—Estoy bien. Sólo pensaba... que han sido unas semanas llenas de acontecimientos. Pensaba que podríamos despedirnos como se merece.
Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, con comprensión. Quería asegurarse de que su marcha no le causara más dolor. No se lo merecía, no después de lo que había pasado. Sólo sabía que tenía que hablar con ella esa noche y poner fin a su relación sin hacerse daño. Estaría ahí para protegerla, para vigilar si su padrastro decidía ir por ella. Quizá no podía ofrecerle la vida que quería, pero sí podría asegurarse de que estuviera bien.
—Será estupendo, Pedro—su voz era suave y fue directa a su corazón.
—Tengo algunas llamadas que hacer primero —dijo brusco y, sin añadir palabra, ella salió de la oficina.
Pedro empezó a poner en marcha su plan. Paula miró su reflejo y frunció el ceño preguntándose por enésima vez por qué se ponía ese vestido. Pero la sala Panorama era un espacio formal y sabía que el vestido perfecto era el que se había comprado al final del día de las galerías. Aún bajo el efecto de los besos de Pedro había mirado el vestido en un escaparate y en un segundo lo había comprado. La seda roja del vestido era tan poco de su estilo como el corte que dejaba un hombro al descubierto. Otro momento de locura habían sido las sandalias de lentejuelas rojas sin talón. No se sentía cómoda. No sabía cómo decir adiós graciosamente, no cuando quería más. Incluso aunque querer más le diera miedo, tanto que le temblaban las rodillas. Su vida había carecido de afectos demasiado tiempo y quería tan desesperadamente ser romántica. Aunque fuera sólo esa noche. Se echó el chal por encima y cuadró los hombros. Era imposible, lo sabía. Y que Pedro le importara como lo hacía aun sabiendo que no era para ella, dejaba un sabor amargo. Se dió la vuelta en dirección alas escaleras de mármol y enseguida vió a Pedro, que la esperaba arriba. El corazón le golpeó en el pecho.
—Adelante —murmuró para sí.
Por unos segundos no pudo moverse mientras se miraban. Pareció subir las escaleras a cámara lenta agarrada al pasamano. La noche de secretos compartidos pareció no existir, el tenso desayuno había borrado de la memoria ese momento mientras caminaba hacia él con las sandalias resonando contra el mármol italiano, con la respiración contenida. Al llegar arriba, él le tomó las manos y le besó las dos mejillas y tuvo que cerrar los ojos para pensarlo dos veces. Se separó de él y lo tomó del brazo.
—Estás bellísima. Preciosa, Paula. Más hermosa de lo que podría describir.
Así era el Pedro que recordaba, no el extraño del desayuno o el distante jefe de por la tarde. Fuera lo que fuera que había provocado el cambio, estaba con el hombre cálido y que le hablaba como si fuera la única mujer en el mundo. Entraron en el comedor y se quedó boquiabierta. Era más de lo que había soñado, incluso a pesar de haber visto los planos. Todo era regio, como entrar en un cuento de hadas con el príncipe del brazo. Las arañas brillaban con destellos de colores, las mesas de manteles prístinos estaban montadas con porcelana de color crema y dorada y la cristalería brillaba. Las velas cubrían todo con su luz. Los camareros de esmoquin eran la guinda.Era el castillo que Luca había imaginado al principio y era perfecto. Sabía que el final se acercaba, aunque en su corazón algo le decía que podía ser un principio.
—Oh, Pedro. Mira lo que has hecho —se detuvo y miró todo parpadeando.
—No sólo yo. Tú, Paula. Me inspiraste el día que me llevaste al ático.
—¿Yo? —lo miró sorprendida.
—Tú me has inspirado. ¿Cuesta tanto creerlo?
—Sí —susurró viendo que él miraba sus labios.
No se atrevería a besarla allí. El momento quedó suspendido en el aire.Había estado esperando. A ella. Esa noche quería vivir el cuento de hadas. Pretender por unas horas que era princesa. Creer que era la elegida. Sabía que terminaría pronto. Esa noche era suya y no la echaría a perder con dudas y temores.Se inclinó hacia delante ligeramente, los labios separados, lo bastante cerca para sentir que el aliento de él se mezclaba con el suyo.
—¿Señor Alfonso? Su mesa está lista.
Paula dió un paso atrás y se ruborizó. El brazo de Pedro le rodeó la cintura.
—Gracias.
Paula miró a su alrededor. Estaba segura de que los rumores habrían empezado a funcionar desde que la habían visto en su habitación por la mañana.
—¡Oh, señorita Chaves! ¡Mírese! Parece una estrella de cine —la camarera se dió cuenta de la impertinencia y de inmediato añadió—: Oh, disculpe.
Paula sonrió sintiéndose radiante.
—No te disculpes —respondió Pedro—. Estoy de acuerdo contigo.
La camarera los acompañó a un reservado decorado en rojo y dorado. Su mesa esperaba, con champán frío listo para servirse. Se sentaron y ella dijo:
—Pedro, es asombroso. Jamás he visto nada así. Y, desde luego, no lo esperaba aquí, en lo que fue el Bow Valley Inn.
—Por la reforma —dijo él alzando su copa de champán.
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