajado como si estuviera poseído y ella sospechaba que uno de los motivos era que cuanto antes terminara, antes dejaría de verla. 

Paula suspiró, obligándose a no dejar caer la pierna lesionada mientras retiraba el tobillo de la barra. Le resultó más duro de lo que esperaba. Normalmente habría ensayado los ejercicios una y otra vez, pero le habían quitado la prótesis unos días antes y no quería tener que volvérsela a poner. Así que, aunque su corazón no estaba satisfecho, decidió parar y regresar a la casa. Pedro ya había construido los escalones que llevaban hasta la entrada trasera de la casa y, aunque ella había decidido evitar meterse en su camino desde que empezó a poner en marcha su plan con Abril, decidió utilizarlos para entrar. Invitar a ese hombre y a su familia a pasar un día de verano, sólo era un gesto de buenos vecinos, ¿Verdad? Pero al verlo trabajar en el nuevo cuarto de la colada, se quedó sin habla. Estaba sin camiseta. Estaba colocando un armario en la pared y tenía los brazos estirados por encima de la cabeza, de forma que se le marcaban todos los músculos de la espalda. El ruido del taladro invadía el ambiente. Era evidente que él no sabía que ella estaba allí. Afortunadamente, porque se había quedado boquiabierta.  De pronto, el ruido paró.

 —Si insistes en quedarte ahí de pie —dijo Pedro con la cabeza dentro del armario—, al menos ayúdame a sujetar esto.

—Creía que no te habías percatado de que estaba aquí.

jueves, 7 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 20

«Y todo por culpa del canalla que le había sido infiel», pensó él.

—¿Vas a ser capaz de volver a bailar?

—De un modo u otro —dijo, bajando la mirada.

¿Y qué quería decir con eso? Ella se humedeció los labios y lo miró.

—Abril está muy sola —dijo de golpe.

—Tiene amigas.

—No es ese tipo de soledad —dijo ella.

Él se levantó de la silla.

—¿Qué pretendes que haga? ¿Que vaya a buscarme una esposa que no quiero para darle una madre?

—Por supuesto que no. Pero ¿Cuántas mujeres adultas hay en la vida de Abril?

—La madre de Camila Pope —dijo él, consciente de que Nadia Pope trabajaba en el turno de noche en el hospital y de que era Juan Pope la que cuidaba a Camila y a Abril en las pocas ocasiones que su hija pasaba allí la noche—. Y su profesora, la señorita Crowder.

 —Diana Crowder. La conozco. Estoy segura de que Abril quiere pasar más tiempo en el colegio.

—Le gusta el colegio —dijo él.

—Lo sé. Abril me lo contó —lo miró—. Es normal que quiera pasar tiempo con una mujer que le presta atención. Incluida yo.

—Es porque eres bailarina —contestó él—. Una bailarina. Eso es lo que le fascina.

—En parte. Mira, sé que no soy psicóloga infantil. Sólo soy una bailarina pero, puedo decirte, Pedro, que sé lo que ella está sintiendo. Y es algo con lo que me gustaría ayudar —levantó la mano antes de que él empezara a hablar—. Ya sé que no quieres mi ayuda para nada. Pero eres un buen padre. Quieres a tu hija y seguro que sabes que hay algunas cosas que ni siquiera el mejor de los padres puede darle a una hija. Eso no significa que ella te quiera menos.

Pedro se cruzó de brazos para cubrir el vacío que sentía en el pecho.

—Has venido aquí a pasar el verano por eso — le dijo señalando la pierna lesionada—. ¿Estás aburrida o qué?

 —¿Tanto te cuesta creer que tu hija me cae bien?

 No era difícil de creer.  Era difícil de aceptar.

 —Abril le cae bien a todo el mundo. Aparte de por la rabieta que ha pillado esta mañana, es demasiado buena.

—¿Una rabieta?

—No importa —se pasó la mano por el rostro, pero no consiguió borrar la idea de que Paula tenía razón.

 La miró y comentó:

—Permitir que Abril se apegue a tí no es la solución. Sólo estás de visita. Tarde o temprano vas a marcharte. ¿Y cómo se quedará mi hija?

Ella asintió.

—Eso es cierto, pero todavía estaré aquí varias semanas. ¿Cuándo comienza la escuela otra vez?

—La última semana de agosto.

—Eso es dentro de un poco más de un mes. No tengo que regresar a Nueva York hasta septiembre, después del Día del trabajo —se humedeció los labios y se inclinó hacia delante, permitiendo sin querer que Pedro viera su ropa interior de encaje a través del escote—. Para entonces estará muy ocupada porque estará en primero.

Él agarró el vaso para contener el deseo de acariciarle los pechos.

—Muy bien —dijo él, sólo para poder salir de allí cuanto antes—. ¿Qué tienes en mente exactamente?

 Su mirada se iluminó como si ella supiera que había ganado. Bajó el pie al suelo y se irguió.

—Me gustaría darle clases de baile.

 Pedro no comprendía cómo no lo había imaginado. ¿Quizá porque su cerebro estaba nublado por el deseo?

—No voy a pedirte dinero, ni nada —dijo ella al ver que él no respondía—. No se trata de eso.

 —Qué extraño —dijo él—. Pensé que de eso se trataba.

 Ella lo miró sorprendida y se rió.

—Vaya, parece que tienes sentido del humor.

Él puso una mueca. Así que ella creía que era un ogro. No sabía por qué la idea lo molestaba, cuando nunca lo había molestado.

 —A veces.

Ella seguía sonriendo.

—Bueno, a lo mejor eso sucede cada vez más a menudo —pestañeó y llevó el vaso hasta el fregadero—. No quiero interferir con el horario del campamento de verano, por supuesto —dijo ella mientras abría el grifo del agua para limpiar el vaso.

 —¿Cuándo y dónde? No hay estudio de danza en Weaver.

 Ella negó con la cabeza y se volvió hacia él.

—No hace falta. Podemos hacerlo aquí. Bueno, podríamos hacerlo en cualquier sitio. No necesitamos un salón de baile para aprender las cinco posiciones básicas. Pero el suelo del granero será perfecto. ¿Quizá por las mañanas antes de que vaya al campamento? ¿O por las tardes? Cuando tú creas que sea mejor. Después de todo, tengo tiempo de sobra.

—¿Ahora se trata de lo que yo crea?

Ella lo miró en silencio.

—Por las mañanas —dijo él—. ¿Qué mañanas?

 —¿Todas?

—Eres una de esas mujeres a las que les dan la mano y se toman el brazo ¿no?

 —¿Eso es un sí? —preguntó con una amplia sonrisa.

¿Cómo se suponía que podía resistirse a algo así?

 —Sí. Durante la semana.

Ella dió un pequeño saltito y aplaudió, poniendo una mueca de dolor al caer al suelo.

 —Ése es uno de los grandes errores de todo esto. Ya te has excedidom y por eso te han puesto una prótesis. ¿Cómo va a mejorar tu estado con todo esto? —dijo mientras dejaba el vaso en el fregadero.

—La prótesis no impide que doble mi rodilla, sólo la estabiliza cuando lo hago —hizo un pequeño plié para demostrárselo—. Y hay muchas cosas que puedo enseñarle a Abril sin tener que hacerlas. Entonces, ¿Empezamos mañana?

Él se cruzó de brazos.

—Antes del campamento. Suponiendo que no vuelvan a cancelarlo. Abril puede venir conmigo o su abuelo puede traerla y llevarla.

Ella lo miró como si le hubiera concedido su mayor deseo.

—Estás haciendo algo bueno, Pedro. Todo va a salir bien.

—Espero que tengas razón.

—Nadie podrá reemplazar a Brenda —dijo ella—. Ni para tí, ni para Abril. Pero creo de veras que esto será bueno para ella —posó las manos sobre los brazos de Pedro.

El calor de sus manos lo invadió por dentro. Comenzó a girarse, pero ella se humedeció los labios, miró a otro lado y bajó las manos para ir a buscar las muletas. Quizá fuese bueno para su hija. Pero un infierno para él. Y al ver que sus mejillas se habían sonrojado pensó que, en eso, ella estaría de acuerdo con él.

La Danza Del Amor: Capítulo 19

—Lo siento. No lo sabía —suspiró y miró hacia el horizonte—. Odio el mes de julio —murmuró, y se volvió para mirar a Paula.

Su mirada no era de lástima, ni de condolencia. Era una mirada que expresaba que comprendía cómo se sentía.  Era el tipo de mirada que él había visto una y otra vez en el rostro de la mujer. Pero él no quería esa comprensión. Ni la empatía de nadie. Sólo quería, y necesitaba, que lo dejaran solo. Regresar a su tumba emocional, donde nada pudiera herirlo. Pero aquella mujer no dejaba de meterse en medio.  Y eso lo enervaba.

Ella tenía sus propios asuntos que solucionar, por ejemplo, su rodilla. ¿Por qué no se conformaba con eso?

—Por favor, siéntate de una vez —dijo enfadado.

Ella arqueó las cejas.

—¿Por que tú me lo pides de buenas maneras?

—Porque parece que eres demasiado cabezota como para cuidar de tí misma como deberías — contestó él, y se acercó a recoger las muletas que ella había apoyado contra el caballete. Su esposa había hecho lo mismo. Sólo que su dolencia estaba en un lugar donde él no pudo verla hasta que fue demasiado tarde para ayudarla—. Toma —le entregó las muletas.

Ella puso una mueca, las agarró y se las colocó en los brazos. Le servían para descargar el peso de la pierna lesionada, pero no hizo ademán de moverse ni de sentarse en ningún sitio. Era irritante y cabezota.

—¿Ella murió?

 —No. Mi madre, mi madre biológica, está bien y vive en Europa según lo último que he oído. Sé que la muerte es lo peor que puede suceder pero, en cierto modo, habría sido más fácil lidiar con ello si hubiera muerto. Que te abandonen por elección deja muchas secuelas cuando se es una niña.

—¿Cuántos años tenías?

—Se marchó nada más nacer yo —se tocó la oreja con nerviosismo—. Era bailarina —miró hacia la casa—. ¿Podríamos entrar para hablar? Aquí hace mucho calor. Te serviré algo frío de beber.

—No deberías servirle nada a nadie —dijo él. Pero ella tenía razón. Hacía mucho calor—. Está bien. Vamos dentro.

Paula parecía aliviada y empezó a mover las muletas.

—Espera. No tenemos que ir por la puerta delantera —la sujetó del brazo y sintió que una ola de calor lo invadía por dentro—. Podemos entrar por la parte de atrás —le soltó el brazo y se aclaró la garganta al percatarse de que todavía no había escalones para llegar hasta la altura de los cimientos de la ampliación de la casa—. Te ayudaré a subir.

—De acuerdo —dijo ella, permitiendo que la levantara para dejarla en el suelo de los cimientos y le diera las muletas otra vez.

Él saltó detrás de ella y la siguió entre la estructura de la ampliación hasta la puerta trasera de la casa. Una vez en la cocina, ella se dirigió hacia la nevera y abrió la puerta.

—¿Limonada o té helado?

—Cualquiera.

Ella sacó una jarra y la dejó en la encimera. Él observó cómo sacaba dos vasos de un armario y los llenaba con limonada.

 —Yo me rompí un hueso del pie hace unos años y tuve que llevar muletas —le contó Pedro—. Nunca llegué a acostumbrarme.

Paula se volvió y le entregó un vaso.

—Sí, bueno, yo tengo mucha práctica con ellas —agarró su vaso y dejó las muletas apoyadas en la encimera para dirigirse a la mesa a la pata coja.

Se sentó y puso la pierna en alto, de forma que su vestido dejó al descubierto el aparato ortopédico que le habían puesto. Pedro se fijó en la curva perfecta de su pantorrilla. Agarró una silla y se sentó al otro lado de la mesa, donde no pudiera verle la pierna. Y donde no pudiera oler el cálido aroma que desprendía su cuerpo. Pero entonces, acabó mirándole el rostro. Su tez era pálida y tenía pecas en la nariz. Como si fueran polvo dorado. Se preguntaba si tendría polvo dorado en otras partes del cuerpo. Levantó el vaso y se bebió la mitad de su contenido. Tenía que contenerse o acabaría sufriendo un ataque al corazón antes de que terminara el verano.

—¿Hace cuánto tiempo que te lesionaste?

—Hace un mes —se miró la pierna—. Durante un tiempo llevé un aparato mucho más limitante que éste —puso una mueca—. Creía que ya me había librado de ellos.

—A lo mejor lo habrías hecho si te lo hubieras tomado con más calma.

—Saber que tienes razón no hace que sea más agradable oírlo. Nunca me ha gustado estar lesionada —continuó—. Es un rollo.

—¿Te has lesionado muchas veces bailando?

 —Alguna vez. De hecho, he tenido suerte en ese aspecto —bebió un sorbo de limonada—. Pero cuando tenía doce años me caí de un caballo y casi me destrocé la rodilla. Así es como Alejandra apareció en nuestra vida. Ella era mi última fisioterapeuta — sonrió—. Después de muchas otras, que se cansaron de vivir aquí o de su paciente poco colaboradora.

—¿Eras poco colaboradora?

Ella lo miró.

—Es difícil de creer, ya lo sé. En cualquier caso, cuando Belle apareció en nuestras vidas, mi padre y yo tuvimos la sensibilidad para darnos cuenta de lo que teníamos. Ella me ayudó a aprender a caminar otra vez…

—¿A caminar?

 —Sí. Hasta que ella llegó yo ni siquiera era capaz de levantarme de la silla de ruedas porque era demasiado duro. Tuve mucha suerte. Los cirujanos consiguieron recolocarlo todo. Y mi padre reorganizó su vida para adaptarla a mí. Después, llegó Alejandra. Tardamos casi todo un año, pero lo conseguimos — se encogió de hombros y golpeó la prótesis—. Caminé. Y luego bailé —apretó los labios—. Hasta ahora.

La Danza Del Amor: Capítulo 18

Él frunció el ceño.

—Estoy protegiendo a mi hija. Y te agradecería que te mantuvieras al margen de algo que desconoces. Por favor —añadió al ver que ella abría la boca para protestar.

 Paula lo miró y, al ver que la puerta se abría y que Abril aparecía con Bugsy en la mano, se tragó lo que pensaba decir.

—Sé más de lo que crees —dijo sin más, y sonrió a Abril, que no dejaba de mirar a Paula y a Pedro—. Disfruten de la comida —dijo antes de encaminarse hacia la camioneta.

—Hasta luego, Paula —dijo Abril.

Ella mantuvo la sonrisa mientras se despedía de la niña con la mano. Pero nada más entrar en la camioneta, su sonrisa se desvaneció. Pedro Alfonso podía opinar que estaba protegiendo a su hija, pero ella sabía que, sobre todo, se estaba protegiendo a sí mismo. Y comprendía por qué. Paula  estaba segura de que se sentía atraído por ella, igual que ella se sentía atraída por él. Pero el hombre seguía enamorado de su esposa. No podía luchar contra eso. Tampoco estaba segura de querer hacerlo. No podría luchar contra un fantasma. ¿Pero respecto a Abril? Pedro no sabía tanto como creía acerca de las necesidades de una niña que no tenía madre.

Paula pisó una raíz en el camino y el volante se giró entre sus manos.  Automáticamente, agarró el volante con fuerza y frenó, sintiendo un fuerte dolor en la rodilla.  Puso una mueca de dolor y permaneció quieta, sin atreverse a mover el pie hasta que se le pasó el dolor. Finalmente, cuando pudo pisar el acelerador, continuó hasta su casa, conduciendo con mucho cuidado. Al llegar, aparcó cerca de la puerta y llevó el dibujo de Abril  para colgarlo en la nevera. Sacó una bolsa de gel helado y se sentó en el suelo para ponérselo en la rodilla, ya que llegar hasta una silla le suponía demasiado esfuerzo. Con la cabeza apoyada en el armario de la cocina, miró el dibujo de Abril con detenimiento. Pedro tenía que comprender que por mucho que se esforzara, un padre no podía satisfacer la necesidad que tenía su hija de recibir la atención de una mujer. Quizá no pudiera recuperarse de la lesión de rodilla por mucho que lo intentara, pero sí podría conseguir que Pedro se diera cuenta de la realidad. Y cuando lo hiciera sabría que, al menos, su caída por las escaleras había traído algo bueno.  Iba andando con muletas.


Pedro observó a Paula salir de la camioneta que había estacionado en el lateral del rancho y vió que agarraba las muletas antes de volverse hacia él.  Pedro hizo una mueca y se concentró en lo que estaba haciendo. No quería tener otro encuentro con una mujer enfadada.  Y menos cuando ya había tenido uno con su hija de seis años aquella mañana.

Habían vuelto a anular el campamento de verano para ese día. Y cuando Pedro le dijo a Abril que no podía ir al Lazy-B, ella le hizo ver que no estaba contenta con la decisión.  Su hija, que normalmente era una niña tímida, había tenido una gran rabieta.  Incluso entonces, medio día después, estaba asombrado y se sentía dolido. Al ver que Paula se dirigía hacia él con cara seria, aprovechó para adelantarse en la ofensiva.

—A lo mejor, ahora que vas con muletas, ya has aprendido cuál es el precio que hay que pagar por excederte.

Ella apretó los labios. Dejó las muletas a un lado y se sentó encima de un caballete de serrar madera. Entonces, Pedro se fijó en la aparato de ortopedia que asomaba bajo el borde del vestido rosa que llevaba Paula.  Ella movió la falda del vestido y se la tapó.

 —Quiero hablar de Abril.

—Yo no —se volvió para sacar otra tabla del montón con el que estaba trabajando.

 —Sólo porque tú quieras meterte en una tumba no quiere decir que tu hija se merezca entrar contigo en ella.

 La tabla cayó con fuerza sobre el montón. Pedro se volvió para mirarla.

 —¿Cuántas hijas has criado?

—Ninguna. Pero yo…

—¿Cuántos maridos has enterrado?

 —Ninguno.

—Entonces, hasta que lo hayas hecho, no creo que necesite tu consejo, ¿No crees?

—Sí, necesitas mi consejo —contestó ella, poniéndose en pie con dificultad—. O al menos algunas nociones de cómo es algo que no has vivido —lo miró a los ojos—. ¿O es que también te has criado sin madre?

Pedro apretó los dientes con fuerza. Su madre estaba viva y se había mudado a Florida después de divorciarse de Horacio, cuando él tenía dieciocho años. En esos momentos, su relación sólo se basaba en el intercambio de tarjetas y regalos en los cumpleaños y en Navidad. Pero sabía que Ana había invertido mucho en su papel de madre y esposa. Y también que su vida no había sido nada fácil, teniendo en cuenta que, en aquel entonces, Stan tenía muchos problemas con el alcohol.

—Como si tú sí. He conocido a tus padres.

 Ella lo miró con lástima.

—Alejandra es mi madre en todos los sentidos. Pero no lo fue hasta que llegué a la adolescencia.

Maldita sea.  Él se volvió y dejó la pistola de clavos sobre el montón de madera.

La Danza Del Amor: Capítulo 17

—¿Dónde está tu habitación?

Abril puso una tímida sonrisa y se encaminó en dirección contraria a la que había ido su padre. Paula la siguió. Pero no pudo evitar mirar por el pasillo una vez más. La puerta de la habitación donde había entrado Pedro seguía cerrada.  Entrar en la habitación de Abril era como entrar en un mundo de fantasía. Los muebles, la cama con dosel, las estanterías y los armarios, estaban pintados de blanco. Las dos ventanas que cubrían la otra pared, tenían unas cortinas de color blanco y azul que combinaban con los almohadones y el edredón de la cama.

Paula sabía que Pedro había diseñado y construido la casa, porque Sabrina lo había mencionado, pero se preguntaba si también habría decorado la habitación. Si así era, había hecho un trabajo estupendo. Abril la llevó hasta el escritorio que estaba integrado en el centro de las estanterías. Allí había todo con lo que una niña podía soñar. Juguetes. Juegos. Peluches. Y un montón de fotos enmarcadas. En casi todas aparecía una mujer con el cabello rizado de color caoba y ojos marrones, del mismo tono que los de Abril.


—Abril, ¿Ésta es tu madre? —le preguntó Paula con una de las fotos en la mano, mientras la niña rebuscaba en un montón de papeles.

 —Ajá. Se llamaba Brenda. También es mi segundo nombre —le entregó uno de los dibujos—. Mira.

Paula dejó la foto y agarró el dibujo. En él aparecían dos bailarinas con tutú de color rosa. Una era alta con el cabello rubio y otra más bajita con el cabello castaño. A juzgar por el resto de los dibujos, era un tema habitual.

—Es muy bonito —se sentó en el borde de la cama—. ¿Puedo llevármelo para ponerlo en mi nevera?

 La pequeña asintió.

—Mi abuelo también pone mis dibujos en la nevera.

—Estoy segura. Cuéntame qué sueles hacer en el campamento de verano.

 Abril se sentó a caballito en la silla y apoyó los brazos en el respaldo.

 —Jugamos a la rayuela y hacemos carreras. A veces hacemos una excursión. A la piscina de Joaquín, por ejemplo. Y a veces vemos una película. Aunque son películas de bebés. No como cuando voy al colegio. Allí nos ponen películas de niños mayores.

Paula contuvo una sonrisa.


—Parece muy divertido.

Abril asintió y después se puso seria. Paula no necesitaba volverse para saber que Pedro había regresado. Podía sentir su presencia gracias a que el vello de la nuca se le había erizado.

—Muy bien, cariño. Ya le has enseñado los dibujos a la señorita Chaves. Probablemente ella tenga otras cosas que hacer hoy.

Abril agachó la cabeza y Paula deseó decir que sólo habían estado juntas unos minutos. Pero sabía que discutir con Pedro delante de su hija no serviría de nada.

Se levantó de la cama. Tenía todo el verano por delante y confiaba en volver a ver a la niña, aunque sólo fuera para darle alguno de los tutús que tenía guardados en cajas.

 —Me voy a casa para colgar esto ahora mismo —le dijo a Abril, sujetando el dibujo—. Muchas gracias por regalármelo.

Abril sonrió, pero su sonrisa no era tan radiante como las anteriores.  Paula se agachó y besó a la niña en la frente.

—Me encanta —le susurró—, porque son iguales que tú y yo.

Entonces, le guiñó el ojo y se preparó mentalmente para volverse hacia Pedro.  La expresión de su rostro era tan seria como esperaba. Ella sonrió, y pasó a su lado para salir al pasillo.

—Lávate las manos y cepíllate el cabello —oyó que Pedro le decía a Abril—. Hemos quedado con el abuelo para comer en el pueblo y salimos dentro de unos minutos.

 Paula se dirigió hacia las escaleras y bajó deprisa a pesar de que la rodilla le dolía mucho. Cuando llegó abajo, él no tardó en aparecer a su lado. Los recipientes que ella había llevado estaban en el recibidor y se preguntaba si los brownies irían a la basura en cuanto ella se marchara.

—¿Has pasado un buen fin de semana con tu hijo?

—Sí —él pasó a su lado y abrió la puerta.

—¿Ya se ha ido a Cheyenne?

—Sí.

Aquello era tan productivo como hablar con una roca.

—¿Mañana vas a trabajar en la ampliación de nuestra casa?

—Sí —dijo él, tras un suspiro.

—Si llevas a Abril, me gustaría darle…

—No.

—Pedro, sólo…

—No importa lo que vayas a hacer. No es buena idea.

Ella se puso seria. Miró hacia las escaleras y vió que la niña no estaba.

—¿Por qué no? ¿Es a mí a quien rechazas o a todas las mujeres?

Él apretó los dientes. Había dolor en su mirada.

—¿Importa?

—Sí, cuando afecta a mi amistad con Abril.

De pronto, él la agarró del brazo y la sacó al porche. Entonces, cerró la puerta y la soltó como si le quemara la mano.

 —Mi hija no necesita amigas como tú.

—¿Qué diablos quieres decir con eso?

—No me refería a tí personalmente.

Ella arqueó las cejas y se cruzó de brazos con el dibujo entre los dedos.

—Pues a mí me ha parecido muy personal.

—Solamente intento proteger a Abril. No necesita rodearse de gente que no va a permanecer a su lado.

—¿Estás seguro de que no te refieres a que tú eres el que no necesita rodearse de gente que no va a permanecer a tu lado? —preguntó ella.

martes, 5 de febrero de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 16

Su hermano sonrió.

—¿Crees que durarán hasta final de semana? — se metió el resto en la boca y se dirigió a la nevera para sacar el cartón de leche y beber directamente.

—¿Eso es lo que has aprendido en la universidad? ¿Te has olvidado de los buenos modales?

 Él sonrió y, antes de que ella pudiera detenerlo, partió otro pedazo de Browne.

 —Me voy. No me esperes despierta, abuela.

—Será mejor que no hagas ninguna estupidez como conducir bebido cuando te quedas con Karina hasta altas horas de la madrugada — le dijo.

Él se volvió para mirarla.

—¿Quién te ha dicho que esté con Karina? — mordió un pedazo del brownie y se marchó.

Paula se acercó al teléfono y llamó a Sabrina.

—¿Con quién está saliendo Gonzalo?

—Con Karina Rasmusson, por supuesto. ¿Por qué?

—Por curiosidad —dijo ella, quitándole importancia—. ¿A Gabriel todavía le encantan los brownies caseros? He hecho una bandeja enorme y estoy dispuesta a compartirla.

 —A mi marido le encanta todo lo que tenga chocolate —dijo Sabrina entre risas—. Y tú sólo enciendes el horno cuando estás estresada. ¿Qué pasa?

—Enciendo el horno cuando…

 —¿Cuándo? —se rió Sabrina.

—Cuando tengo que encenderlo —Paula soltó una risita—. Mañana por la mañana tengo que ir al pueblo, así que se los llevaré.

—¿Qué hay mañana?

—El doctor Valenzuela viene a verme desde Cheyenne. Hemos quedado en el hospital —era el mismo doctor que la había tratado cuando era adolescente y todavía trabajaba en la clínica deportiva que su tío Adrián tenía en Cheyenne.

—¿Te va a mirar la rodilla?

—Sí —Paula pasó el dedo por el borde de la fuente de los brownies para probar la cobertura de chocolate.

—Por eso estás nerviosa —concluyó Sabrina—. Sabía que te pasaba algo, pero pensé que tendría que ver con tu vecino el viudo.

—No estoy nerviosa.

—Lo que quieras —dijo Sabrina—. ¡Valentina! —gritó—. No metas a ese perro lleno de barro en casa. Tengo que irme Paula. Te veré mañana.

Paula colgó el teléfono. Regresar a casa también significaba rodearse de toda la gente que la conocía bien. Se lavó las manos y metió una docena de brownies en un recipiente. Después, buscó las llaves de una de las camionetas de su padre y se marchó de casa.  Al cabo de un rato llegó al rancho de Pedro Alfonso. Atravesó el arco de piedra que marcaba la entrada y se dirigió hacia la casa. Nunca había pensado que Pedro podía tener dinero. Esa cantidad de dinero que permitía que alguien comprara una finca en Wyoming. Avanzó por un camino rodeado de lilas y pastos donde pacía el ganado. Recordaba que las lilas habían estado allí desde siempre. Descuidadas. Sin embargo, ese día estaban bien cortadas y Paula imaginó lo bonitas que debían de estar en plena floración.

La casa era de dos plantas y tenía un porche cubierto que ocupaba toda la fachada principal. Era grande, pero no demasiado, y mantenía el estilo rústico del lugar con un toque de elegancia. Estaba claro que habían invertido bastante dinero en ella, pero no de forma ostentosa. Paula detuvo el vehículo frente a la casa y se bajó. La camioneta de Pedro no se veía por ningún sitio. Quizá no estuviera allí. Mordiéndose el labio inferior, subió las escaleras del porche y, cuando se disponía a llamar a la puerta, ésta se abrió de par en par. Pedro la recibió vestido con unos vaqueros, una camisa y un sombrero negro.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con tono serio.

Ella sintió un nudo en el estómago. Alzó la barbilla y se obligó a mirarlo, mostrándole el recipiente.

—Haciendo de buena vecina —le dijo—. Te devuelvo el recipiente y les traigo unos brownies.

Él la miró un instante, suspiró y dió un paso atrás para dejarla pasar.

—¡Paula! — Abril apareció corriendo y se abrazó a ella.

Paula no tuvo tiempo de prepararse para recibirla. Pero Pedro apoyó la mano contra su espalda y la equilibró. Su contacto provocó que sintiera un fuerte calor en la espalda y que no pudiera escapar. Estaba atrapada entre el cuerpo de Abril y la mano de Pedro.  Sonrió y trató de ignorar la presencia del hombre que tenía detrás.

 —Hola, ¿Cómo estás?

 —No hemos tenido campamento —susurró como siempre, y encogió los hombros de manera dramática—. Otra vez.

—¡Vaya! ¿Y qué has estado haciendo?

—Dibujar en mi habitación. ¿Quieres ver los dibujos? —miró a Paula con una mezcla de timidez y esperanza, provocando que se le encogiera el corazón.

Paula le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Por supuesto —contestó.

Pero al decirlo, Pedro puso cara de consternación. Agarró el recipiente que Paula llevaba en la mano mientras Abril la guiaba hasta la escalera.  Paula puso una mueca al ver lo larga que era y, cuando ya estaban por la mitad, comenzó a sudar debido al esfuerzo que hacía para no cargar la rodilla lesionada. Miró hacia el recibidor y vió que Pedro estaba mirándolas. Desde la distancia puedo ver que entornaba los ojos, mirándola con desaprobación. Ella no quería disgustarlo. Pero tampoco quería decepcionar a Abril. Todavía recordaba cómo se había sentido antes de que Alejandra entrara en sus vidas. Cómo había sido no tener madre. No importaba que supiera que su padre la había querido con locura. Ella deseaba tener una mamá. Y además, quería recibir la atención de una mujer mayor. Le habría servido casi cualquiera.

—Mi habitación está aquí, Paula —Abril la esperaba en al parte alta de la escalera.

Faltaban seis escalones. Ella se agarró a la barandilla y continuó subiendo, tratando de moverse con naturalidad. Pedro blasfemó en voz baja y subió los escalones de tres en tres, alcanzando a Paula cuando todavía no había llegado arriba.

—No digas nada —murmuró él cuando la tomó en brazos y la llevó hasta arriba, dejándola junto a la pequeña.

Abril los miró asombrada. Entonces, él se marchó por el pasillo y desapareció por una puerta. El portazo que se oyó hizo que Abril y Paula se sobresaltaran.  Paula apretó la mano de la niña, tratando de que no se percatara de cómo la inquietaba su padre.

La Danza Del Amor: Capítulo 15

—Lo siento —murmuró ella, con las manos apoyadas contra su pecho—. Supongo que tengo que trabajar más el equilibrio o cuando regrese a Nueva York haré piruetas fuera del escenario — Paula soltó una risita y se separó de él—. Tamara Taggart —dijo ella—. Tú hijo tiene buen gusto. Es una buena chica. Su hermano está casado con mi prima. Ezequiel Taggart. Es veterinario y tiene una clínica no muy lejos de aquí —se cambió la cerveza a la mano izquierda y le ofreció la derecha a Horacio para presentase—. Tú eres el abuelo de Abril — añadió rápidamente.

Demasiado rápido para Pedro.

 Estaba aturullada. ¿Porque se había tambaleado? ¿O porque al tambalearse había chocado contra Pedro y se había dado cuenta del estado en que estaba?

 —Fuiste muy amable al enviarme a Pedro con los espaguetis la otra noche —continuó—. Debería haberme sentido culpable por comérmelos todos, pero estaban buenísimos.

—Un placer —le aseguró Horacio mientras miraba a Pedro con una sonrisa.

—Mmm, me aseguraré de devolverte el recipiente cuanto antes — dijo mientras se dirigía a la entrada del bar—. Será mejor que vuelva con mi familia —sin mirar a Pero, se despidió con la mano y entró en el local.

—Bueno —dijo Horacio cuando ella se marchó—. Ha sido muy interesante.

 —No empieces.

—Es un bombón.

 Pedro miró a su padre. Horacio levantó las manos.

—Está bien. Está bien. No voy a recordarte que todavía tienes que vivir la vida.

Pedro lo fulminó con la mirada porque, al final, Horacio lo había hecho. Y durante el último año se lo había recordado frecuentemente. Se dirigió hacia la puerta.

—Es tarde. Voy a buscar a Nicolás.

—¿Crees que esto es lo que Brenda querría para ti? Ella te hizo prometer que seguirías adelante con tu vida, ¿Recuerdas? —su padre lo siguió.

 Igual que había hecho otras veces, Pedro ignoró la pregunta. Pero mientras atravesaba el bar buscando a su hijo, que ya era un adulto, posó la mirada sobre Paula.  Ella estaba de pie junto a una mesa de billar donde una de las profesoras del colegio de Abril estaba preparándose para tirar.  Como si Paula hubiese notado que él la estaba mirando, levantó la vista hacia él. La piel de su antebrazo aumentó de temperatura, como si ella lo hubiera vuelto a tocar y Pedro miró a otro lado. Siempre había ignorado el comentario de Horacio acerca de que debía continuar viviendo la vida. Nunca le había resultado difícil. Pero esa noche sí.


El fin de semana pasó sin que Pedro pasara por el Lazy-B. Paula no esperaba que fuera a trabajar durante el fin de semana, y menos mientras su hijo estaba en casa de visita. Aun así, ella estuvo todo el fin de semana pendiente de su camioneta. Al menos, ella tampoco había pasado demasiado tiempo en el rancho. Sus abuelos decidieron hacer una barbacoa el sábado en el Double-C y se alargó hasta la madrugada. Y el domingo, Paula fue a misa en el pueblo. Rara vez había ido a misa en Nueva York. Pero en Weaver era una de las cosas que la gente hacía.  En Weaver había varias iglesias y ella sabía que Pedro no asistía a la misma que ella. Primero porque nunca lo había visto, y segundo porque Sabrina, que estaba sentada detrás de ella, se había acercado para susurrarle que Pedro nunca iba a misa allí.  Lo que significaba que ella había estado escuchando el servicio a medias mientras se preguntaba si él asistiría a alguna iglesia. Después de misa, asistió a la comida que la familia Clay celebraba todos los domingos en casa de alguno de ellos. No importaba cuánta gente pudiera ir. Aquéllos que podían ir, iban. Y los que no, normalmente iban la siguiente semana.  Era una tradición. Y a Paula le parecía bien ir, aunque tuviera que enfrentarse a que todo el mundo se preocupara de nuevo por su rodilla. Ese día la comida era en casa de Rafael y Analía. Tenían una hija de siete años, Melina, y a Paula le recordaba a Abril, que era un año menor.


 El lunes por la mañana Paula tuvo que enfrentarse al hecho de que, aunque no había visto a Pedro en todo el fin de semana, sabía lo que sucedía. No importaba que fuera consciente de su tristeza. Ni que supiera que centrarse en otra cosa que no fuera ponerse en forma era otra manera de afrontar la incertidumbre del futuro. Aunque él no quisiera admitirlo, era evidente que se sentía atraída por ella.  Tan evidente como que él no quería que fuera así. 

Al medio día, Pedro todavía no había aparecido por allí y Paula estaba hecha un manojo de nervios. Había limpiado la mitad de los establos y había dejado la otra mitad para que lo hiciera Gonzalo. También había fregado el suelo de la casa, recogido la cocina y preparado unos brownies.  Todo para evitar quedarse junto a la ventana mirando…

 —Huele bien —Gonzalo entró en la cocina y se acercó a la fuente del horno.

—No lo toques —le advirtió ella, dándole una palmadita en la mano.

—Eh —la miró—. Sólo quería probarlo. ¿Qué celebramos?

—Te dejaré probarlo cuando esté terminado. Y no celebramos nada.

Él arqueó las cejas.

—Has hecho muchos brownies. ¿Vas a ir a una gran fiesta?

Ella le partió un pedazo y se lo puso en una servilleta. Gonzalo se metió la mitad en la boca.

—Pareces un cerdo. Pensaba que podría llevarlos a la comida del domingo —«y a lo mejor a casa de los Ventura, para devolverles el favor de los espaguetis», pensó ella.